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Authors: Mervyn Peake

Tags: #Fantástico

Titus Groan (10 page)

BOOK: Titus Groan
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—Naturalmente que no, ja, ja, ja, ja, ja, naturalmente que no. A ver, dígame, ¿qué es?

Tata se llevó otra vez el puño a la boca y la mirada angustiada le volvió a los ojos.

—Soy… Soy una mujer vieja.

—Una mujer vieja excepcional —dijo el doctor—, y si no me equivoco, pronto demostrará ser una mujer vieja excepcionalmente indispensable. Oh sí, ja, ja, ja, oh sí, excepcionalmente indispensable. —Hubo una pausa—. ¿Cuánto tiempo hace que no ve a su señoría la condesa? Tiene que ser mucho tiempo.

—¡Oh, sí, sí, mucho! —dijo Tata Ganga—. Hace mucho tiempo. Meses y meses y meses.

—Lo suponía —dijo el doctor—. Ja, ja, ja, tal como lo suponía. ¿Entonces no sabe por qué va a ser indispensable?

—¡Oh, no, señor! —dijo la niñera, mirando la bandeja en la que el desayuno se estaba enfriando por momentos.

—¿Le gustan los bebés, mi queridísima señora Ganga? —preguntó el doctor, trasladando a la pobre mujer a la otra afilada rótula y estirando la pierna anterior como para desentumecerla—. ¿Le interesan las criaturas pequeñas, por regla general?

—¿Los bebés? —exclamó Tata Ganga, animándose de repente—. ¡Sería capaz de comérmelos, señor, me los comería enteros!

—Muy bien —dijo el doctor Prunescualo—, muy, pero que muy bien, buena mujer. Sería capaz de comérselos.

Pero eso no será necesario. En realidad, sería verdaderamente nocivo, mi querida Tata, sobre todo en las circunstancias que ahora voy a relatarle. Le van a confiar un niño a su cuidado. No lo devore, Tata Ganga. Usted tendrá que criarlo, es cierto, pero no es necesario que antes se lo trague. Iría a tragarse, ja, ja, ja, a todo un Groan.

La noticia penetró lentamente en el cerebro de Tata Ganga, y de pronto se le desorbitaron los ojos.

—¡Oh, no, señor, oh no!

—¡Oh, sí, señor, oh sí! —replicó el médico—. Aunque la condesa la haya desterrado últimamente, pronto será necesario restituir a Tata Ganga, ja, ja, ja, restituirla a un puesto muy importante. Hoy mismo, si no me equivoco, mi querida Tata de ojos desorbitados, voy a traer al mundo a un nuevo y flamante Groan. ¿Se acuerda del día en que ayudé a la condesa a que alumbrara a lady Fucsia?

Tata Ganga empezó a temblar de pies a cabeza y una lágrima le rodó por la cara, mientras se estrujaba las manos entre las rodillas, a punto de perder el equilibrio y caerse de aquella percha precaria.

—Me acuerdo de todo, señor, de todos los detalles. ¿Quién lo hubiera pensado?

—Exactamente —interrumpió el doctor Prunescualo—. ¿Quién lo hubiera pensado? Pero ahora tengo que marcharme, ja, ja, ja, tengo que desalojarla de mi rótula, pero antes dígame, Tata Ganga, ¿no sabía nada del estado de su señoría?

—¡Oh, señor! —dijo la anciana, mordiéndose los nudillos y apartando los ojos—. Nada de nada. Nadie me cuenta nada.

—Sin embargo, todas las obligaciones recaerán sobre usted. Aunque eso la complacerá. ¿A que no me equivoco?

—¡Oh, señor, otro bebé después de tanto tiempo! Ahora mismo me lo comería a besos.

—¿Lo? —preguntó el doctor—. Ja, ja, ja, está usted muy segura del género, ni querida señora Ganga.

—Oh, sí, señor, es un niño. ¡Oh, qué bendición del cielo!

¿Me lo van a dejar, señor? ¿Verdad que me lo van a dejar?

