Se preguntó cómo reaccionaría Broadbent al ver que en el camping de Madera no había nadie. «Hasta el fin del mundo.»
Ya tenía el cuaderno. Había llegado el momento de deshacerse de ella.
Unos ochocientos metros al sur de donde había tirado el cuaderno, Tom apagó los faros, salió de la carretera, cruzó una zanja y atravesó una alambrada. Condujo a oscuras por la pradera hasta que consideró que ya estaba bastante lejos de la carretera. Apagó el motor y esperó, con el corazón en un puño.
Cuando el hombre dijo que Sally estaba en el camping de Madera, Tom supo que mentía. En esa época del año el camping estaba a reventar de niños, y las cabañas, con las mosquiteras, quedaban a la vista de la gente. El cuento del camping de Madera era un truco para que se fuera al sur.
Minutos después vio los faros de un coche. Venía por detrás, pero aún estaba lejos. En el camino de ida había adelantado a un Range Rover, y después había visto el mismo coche en la tienda de la carretera. Ahora no tenía ninguna duda de que se trataba del mismo coche del secuestrador, el mismo que en ese momento frenaba en la zona de la pradera donde había tirado el cuaderno. Una luz se encendió y barrió la pradera. De repente tuvo miedo de ser visto, pero la luz se limitó a recorrer el área inmediata. El vehículo giró en redondo y regresó por donde había venido. Un hombre saltó para recoger el cuaderno. Era alto y delgado, pero estaba demasiado lejos para que pudiera verle la cara o la ropa. Tardó muy poco en volver a subir y marcharse hacia el norte con un chirrido de neumáticos.
Tom dejó que se alejara. Cuando lo tuvo a una distancia prudencial, arrancó, sin encender las luces, y volvió a la carretera. Tendría que conducir a oscuras. Si encendía los faros, el secuestrador sabría que lo estaban siguiendo. Los faros redondos y anticuados del Chevrolet eran demasiado fáciles de reconocer.
Una vez en el asfalto, aceleró lo máximo que se atrevía con los faros apagados, sin despegar la vista de los dos puntos cada vez más pequeños de las luces traseras. Sin embargo, el otro coche iba tan deprisa que comprendió que si seguía conduciendo a ciegas le perdería el rastro. Tenía que jugársela.
La tienda ya estaba cerca. Un camión acababa de pararse para llenar el depósito. Frenó de golpe, se metió con un volantazo en la gasolinera y aparcó al otro lado de los surtidores. El camión, un Dodge Dakota hecho polvo, tenía las llaves puestas. El conductor estaba dentro de la tienda, pagando. Tom vio la culata de una pistola en el hueco de la puerta.
Saltó de la camioneta, subió al Dodge, arrancó y salió a toda pastilla, haciendo chirriar los neumáticos. Pisó a fondo el acelerador y se dirigió hacia el norte en medio de la oscuridad en la que habían desaparecido las dos luces traseras.
La llamada fue a las once en punto. Melodie, aunque la esperaba, dio un respingo cuando el teléfono rompió el silencio del laboratorio vacío.
—¿Melodie? ¿Cómo va la investigación?
—Muy bien, doctor Corvus.
Tragó saliva al darse cuenta de que respiraba demasiado en el teléfono.
—¿Aún está trabajando? —Sí, sí.
—¿Y los resultados? ¿Salen o no salen? —Sí, son… increíbles. —Cuéntemelo todo.
—El espécimen contiene muchísimo iridio, justo del tipo enriquecido que se encuentra en el límite KT, pero en mayor cantidad. Lo que quiero decir es que este espécimen está saturado de iridio.
—¿Qué tipo de iridio, y cuántas partes por mil millones?
—Adopta varias formas hexaoctaédricas isométricas, con una concentración de más de cuatrocientas partes por mil millones. Como sabe, es justo el tipo asociado al impacto del asteroide Chicxulub.
Melodie esperó la respuesta, pero no se produjo. —Este fósil… —se atrevió a preguntar— ¿por casualidad está situado en el límite CretácicoTerciario?
—Podría ser.
Otro largo silencio. Melodie siguió hablando.
—En la matriz externa que rodea el espécimen he encontrado una abundancia tremenda de micropartículas de hollín, del tipo que dejan los incendios forestales. Según un artículo reciente del Journal of Geophysical Research, una de las consecuencias del impacto del asteroide Chicxulub fue que ardiesen más de un tercio de los bosques del planeta.
—Sí, conozco el artículo —dijo Corvus.
—Entonces también sabe que el límite KT se compone de dos capas: primero los escombros enriquecidos con iridio del impacto propiamente dicho, y luego una capa de hollín depositada por los incendios forestales que asolaron el mundo.
Melodie volvió a guardar silencio en espera de alguna reacción, pero el otro lado de la línea permaneció en silencio. No parecía haberla entendido. ¿O sí?
—A mí me parece que… —Se calló. Casi le daba miedo decirlo—. Mejor dicho: mi conclusión es que a este dinosaurio lo mató el impacto del asteroide, o bien el desastre ecológico provocado por él.
