Había pensado que la botella contenía agua, pues no había mirado dentro cuando la alzó y sopesó en el antebrazo, y al sentir el sabor de vino en la lengua, se enderezó en el asiento como si hubiese recuperado las fuerzas en un instante, como si el pensamiento del vino hubiera bastado para resucitarlo. En verdad el vino hizo maravillas con Pirañavelo, y a los pocos minutos las propiedades tónicas del vino, el pastel y los dátiles lo revivieron del todo, y levantándose, se puso a recorrer la habitación con su característico paso arrastrado. Frunciendo los labios y con los dientes apretados, emitió unos silbidos agudos y penetrantes que interrumpía a veces, cuando un cuadro le merecía algo más que una simple ojeada.
La luz decrecía rápidamente. Pirañavelo iba a probar el pomo de la puerta para ver si, oscuro como estaba, podía encontrar un cuarto aún más confortable para pasar la noche, antes de acabar tumbado en el largo canapé, cuando oyó el claro sonido de una pisada.
Con la mano extendida aún hacia la puerta, Pirañavelo se quedó inmóvil un momento, y luego inclinó la cabeza sobre el hombro izquierdo, escuchando. No había duda de que alguien se movía en la habitación contigua, o en la contigua a esta última.
Silencioso como un fantasma, Pirañavelo dio un paso hacia la puerta, y girando el pomo, la abrió apenas una fracción de pulgada, lo suficiente para acercar un ojo a la abertura y encontrarse mirando algo que le cortó la respiración. Como la buhardilla en la que había pasado la última hora era pequeña, había imaginado, sin ningún fundamento, que la puerta conduciría a un cuarto de aproximadamente las mismas dimensiones. Pero al mirar por el resquicio de la puerta y comprobar hasta qué punto se había equivocado, se llevó un verdadero susto, sólo superado por la aparición de la figura que se acercaba.
Y no era sólo el
tamaño
. Quizás le sorprendió todavía más comprobar que había estado
sobre
esta otra habitación. Distinguió en la penumbra la figura de una joven, sosteniendo una vela encendida que le iluminaba de color escarlata el corpiño del vestido. El suelo por el que andaba con paso lento, pero firme, parecía extenderse indefinidamente por detrás y a la derecha y a la izquierda. Que la joven estuviese por debajo de él y que un balcón los separase a unos pocos pies de distancia, mientras ella se iba aproximando, fue algo tan inesperado que Pirañavelo volvió a tener aquel sentimiento de irrealidad que había conocido al salir del desmayo. Pero el sonido de las pisadas era muy verdadero, y cuando distinguió el labio inferior de la joven, iluminado por la llama de la vela, acabó de despertar a la realidad. A pesar de la apurada situación en que estaba, no podía dejar de preguntarse dónde la había visto anteriormente. Un repentino movimiento de sombras sobre la cara de la muchacha le despertó un recuerdo. La mente le trabajaba deprisa. Sin duda había unas escaleras que conducían al balcón. Ella venía al cuarto donde estaba él. Andaba con paso seguro. No vacilaba. No tenía miedo. Pirañavelo pensó que había ido a parar a las habitaciones de la joven. ¿Qué hacía ella aquí a estas horas? ¿Quién era? Cerró la puerta suavemente.
¿Dónde había visto este vestido rojo? ¿Dónde? ¿Dónde? Muy recientemente. Ese rojo escarlata. La oyó subir las escaleras. Echó una rápida ojeada por la habitación. No había donde esconderse. Reparó en el libro sobre la mesa. El libro de ella. Vio unas cuantas migas del pastel de semillas sobre la tela. Fue de puntillas hasta la ventana y miró hacia abajo. El etéreo aire oscuro que caía sobre la cima de las torres lo mareó un instante, reavivando los recuerdos de su ascensión por la yedra. Retrocedió. Los pasos se oían ya en el balcón, pero él no cesaba de repetirse: «¿Dónde? ¿Dónde? ¿Dónde he visto este vestido rojo?». En el momento en que los pasos se detuvieron en la puerta, se acordó, y entonces se agachó en silencio al pie de la ventana, y acurrucándose en una extraña posición, con un brazo lánguidamente extendido, cerró los ojos simulando el desvanecimiento del cual no hacía mucho rato había despertado.