—No hay alternativa —dijo el doctor en un tono quizá demasiado brusco para un caballero, y sonrió fatuamente, con la puntiaguda nariz apuntando a Tata Ganga. El pajar gris de la cabellera del doctor se apartó de la pared—. ¿Y mi Fucsia? ¿Tiene alguna sospecha?

—Oh, no, ninguna sospecha, ninguna, señor, bendita sea. Apenas sale del cuarto excepto de noche, señor. No sabe nada de nada, señor, y no habla más que conmigo.

El doctor sacó a Tata Ganga de la rodilla y se incorporó.

—Todo Gormenghast no habla de otra cosa, pero el ala oeste no sabe nada. Muy, muy, muy extraño. La niñera del bebé y la hermana de la criatura están a oscuras, ja, ja, ja. Pero no por mucho tiempo, no por mucho tiempo. En nombre de todo lo que es luz, no por mucho tiempo.

—¿Señor? —llamó Tata Ganga al ver que Prunescualo estaba a punto de marcharse.

—¿Y bien? —dijo el doctor, examinándose las uñas—. ¿Qué sucede, mi querida Tata? Sea breve.

—Cómo…, ¿cómo está ella, señor? ¿Cómo se encuentra su señoría?

—Fuerte como un toro —respondió el doctor Prunescualo, y al instante ya había doblado la esquina, y Tata Ganga, con la boca y los ojos abiertos, alcanzó a oír, mientras recogía la fría bandeja, el elegante tamborileo de los pasos del doctor, que se encaminaba dando brincos de pájaro al cuarto de la condesa de Groan.

Cuando la señora Ganga llamó a la puerta de Fucsia, el corazón le latía muy deprisa. Necesitaba siempre mucho tiempo para entender el significado de cualquier cosa que le contaran, y tan sólo ahora empezaba a darse cuenta de las verdaderas dimensiones de lo que el doctor le había revelado. Ser de nuevo, después de tantos años, la niñera de un heredero de la casa de Groan…, poder bañar el cuerpecito indefenso, planchar la ropita e ir a escoger una ama de cría a las viviendas de extramuros. Tener plena autoridad en todo lo que concernía al cuidado del precioso chiquitín… todo esto le pesaba en el arrebatado corazón como una carga de doloroso orgullo.

Estaba tan abrumada por la emoción que llamó dos veces antes de advertir que había una nota prendida en la puerta. Mirándola de cerca, descifró al fin lo que Fucsia había garabateado con el invariable carbón.

No puedo esperar hasta el juicio final, ¡eres tan LENTA!

Tata Ganga probó el pomo de la puerta, aunque sabía que estaría cerrada con llave. Dejando la bandeja y las manzanas sobre la esterilla, se retiró a su habitación, donde podría entretenerse en despreocupadas conjeturas sobre el futuro. La vida, parecía, aún no había acabado para ella.

EL DESVÁN

ENTRETANTO FUCSIA, después de esperar impacientemente el desayuno, había ido hacia el armario donde guardaba provisiones para casos de emergencia: la mitad de un reseco pastel de semillas, y un poco de vino de diente de león. También había un paquete de dátiles que Excorio había hurtado, y que le había traído hacía ya varias semanas, y dos peras arrugadas. Lo envolvió todo en un retal de ropa. Luego encendió una vela y la puso en el suelo cerca de la pared, y curvando la espalda joven y fuerte, agarró el barrote de los pies de la cama y la arrastró hasta poder alcanzar la puerta del armario y correr el pestillo. Por encima de la cabecera recogió el hatillo de comida y la vela que estaba en el suelo, y agachando la cabeza se escurrió por la estrecha abertura y se encontró en los primeros peldaños de la escalera que ascendía en oscuras espirales. Cerró la puerta y echó el pestillo; y los temblores que experimentaba siempre en el momento de encerrarse la acometieron otra vez estremeciéndola de pies a cabeza.

Luego, con la vela iluminándole el rostro y los tres peldaños resbaladizos delante, Fucsia subió a sus dominios.