La conclusión era pura dinamita, pero cayó en saco roto. Corvus seguía sin hablar.
—Sospecho que esta teoría también da cuenta del estado de conservación del fósil, que es extraordinario.
La respuesta fue cauta:
—¿En qué sentido?
—Cuando leí el artículo me llamó la atención que el impacto del asteroide, los incendios y el calentamiento de la atmósfera crearan condiciones excepcionales para la fosilización. Para empezar, no había carroñeros que destrozaran el cuerpo y dispersaran los huesos. El impacto calentó todo el planeta, la temperatura subió hasta alcanzar niveles propios del Sahara. En muchas zonas el aire alcanzó los cien o los ciento cincuenta grados, temperatura ideal para que un animal muerto se secara bruscamente. Por si fuera poco, la abundancia de polvo desencadenó inundaciones colosales y rapidísimas, capaces de enterrar los restos en cuestión de segundos.
Melodie respiró hondo, esperaba alguna reacción: entusiasmo, sorpresa, escepticismo. Nada. —¿Algo más? —preguntó Corvus. —Sí, las partículas Venus. —¿Partículas Venus?
—Es el nombre que he puesto a las partículas negras que vio usted, porque en el microscopio se parecen un poco al símbolo de Venus, un círculo del que sale una cruz. Ya sabe, el símbolo feminista.
—El símbolo feminista —repitió Corvus.
—Les he hecho algunas pruebas y no son una formación microcristalina, ni un resultado de la fosilización. La partícula es una esfera de carbón inorgánico con una proyección. Dentro hay muchos elementos traza que aún no he analizado.
—Ya veo.
—Todas coinciden en tamaño y forma, señal de que su origen es biológico. Parece que estaban presentes en el momento de la muerte del dinosaurio y que permanecieron en el mismo sitio durante sesenta y cinco millones de años, sin cambios. Son muy raras… Aún tendré que trabajar mucho para identificarlas, pero me pregunto si no podría tratarse de alguna especie de partícula infecciosa.
Otra vez un extraño silencio telefónico. Cuando Corvus se decidió a hablar, lo hizo en voz baja, como si le pasara algo. —¿Algo más, Melodie? —No, eso es todo.
Como si no fuera bastante. ¿Qué mosca le había picado? ¿No la creía?
De tan serena, la voz del conservador casi daba miedo. —Has hecho un trabajo excelente, Melodie. Te felicito. Ahora presta toda tu atención: voy a decirte lo que quiero que hagas. Quiero que cojas todos los CD, todos los trozos del espécimen y todo lo que haya en el laboratorio relacionado con este trabajo y que lo guardes bajo llave en tu armario de especímenes. Si por casualidad queda algo en el ordenador, bórralo con la utilidad que elimina permanentemente archivos del disco duro. Luego quiero que te vayas a casa y que duermas un poco.
Melodie reaccionó con incredulidad. ¿Eso es todo lo que tenía que decir, que necesitaba dormir?
—¿Lo harás, Melodie? —dijo la misma voz suave—. Guárdalo todo bien, apaga el ordenador, vete a casa, duerme un poco y come bien. Hablaremos por la mañana.
—De acuerdo.
—Muy bien. —Una pausa—. Hasta mañana.
Después de colgar el teléfono, Melodie permaneció sentada en el laboratorio, completamente atónita. Después de tanto trabajar, después de haber realizado unos descubrimientos tan extraordinarios, Corvus actuaba como si le diera igual, o como si no la creyera. «Te felicito.» ¿Había hecho uno de los descubrimientos paleontológicos de la historia y a él lo único que se le ocurría era felicitarla? ¿Y aconsejarle que durmiera?
Miró el reloj. El minutero hizo «clac». Las once y cuarto. Se miró el brazo. Se miró la pulsera que relucía en la muñeca. Se miró sus tristes pechos, sus manos delgadas, sus uñas mordidas, sus brazos, tan feos y pecosos… Melodie Crookshank, simple ayudante sin opción a titularidad a los treinta y tres años cumplidos. Un cero científico a la izquierda. Sintió crecer el rencor. Se acordó de su padre, el severo profesor universitario que siempre decía que su objetivo era que su hija no fuera «una tonta del bote más». Pensó en lo mucho que se había esforzado por contentarlo. También pensó en su madre, un ama de casa insatisfecha que aspiraba a otra vida por delegación a través del éxito de su hija. A ella también había intentado contentarla. Se acordó del colegio, de todos los profesores a quienes había procurado satisfacer, de los de la universidad, de su director de tesis… Y ahora Corvus.
¿Y de qué le había servido ser tan dócil? Paseó la mirada por el laboratorio, agobiante, sin ventanas.
Hasta entonces no se había preguntado qué planes tenía Corvus para su común descubrimiento. Porque era de los dos; él solo no podría haberlo hecho. No sabía manejar correctamente los aparatos. Informáticamente era casi analfabeto, y como mineralogista era un patán. Los análisis los había hecho ella. Era Melodie quien había formulado las preguntas indicadas sobre el espécimen y quien había orientado las respuestas. Ella quien había establecido las relaciones. Ella quien había extrapolado los datos y desarrollado las teorías.
