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Authors: Mervyn Peake

Tags: #Fantástico

Titus Groan (43 page)

BOOK: Titus Groan
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Esto fue comunicado en una sola tirada, con voz débil y monótona. Agrimoho tosió un rato y luego, recobrando el aliento, prosiguió mecánicamente: —Nos hemos reunido en este decimoséptimo día de octubre para prestar oídos a su señoría. Estas noches la luna está en el ascendente y el río repleto de peces. Los búhos de la Torre de los Pedernales buscan sus presas como antaño y es oportuno que en el decimoséptimo día de un mes de otoño, su señoría dé a conocer el tema que le preocupa. Los deberes sagrados que nunca ha vacilado en cumplir concluyen a esta hora. Es apropiado que sea. ahora, la sexta hora del día.

»Yo, Agrimoho, en tanto que Maestro del Ritual, Guardián de los Documentos y Confidente de la Familia, puedo afirmar que el hecho de que su señoría les hable no contraviene en ningún sentido los principios de Gormenghast.

»Pero, su señoría el conde y su señoría la condesa —continuó salmodiando Agrimoho—, no es ningún secreto para los que aquí están reunidos que es en la criatura que ocupa el lugar de honor, que es en lord Titus donde convergerán nuestros pensamientos esta tarde. No es ningún secreto.

Agrimoho descargó una horrible tos de pecho. —Es en lord Titus —dijo, echando una mirada empañada a la criatura, y luego, alzando la voz—, es en lord Titus —repitió con irritación.

Tata advirtió de repente que el anciano le hacía señas y comprendió que tenía que levantar al bebé en el aire como si se tratara de una pieza de subasta. Lo levantó, pero nadie miró la pieza exhibida, excepto Prunescualo, que casi se tragó a Tata y el bebé con una sonrisa tan devoradora, tan dental, que Tata alzó el hombro defendiéndose y volvió a apretar a Titus contra el pecho plano.

—Voy a darles la espalda y a golpear la mesa cuatro veces —dijo Agrimoho—, Ganga pondrá a la criatura sobre la mesa y lord Sepulcravo… —en este momento tuvo un acceso de tos más violento que nunca, y el cuello de Irma tembló a la vez un poco, y enseguida ella retomó el hilo a su manera tosiendo recatadamente cinco veces. Se volvió a la condesa con aire de disculpa, y arrugó la frente reconociéndose culpable. Pudo ver que la condesa no había advertido la silenciosa disculpa. Arqueó la nariz. No había tenido conciencia de que hubiese en la sala otro olor, además del olor dominante a cuero rancio, pero ocurría que las terminaciones nerviosas de su hipersensible membrana pituitaria estaban actuando por su cuenta.

Agrimoho tardó un rato en recuperarse de su acceso de tos, pero al fin se enderezó y repitió:

—Ganga pondrá a la criatura sobre la mesa y lord Sepulcravo avanzará, precedido de su criado, y cuando esté justo detrás de mí, me tocará la nuca con el dedo índice de la mano izquierda.

»A esta señal, tanto yo como Ganga nos retiraremos, y lord Sepulcravo dará la vuelta a la mesa, sobre la que Ganga habrá depositado al bebé, y se pondrá al otro lado, de cara a nosotros.

—¿Tienes hambre, amorcito mío? ¿No has encontrado grano? ¿Es eso lo que te pasa?

La voz estalló tan repentina y pesadamente, y tan a continuación de los trémulos acentos de Agrimoho, que en un primer momento todos creyeron que la observación iba dirigida a ellos personalmente; pero al volver la cabeza, vieron que la condesa sólo le hablaba a la curruca. En cuanto a si el pájaro dio alguna respuesta, eso nunca se supo, pues Irma tuvo otro ataque menos recatado de tos seca, y fue pronto imitada por su hermano y Tata Ganga, que llenaron la sala de ruido.