La había visto a través de la mirilla circular en la pared de la habitación octogonal. Era lady Fucsia Groan, la hija de Gormenghast. Los pensamientos empezaron a perseguirse en la cabeza de Pirañavelo. La había visto desquiciada. Se había puesto furiosa al enterarse de que acababa de tener un hermano; había corrido pasillo abajo huyendo de su padre.
Allí no
cabía esperar amabilidad. Como su padre, parecía siempre incómoda. Ya estaba abriendo la puerta. A la luz de la vela el aire osciló un momento. Pirañavelo, observando entre las pestañas, vio que el aire se hacía más brillante cuando ella encendió dos velas largas. La oyó girar sobre los tacones y dar un paso adelante, y luego hubo un silencio absoluto.
Pirañavelo permaneció inmóvil, con la cabeza recostada en la alfombra y el cuello ligeramente torcido.
La muchacha parecía estar tan inmóvil como él, y en el prolongado silencio de muerte, alcanzó a oír los latidos de un corazón. No era el suyo.
DURANTE LOS PRIMEROS MOMENTOS Fucsia había permanecido inerte, incapaz de reaccionar ante lo que veía. Como aquellos que al enterarse de la muerte del ser amado se muestran insensibles al dolor que los destrozará más tarde, también Fucsia en esos primeros instantes se quedó anonadada, con la mirada inmóvil y vacía.
Poco después la mente se le había dividido en divergentes pasiones, la más acuciante era la angustia de saber que el secreto había sido descubierto al fin, que le habían saqueado el cofre de las maravillas, que le habían arrojado el alma desnuda a un mundo que ella jamás podría entender.
Detrás de esta pasión había miedo. Y detrás del miedo, curiosidad: curiosidad por saber quién era la figura. Si se estaba recuperando o estaba muriendo; cómo había llegado allí, y muy por detrás de todo, la cuestión práctica de qué debía hacer. Mientras permanecía allí de pie, sentía como si hubieran encendido una hoguera dentro de ella. Creció hasta alcanzar el cenit de su poder y luego se extinguió, dejando entre las cenizas el dolor indestructible de una llaga para la que no había ningún bálsamo.
Despacio y con recelo, se aproximó un poco más, sosteniendo la vela con el brazo estirado y rígido. Una gota de cera caliente le cayó sobre la muñeca, sobresaltándola como si la hubieran golpeado. Otros dos pasos sigilosos la llevaron junto a la tendida figura, y se inclinó sobre la cara ladeada. La llama iluminó la frente amplia, la garganta y los pómulos. Mientras observaba, con el corazón golpeándole el pecho, advirtió un movimiento en el cuello estirado. Estaba vivo. La cera derretida que resbalaba a lo largo de la vela de color quemaba la mano de Fucsia. En un desvencijado estante detrás del canapé había un candelabro; Fucsia se incorporó con la intención de ir a buscarlo, y empezó a apartarse de Pirañavelo. Sin atreverse a quitarle los ojos de encima, puso una pierna detrás de la otra con grotesca deliberación y retrocedió paso a paso. Antes de llegar a la pared, sin embargo, hubo un inesperado contacto entre su pantorrilla y el borde del canapé, y se sentó con brusquedad, como si hubiera recibido un golpe detrás de las rodillas. La vela le tembló en la mano, y proyectó una luz vacilante sobre el rostro de la figura acostada. Aunque le pareció que la cabeza se había movido un poco ante el ruido que ella había hecho, lo atribuyó al juego de luces sobre las facciones, pero de todos modos lo observó un buen rato para convencerse. Por último dobló las piernas debajo del cuerpo, se puso de rodillas sobre el canapé, y alargando la mano libre hacia atrás, buscó a tientas por el estante hasta que al fin encontró el candelabro de hierro.
