Tiranosaurio (44 page)

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Authors: Douglas Preston

Tags: #Aventuras, Intriga, Misterio

BOOK: Tiranosaurio
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—Me alegro muchísimo de oírlo. Claro que solo soy el presidente del museo… —Una risita de humildad—. O sea, que no soy quién para valorar su trabajo, pero me han dicho que no está nada mal.

Melodie sonrió afablemente.

Peale se echó hacia atrás y flexionó las manos sobre las rodillas.

—He hablado con el Comité de Ciencias y parece que estamos dispuestos a ofrecerle un puesto de conservadora adjunta en el departamento de paleontología de los vertebrados. Se trata de un magnífico puesto que con el tiempo, si todo va bien, acabará en un nombramiento para la cátedra Humboldt, la misma que de no haber fallecido le correspondería al doctor Corvus. Naturalmente, su sueldo aumentará en la debida proporción.

Melodie dejó que el silencio se prolongara más de lo normal antes de contestar:

—Es una propuesta muy generosa, que les agradezco.

—Aquí cuidamos a los de la casa —dijo ampulosamente el presidente.

—Lástima que no pueda aceptarla.

Las manos de Peale se separaron. Melodie se mantuvo a la espera.

—¿Nos rechaza, Melodie?

Peale ponía cara de incredulidad, como si la idea de no querer quedarse en el museo fuera absurda, inconcebible. Melodie no levantó la voz.

—Mire, Cushman, me he pasado cinco años en el sótano haciendo un trabajo de primera para este museo, y nunca me lo han reconocido. Como mucho, me lo han agradecido con una palmadita en la espalda. He estado cobrando menos que los empleados de mantenimiento que vaciaban mis papeleras.

—Claro que nos habíamos fijado… —Peale estaba perplejo—. Además, ahora las cosas cambiarán. También le digo que nuestra oferta no es inamovible. Quizá convendría volver a planteársela al Comité de Ciencias y ver si podemos ayudarla de alguna otra manera. Hasta podría ser que la propusieran para conservadora adjunta titular.

—Ya he rechazado el mismo puesto en Harvard.

Las cejas de Peale se arquearon con una expresión de sorpresa absoluta que se apresuró a disimular.

—Caray, sí que son rápidos… —Consiguió añadir una risita forzada—. ¿Qué tipo de oferta, si no es mucho preguntar?

—La cátedra Montcrieff.

Melodie hizo un esfuerzo para no sonreír. ¡Qué bien se lo estaba pasando!

—¿La cátedra Montcrieff? Ah, pues… no es muy habitual… —Peale carraspeó y se apoyó en el respaldo, arreglándose un poco la corbata—. Y ¿la ha rechazado?

—Sí. Me voy con el dinosaurio… al Smithsoman.

—¿Al Smithsonian?

La simple mención del eterno gran rival hizo que Peale se sonrojase.

—Exacto. Al Museo Nacional de Historia Natural. El gobierno proyecta construir un laboratorio especial de bioseguridad de nivel cuatro en el campo de prueba de misiles de White Sands, Nuevo México, para estudiar el dinosaurio y las partículas Venus, y me han pedido que sea la directora adjunta de investigación, cargo que viene acompañado del nombramiento como conservadora titular en el museo nacional. Para mí es muy importante poder seguir investigando el espécimen. El misterio de las partículas Venus aún está por resolver, y quiero ser la que lo solucione.

—¿Es una decisión definitiva?

—Sí.

Peale se levantó con la mano tendida, logrando sonreír, aunque con poca convicción.

—En tal caso, doctora Crookshank, permítame ser el primero en felicitarla.

A Peale, pensó Melodie, la educación le había infundido como mínimo una virtud: sabía perder.

7

La casa, pequeña y de una sola planta, daba a una callecita agradable de la población tejana de Marfa. El césped, delimitado por una valla de madera blanca, recibía las manchas de luz y sombra de un gran sicómoro. En el camino de entrada había un Ford Fiesta de 1989. El garaje había sido reformado y tenía un letrero donde ponía E studio.

