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Authors: Mervyn Peake

Tags: #Fantástico

Titus Groan (9 page)

BOOK: Titus Groan
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Fijado el programa del día, y con sólo un minuto para las diez, Agrimoho se reclinó en el asiento y se babeó la barba blanca y negra. Cada dos o tres segundos consultaba el reloj. Lord Sepulcravo emitió un largo suspiro. Un reflejo le encendió un momento los ojos y luego se apagó. El surco de la boca parecía habérsele ablandado por un momento.

—Agrimoho —dijo—, ¿sabe que tengo un hijo?

Agrimoho, los ojos clavados en el reloj, no había oído la pregunta del conde. Hacía ruidos en la garganta y el pecho, replegando las comisuras de la boca.

Lord Groan le echó una mirada rápida, y palideció bajo el color oliváceo. Cogiendo una cuchara, la dobló en las tres cuartas partes de un círculo.

La puerta de detrás del estrado se abrió de súbito y apareció Excorio.

—Es la hora —dijo al acercarse.

Lord Sepulcravo se levantó y se encaminó hacia la puerta.

Excorio saludó al anciano de la arpillera grana con un hosco movimiento de cabeza, y después de llenarse los bolsillos de melocotones, siguió a su señoría entre las columnas de la Sala de Piedra.

LA RÓTULA DE PRUNESCUALO

EL DORMITORIO DE FUCSIA tenía los cuatro rincones abarrotados de juguetes desechados, libros y retales de telas de colores. Estaba en el centro del ala oeste de la segunda planta. Una cama de nogal ocupaba la pared junto a la puerta. Las dos ventanas triangulares de la pared de enfrente daban sobre las almenas por donde las siluetas de los más consumados escultores de las casas de barro se paseaban a la caída de la noche, en los días de luna llena en meses alternos. Más allá de las almenas se extendían las praderas, y más allá de las praderas, el Bosque Retorcido de espinos que escalaba los escarpados flancos de la montaña de Gormenghast.

Fucsia había cubierto las paredes del dormitorio con impetuosos dibujos al carbón. No había intentado decorar el yeso color coral a ambos extremos del cuarto. Había hecho los dibujos en momentos de odio o de exaltación, y aunque eran poco sutiles y bastante desproporcionados estaban llenos de una energía extraordinaria. Esos frenéticos diseños daban a las dos paredes del cuarto un aspecto tan tumultuoso que, comparados con ellos, los apelotonados montones de juguetes y libros de los cuatro rincones parecían realmente compactos.

Al desván, el reino privado de Fucsia, sólo se podía llegar a través de este dormitorio. La puerta de la escalera de caracol que ascendía hacia la oscuridad estaba justo detrás de la cama, de modo que para abrir esta puerta, que parecía la puerta de un armario, había que empujar la cama hacia el centro de la habitación.

Fucsia no se olvidaba nunca de volver a colocar la cama en su sitio evitando así que invadieran el santuario. Era una precaución innecesaria ya que nadie, a excepción de la señora Ganga, entraba en el dormitorio, y de cualquier modo la anciana niñera nunca hubiera podido subir el centenar de estrechos y oscuros escalones que conducían al desván. Hasta donde alcanzaba la memoria de Fucsia, el desván había sido para ella un mundo inviolado.

Generación tras generación, la mayor parte de los trastos viejos de Gormenghast habían ido a parar a esta zona de penumbras moteadas, esa región cálida, enrarecida, ahogada, intemporal en la que grandes vigas cruzaban el aire poblado de polillas. En la que el polvo era como polen y se posaba levemente sobre todas las cosas.

El desván se componía de dos galerías principales y una buhardilla; la segunda galería nacía en ángulo recto de la primera, al pie de tres desvencijados escalones. En el extremo más lejano, una escalerilla de madera conducía a un balcón que parecía una galería estrecha. En el lado izquierdo de este balcón, una puerta que pendía en silencio de un solo gozne conducía a la tercera de las estancias del desván. Aquella buhardilla era para Fucsia un lugar muy secreto, una especie de capilla pagana, un nido de águilas, una ciudadela, un reino que jamás se mencionaba, pues esto hubiera equivalido a una infidelidad, una especie de blasfemia.

