—Pero mi pobre y joven amigo —replicó Prunescualo echando a andar por la habitación—, no hay la más diminuta molécula de ambición en toda mi anatomía, por muy monstruosa que a usted le parezca, ¡ja, ja, ja!
La risa parecía menos espontánea e irresistible que de costumbre.
—Pero la ha habido, señor.
—¿Y qué le hace pensar así?
—Esta habitación. El mobiliario exquisito, esos libros encuadernados en piel, la cristalería, el violín. No hubiera podido coleccionar todo esto sin ambición.
—No es ambición, mi pobre muchacho perplejo —dijo el doctor—, sino la unión de dos cosas por tradición incompatibles, ¡ja, ja, ja!, el buen gusto y una renta hereditaria.
—¿No es el buen gusto un lujo que se cultiva? —dijo Pirañavelo.
—Claro que sí. Claro que sí. Uno tiene predisposición para el buen gusto, y al descubrirlo, ¡ja, ja!…, después de examinarse uno un poco, se convierte en algo que se cultiva, como ha señalado.
—Algo que precisa asidua concentración y diligencia, sin duda —dijo el joven.
—Claro que sí, claro que sí —le contestó el doctor sonriendo, en un tono de voz que se mostraba divertido sólo por mera educación.
—Ciertamente, una diligencia de ese tipo equivale a la ambición. Ambición de perfeccionar el buen gusto. A eso me refiero cuando hablo de «ambición», doctor, y creo que usted la tiene. No me refiero a ambicionar el «éxito», pues ésta es una palabra sin sentido. ¿No se dice que los que tienen éxito se sienten a menudo fracasados totales?
—Usted me interesa —dijo Prunescualo—. Ahora me gustaría hablar a solas con lady Fucsia. Me temo que no le hayamos prestado mucha atención. La hemos abandonado. Está sola en un desierto propio. No hay más que verla.
Fucsia estaba recostada en el fondo del sillón, con las piernas dobladas y los ojos cerrados.
—Mientras hablo con ella, tendrá usted la extrema amabilidad de salir de la habitación. Encontrará una silla en el vestíbulo, maestro Pirañavelo. Gracias, mi querido joven. Será un gesto que lo honrará.
Pirañavelo cogió el coñac y desapareció al instante.
Prunescualo miró a la anciana y a la muchacha. Tata Ganga estaba profundamente dormida, con la boquita entreabierta. Fucsia había abierto los ojos cuando la puerta se cerró detrás de Pirañavelo.
El doctor le indicó enseguida que se acercara. Fucsia fue inmediatamente hacia él, con ojos desorbitados.
—He esperado tanto tiempo, doctor Prune. ¿Puedo tener mi piedra ahora?
—Al momento —dijo el doctor—. Al instante. Seguramente no sabrás mucho acerca de la naturaleza de esta piedra, pero la apreciarás más que cualquiera que yo conozca. Fucsia, querida, estabas tan turbada cuando te alejaste de tu padre y de mí, corriendo como un poney salvaje, tan turbada con tu crin negra y tus enormes y ávidos ojos… que me dije para mis adentros: «Es para Fucsia», aunque a los poneys no les suele interesar este tipo de cosas, ¡ja, ja, ja! Pero a ti sí, ¿verdad que a ti sí?
El doctor extrajo del bolsillo una bolsita de cuero aterciopelado.
—Sácala tú misma. Tira de esta fina cadena.
Fucsia tomó la bolsa que le tendía el doctor y sacó a la luz de la lámpara un rubí como un terrón de cólera.
La piedra ardía en la palma de la mano.
Fucsia no sabía qué hacer. No se le ocurría qué decir. No había nada que decir. El doctor Prunescualo sabía algo de lo que ella sentía. Por fin, apretando el fuego sólido entre los dedos, Fucsia sacudió a Tata Ganga, que despertó con un pequeño chillido. Fucsia se puso de pie, y la arrastró hacia la puerta. Antes de que el doctor la abriera, ella lo miró y entreabrió los labios en una sonrisa de un encanto tan dulce y sombrío, tan sutilmente mezclada con su rareza taciturna, que la mano del doctor se crispó sobre la manija de la puerta. Jamás la había visto como ahora. Siempre la había considerado una muchacha feúcha, por la que se sentía extrañamente atraído. Pero ahora se daba cuenta de que a pesar de aquel lenguaje torpe y aquella ingenuidad casi irritante, había dejado de ser una niña.
