En muchos órdenes intelectuales pasa esto de continuo: que en el “dar por supuesto y por sabido” lo esencial, lo sustantivo, procedemos al infinito. Es ello una de las mayores enfermedades del pensamiento, sobre todo del contemporáneo.
Puesto que todo lo pensado u oído acerca —por ejemplo— del libro en que no actúa con pleno vigor la hiperestésica conciencia de lo que es el libro —esa tremenda realidad humana que es el libro— carecerá de auténtico sentido, será cosa muerta, frases cuyo sujeto no entendemos y, por lo tanto, puro despropósito.
No pretendo que sea preciso siempre que se habla acerca del libro emplear una larga disertación sobre lo que éste es. Me es indiferente si hacen falta muchas o pocas palabras: reclamo sólo las bastantes —y al buen entendedor con media le basta.
Por este motivo —no porque lo ignoréis, sino porque en un Congreso como éste conviene partir de una conciencia agudísima en que conste lo que es el libro y la dignidad de vuestra reunión exige una como oficial seguridad de que consta —es por lo que me creo obligado a recordaros lo que sabéis mejor que yo: qué es un libro.
Hace veintitrés siglos que en el
Fedro
se esforzó Platón por dejarlo esclarecido; abre allí y tramita todo el proceso del libro. ¡Releed ese maravilloso diálogo donde se define el ala, se define el ángel, se define el alma, se define el libro! Si integramos con algunos complementos el texto platónico, obtendremos lo siguiente:
Los libros son “decires escritos”, λóγους γεγραμμένους, 275, c.— y decir, claro está, no es sino una de las cosas que el hombre hace. Ahora bien, todo lo que se hace, se hace para algo y por algo; estos dos ingredientes definen el hacer y gracias a ellos existe en el universo pareja realidad. Enorme error es confundirla con lo que suele llamarse actividad: el átomo que vibra, la piedra que cae, la célula que prolifica, actúan pero no “hacen”. El pensar mismo y el mismo querer, en cuanto estrictas funciones psíquicas, son actividades, pero no son “hacer”. Cuando movilizamos para algo y por algo nuestra actividad de pensar o la actividad de nuestros músculos, entonces propiamente “hacemos” algo.
Decimos: “¿Dónde están las llaves?” “¡Llevad la izquierda!” “¡Amor mío!” En todos estos casos, la finalidad de nuestro decir, su justificación, se halla fuera de él, más allá de él. Decimos eso precisamente
para que
ciertas cosas acontezcan,
para
poder abrir un armario,
para que
se circule en una sola dirección,
para que
la mujer amada sepa de nuestro sentimiento o que éste goce de sí mismo en su exteriorización.
Mas cuando el geómetra enuncia un teorema de geometría que acaba de descubrir no se propone con su decir nada allende de él; al contrario, lo que se propone es dejarlo dicho y nada más. El decir aquí tiene la finalidad, la justificación en sí mismo. Lo propio acontece con el soneto a la rosa. El poeta
hace
el soneto, que es un decir, precisamente por hacerlo, para que el soneto exista, para que su poético decir sea.
En esta segunda clase de decires aparece, pues, el decir sustantivado y rico de un valor que le es inmanente. ¿Por qué esta diferencia tan radical con los casos antedichos? Sin duda porque el geómetra cree haber dicho sobre el triángulo, no lo que a él le conviene para este o el otro fin, sino
lo que hay que decir
sobre él, como al poeta le parece haber dicho sobre la rosa lo que sobre ella debe ser dicho. En aquellos casos se usaba del decir como de un medio, puesto al servicio de utilidades forasteras, mientras que aquí el decir es fin del propio decir, se satisface y justifica con su simple ejecución. Pero esto nos mueve, al mismo tiempo, a sospechar que el hacer vital, la función viviente que es decir, culmina en aquel de sus modos consistente en decir lo que hay que decir sobre algo, y que todos los demás son utilizaciones secundarias y subalternas de ella.
Sólo este decir reclama esencialmente su conservación y, por tanto, que quede escrito. No tiene sentido conservar nuestra frase cotidiana: “¿Dónde están las llaves?”, que una urgencia transitoria motivó. Un poco más de sentido tiene fijar en un cartel público el imperativo municipal “¡Llevad la izquierda!” y, en general, escribir las leyes para que consten a todos y produzcan sus sociales consecuencias. Pero esto no significa que lo dicho en la ley merezca por sí mismo y, simplemente en cuanto dicho, ser conservado.
El libro es, pues, el decir ejemplar que, por lo mismo, lleva en sí esencialmente el requerimiento de ser escrito, fijado, ya que al quedar escrito, fijado, es como si virtualmente una voz anónima lo estuviese diciendo siempre, al modo que los “molinos de oraciones”, en el Tibet, encargan al viento de rezar perpetuamente. Éste es el primer momento del libro como auténtica función viviente: que está en potencia, diciendo siempre lo que hay que decir —τά δέοντα είρηχότος, 234, e.