Asustada, la curruca salió volando, y lord Sepulcravo, que se encaminaba hacia la mesa, se detuvo y miró con irritación la hilera de ruidosas figuras; pero en ese instante, un ligero olor a humo empezó a hacerse perceptible, y el conde alzó la cabeza y husmeó el aire de un modo lento y melancólico. Al mismo tiempo, Fucsia notó una aspereza en la garganta. Miró alrededor y arrugó la nariz, pues el humo, aunque todavía invisible, se estaba infiltrando ininterrumpidamente en la biblioteca.

Prunescualo se había levantado de la butaca que ocupaba junto a la condesa; torciendo la boca con una mueca burlona, y enlazando las manos blancas, dejó que sus ojos recorrieran rápidamente el salón. Tenía la cabeza inclinada de costado.

—¿Qué pasa, buen hombre? —preguntó la voz profunda de la condesa, que seguía sentada en la butaca.

—¿Que qué pasa? —dijo el doctor, sonriendo más enfáticamente pero moviendo siempre los ojos—. Es una cuestión de atmósfera; por lo que puedo juzgar, así, con tan, pero tan escasa información, su señoría, por lo que apenas me atrevo a juzgar, ja, ja, ja. Es una cuestión de espesamiento de la atmósfera, ja, ja.

—Humo —replicó la condesa brusca y pesadamente—. ¿Qué pasa con el humo? ¿Es que nunca lo ha olido antes?

—En muchas y repetidas ocasiones, su señoría —respondió el doctor—. Pero nunca, si me permite, nunca
aquí
.

La condesa gruñó entre dientes y se apoltronó aún más en la butaca.

—Aquí nunca
hay humo
—comentó lord Sepulcravo. Enseguida volvió la cabeza hacia la puerta y elevó un poco la voz—: Excorio.

El larguirucho criado emergió de las sombras como una araña.

—Abra la puerta —dijo el conde severamente; y mientras la araña se volvía y emprendía el viaje de regreso, lord Sepulcravo dio un paso hacia el viejo Agrimoho, ahora doblado sobre la mesa en un paroxismo de tos. Su señoría lo sujetó por el codo e hizo un signo a Fucsia para que se acercara y sostuviera al anciano por el otro lado. Los tres se encaminaron hacia la puerta siguiendo a Excorio.

Lady Groan seguía sentada como una montaña y observaba al pájaro.

El doctor Prunescualo estaba frotándose los ojos y tenía las gruesas gafas momentáneamente levantadas por encima de las cejas. Pero estaba muy atento, y en cuanto se reajustó las gafas, dedicó una sonrisa a cada uno de los presentes. Detuvo unos instantes la mirada en su hermana Irma, que estaba rasgando sistemáticamente un carísimo pañuelo de seda de color crema y delicado bordado. Los cristales oscuros de las gafas le ocultaban los ojos, pero a juzgar por el surco fino, húmedo y caído de los labios y el temblor de la puntiaguda nariz, era de suponer que estaban en contacto con la humedad que el humo había depositado en las gafas y que empañaba la cara interior de los cristales.

El doctor juntó las yemas de los dedos, y luego, separando las afiladas extremidades de los índices, observó un momento cómo giraban uno alrededor del otro. Enseguida volvió los ojos hacia el fondo de la sala y vio que el conde y su hija iban hacia la puerta, sosteniendo al anciano. Alguien, probablemente Excorio, hacía mucho ruido forcejeando con el pesado pomo de la puerta.

La humareda se estaba extendiendo. Preguntándose por qué demonios la puerta no estaba abierta, el doctor empezó a escudriñar la sala buscando la fuente de las cada vez más espesas espirales. Al pasar por delante de Tata Ganga, vio que había sacado a Titus de la mesa de mármol. Lo apretaba contra ella envuelto en unas capas de tela que lo ocultaban por completo. Del bulto se escapaban unos sollozos ahogados. La arrugada boquita de Tata colgaba entreabierta, y sus lacrimosos ojos parecían más enrojecidos que de costumbre a causa del humo punzante; pero la anciana no se movía.