El día del nacimiento de su hermano, mientras abajo el castillo bullía con rumores que se propagaban bajando de planta en planta y de sala en sala hasta los sótanos más profundos, Fucsia permanecía tan ajena a toda esta excitación como Rottcodd en la Galería de las Tallas Brillantes.

Había tirado de una larga cuerda trenzada que colgaba del techo en un rincón del dormitorio, haciendo que una campana pequeña empezara a sonar en los remotos apartamentos que Tata Ganga ocupaba desde hacía dos décadas. Los rayos del sol llegaban por entre los torreones del este iluminando las Almenas de los Escultores e invadiendo poco a poco los flancos de la montaña. A medida que el sol ascendía, los árboles espinos de la montaña de Gormenghast emergían uno tras otro a la pálida luz, y se convertían en espectros que se perseguían aquí y allá por la inmensa extensión, hasta que la montaña entera quedaba aplanada sobre la oscuridad como un radiante triángulo mellado. Siete nubes, como un grupo de querubines desnudos o de lechoncillos, flotaban con cuerpos rosados y rollizos por un cielo pizarroso. Fucsia las contempló taciturna desde la ventana. Luego extendió el labio inferior hacia adelante, las manos en las caderas y los pies descalzos, inmóviles sobre el piso de madera.

—Siete —dijo frunciendo el ceño—. Hay siete en total. Una, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete. Siete nubes.

Se ciñó un chal amarillo alrededor de los hombros, pues estaba temblando dentro del camisón, y tiró de nuevo de la cuerda trenzada para llamar a Tata Ganga. Revolviendo en un cajón, encontró una barra de tiza negra, y acercándose a una zona de la pared que todavía estaba relativamente vacía, trazó un negro 7 rodeado de un círculo, y debajo escribió la palabra «NUBES» con letras gruesas e intransigentes.

Fucsia se apartó de la pared y con aire desmañado volvió hacia la cama arrastrando los pies. La negra cabellera le caía suelta sobre los hombros. Los ojos, siempre como brasas, estaban fijos en la puerta. Permaneció así, con un pie adelantado, hasta que el pomo de la puerta se movió, y apareció la anciana niñera.

Al verla, Fucsia continuó caminando desde donde se había detenido, pero en lugar de ir hacia la cama, se acercó a la señora Ganga con cinco zancadas, y colgándose del cuello de la anciana, la besó con furia, la soltó, e indicándole que se acercara a la ventana, apuntó hacia el cielo. Tata Ganga miró a lo largo del brazo y el dedo extendidos de Fucsia y preguntó qué era lo que tenía que ver.

—Las gruesas nubes —dijo Fucsia—. Hay siete en total.

La anciana entornó los ojos y volvió a escrutar el cielo una vez más. Luego hizo un ruidito que parecía indicar que no estaba impresionada.

—¿Por qué siete? —dijo Fucsia—. Siete es por algo. ¿Por qué siete? Uno es un soberbio y solitario soldado; dos, una terrible antorcha de estaño; tres, un centenar de caballos caídos; cuatro, un caballero con espuelas de pasto; cinco, un pez con prósperas aletas; seis, he olvidado el seis, y el siete…, ¿qué era el siete? Ocho, una rana de ojos redondos; nueve…, ¿qué es nueve? Nueve, nueve… Diez, una torre de turbulentas tostadas, pero ¿qué es el siete?, ¿qué es el siete? Fucsia golpeó el suelo con el pie y escudriñó la cara de la pobre y anciana niñera.