En el vestíbulo, pasaron ante la figura de Pirañavelo, cómodamente sentado en el suelo bajo un enorme reloj tallado. Continuaron así en silencio, hasta el momento de separarse del doctor, en que Tata dijo «Gracias» con voz adormilada, e hizo una pequeña reverencia, sujetando a Fucsia de la mano. Los dedos de Fucsia apretaban la piedra sanguínea, y el doctor dijo simplemente: —Adiós, queridas, tened cuidado, tened cuidado. Felices sueños. Felices sueños —antes de cerrar la puerta.
MIENTRAS REGRESABA por el vestíbulo, el doctor iba tan absorto pensando en la nueva imagen de Fucsia, que había olvidado a Pirañavelo y se sobresaltó al oír el sonido de unos pasos detrás de él. Muy poco antes, unas pisadas que descendían por la escalera habían sorprendido al propio Pirañavelo, sentado justo debajo en las sombras atigradas de las barandas.
Se acercó rápidamente al doctor.
—Me temo que aún sigo aquí —dijo, y luego echó un vistazo por encima del hombro, siguiendo la mirada de Prunescualo. Vio entonces a una dama que descendía los tres últimos escalones, una dama cuyo parecido con el doctor Prunescualo parecía evidente, aunque tenía un porte mucho más rígido. También ella era corta de vista, pero como llevaba gafas de color, resultaba imposible saber a quién estaba mirando, excepto por la inclinación general de la cabeza, lo que no era una indicación segura.
La dama se les acercó.
—¿Quién es? ¿Quién es? —preguntó volviendo la cara hacia Pirañavelo.
—Se trata —dijo el doctor— ni más ni menos que del maestro Pirañavelo. Me lo han traído a causa de sus muchas aptitudes. Está empeñado en que me sirva de su cerebro, ¡ja, ja!…, no, como podrías imaginar, como un espécimen flotante en uno de mis tarros de mermelada, ya, ja, ja!, sino en su capacidad funcional como vórtice de una asombrosa materia gris.
—¿Acaba de estar arriba? —dijo la señorita Irma Prunescualo—. He dicho: ¿Acaba de estar arriba?
La dama larguirucha tenía la costumbre de hablar muy deprisa y repetir irritablemente todas las preguntas, sin dar tiempo a que le respondieran. En momentos de buen humor, Prunescualo se había divertido intentando introducir con rapidez una respuesta a las preguntas menos complejas, entre la interrogación inicial y el eco vehemente.
—¿Arriba, querida? —repitió su hermano.
—He dicho «arriba», me parece —dijo Irma Prunescualo en tono seco—. Me parece que he dicho «arriba». ¿Has estado tú, o él, o alguien, arriba hace un cuarto de hora? ¿Habéis subido? ¿Habéis subido?
—¡Ciertamente que no! ¡Ciertamente que no! —respondió el doctor—. Estábamos todos abajo, creo, ¿no es así? —añadió volviéndose hacia Pirañavelo.
—Así es —confirmó Pirañavelo.
Al doctor empezaba a gustarle la forma de responder del joven, tranquila y concisa.
Irma Prunescualo se puso tiesa. El largo y ajustado vestido negro le enfatizaba singularmente las principales formaciones óseas, como la cresta ilíaca, y de hecho toda la pelvis, los omoplatos, y desde ciertos ángulos, y a la luz de la lámpara, las propias costillas. Tenía el cuello largo, rematado por la cabeza de los Prunescualo, envuelta en una masa de cabellos parecida a la del doctor, pajiza y gris, aunque ella la llevaba recogida en un moño sobre la nuca.
—El criado ha salido.
Ha salido
—dijo—. Es su noche libre, ¿no? ¿No?