Empezó a comprender la razón de que Corvus quisiera que fuera todo tan confidencial. Un descubrimiento de esa espectacularidad pondría en marcha un torbellino de rivalidades, intrigas y prisas por obtener el resto del fósil. El riesgo de que a Corvus se le fuera de las manos, y con él todo el mérito, era muy alto, y Corvus conocía muy bien el valor del concepto de mérito, principal moneda de cambio del mundo científico.
El mérito. Bien pensado era un concepto ambiguo.
Hacía meses, tal vez años, que Melodie no se sentía tan lúcida. Quizá fuera el cansancio, cansancio de querer agradar, de trabajar para otros, de un laboratorio que era como una tumba. Su mirada recayó en la pulsera de zafiros. Se la quitó para ponérsela delante de los ojos y contemplar los reflejos seductores de las piedras preciosas. Corvus había hecho uno de los mejores negocios de su carrera: regalarle una joya pensando que con ello compraba su silencio, así como una complacencia femenina, apocada. Se la guardó con repugnancia en el bolsillo.
Empezaba a entender la reacción de Corvus, y que por teléfono hubiera estado tan lacónico, por no decir nervioso. Melodie había hecho demasiado bien los deberes, y ahora a él le preocupaba que pudiera haber descubierto demasiadas cosas y reclamar la paternidad de los hallazgos.
Melodie Crookshank supo lo que tenía que hacer como si acabara de tener una revelación.
El sistema de procesamiento en paralelo MLogos 455 era el ordenador más potente salido de las manos del hombre. Estaba en un sótano con aire acondicionado las veinticuatro horas, limpio de polvo y estática, dentro del cuartel general de la National Securíty Agency, en Fort Mead, Maryland. No lo habían construido para predecir el tiempo, simular una explosión termonuclear de quince megatones o encontrar el milbillonésimo dígito de pi, sino para un objetivo mucho más prosaico: escuchar.
Una infinidad de nodos distribuidos por todo el planeta encauzaban un río gigantesco de información digital que interceptaba más del cuarenta por ciento del tráfico mundial de internet, más del noventa por ciento de las conversaciones por telefonía móvil, prácticamente todas las emisiones radiofónicas y televisivas, muchas conversaciones por telefonía terrestre y una parte considerable de los flujos de datos procedentes de las LAN del gobierno y las empresas, así como de las redes privadas.
Este torrente digital alimentaba en tiempo real el M455 a una velocidad de dieciséis terabits por segundo.
El ordenador se limitaba a escuchar.
Escuchaba prácticamente todos los idiomas, dialectos y protocolos de la Tierra, y casi todos los algoritmos informáticos que se hubieran escrito para analizar el lenguaje, pero aún iba más lejos: era el primer ordenador que usaba una nueva modalidad de análisis de datos, bautizada como Strutterlogic y guardada en el mayor de los secretos. Strutterlogic había sido concebido por una serie de primeras espadas de la teoría cibernética y de expertísimos programadores de los servicios secretos del ejército, la DÍA, con el objetivo de poder circundar el gran escollo de la inteligencia artificial, destructor de las esperanzas de tantos programadores de las últimas décadas. Strutterlogic representaba una manera totalmente novedosa de abordar la información. En vez de intentar simular la inteligencia humana, como había pretendido en vano la IA, Strutterlogic se basaba en un tipo de lógica completamente nueva, ajena a las premisas de aquella.
Sin embargo, ni siquiera la presencia de Strutterlogic permitía afirmar que el ordenador «entendía» todo lo que oía. Su misión se limitaba a identificar una «comunicación interesante» (una CI, en la jerga de sus operadores) y someterla al examen de un ser humano.
La mayoría de las CI salidas del M455 eran emails y conversaciones entre móviles. Las segundas se distribuían entre ciento veinticinco oyentes humanos, cuyo trabajo requería muchísima cultura general, un gran dominio del idioma o dialecto en cuestión y una intuición casi mágica. Ser un buen «oyente» no era una ciencia, sino un arte.
A las 11:04.34.94, hora de la costa oriental, al principio del quinto de los once minutos de una llamada entre móviles, el módulo 3656070 del M455 identificó la conversación como una posible CI, y el ordenador, que la estaba registrando desde el principio, volvió atrás y empezó a analizarla aunque aún no hubiera terminado. Cuando la CI concluyó alas 11:16.04.58, ya había pasado por una serie de filtros algorítmicos que la habían analizado lingüística y conceptualmente, examinando las inflexiones vocales en busca de varias decenas de marcadores psicológicos, entre los que se contaba el estrés, el entusiasmo, el enfado, la seguridad y el miedo. Tras identificar al autor y al receptor de la llamada, los programas procedieron a examinar miles de bases de datos en busca de cualquier partícula de información personal sobre los interlocutores existente en cualquier lugar del mundo en formato electrónico.