Tata Ganga hizo unos ruiditos con la garganta, lo que era su modo peculiar de ganar tiempo, y luego dijo: —¿Te apetece un poco de leche caliente, tesoro mío? Dímelo ahora, porque estoy muy ocupada. Tengo que alimentar a los gatos blancos de tu madre, querida. Con el pretexto de que soy de constitución enérgica, corazón mío, me mandan ocuparme de todo. ¿Por qué me has llamado? Rápido, rápido, tormento mío, dime por qué has llamado.

Fucsia se mordió el rojo y carnoso labio inferior, apartó una mata negra como la medianoche que le caía sobre la frente, y se asomó a la ventana, llevándose las manos a la espalda. Estaba ahora muy estirada y tiesa.

—Quiero un enorme desayuno —dijo por fin—. Tengo que comer mucho, hoy voy a dedicarme a pensar.

Tata Ganga estaba examinándose una verruga en el antebrazo izquierdo.

—No sabes adónde iré, pero iré a algún sitio en donde pueda pensar.

—Sí, querida —dijo la vieja niñera.

—Quiero leche caliente y huevos y muchas tostadas hechas por una sola cara —Fucsia se detuvo y frunció el entrecejo—. Y quiero una bolsa de manzanas para pasar el día, porque cuando pienso me viene hambre.

—Sí, querida —repitió Tata Ganga, quitando un hilo que colgaba del dobladillo de la falda de Fucsia—. Echa más leña al fuego, desvelo mío, y te traeré el desayuno y te haré la cama, sí, aunque no me siento muy bien.

Fucsia se abalanzó de nuevo sobre la vieja niñera, y besándola en la mejilla, la empujó fuera de la habitación, cerrando la puerta tras la figura que se alejaba con un portazo que resonó por los lúgubres pasillos.

En cuanto se cerró la puerta, Fucsia saltó a la cama y zambulléndose de cabeza entre las mantas, se escurrió hacia el fondo, donde, a juzgar por las apariencias, libró una lucha a vida o muerte con algún monstruo emboscado. La marejada que sacudía las ropas de cama amainó tan bruscamente como había empezado, y Fucsia emergió con un largo par de medias de lana de las que sin duda se había desembarazado a puntapiés durante la noche. Sentada sobre las almohadas, empezó a ponerse las medias con movimientos bruscos, intentando con dificultad, muy a último momento, tironear de los talones de adelante hacia atrás.

—Hoy no pienso ver a nadie —se dijo a sí misma—. No, a nadie en absoluto. Iré a mi habitación secreta y me dedicaré a pensar. —Sonrió con una sonrisa maliciosa, pero de una malicia infantil, encantadora. Los labios, gruesos y bien formados, y de una expresión extraordinariamente madura, se abrieron como pétalos carnosos, revelando unos dientes muy blancos.

Apenas hubo sonreído, el rostro se le alteró de nuevo y volvió a recuperar la expresión petulante que tenía a veces. Frunció las cejas negras.

Entre prenda y prenda, Fucsia se detenía y daba unos pasos de baile de su propia invención. No había nada de elegante en estas posturas, y a veces se quedaba inmóvil una docena de segundos en precario equilibrio. Los ojos se le ponían vidriosos como a su madre y un aire de calma abstracta desafiaba durante unos instantes la expresión confiada que le era natural. Finalmente se enfundó por la cabeza un informe vestido rojo sangre, demasiado holgado; un cordón verde se lo ajustaba a la cintura. Daba la impresión de habitar en la ropa más que llevarla puesta.

Mientras tanto, Tata Ganga no sólo había preparado el desayuno de Fucsia en su propio cuartito sino que ya volvía con una bandeja repleta que le temblaba en las manos. Al doblar una esquina del pasillo, tuvo que pararse con un estruendo de platos ante la repentina aparición del doctor Prunescualo, quien también se detuvo bruscamente para evitar una colisión.

