Titus Groan (27 page)

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Authors: Mervyn Peake

Tags: #Fantástico

BOOK: Titus Groan
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—Vamos —dijo Keda—, no es tan difícil.

—¡Sí que lo es, sí que lo es! —exclamó la señora Ganga, volviendo al tono autoritario—. Es peor, mucho peor. Todo el mundo me abandona, porque soy vieja.

—Tiene que encontrar a alguien en quien pueda confiar. Intentaré ayudarla.

—¿Lo harás? ¿Lo harás? —chilló Tata, llevándose los dedos a la boca y mirando fijamente a Keda entre los bordes enrojecidos de los párpados—. ¿Lo harás de verdad? Me cargan con todo. La madre de Fucsia deja todo en mis manos. Casi no ha visto al pequeño conde, ¿verdad que no?, ¿verdad que no?

—No. Ni una sola vez. Pero él es feliz.

Keda apartó a la criatura, levantándola, y la acostó entre las mantas de la cuna, donde después de unos lloriqueos, Titus se chupó tranquilamente el puño.

De pronto, Tata Ganga volvió a agarrarse del brazo de Keda.

—No me has dicho por qué. No me has dicho por qué —dijo—. Quiero saber por qué te vas. Nunca me cuentas nada. Nunca. No vale la pena, supongo. Crees que yo no importo. ¿Por qué no me cuentas cosas? Oh, mi pobre corazón, supongo que soy demasiado vieja.

—Le contaré por qué tengo que irme —le dijo Keda—. Siéntese y escuche.

Tata se sentó en una silla baja y se apretó las arrugadas manos. —Cuéntamelo todo —dijo.

Keda nunca pudo explicarse por qué razón había roto el largo silencio que tanto la había acompañado. Al hablar a alguien que apenas podía entenderla, estaba hablándose virtualmente a sí misma. Se había sentido aliviada, descargando el corazón.

Se sentó en la cama de la señora Ganga, cerca de la pared. Muy erguida, con las manos en el regazo, miró durante unos instantes en el hueco de la ventana una luna que había aparecido perezosamente. Luego se volvió hacia la anciana.

—Cuando vine con usted aquella primera noche —dijo serenamente—, yo estaba atormentada. Estaba atormentada y todavía me siento infeliz, a causa del amor. Tenía miedo del futuro; y en mi pasado no había más que tristeza. Y en el presente usted me necesitaba y yo necesitaba un refugio, de modo que vine. —Hizo una pausa—. Dos hombres de las casas de barro estaban enamorados de mí. Me amaban demasiado y con demasiada violencia.

Volvió los ojos a Tata Ganga, pero apenas la vio, y no advirtió que la anciana fruncía los labios arrugados y que tenía la cabeza ladeada como un gorrión. Prosiguió serenamente:

—Mi esposo había muerto. Era un Tallista Brillante, y murió luchando. Yo me sentaba a la sombra alargada de nuestra casa y observaba cómo la cabeza de una dríada encontraba día a día sus contornos escondidos. A mí me parecía que estaba tallando una ninfa de las hojas. No descansaba ni un momento, sino que luchaba, y miraba, y miraba. Miraba fijamente, quitando madera para dar aliento a la dríada. Un atardecer, al notar que mi hijo se movía en mis entrañas, el corazón de mi esposo dejó de latir, y se le cayeron las herramientas. Corrí hacia él, y me arrodillé junto a su cuerpo. El cincel yacía en el polvo. Por encima de nosotros, la dríada inacabada miraba hacia el Bosque Retorcido, con una bellota entre los dientes.