—Mi queridísima buena mujer —dijo Prunescualo, y giró bruscamente cuando ya iba a pasar flotando junto a ella—, mi queridísima Ganga, lleve a su minúscula señoría hacia la puerta, que por alguna sutil razón que a mí se me escapa permanece cerrada. ¿Por qué? En nombre de la ventilación, no me lo explico. Pero es así. Permanece cerrada. De cualquier manera, llévelo, mi querida Ganga, a la susodicha puerta y póngale la cabeza infinitesimal junto al ojo de la cerradura (¡seguramente
eso
está todavía abierto!), y aunque no pueda introducir al bebé por el agujero, por lo menos dará a los pulmones de su señoría algo para ir tirando.

Tata Ganga no había sabido nunca interpretar las frases largas del doctor, especialmente cuando le llegaban a través de un velo de humo, y todo lo que consiguió entender fue que tenía que tratar de introducir a su pequeña señoría por la cerradura. Estrechando al bebé contra el pecho, se apartó del doctor, gritando: —¡No! ¡No! ¡No!

El doctor Prunescualo volvió los ojos en blanco hacia la condesa. Parecía que ella se había dado cuenta al fin de lo que ocurría en la sala, y estaba recogiendo grandes pliegues de tela de un modo lento y deliberado, como preparándose para ponerse de pie.

El golpeteo en la puerta era cada vez más violento, pero el humo y la penumbra natural del lugar impedían ver alrededor.

—¡Ganga! —dijo Prunescualo, avanzando hacia ella—, ¡vaya de prisa a la puerta, como mujer inteligente que es!

—¡No! ¡no! —chilló la enana con una voz tan ridícula que el doctor, después de sacar un pañuelo del bolsillo, la levantó del suelo y se la puso debajo del brazo. Envolviendo la cintura de Tata Ganga, el pañuelo impedía que las ropas de la niñera estuvieran en contacto con las del doctor. Las piernas de Tata, como ramitas negras al viento, se sacudieron unos instantes y luego se quedaron quietas.

Pero antes de que llegaran a la puerta vieron a lord Sepulcravo, que misteriosamente emergía del humo.

—La puerta está cerrada con llave desde fuera —susurró entre ataques de tos.

—¿Cerrada con llave? —preguntó Prunescualo—. ¿Con llave, su señoría? ¡En nombre de la perfidia, esto se está poniendo intrigante! Muy intrigante. Tal vez demasiado intrigante. ¿Qué te parece a ti, Fucsia, mi querida damisela? ¿Eh?, ja, ja. Bueno, bueno, tenemos que ponernos muy cerebrales, ¿no es cierto? En nombre del raciocinio, ¡no nos queda más remedio! ¿Puede romperse? —Se volvió hacia lord Sepulcravo—. Su señoría, ¿podremos abrir una brecha, ya sabe, embestirla con un ariete y todas esas cosas deliciosas?

—Demasiado gruesa, Prunescualo —le respondió el conde—, roble de cuatro pulgadas.

Habló lentamente, en extraño contraste con el gorjeo rápido e interjectivo de Prunescualo.

A Agrimoho lo habían dejado sentado junto a la puerta, y tosía como si estuviese destrozándose el viejo cuerpo.

—No hay llave para la otra puerta —prosiguió lord Sepulcravo lentamente—. Nunca se utiliza. ¿Y qué me dicen de la ventana? —Por primera vez una mirada de alarma apareció en su rostro ascético. Fue rápidamente hacia las estanterías más próximas y pasó los dedos por los lomos encuadernados. Luego se volvió con una rapidez insólita en él—. ¿Dónde es más denso el humo?

La voz de Prunescualo salió de la humareda.

—He estado buscando el origen, su señoría, pero es tan denso en todas partes que es difícil saberlo. En nombre de los abismos tenebrosos, es condenadamente difícil. Pero sigo indagando, ja, ja, sigo indagando. —Gorjeó un rato como un pájaro, y luego volvió a recuperar el habla—. ¡Fucsia, querida! —exclamó—. ¿Estás bien?

—¡Sí, sí! —Fucsia tragó saliva antes de poder contestar, pues estaba muy asustada—. Sí, doctor Prune.