Tom y Sally aparcaron en la calle y llamaron al timbre.

—¡Por aquí! —dijo alguien desde el garaje.

Lo rodearon hasta llegar a la puerta. Dentro había un estudio de arte muy acogedor. Apareció una pelirroja con una camisa de hombre demasiado grande, manchada de pintura, y el pelo recogido con una tira de tela. Era bajita, llena de vitalidad y de atractivo, con la nariz pequeña y respingona, cara de niño y aspecto de no rendirse fácilmente.

—¿Qué querían?

—Soy Tom Broadbent, y ella es Sally, mi esposa. La mujer sonrió.

—¡ Ah, sí! Robbie Weathers. Muchas gracias por venir.

La siguieron al interior de un estudio sorprendentemente agradable, con una hilera de ventanas altas y cuadros de paisaje en las paredes blancas. Piedras retorcidas, maderas desgastadas, huesos viejos y hierros oxidados organizados a modo de esculturas llenaban las mesas adosadas a la pared del fondo.

—Siéntense. ¿Té? ¿Café? —No, gracias.

Mientras Sally y Tom se acomodaban en un sofá hecho con un futon doblado, Robbie se lavó las manos, se quitó el pañuelo de la cabeza y se ahuecó los rizos. Después llevó una silla de madera y se sentó enfrente. Entraba mucho sol. Se instaló un silencio incómodo.

—Así que usted es el que encontró a mi padre —dijo Robbie, mirando a Tom.

—Exacto.

—Quiero que me lo explique todo con pelos y señales: cómo lo encontró, qué le dijo… Todo.

Tom empezó a contar que oyó disparos, que fue a investigar con su caballo y que encontró a su padre moribundo en el lecho del cañón.

Robbie, muy seria, asintió con la cabeza. —¿Cómo se había… caído?

—De cara. Le habían pegado varios tiros en la espalda. Yo le di la vuelta, le hice un poco de reanimación cardiopulmonar y abrió los ojos.

—¿Si lo hubieran sacado a tiempo podría haber sobrevivido?

—Las heridas eran mortales. No tenía remedio.

—Ya.

Robbie apretaba tanto un lado de la silla que los nudillos se le habían puesto blancos.

—Tenía un cuaderno en la mano. Me dijo que me lo llevara y se lo diera a usted.

—¿Cómo se lo dijo, exactamente?

—Dijo: «Es para Robbie… Mi hija… Prométame que se lo dará… Ella sabrá encontrar el… tesoro…».

—«Tesoro» —repitió Robbie, sonriendo un poco—. Es como se refería a sus fósiles. Nunca usaba la palabra «fósil», por la paranoia de que se le adelantasen en algún descubrimiento. Prefería hacerse pasar por un buscador de tesoros medio loco. Solía llevar encima un mapa del tesoro que se veía enseguida que era falso, para que la gente lo tomara por un pirado.

—Ah, pues ya sé la respuesta de una pregunta que me había hecho muchas veces… Bueno, el caso es que cogí el cuaderno. Su padre estaba… a punto de morir. Yo hice lo que pude, pero ya no tenía salvación. Lo único que le preocupaba era usted.

Robbie se enjugó una lágrima.

—Dijo: «Es para ella… Robbie… Para nadie más… La policía no, por favor… Tiene… que prometérmelo». Y luego dijo: «Dígale que la quiero».

—¿En serio que lo dijo?

—Sí.

Tom se abstuvo de añadir que Weathers no había terminado la última palabra. La muerte se le había adelantado. —¿Y luego?

—Esas fueron sus últimas palabras. Se le paró el corazón y murió.

Robbie asintió, inclinando la cabeza.

Tom sacó el cuaderno del bolsillo y se lo dio. Ella levantó la cabeza, se secó los ojos y lo cogió. —Gracias.

Empezó a hojearlo por las páginas en blanco del final. Al llegar a los dos signos de exclamación sonrió entre lágrimas.