Hay, por tanto, abuso sustancial de la forma de vida humana que es el libro, siempre que alguien se pone a escribir uno sin tener previamente algo que decir de entre lo que hay que decir y que no haya sido escrito antes. Mientras el libro fue afán individual se conservó su auténtico sentido con relativa pureza. Mas apenas se convirtió en interés social y con ello resultó un negocio crematístico o de prestigio hacer libros, comenzó la fabricación del falso libro, de unos objetos impresos que se benefician de su externo parecido con el verdadero libro. La cosa no debe sorprendernos porque obedece a una ley constitutiva de lo social. En comparación con la vida personal, todo lo colectivo es, más o menos, inauténtico y fraudulento. Sólo la ignorancia pavorosa en que hoy se está de qué sea propiamente la “vida” colectiva, la sociedad, etcétera, impide la clara visión de ello.
Mas con lo indicado no basta para saber lo que es un libro. Obvio es decir alguna curiosidad sobre qué le pasa a un decir cuando se le fija, esto es, se le deja escrito. Evidentemente se intenta con ello proporcionarle algo que por sí no tenía: la permanencia. El decir, como todo lo viviente, es fungible. Nacer es en él ya irse muriendo. El decir es tiempo, y el tiempo es el gran suicida. Merced a la memoria puede el hombre salvar un poco a su decir, o al que ha escuchado, de la fulminante corrupción ajena a todo lo temporal. Antes del libro manuscrito no había, en efecto, otra forma en que pudiera conservarse y acumularse el saber pretérito —del pasado, propio o ajeno— que la memoria. El cultivo de ella para este concreto fin llegó, por ejemplo, en la India, a rendimientos casi prodigiosos. Mas la memoria es intransferible, queda adscrita a la persona. He aquí uno de los fundamentos más robustos para la autoridad de los ancianos: eran los que sabían más porque tenían más larga memoria, eran más “libros vivientes” que los jóvenes, libros, por decirlo así, con más páginas. Mas la invención de la escritura, creando el libro, desestancó el saber de la memoria y acabó con la autoridad de los viejos.
El libro, al objetivar la memoria, materializándola, la hace, en principio, ilimitada y pone los decires de los siglos a la disposición de todo el mundo.
Pero ¿es esto de verdad así? ¿Tiene el alfabeto tan mágico poder que logre, sin más, salvar lo viviente de su ingénito morir? ¿El decir que se escribe queda por ello vivo? —ζωυτα, 275, d.—. O, lo que es igual, ¿sigue diciendo lo que quiso decir?
Todo lo que el hombre hace, lo hace en vista de las circunstancias. Muy especialmente cuando lo que hace es decir. Brota el decir siempre de una situación y se refiere a ella. Mas, por lo mismo, él no dice esta situación: la deja tácita, la supone. Lo cual significa que todo decir es incompleto, es fragmento de sí mismo y tiene en la escena vital, donde nace, la mayor porción de su propio sentido. Imagínense todos los supuestos tácitos sin los cuales el más simple enunciado matemático resulta ininteligible. Para entenderlo fuera, por lo menos, necesario haber caído en la cuenta de que el que nos habla pretende hacer una cosa llamada ciencia o teoría. Ahora bien, la ciencia, la teoría, no es sino una situación en que el hombre se encontró ante las cosas desde una fecha determinada y sólo en ciertos lugares del planeta. Esta situación dura, en lo esencial, desde hace muchos siglos, seguimos en ella y por eso entendemos el enunciado matemático. Pero ni ha sido siempre ni es seguro que perdure indefinidamente.
Esto nos coloca de pronto ante una paradoja, como tal impertinente, pero que es ineludible, a saber: que el decir se compone, sobre todo, de silencios, de cosas que por sabidas se callan o que son por completo inefables y en las cuales, sin embargo, se apoya, como en una tierra nutriz, lo que efectivamente declaramos. Nuestras palabras son, en rigor, inseparables de la situación vital en que surgen. Sin ésta carecen de sentido preciso, esto es, de evidencia.
Ahora bien; la escritura, al fijar un decir, sólo puede conservar las palabras, pero no las intuiciones vivientes que integran su sentido. La situación vital donde brotaron se volatiliza inexorablemente: el tiempo, en su incesante galope, se la lleva sobre el anca. El libro, pues, al conservar sólo las palabras, conserva sólo la ceniza del efectivo pensamiento. Para que éste reviva y perviva no basta con el libro. Es preciso que otro hombre reproduzca en su persona la situación vital a que aquel pensamiento respondía. Sólo entonces puede afirmarse que las frases del libro han sido entendidas y que el decir pretérito se ha salvado. Platón expresa esto diciendo que sólo entonces los pensamientos del libro son hijos legítimos —υιείς γνησίους, 278, a— porque sólo entonces quedan verdaderamente pensados y recobran su nativa evidencia —έναργές. Pero esto no podrá hacerlo sino aquel que se encuentra siguiendo la misma pista que el autor —τψ ταύτόν ίχνσς μετιόντι, 276, d.—, por tanto, que antes de leer el libro ha pensado por sí sobre el tema y conoce sus veredas.