»Lo enterraron, a mi tosco marido, en el inmenso valle arenoso, el valle de las tumbas, donde entierran a los nuestros. Los dos hombres sombríos que me amaban y me aman, transportaron el cuerpo y lo bajaron al hoyo arenoso que habían excavado. Había cien hombres y cien mujeres; pues había sido el más excepcional de los tallistas. Lo cubrieron de arena, y un nuevo túmulo polvoriento se elevó entre los montículos del valle; todo estaba en silencio. Durante el entierro, no me quitaron los ojos de encima, los dos que me aman. Y yo no podía pensar en aquel a quien llorábamos. No podía pensar en la muerte. Sólo en la vida. No podía pensar en la quietud, sólo en el movimiento. No podía comprender el funeral, ni que la vida pudiera concluir. Todo era un sueño. Yo estaba viva,
viva
, y dos hombres me observaban, de pie, al otro lado de la tumba. No les veía más que las sombras, pues no me atrevía a levantar los ojos y demostrar mi alegría. Pero sabía que me observaban, y sabía que yo era joven. Eran hombres fuertes, con caras que la cruel calamidad que sufrimos aún no había tocado. Eran fuertes y jóvenes. No los había visto mientras mi esposo vivía. No obstante, uno me había traído unas flores blancas del Bosque Retorcido, y el otro una piedra oscura de la montaña de Gormenghast, pero yo no había querido verlos, pues conocía la tentación.

»De eso hace mucho tiempo. Ahora todo ha cambiado. Mi hijo está enterrado y mis amantes se odian. Cuando usted vino a buscarme, yo estaba atormentada. Están cada día más celosos, y para evitar que se derramara sangre, decidí venir al castillo. ¡Oh, hace mucho tiempo, con usted, aquella noche terrible!

Se detuvo y se apartó un mechón de cabellos de la frente. No miró a la señora Ganga, quien parpadeó y asintió sabiamente con la cabeza.

—¿Dónde estarán ahora? ¡Cuántas, cuántas veces he soñado con ellos! Cuántas, cuántas veces, con la cara en la almohada, he gritado: «¡Rantel!», a quien vi por primera vez recogiendo raíces, con los cabellos ásperos sobre los ojos…, o «¡Braigon!», que meditaba a solas en la arboleda. Y sin embargo, no los amo con todo mi ser. Hay demasiado silencio dentro de mí. No estoy, como ellos, ahogada en la crueldad del Amor. No puedo hacer otra cosa que mirarlos y tener miedo de ellos y del hambre que tienen en los ojos. La exaltación que me dominó junto a la tumba ha desaparecido. Ahora estoy cansada, cansada de un amor que no tengo. Cansada de los odios que he despertado. Cansada de ser la causa y de no poder hacer nada. Mi belleza pronto me abandonará, pronto, muy pronto, y entonces vendrá la paz. Pero ¡ah!, demasiado pronto.

Keda levantó la mano y se secó las lágrimas lentas que le bajaban por las mejillas. —Necesito amor —murmuró.

Desconcertada ante su propia elocuencia, Keda se levantó de la cama y se quedó de pie, muy rígida. Luego miró a la niñera. Se había sentido tan sola durante su monólogo, que le pareció natural descubrir que la anciana se había dormido. Se acercó a la ventana. La luz de la tarde se posaba sobre las torres. Un pájaro hizo crujir la yedra debajo de ella. Más abajo aún, una voz gritaba débilmente a alguna figura invisible, y hubo otra vez silencio. Keda respiró profundamente, y se inclinó hacia la luz. Agarrada a los bordes laterales de la ventana, observaba distraída las torres, cuando su mirada se sintió inexorablemente atraída por la alta muralla que ocultaba las casas de su gente, su infancia, y la substancia de su pasión.

EXCORIO TRAE UN MENSAJE

EL OTOÑO RETORNÓ a Gormenghast como un espectro sombrío que vuelve a su antro. El aliento otoñal podía sentirse en los corredores olvidados. Todo Gormenghast se había convertido en otoño, y los moradores de la fortaleza eran sombras del otoño.

El ruinoso castillo, emergiendo entre las brumas, exhalaba la estación, y todas las piedras frías la respiraban. Los árboles atormentados ardían y goteaban junto al lago oscuro, y las hojas arrancadas por el viento eran llevadas en círculos enloquecidos por entre las torres. Las nubes se desmoronaban al enroscarse, o recorrían inquietas el abierto campo de piedra, soltando espirales que flotaban a la deriva entre los torreones y trepaban en enjambres por los muros ocultos.