—De lo que estoy segura es de que desde que encontró el dinosaurio hasta que lo asesinaron fue el hombre más feliz del mundo.

Cerró el cuaderno lentamente y miró por la ventana el paisaje soleado del sur de Texas.

—Mi madre se fue cuando yo tenía cuatro años —dijo despacio—. Claro que habiéndose casado con un tío que nos zarandeó por todo el Oeste, desde Montana hasta Texas, sin saltarse ni un estado, no es para reprochárselo… Mi padre siempre buscaba el premio gordo. Cuando me hice mayor quiso que lo acompañase. Quería que fuéramos un equipo, pero… yo me negué. No tenía ninguna gana de acampar en el desierto buscando dinosaurios. Lo único que quería era quedarme en algún sitio y tener alguna amiga que me durara más de seis meses. A mis ojos, la culpa la tenían los dinosaurios. Los odiaba.

Sacó el pañuelo para secarse otra vez los ojos y se lo dobló en el regazo.

—No veía el momento de entrar en la universidad, aunque tuve que trabajármelo, porque papá nunca tenía ni un céntimo. Al final nos peleamos. Luego, hace un año, me llamó para decirme que estaba sobre la pista del gran dinosaurio, del definitivo, y que lo buscaría para mí. Yo, que no era la primera vez que se lo oía decir, me puse hecha una fiera y le dije algunas cosas sin pensar. Ahora ya no puedo retirarlas.

El estudio se llenó de luz y de silencio vespertino.

—Cómo me gustaría que aún viviera… —añadió ella en voz baja.

Se quedó callada.

—Le había escrito algo —dijo Tom, sacando el fajo—. Las encontramos dentro de una lata enterrada en la arena cerca del fósil. Las manos de Robbie temblaron al coger las cartas. —Gracias.

—El Smithsonian ha organizado tina ceremonia de presentación del dinosaurio en un laboratorio nuevo, construido expresamente en Nuevo México —dijo Sally—. Van a bautizar al fósil. ¿Le gustaría venir? Tom y yo iremos.

—Pues… no estoy segura.

—Se lo aconsejo. Van a ponerle su nombre.

Robbie irguió bruscamente la cabeza.

¿Qué?

—Pues eso —dijo Sally—, que el Smithsonian quería ponerle el nombre de su padre, pero Tom los convenció de que él pensaba bautizarlo «Robbie» en honor a usted. Además, es un tiranosaurio hembra. Dicen que las hembras eran más grandes y feroces que los machos.

Robbie sonrió.

—Se lo habría puesto aunque no me gustara. —Pero ¿le gusta o no? —preguntó Tom. Después de un momento de silencio, Robbie sonrió. —Sí, creo que sí.

EPÍLOGO

Jornada del Muerto

En cuatro horas la oscuridad fue total. La hembra estaba agazapada en su revolcadero, con los ojos medio cerrados. La única luz era la de las cintas de fuego dispersas entre los apreses. La ciénaga se había llenado de dinosaurios y pequeños mamíferos que nadaban, se revolcaban y flotaban desquiciados por el miedo. Muchos morían ahogados.

Se despertó y comió a gusto, sin dificultades.

La temperatura aumentó. Al respirar, se le quemaban los pulmones y tosía de dolor. Se levantó del agua para no sufrir tanto y empezó a dar mordiscos al aire.

El calor iba a más. También la oscuridad.

Se desplazó hacia una zona más profunda, de aguas más frescas, dejando de lado la carne muerta o agonizante que flotaba a su alrededor.

Empezó a llover una especie de hollín negro que formó una capa de algo pegajoso, como alquitrán, en su lomo. Una niebla espesa enturbió el aire. Vio una luz roja a través de los árboles. Un incendio gigantesco arrasaba el altiplano. Lo vio avanzar consumiendo las copas de los árboles, entre lluvia de chispas y ramas incendiadas.