A medida que subía por la sinuosa oscuridad, Fucsia sintió que un mareo de verde abril le impregnaba y debilitaba el cuerpo. El corazón le latía dolorosamente.

Es éste un amor que iguala en fuerza y en hondura al amor de un hombre por una mujer. Es el amor de un hombre o una mujer por su propio mundo. Por el mundo central, donde sus vidas arden genuinamente y con una llama libre.

El amor del submarinista por un mundo de luz vacilante. Un mundo de perlas y algas y de respiración contenida. Nacido en las profundidades, se siente unido a cada banco de peces de color verde lima, a cada esponja multicolor. Al tocar el fabuloso fondo de los océanos, la mano agarrada a una barba de ballena, es un ser completo, infinito. El pulso, la fuerza y el universo se mueven en equilibrio dentro de él.

Está enamorado.

El amor del pintor, solo, de pie, y mirando, mirando una gran superficie de colores. La tela le devuelve la mirada con formas tentativas cuyo crecimiento ha sido interrumpido, y que se mueven del suelo al techo con una música nueva. Los tubos retorcidos, la pintura fresca exprimida, y la paleta embadurnada. El polvo debajo del caballete. La pintura que ha goteado por el mango de los pinceles. Fuera, la pálida luz del cielo del norte guarda silencio. La ventana está boquiabierta mientras él aspira el mundo de alrededor: una habitación alquilada, y trementina. Se acerca a la obra a medio concebir. Está enamorado.

Los dedos del labrador desmenuzan la tierra fértil. Cuando el buscador de perlas murmura «Estoy en casa» mientras se mueve oscuramente entre extrañas luces acuosas, y el pintor se dice a sí mismo «Soy yo» en la solitaria balsa del estudio, también el pacífico labriego en el campo de marga exclama junto con la sombría Fucsia en la escalera de caracol: «Estoy en casa».

Al pasar la mano derecha por la pared de madera y notar bajo los pies la tabla floja que esperaba encontrar, Fucsia tuvo otra vez la impresión de que era parte de la sinuosa escalera y el ático. Sabía que sólo quedaban dieciocho peldaños y que después de dos vueltas más en la escalera, el indescriptible resplandor gris y oro que se filtraba en el desván le daría la bienvenida.

Al llegar al último peldaño, se detuvo y se asomó por encima de una puerta de vaivén de tres pies de altura, parecida a la puerta de un establo, alzó el pestillo, y entró en la primera de las tres secciones del desván.

Unos pocos rayos del sol de la mañana daban a los distintos objetos una cierta estructura, pero no eliminaban del todo la oscuridad. Aquí y allá, un hilo de luz se abría paso por la cálida y meditativa penumbra, y se llenaba de motas de polvo que se movían grave y lentamente como un atenuado firmamento de estrellas.

Uno de los finos rayos iluminó la frente y el hombro de Fucsia, y otro le arrancó una nota escarlata del vestido. A la derecha había un órgano enorme y desvencijado. Los tubos estaban rotos y el teclado en ruinas. Alrededor, el trabajo de una década de arañas grises había tejido telarañas como un chal de encaje. Sólo faltaba que el espectro de una infanta se alzara desde el polvo y se lo echara sobre la cabeza y los hombros como la más fabulosa de todas las mantillas.

Los ojos de Fucsia apenas se distinguían en la penumbra ya que la luz que le caía sobre la frente le echaba sombras aún más profundas, por contraste, sobre la cara. Pero estaban tranquilos. La excitación que había despertado en ellos la escalera había dado paso a esta calma extraña. De pie en lo alto de la escalera, parecía otra.

Esta habitación era la más oscura. En verano, la luz parecía introducirse a través de las fisuras de la madera combada y de las piedras flojas más oblicuamente que en la habitación mayor o la galería de la derecha. La tercera, la pequeña buhardilla, a la que se subía desde la galería protegida por una baranda, era la que tenía mejor luz, pues ostentaba un ventanal con persianas que cuando estaban abiertas mostraban una panorámica de tejados, torres y almenas, dispuestos en un vasto semicírculo. Entre los altos baluartes, a cientos de pies por debajo, podía divisarse una plaza cuadrangular en la que si hubiera habido una figura humana, no habría parecido mayor que un dedal.