Metió la vela en uno de los tres brazos de hierro, se levantó, y puso el candelabro en la mesa, junto al libro.
Se le había ocurrido que algo tendría que hacer para reanimar a aquella cosa desplomada. Se le acercó de nuevo. Aunque le horrorizaba pensar que si conseguía reanimarlo se vería obligada a hablar con un desconocido en el cuarto
de ella
, la perspectiva de dejarlo allí tumbado, donde incluso podía morirse, era aún más espantosa.
Olvidando por un momento este temor, se arrodilló ruidosamente en el suelo junto a él y lo sacudió por el hombro, adelantando el carnoso labio inferior y con la negra melena caída sobre la cara. Se detuvo un instante para quitarse la cera que se le había pegado a los dedos, y luego continuó sacudiéndolo. Pirañavelo dejó que ella lo empujara; con el cuerpo perfectamente distendido, había decidido retrasar su recuperación.
Fucsia recordó de pronto que cuando la tía Cora se había desmayado una vez en la gran sala del ala este, su padre había ordenado a un criado de servicio que trajera un vaso de agua, y después de haber intentado en vano verter el líquido en la garganta de la pobre y lívida criatura, se lo arrojaron a la cara, y ella se había repuesto inmediatamente.
Fucsia miró alrededor buscando agua en el cuarto. Pirañavelo había dejado la jarra del vino de diente de león cerca del canapé, pero Fucsia no alcanzaba a verla y la había olvidado. Recorrió la habitación con la mirada y al fin la detuvo en un antiguo jarrón de cristal azul oscuro que ella misma había llenado de agua una semana atrás, cuando entre las malas hierbas y ortigas cerca del foso había encontrado un girasol alto y de tallo grueso, con un enorme ojo etíope de pétalos y semillas, tan grande como la mano de ella y del amarillo más intenso que hubiera podido desear. Pero el tallo largo y áspero se había quebrado, y la cabeza pendía como un peso de fuego entre la cizaña. Fucsia había mordido febrilmente las fibras que no podía romper con las manos, allí donde el cuello se doblaba, y luego había echado a correr con aquel lastimado tesoro a través del castillo, escaleras arriba y por su cuarto, y luego arriba otra vez, dando vueltas y vueltas mientras subía la escalera de caracol, hasta que encontró el jarrón azul y lo llenó de agua, y ya totalmente exhausta metió el tallo seco y velludo en las profundidades del jarrón, y dejándose caer en el canapé se quedó mirando la flor y se dijo en voz alta:
—Girasol que estás roto, yo te he encontrado. Bebe pues un poco de agua y así no morirás… por lo menos no tan deprisa. Pero si te mueres, te enterraré. Te cavaré una tumba larga, y te enterraré. Pentecostés me dará una pala. Si no mueres, puedes quedarte. Ahora tengo que irme —había acabado diciendo, y había vuelto a bajar al cuarto de abajo donde encontró a la niñera, pero no le mencionó el girasol.
El girasol murió. No le había cambiado el agua más que una vez, y con los pétalos marchitos, se apoyaba tiesamente en el jarrón de cristal azul.
En cuanto lo vio, Fucsia recordó el agua del jarrón. Lo había llenado con agua cristalina. Ni siquiera le pasó por la cabeza que se hubiera podido evaporar. Esas cosas no eran parte de lo que ella sabía del mundo.
La visión de Pirañavelo, que observaba astutamente a través de las pestañas cada vez que la ocasión le era propicia, estaba obstruida por la mesa y no podía ver lo que lady Fucsia estaba haciendo. Oyó que se acercaba y cerró los párpados, pensando que ya era tiempo de gemir, de empezar a recuperarse, pues estaba sintiéndose acalambrado. Advirtió que ella se inclinaba justo encima de él.