Desde lo alto de la Torre de los Pedernales los búhos inviolables en las galerías de piedra daban gritos inhumanos, o dejándose caer en las tinieblas ventosas volaban en silencio hacia los terrenos de caza. A Fucsia se la veía cada vez menos en el castillo. Día a día, a medida que el tiempo se hacía más amenazador, más prolongaba esos largos paseos que ahora prefería sobre todas las cosas. Había recapturado la excitación de años antes, cuando se empeñaba en arrastrar a Tata Ganga a unas tortuosas caminatas que a la anciana niñera le parecían tan innecesarias como peligrosas. Pero ahora Fucsia no necesitaba ni quería una compañera.

Volviendo a visitar esas zonas más agrestes de los contornos que casi había olvidado, se sintió a la vez exaltada y sola. Había llegado a necesitar esa mezcla de dulzura y de amargura como antes había necesitado la buhardilla. Observaba con ojos ceñudos el color cambiante de los árboles, y se llenaba los bolsillos con largas hojas doradas y helechos de color fuego, y en verdad con cualquier cosa que encontrase en los bosques y lugares rocosos. Su habitación se llenó de piedras con formas curiosas que le habían llamado la atención, de hongos que recordaban manos o platos, trozos raros de sílex y ramas contorsionadas. La señora Ganga, sabiendo que los reproches serían inútiles, observaba todas las noches, pellizcándose el labio inferior, cómo Fucsia se vaciaba los bolsillos de nuevos tesoros que se amontonaban en el cuarto, por el que ya era difícil moverse.

Pegadas o clavadas a la pared, grandes hojas se habían instalado entre los dibujos y jeroglíficos de Fucsia, y el suelo estaba casi todo cubierto de trofeos.

—¿No tienes ya suficiente, querida? —dijo Tata viendo que Fucsia entraba una noche con un canto rodado cubierto de musgo y lo depositaba encima de la cama. Unas diminutas frondas de helecho y unas florecillas blancas, pequeñas como mosquitos, asomaban en el musgo, aquí y allá.

Fucsia no había oído la pregunta y la anciana se acercó hasta un lado de la cama.

—¿Verdad que ahora ya tienes suficiente, tormento mío? Oh, sí, creo que sí. Ya es suficiente para tu cuarto, querida. ¡Dios mío, qué sucia eres! Oh, mi pobre corazón, qué poco atractiva eres.

Fucsia se echó hacia atrás la melena chorreante, que le colgó como una pesada mata de algas negras sobre el cuello de la capa. Luego hizo desesperados esfuerzos por desabrocharse el botón del cuello y en cuanto se desprendió de la capa, la empujó debajo de la cama con el pie. Entonces pareció que veía a la señora Ganga por vez primera. Inclinándose hacia adelante, la besó varias veces en la frente, y el agua de lluvia goteó sobre las ropas de la niñera.

—¡Oh, qué cosa más inconsciente y desaseada, insoportable criatura! Oh, mi pobre corazón, ¿cómo has podido? —dijo la señora Ganga, perdiendo de pronto la paciencia y golpeando el pie contra el suelo—. ¡Todo sobre mi satén negro, sucia criatura! ¡Oh, mi pobre vestido! Pequeño monstruo mojado, ¿por qué no te puedes quedar dentro cuando hay viento y barro en todas partes? ¡Siempre me maltratas! ¡Siempre! ¡Siempre!

—No es verdad —dijo Fucsia, estrujándose las manos.

La pobre niñera se echó a llorar.

—¿Lo es? ¿Lo es? —dijo Fucsia.

—No sé. No sé nada —dijo Tata—. Todo el mundo me maltrata. ¿Cómo puedo saberlo?

—Entonces me marcho —dijo Fucsia.

Tata tragó saliva y alzó bruscamente la cabeza.

—¿Te marchas? —exclamó con una voz quejumbrosa—. ¡No, no! No debes marcharte. —Luego, con una mirada inquisidora que no lograba esconder el temor de los ojos, añadió—: ¿Adónde? ¿Adónde podrías irte, querida?