Fucsia avanzó tres pasos por la primera habitación del desván y enseguida se detuvo y se anudó un cordel por encima de la rodilla. Sobre ella se cernían unas vigas indistintas y las vio mientras se incorporaba, e inconscientemente las amó. Ésta era la habitación de los trastos viejos. Aunque muy larga y alta de techo, parecía relativamente pequeña, puesto que unas fantásticas pilas de todo tipo de cosas, desde el enorme órgano hasta la cabeza pintada de un maltrecho león de cartón piedra que algún día tuvo que servir de juguete a algún antepasado de Fucsia, abarrotaban todas las paredes, dejando únicamente una avenida para pasar a la sala contigua. Esta avenida alta y angosta serpenteaba por el centro del primer desván antes de doblar bruscamente en ángulo recto a la derecha. El hecho de que hubiera tantos trastos en la habitación, no significaba que Fucsia la ignorara y que la utilizara sólo como lugar de paso. Nada de eso, pues era aquí donde se había entretenido muchas tardes, gateando hasta los más recónditos escondrijos y descubriendo extrañas cavernas entre los incongruentes vestigios del pasado. Sabía cómo llegar al centro de lo que parecían montañas de muebles, cajas, instrumentos musicales y juguetes, cometas, cuadros, armaduras y cascos de bambú, banderas y reliquias de todo tipo, así como un indio sabe seguir un rastro secreto en la hierba. Al alcance de Fucsia, la piel y la cabeza de un mandril polvoriento cubría un tambor destripado que sobrepasaba las borrosas cimas del atestado desván. Todo parecía enorme e inexpugnable en la cálida y silenciosa penumbra, pero si lo hubiera querido, Fucsia habría podido desaparecer, torpe pero rápidamente, en las entrañas de estas fantásticas montañas, y tumbarse allí en un antiquísimo sofá con un libro de imágenes junto a ella, oculta para todos en pocos segundos.

Esta mañana se encaminaba a la tercera de sus habitaciones; avanzó por el cañón, pasando por debajo de la pata de una jirafa iluminada por un hilo de luz polvorienta y que atravesaba el camino de Fucsia como una especie de dintel justo antes de que el pasadizo torciera a la derecha. En cuanto Fucsia dobló el recodo, vio lo que esperaba ver. A doce pies estaban los escalones de madera que descendían al segundo desván. Las vigas combadas de encima de los escalones ocultaban una parte del cuarto. Pero el trozo visible de suelo desnudo permitía imaginar el resto. Bajó los escalones. Hubo un desgarramiento de nubes; un cielo, un desierto, una olvidada orilla se desplegaron en ella.

Caminar sobre el suelo vacío era como caminar por el espacio. Espacio, como el que la pupila penetrante del cóndor llega a vislumbrar, como el que el águila rapaz atisba a través de su sangre.

El silencio tenía aquí un ritmo sonoro. Los salones, las torres, las habitaciones de Gormenghast pertenecían a otro planeta. Fucsia alzó la mano y tiró de un espeso mechón de cabellos echando la cabeza hacia atrás; el corazón le latía con fuerza, y estremeciéndose de la cabeza a los pies, unos minúsculos diamantes le aparecieron en el rabillo interior de los ojos.

¡Con qué personajes había poblado este perdido escenario vacío! Era aquí donde veía a criaturas de su imaginación, las fogosas figuras que ella inventaba y que deambulaban de rincón en rincón, recogidas como monstruos o atravesando los aires como serafines de alas ardientes, o que bailaban, o peleaban, o reían, o lloraban. Éste era el desván de la fantasía, donde los compañeros de su mente avanzaban y retrocedían por los suelos polvorientos.

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