Parecía hablarle a Pirañavelo y él respondió: —No estoy al corriente de las disposiciones que ha tomado usted, señora. Pero puesto que él se encontraba en el gabinete del doctor hace unos minutos, imagino que es a él a quien ha oído delante de la puerta.
—¿Quién le ha dicho que he oído algo delante de
mi puerta
? —dijo Irma Prunescualo un poco menos rápido que de costumbre—. ¿Quién?
—¿Acaso no estaba usted en su habitación, señora?
—¿Y qué? ¿Y qué?
—Por lo que usted dice, he deducido que le pareció que alguien andaba por arriba —respondió Pirañavelo oblicuamente—. Y si como dice, usted estaba
dentro
de la habitación, entonces tiene que haber oído los pasos
fuera
de la habitación. Esto es lo que intentaba aclarar, señora.
—Parece estar demasiado enterado del asunto. ¿No es cierto?, ¿no es cierto?
Se inclinó hacia adelante y sus gafas de apariencia opaca se clavaron inexpresivamente en Pirañavelo.
—No sé nada, señora.
—¿Qué pretendes, mi querida Irma? En nombre de todos los circunloquios, ¿adónde pretendes llegar?
—He oído pasos. Eso es todo. Ruido de pies. —Y luego de una pausa, añadió con renovado énfasis—: De pies.
—Irma, querida hermana —dijo Prunescualo—, tengo que decir dos cosas. En primer lugar, ¿por qué, en nombre de la máxima incomodidad, estamos aquí demorándonos en el vestíbulo, arriesgando la vida en esta corriente de aire que en lo que a mí concierne ya me está subiendo por la pierna derecha del pantalón y me contrae el glúteo mayor? En segundo lugar, ¿qué tienes contra los pies? Yo siempre he pensado que los míos eran singularmente útiles, sobre todo para andar. De hecho, ja, ja, ja, casi se podría afirmar que han sido diseñados precisamente con este propósito.
—Como de costumbre —dijo su hermana—, estás emborrachándote con tu propia frivolidad. Eres inteligente, Alfred. Nunca lo he negado. Pero tu insufrible frivolidad lo echa todo a perder. Te digo que alguien ha estado merodeando arriba y tú
no
haces caso. No había nadie que pudiera merodear. ¿Comprendes lo que quiero decir?
—Yo también oí algo —interrumpió Pirañavelo—. Estaba sentado en el vestíbulo, donde el doctor me había sugerido que esperara mientras decidía cómo emplear mis capacidades, cuando oí un ruido como de pasos en el piso superior. Me deslicé en silencio escaleras arriba, pero como no vi a nadie, volví a bajar.
En realidad, creyendo que la planta de arriba estaba desierta, Pirañavelo había echado una ojeada al piso, hasta que oyó a alguien, Irma seguramente, que se acercaba a la puerta del cuarto, y él entonces se había retirado deslizándose por la barandilla.
—Ya oyes lo que dice —observó la dama, mientras seguía a su hermano con una envarada irritación—. Ya oyes lo que dice.
—Lo oigo muy bien —dijo el doctor—, lo oigo muy bien en verdad. Muy difícil de digerir.
Pirañavelo acercó un sillón para Irma Prunescualo, con tanta destreza y tantas muestras de deferencia que ella se quedó mirándolo y se le aflojó una comisura de la boca.
—Pirañavelo —dijo, levantándose el vestido negro por las caderas mientras se reclinaba un poco en el sillón.
—A su servicio, señora —dijo Pirañavelo—. ¿Qué puedo hacer por usted?
—Por Dios, ¿de qué va vestido? ¿De qué va vestido, muchacho?
—Me produce un gran pesar tener que presentarme ante usted con una vestimenta tan contraria a mi refinada naturaleza, señora. Si tiene la bondad de indicarme dónde puedo conseguir ropa adecuada, trataré de estar presentable desde mañana mismo. Para estar junto a usted, señora, con ese exquisito traje de tinieblas…
—«Traje de tinieblas» es excelente —interrumpió Prunescualo llevándose la mano a la cabeza y extendiendo sobre la frente unos dedos blancos como la nieve—. «Traje de tinieblas». Qué frase, ja, ja! Toda una frase.