—Lejos de aquí. Me iría a otro país, donde la gente no sabría que soy lady Fucsia, y se sorprendería cuando yo les dijera que lo soy, y me tratarían mejor, y serían más educados y me rendirían homenaje a veces. Y yo seguiría trayendo a casa hojas y piedras brillantes y hongos del bosque, sin importarme lo que pensaran.

—¿Te alejarías de mí? —dijo Tata con una voz tan melancólica que Fucsia la cogió en sus vigorosos brazos.

—No llores —le dijo—. No sirve de nada.

Tata alzó de nuevo los ojos, y esta vez estaban llenos del amor que sentía por su «niña». Pero a pesar de que la ternura la había debilitado, sintió que no debía ceder y repitió: —¿Es imprescindible que salgas bajo la lluvia y que sigas desgarrándote la ropa, tormento de mi vida? ¿No eres ya bastante mayor para salir sólo en los días buenos?

—Me gusta el otoño —dijo Fucsia muy lentamente—. Por eso salgo a mirarlo.

—¿No podrías verlo desde tu ventana, mi preciosa? Así podrías mirarlo y estar abrigada al mismo tiempo, aunque en verdad no sé si hay algo que mirar. Pero claro, yo no soy más que una pobre vieja.

—Yo sé lo que quiero, o sea que no te preocupes —dijo Fucsia—. Descubro cosas.

—Eres una testaruda —dijo la señora Ganga un poco malhumorada—, pero yo sé muchas más cosas de lo que tú crees, ¡sí, por supuesto que sí!, y ahora voy a buscarte la merienda. Podrás tomarla junto al fuego, y también traeré a mi niño, que ya tendría que estar despierto. Oh, querida, hay tanto que hacer. ¡Mi pobre corazón! Me pregunto cuánto resistirá.

Los ojos de la señora Ganga, siguiendo a los de Fucsia, dieron con el canto rodado, que iba dejando un creciente cerco de humedad sobre la colcha.

—¡Eres el terror más sucio del mundo! ¿Para qué quieres esta piedra? ¿Para qué, querida? ¿De qué sirve? Nunca me haces caso, nunca. No sientas la cabeza aunque te lo pida. Ahora ya no tengo a nadie que me ayude. Keda se ha marchado y tengo que cargar con todo. —Tata Ganga se secó los ojos con el revés de la mano—. ¡Quítate esas ropas húmedas, o no te daré nada! ¡Y esos zapatos sucios ahora mismo! —Tata Ganga forcejeó un rato con el pomo, abrió la puerta, y se marchó arrastrando los pies por el pasillo, con una mano apretada contra el pecho.

Fucsia se arrancó los zapatos sin desanudar los cordones, sujetando los talones y tirando de los pies. La señora Ganga le había encendido un fuego brillante, y Fucsia se quitó el vestido y se frotó con él el cabello mojado. Luego, envuelta en una abrigada manta, se dejó caer en un sillón bajo junto a la chimenea, y hundiéndose en esta blandura familiar miró con ojos entornados las llamas saltarinas.

Cuando Tata regresó con la bandeja de té, bollos tostados, pan de pasas, mantequilla, huevos y un tarro de miel, encontró a Fucsia dormida.

Dejando la bandeja en la chimenea, fue de puntillas hacia la puerta y desapareció, para volver en menos de un minuto con Titus en brazos. Titus llevaba un vestido blanco que le acentuaba el cálido color de la cara. Había nacido prácticamente calvo, pero ahora, a pesar de que no habían pasado más que dos meses, lucía una mata de cabello tan negra como la de su hermana.

La señora Ganga se sentó con Titus en una silla frente a Fucsia, y miró a la muchacha con aire indeciso, preguntándose si sería mejor despertarla inmediatamente o dejarla dormir y preparar después otra tetera. —Pero los bollos también se enfriarán —se dijo a sí misma—. ¡Oh, qué pesada es!

El problema quedó resuelto con un repentino y brusco golpe de nudillos en la puerta que hizo que la señora Ganga se sobresaltara violentamente y apretara a Titus contra el hombro, y que Fucsia despertara de su sueño.

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