—Bien, bien, bien, bien, bien, ja, ja, ja. Pero si es nuestra querida señora Ganga, ja, ja, ja. Qué dramático, pero qué dramático —exclamó el doctor, juntando las largas manos a la altura del mentón, al tiempo que su aflautada risa rechinaba a lo largo del techo de madera. Los cristales de las gafas reflejaban la imagen minúscula de Tata Ganga.

A la anciana niñera no acababa de gustarle el doctor Prunescualo. Era cierto que pertenecía a Gormenghast tanto como la propia Torre. No podía llamarlo un intruso, pero de alguna manera, a los ojos de Tata Ganga, era definitivamente
raro
. En primer lugar, en nada se parecía a la idea que ella tenía de un médico, aunque no hubiera podido explicar por qué. Ni tampoco hubiera podido encontrar otras razones que explicaran esta antipatía. En el mejor de los casos, a Tata Ganga le era difícil ordenar sus pensamientos, pero cuando se le mezclaban con emociones, ya no sabía qué hacer. Lo que sentía, aunque nunca se había detenido a analizarlo, era que el doctor Prunescualo no la tomaba en serio, y que incluso la ridiculizaba de un modo un tanto estúpido.

No lo había pensado, pero sus huesos lo sabían.

Levantó los ojos hacia el greñudo doctor y se preguntó por qué nunca se cepillaba el pelo, pero enseguida se sintió culpable por permitirse tales pensamientos sobre un caballero, y la bandeja se sacudió y se le enturbiaron los ojos.

—Ja, ja, ja, ja, ja, mi querida Tata Ganga, déjeme que la ayude con la bandeja, ja, ja, hasta que haya saboreado los frutos del discurso, y me haya dicho qué ha estado tramando este último mes. ¿Por qué no le he visto el pelo, Tata Ganga? ¿Por qué mis oídos no han escuchado las pisadas de usted en las escaleras, y la voz de usted a la caída de la noche, llamando… llamando…?

—Su señoría la condesa ya no me quiere, señor —dijo Tata Ganga, echando al doctor una mirada acusadora—. Ahora me tienen encerrada en el ala oeste.

—¿Conque de eso se trata, eh? —dijo el doctor Prunescualo quitándole a Tata Ganga la repleta bandeja y agachándose hasta el suelo del interminable pasillo. Luego se sentó en cuclillas junto a la bandeja, y clavó los ojos en la anciana mujer, que miraba asustada cómo los grandes ojos del doctor nadaban detrás de los lentes de aumento.

—La tienen encerrada en el ala oeste, ¿no es así? —El doctor Prunescualo se acarició el mentón con el pulgar y el índice, como pensando algo profundo, y frunció magníficamente el entrecejo—. Mi querida señora, es la palabra «encerrada» la que me incomoda. ¿Es usted un animal, Tata Ganga? Repito, ¿es usted un animal? —Se incorporó a medias, y con el cuello extendido hacia adelante, repitió la pregunta por tercera vez.

La pobre Tata Ganga estaba demasiado asustada para responder.

El doctor volvió a agacharse.

—Voy a responder yo mismo, señora Ganga. Ya hace tiempo que la conozco. ¿Diez años tal vez? Si bien es cierto que no hemos sondeado juntos las profundidades de la magia, ni hemos discutido el significado de la existencia, me basta decir que la conozco desde hace bastante tiempo como para asegurar que usted no es un animal. Ninguna clase de animal. Siéntese en mi rodilla.

Aterrorizada ante esta insinuación, Tata Ganga sé llevó las manitas huesudas a la boca y alzó los hombros hasta las orejas. Luego lanzó una mirada angustiada al pasillo y justo cuando iba a echar a correr, notó que la agarraban por las rodillas, sin brutalidad pero con firmeza, y sin saber cómo se encontró sentada sobre la alta y puntiaguda rótula del acuclillado doctor.

—Usted no es un animal —repitió Prunescualo—, ¿verdad que no?

La vieja niñera volvió la cara arrugada hacia el doctor y meneó convulsivamente la cabeza.

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