Fucsia había sacado el girasol y lo había dejado en el suelo, notando a la vez un olor pegajoso y desagradable. Había en él algo de acre, algo de nauseabundo. Volcó bruscamente el jarrón, y le asombró ver en vez de un chorro de agua refrescante un viscoso y hediondo hilillo de cieno que descendía como una sopa verdosa sobre la cara del joven.
Había vertido algo húmedo sobre la cara de alguien que estaba indispuesto y esto era lo que contaba para Fucsia, por lo que no se sorprendió al ver que la cura fue inmediata.
Ciertamente Pirañavelo había tenido una fea sorpresa. El hedor del cieno pútrido le llenó la nariz. Resopló y escupió el barro que le había entrado en la boca, y pasándose la manga por la cara, se la embadurnó con una capa más fina pero más regular y extendida que antes. Sólo los ojos penetrantes y enrojecidos se destacaban en la sucia máscara verde, impolutos.
FUCSIA CAYÓ HACIA ATRÁS en cuclillas sorprendida al ver que Pirañavelo se sentaba erguido de golpe y la miraba con furia. No podía oír lo que farfullaba entre dientes. La dignidad del joven había sido dañada, o quizás no tanto la dignidad como la vanidad. Aunque por cierto tenía pasiones, era más astuto que apasionado, y aun en este momento dominado por la ira súbita y la sorpresa, supo comportarse y el cerebro se le impuso sobre la rabia. Sonrió horriblemente a través de las pútridas heces. Luego se levantó con dificultad.
Unas manchas de sangre de apagado color rojo-sepia le cubrían las manos, pues se las había raspado y cortado durante las largas horas de ascenso. Tenía las ropas desgarradas, el cabello enmarañado y sucio de polvo y broza después de la escalada por la yedra.
Manteniéndose tan erguido como podía, hizo una ligera reverencia a Fucsia, que se había levantado al mismo tiempo.
—Lady Fucsia Groan —dijo Pirañavelo inclinándose.
Fucsia lo miró fijamente y crispó las manos a los lados. Estaba rígida, con las puntas de los pies ligeramente dobladas hacia dentro, y un poco inclinada hacia adelante mientras observaba a la desarrapada criatura que tenía enfrente. No era mucho mayor que ella, pero sí mucho más listo; lo había advertido enseguida.
Ahora que él se había recuperado, la horrorizaba la idea de que este intruso anduviera suelto por la habitación.
De repente, antes de que supiera lo que estaba haciendo, antes de haberse decidido a hablar, antes de saber sobre qué iba a hablar, la voz se le escapó roncamente:
—¿Qué quieres? Oh, ¿qué es lo que quieres? Éste es mi cuarto.
Mi
cuarto.
Fucsia se apretó las manos sobre la curva del pecho como si estuviese rezando. Pero no rezaba. Se clavaba las uñas en la carne. Tenía los ojos muy abiertos.
—Márchate —dijo—. Márchate de mi cuarto. —Casi enseguida cambió de humor y estalló como una tempestad—. ¡Te odio! —gritó, y golpeó el pie contra el suelo—. Te odio porque has venido. Odio verte en mi cuarto.
Cogió con las manos la mesa que tenía detrás y la sacudió contra el suelo.
Pirañavelo la observaba con atención.
Detrás de la despejada frente, la mente de Pirañavelo trabajaba sin descanso. Aunque él no tenía imaginación, podía reconocerla en ella: había topado con alguien cuya naturaleza era totalmente opuesta a la suya. Sabía que detrás de aquella simplicidad había algo que él no tendría jamás. Algo que él desdeñaba por no ser práctico. Algo que nunca le traería a ella poder ni riquezas, y que antes al contrario le impediría madurar y la confinaría al mundo de sus propias fantasías. Para ganarse la estima de lady Fucsia tendría que hablar su mismo lenguaje.