Cuando no se hace esto, cuando se lee mucho y se piensa poco, el libro es un instrumento terriblemente eficaz para la falsificación de la vida humana: “Confiando los hombres en lo escrito, creerán hacerse cargo de las ideas, siendo así que las toman por de fuera, gracias a señales externas, y no desde dentro, por sí mismos... Atestados de presuntos conocimientos, que no han adquirido de verdad, se creerán aptos para juzgar de todo cuando, en rigor, no saben nada y, además, serán inaguantables porque, en vez de ser sabios, como se supone, serán sólo cargamentos de frases”, 275 a. C. Así Platón hace veintitrés siglos.
Revista de Occidente
, mayo 1935.
JOSÉ ORTEGA Y GASSET (Madrid, 1883-1955). Filósofo y ensayista español. Su pensamiento, plasmado en numerosos ensayos, ejerció una gran influencia en varias generaciones de intelectuales. Hijo del periodista José Ortega Munilla, hizo sus estudios secundarios en el colegio de Miraflores del Palo (Málaga) y los universitarios en Deusto y Madrid, en cuya universidad se doctoró en Filosofía y Letras con una tesis sobre
Los terrores del año mil
(1904), subtitulada Crítica de una leyenda. Entre 1905 y 1908 completó sus estudios en Leipzig, Berlín y Marburgo, donde asistió a los cursos del neokantiano Hermann Cohen. Fue catedrático de Metafísica (su titular anterior había sido Nicolás Salmerón) de la Universidad de Madrid entre 1910 y 1936. En 1916 fue designado académico de la de Ciencias Morales y Políticas. Fundó la
Revista de Occidente
(1923-1936), la publicación intelectual más abierta al pensamiento europeo de nuestro siglo.
[1]
Estas páginas, vertidas al francés, fueron leídas como discurso inaugural en el Congreso Internacional de Bibliotecarios el 20 de mayo de 1935.
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[2]
El otro sentido de
officium
—obstaculizar— que parece tener un sentido bélico, se enlaza con el indicado. La urgencia, el “deber” más característicos de la vida primitiva son la lucha contra el enemigo, el hacerle frente y oponerse a él. Es, pues, indiferente que oficio signifique primero “poner obstáculo” y luego se generalice como prototipo de urgencia, o viceversa, que el deber genérico se especializase en el más notable de oponerse al enemigo.
Es curioso advertir que la misma idea de acudir con celeridad a algo anima a la palabra “obediencia”, de
ob
y
audio
—es decir, ejecutar inmediatamente la orden que se ha escuchado. En árabe, la expresión que designa obediencia es un giro de dos palabras que significan “oído y hecho”, correspondiente a nuestro “dicho y hecho”.
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[3]
El mismo proceso que en China, donde no había Dios ni fuerte imperación, creó el mandarinato.
«
[4]
Chateaubriand, que tenía mucho más talento y era mucho más profundo de lo que la estúpida crítica literaria de los últimos ochenta años reconoce, decía ya: “L’invasion des idées a succédé à l’invasion des barbares; la civilisatión actuelle décomposée se perd en elle-même”.
Mémoires d’Outretombe
, VI, 450.
«
[5]
Toda necesidad humana, si lo es, puede, en algún sentido, calificarse de imprescindible. La cosa es obvia. Pero si se intenta obtener un concepto claro de la necesidad o menester, se descubre pronto una doble significación que fuera preciso dar al término “imprescindible”. No puedo aquí entrar en el tema y me limito a transcribir unas palabras del curso sobre “Principios de metafísica” dado en 1933 en la Universidad de Madrid, algunos de cuyos trozos han sido publicados. “Llamo necesidad humana a todo aquello que, o es sentido como literalmente imprescindible —esto es, tal que sin ello creemos no poder vivir—, o que, aunque podamos de hecho prescindir de ello, seguiríamos sintiéndolo como un hueco o defecto que había en nuestra vida. Así: comer es una necesidad literalmente imprescindible. Pero ser feliz, y ser feliz de cierta precisa manera, es también una necesidad. Claro es que no lo somos, esto es, que de hecho prescindimos de la felicidad y vivimos infelizmente, pero —¡ahí está!— la sensación de necesitarla perdura siempre activa en nosotros. Se dirá que el ser feliz no es una necesidad, sino un mero deseo. En efecto, lo es; pero esto nos revela que mientras muchos de nuestros deseos son sólo deseos —por tanto, algo de que por completo podemos prescindir sin que esta renuncia deje un muñón, una amputación, un vacío en nuestra vida—, hay otros deseos de que,
como deseos
, no podemos prescindir; esto es, que aunque de hecho tengamos que renunciar a satisfacerlos, a la realidad que ellos desean, a desearlos no podemos prescindir, aunque queramos. Por eso exigen que los llamemos necesidades”.
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