—¡Ganga! —chilló el doctor—. Mantenga a Titus cerca de la cerradura. Vigila que lo haga, Fucsia.

—Sí —susurró Fucsia, y fue en busca de Tata Ganga.

En aquel momento, un grito incontrolado resonó en la biblioteca.

Irma había desgarrado el pañuelo color crema en tiras tan diminutas que ya no le quedaba nada que rasgar, y con las manos forzosamente ociosas no pudo dominarse por más tiempo. Llevándose los nudillos a la boca, había intentado ahogar el grito, pero su terror era ahora demasiado fuerte para tales recursos, y a último momento olvidó todo lo que había aprendido sobre el decoro y el comportamiento de las damas, y con las manos clavadas en los muslos se levantó de puntillas y su garganta de cisne dejó escapar un grito que hubiera helado la sangre de un guacamayo.

Una enorme figura surgió de la humareda a unos pocos pies de lord Sepulcravo, y mientras él observaba la borrosa mitad superior, y la identificaba como la cabeza de su esposa, se le paralizaron los miembros, pues el grito de Irma había resonado en el momento en que apareciera la cabeza, cuya amenazadora proximidad se juntó con el grito dando un horror de ventrílocuo al momento. Al espanto de una cabeza y una voz que le atacaban el oído y el ojo simultáneamente, aunque desde distintas direcciones, se sumaba la horrible idea de que Gertrude había perdido el juicio hasta el punto de emitir un grito de un tono estridente, incompatible con la grave cuerda floja de violonchelo que le reverberaba en la garganta. Comprendió enseguida que
no
era Gertrude quien había chillado, pero la sola idea de que hubiera podido ser ella, hizo que se sintiera enfermo, y se le cruzó el pensamiento de que a pesar del peso intransigente y severo del carácter de su mujer, sería algo horrendo y maligno que ahora fuera a cambiar.

La forma borrosa de la cabeza de Gertrude se volvió hacia el grito sobre un cuello borroso, y el conde vio que el enorme y vacilante perfil se alejaba poco a poco, abriéndose paso a través de la espesura, guiado por la estridente estrella fugaz del grito de Irma.

Lord Sepulcravo se estrujó las manos convulsivamente, hasta que los nudillos se le pusieron blancos, y sus diez pronunciadas crestas temblaron a través del humo que tenía entre las manos y la cabeza.

La sangre empezó a martillearle las sienes, y la amplia frente blanca se le perló de gruesas gotas.

Se mordió el labio inferior y arrugó las cejas como si estuviera meditando algún problema académico. Sabía que nadie podía verlo ahora, pues el humo era casi opaco, pero se observó minuciosamente. Notó que la posición de los brazos y la actitud de todo su cuerpo eran exageradas y rígidas. Descubrió que tenía los dedos extendidos en un histriónico gesto de pánico. Tendría que dominar sus miembros antes de poder organizar las actividades de la sala llena de humo. Y así observaba, esperando poder recuperarse, y mientras observaba comprendió que estaba librando una batalla. Tenía sangre en la lengua y se había mordido la muñeca. Ahora entrelazaba las manos, y le pareció que pasaba una eternidad antes de que los dedos abandonaran aquella pugna mortal y fratricida. No obstante, su pánico no podía haber durado más que unos pocos instantes, pues el eco del grito de Irma aún le resonaba en los oídos cuando empezó a aflojar las manos.

Entretanto, Prunescualo había llegado junto a su hermana y la había encontrado con el cuerpo erguido como preparándose para volver a gritar. Prunescualo, aunque cortés como siempre, tenía en sus ojos de pez algo que casi podría llamarse determinación. Una ojeada a su hermana le bastó para comprender que tratar de razonar con ella sería tan inútil como intentar cristianizar a un buitre. Irma estaba de puntillas, con los pulmones dilatados. Con la larga mano blanca el doctor le abofeteó la larga cara blanca, haciéndole expulsar el aire de los pulmones por la boca, las orejas y la nariz. Hubo un ruido como de guijarros, de guijarros arrastrados hacia el mar en una noche oscura.

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