—¡Alfred, lo has interrumpido! He dicho: ¡Lo has interrumpido! Mañana mismo ordenaré que le hagan un traje, Pirañavelo. ¿Estará aquí, supongo? ¿Dónde va a dormir? ¿Dónde va a dormir, Alfred? ¿Dónde vive? ¿Dónde vive, Alfred? ¿Qué has dispuesto? Nada, me imagino. ¿Qué cosa has dispuesto? ¿Qué cosa has dispuesto?
—¿Qué tipo de cosa, Irma, querida? ¿A qué tipo de cosa te refieres? Hoy he hecho todo tipo de cosas. He extraído un cálculo del tamaño de una patata. He tocado delicadamente el violín mientras un arco iris brillaba en la ventana del dispensario; me he sumergido tan profundamente en los poetas del dolor que de no haber tomado la precaución de clavarme anzuelos en la ropa nunca hubiera podido emerger, ja, ja, de esos afligidos abismos.
Irma podía predecir exactamente cuándo su hermano se desviaría hacia el soliloquio, y en esos casos había desarrollado la habilidad de no prestarle atención. El ruido de pasos en el piso de arriba parecía olvidado. Observó cómo Pirañavelo le servía una copa de oporto con una galantería y una perfección técnica de movimientos realmente notables.
—Desea empleo, ¿no es así?, ¿no es así? —dijo.
—Mi más ardiente deseo es estar al servicio de usted, señora —dijo Pirañavelo.
—¿Por qué? Dígame, ¿por qué?
—Siempre he intentado equilibrar en mi mente los argumentos intuitivos y los racionales, señora. Pero con usted me es imposible, ya que el deseo intuitivo de estar a su servicio es tan poderoso que eclipsa mis razones, por muy numerosas que sean. Sólo puedo decirle que desearía encontrarme a mí mismo trabajando bajo el techo de usted. Y ésta —añadió, levantando las comisuras de la boca en una sonrisa burlona— es la razón por la que no puedo darle otras razones.
—Mezclado con ese impulso metafísico, esa búsqueda de sí mismo de la que habla con tal desenvoltura —dijo el doctor—, está sin duda el deseo de aprovechar la primera oportunidad y alejarse de Vulturno y las desagradables tareas que sin duda ha desempeñado. ¿No es cierto?
—Lo es —contestó Pirañavelo.
Esta respuesta directa complació tanto al doctor que se levantó del sillón, y mostrando los dientes, se sirvió otra copa. Lo que le satisfacía especialmente era esa mezcla de astucia y de honestidad que aún no había llegado a reconocer como parte de un estrato todavía más profundo en la inteligencia de Pirañavelo.
Tanto Prunescualo como su hermana estaban encantados de haber conocido a un joven con sesos, por muy retorcidos que los tuviera. Era cierto que en Gormenghast había varias personas cultivadas, pero apenas se relacionaban con ellos en estos días. La condesa era poco conversadora. El conde solía estar demasiado deprimido para interesarse por temas sobre los que hubiera podido discutir largo y tendido con una perspicacia visionaria. Y las hermanas gemelas no eran capaces de mantener ningún tipo de conversación.
Aparte de la servidumbre, había otras muchas personas con las que Prunescualo tenía un contacto casi diario en el curso de sus obligaciones profesionales o sociales, pero el trato frecuente había hecho que ya no le interesara conversar con ellas, y estaba agradablemente sorprendido al comprobar que Pirañavelo, a pesar de su juventud, tenía talento para las palabras y una mente afilada. La señorita Prunescualo trataba con menos gente que el doctor. La referencia de Pirañavelo a propósito de su vestido la había complacido, y se sentía halagada por la forma en que a él le preocupaba la comodidad de ella. Ciertamente, no era más que un pequeño don nadie. Tendría que ocuparse de su vestimenta, por supuesto. En un principio, los ojos juntos y de mirada fija le parecieron un tanto simiescos, pero al cabo de un tiempo encontró excitante la manera en que la miraban. Estaba claro que el joven la consideraba no sólo como una dama, sino también como una mujer.