El fuego pasó de largo, no penetró en el enclave pantanoso donde se había refugiado. El aire recalentado se refrescó un poquito. Se quedó en el agua, rodeada de hinchazón, putrefacción y muerte. Pasaron los días. La oscuridad se hizo total. La hembra perdió fuerzas y empezó a morir.

La muerte era una sensación nueva, distinta a todas las que conocía. La sentía moverse en su interior. Sentía su ataque silencioso, insidioso, en sus órganos. Perdió la fina capa de plumón que cubría su cuerpo. Casi no podía moverse. Su respiración, pese a ser cada vez más laboriosa, no podía satisfacer su ansia de oxígeno. Sus ojos, abrasados por el calor, se habían nublado hasta cerrarse por la hinchazón.

Tardó varios días en morir. No hubo un segundo en que su instinto no se rebelara contra ello. Se mordía y se daba zarpazos en los flancos, intentando alcanzar al enemigo que llevaba dentro. La rabia y el dolor crecían a la par. Intentó arrastrarse a ciegas hacia tierra firme. Cuando la flotación del agua ya no la sostuvo, se derrumbó en los bajíos y se quedó rugiendo, pataleando y mordiendo ya no solo el aire, sino el barro, la propia tierra con la que se ensañaba en su cólera. Los pulmones se le empezaron a llenar de líquido, mientras su corazón pugnaba por hacer circular la sangre por su cuerpo.

La lluvia, negra y ardiente, no cejaba.

El programa biológico que había impulsado a la hembra a lo largo de cuarenta años de vida empezó a fallar. Las neuronas moribundas protagonizaron una última y orgiástica llamarada de actividad inútil. Ya no quedaban respuestas. Ya no había nada programado, ni solución para la crisis final. Los vanos alaridos de la bestia acabaron por estrangularse en un temblor de carne mojada y gemebunda. El hemisferio izquierdo de su cerebro naufragó en una vorágine de impulsos eléctricos, agitando su pierna derecha con una docena de patadas epilépticas, salvajes, que acabaron en un clono. Sus garras se abrieron al máximo. Los tendones saltaron de sus huesos. Las mandíbulas se separaron, volvieron a juntarse y se abrieron de nuevo en un feroz mordisco, ya definitivo.

Un temblor recorrió toda su cola, haciéndola vibrar contra el suelo hasta que solo se agitó la punta. A partir de entonces cesó toda actividad neural.

El programa había ejecutado su última línea. La lluvia negra continuaba. Poco a poco la hembra quedó envuelta en una capa cenagosa. Alimentado por las grandes tormentas de las montañas, el nivel del agua subió. Bastó un día para sepultar a la hembra en un barro denso y estéril.

Acababa de empezar su entierro de sesenta y cinco millones de años.

La camioneta daba tumbos por la pista de tierra, cruzando cual flecha el vasto desierto de Jornada del Muerto, en Nuevo México. Lo único que sobresalía del paisaje, liso y vacío como un mar, era una formación lejana de colinas negras. Estaban en pleno campo de prueba de misiles de White Sands, ocho mil kilómetros cuadrados destinados al armamento más avanzado del país. Las colinas negras fueron tomando forma. La del medio, un cono de toba volcánica, tenía encima una hilera de torres radiofónicas y de antenas de microondas.

—Casi estamos —dijo Melodie Crookshank, que iba delante, al lado del soldado que conducía.

Pasaron junto a una doble cerca alrededor de un grupo de edificios quemados y tapiados. Detrás había una estructura nueva y reluciente con revestimiento de titanio pulido y rodeada por una valla de alta seguridad.

—Antes en esta zona había una especie de laboratorio de ingeniería genética —dijo Crookshank—, pero se incendió y lo cerraron. Luego el Smithsonian firmó un acuerdo de arriendo parcial. Como había sido una instalación de nivel cuatro de bioseguridad, ya teníamos gran parte de lo necesario, al menos en lo referente al aislamiento y seguridad. Será un sitio perfecto para estudiar el dinosaurio: protegido por el paraguas de seguridad de White Sands, pero sin dejar de ser accesible. Vaya, que no se puede pedir más.

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