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Authors: Mervyn Peake

Tags: #Fantástico

Titus Groan (44 page)

BOOK: Titus Groan
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La llevó rápidamente a través de la sala, con los talones rascando el suelo, y después de palpar en la humareda con un pie delicado, descubrió una silla y acomodó allí a su hermana.

—¡Irma! —le chilló en la oreja—, mi humillante y calamitoso viejo cordel enjalbegado, ¡quédate sentada! Alfred se ocupará del resto. ¿Puedes oírme? ¡Ahora sé buena! Sangre de mi sangre, compórtate ya, ¡maldita sea!

Irma estaba quieta como una muerta, salvo por una mirada de profundo asombro en los ojos.

Prunescualo iba a hacer un nuevo intento por descubrir el origen del humo, cuando oyó la voz de Fucsia imponiéndose por encima de las toses, que eran entonces el constante ruido de fondo de la biblioteca.

—¡Doctor Prune! ¡Doctor Prune! ¡Rápido! ¡Rápido, rápido, doctor Prune!

El doctor se estiró elegantemente los puños de la camisa, trató de cuadrar los hombros, aunque sin éxito, y fue medio corriendo y medio andando hacia la puerta donde Fucsia, la señora Ganga y Titus habían sido vistos por última vez. Cuando estimó que estaba a mitad de camino y que ya no quedaba ningún mueble como obstáculo, aceleró la marcha. Lo hizo aumentando no sólo el largo sino también la altura de sus pasos, de modo que corría como haciendo cabriolas en el aire. De pronto, chocó brutalmente contra algo que le pareció un enorme travesaño puesto de punta.

Después de apartar la cara de los ropajes con olor a sebo que parecían colgarle alrededor como cortinas, alargó la mano tentativamente y se estremeció al notar que estaba tocando unos dedos largos.

—¿Prune? —dijo la enorme voz—. ¿Es usted Prune?

La boca de la condesa se abría y cerraba a una pulgada de la oreja izquierda de Prunescualo.

El doctor gesticuló con elocuencia, pero su artística demostración se perdió en el humo.

—Lo
es
. O mejor dicho —puntualizó, hablando aún más rápido que de costumbre—,
es
Prunescualo, lo cual, si me permite decirlo, es más estrictamente correcto, ja, ja, ja, incluso en la oscuridad.

—¿Dónde está Fucsia? —dijo la condesa. Prunescualo sintió que lo agarraban por el hombro.

—Junto a la puerta —dijo el doctor, deseando librarse del peso de la mano, y preguntándose, incluso en medio de las toses y de la oscuridad, en qué estado quedaría la tela que se le ajustaba a los hombros tan elegantemente cuando la condesa hubiera acabado con ella—. Iba a buscarla, y de pronto nos encontramos, ja, ja, nos encontramos, por así decir, tan palpablemente, tan inevitablemente.

—¡Calma, buen hombre! ¡Calma! —dijo lady Gertrude, aflojando la mano—. Vaya a buscármela y tráigala aquí… y rompa el cristal de una ventana. Prune, rompa un cristal.

El doctor se alejó como un relámpago, y cuando le pareció que se encontraba a unos pocos palmos de la puerta, preguntó gorjeando: —¿Estás ahí, Fucsia?

Fucsia estaba justo debajo de él, y el doctor se sorprendió al oír la voz de la muchacha subiendo a borbotones a través del humo.

—Está enferma. Muy enferma. ¡Rápido, doctor Prune, rápido! Haga algo por ella. —El doctor notó que le aferraban las rodillas—. Está ahí abajo, doctor Prune. La estoy sosteniendo.

Prunescualo se subió los pantalones y se arrodilló rápidamente.

La atmósfera parecía más vibrante en esta parte de la sala, más de lo que pudiera atribuirse a cualquier cantidad de aire que hubiese entrado por la cerradura. Las toses eran horribles: la de Fucsia profunda y jadeante, y la de Tata débil y continua, y la que más alarmó al doctor. Buscó a tientas a la vieja niñera y la encontró en el regazo de Fucsia. Deslizando la mano sobre el diminuto pecho de polluelo, notó que el corazón le latía apenas. Había un olor rancio en la oscuridad, a la izquierda, y enseguida oyó los accesos de tos más secos que hubiera conocido jamás; le recordaron el polvo de ladrillo, y le revelaron la proximidad de Excorio, que abanicaba el aire mecánicamente con un voluminoso libro que había arrancado de una estantería próxima. El hueco dejado en la hilera de libros ocultos se había llenado inmediatamente de volutas de humo —un nicho alto y estrecho de sofocante oscuridad, un hueco fantasmal en una hilera de coriáceas muelas del juicio.

—Excorio —llamó Prunescualo—, ¿puede oírme, Excorio? ¿Cuál es la ventana más grande de la sala? Rápido, amigo mío, ¿cuál es?

—Pared norte —dijo Excorio—. Muy alta.

—Vaya y rómpala enseguida. Vamos, enseguida.

—No hay galería allí. Imposible alcanzarla.

—¡No discuta! Utilice la cabeza. Usted conoce la sala. Encuentre un proyectil, mi buen Excorio, encuentre un proyectil, y rompa el cristal. Oxígeno para la señora Ganga, ¿no le parece? ¡En nombre de todos los céfiros, sí! Ve a ayudarlo, Fucsia. Encontrad la ventana y romped el cristal, incluso si tenéis que lanzar a Irma como proyectil, ja, ja, ja. Y no tengas miedo, Fucsia. Después de todo, el humo no es más que humo: no está compuesto de cocodrilos, oh no, no es tan tropical. Ahora daos prisa. Romped el cristal como sea y dejad que la noche entre a raudales, y entretanto yo me ocuparé de la querida Tata y de Titus, ja, ja, ja, ¡oh, sí!, ¡claro que sí!

Excorio agarró el brazo de Fucsia y los dos se alejaron en la oscuridad.

Prunescualo atendió ante todo a la señora Ganga, asegurándole que el problema se resolvería en un santiamén sin necesidad de intervenciones científicas. Luego, después de comprobar que, aunque prietamente envuelto, Titus era capaz de respirar, se sentó sobre los talones. De repente, volvió la cabeza, pues se le acababa de ocurrir una idea.

—¡Fucsia! —gritó—, encuentra a tu padre y pídele que arroje su bastón de jade contra la ventana.

Lord Sepulcravo, que acababa de superar otro momento de pánico, y que casi se había partido en dos el labio inferior, habló con una voz maravillosamente tranquila en cuanto el doctor acabó de gorjear su mensaje.

—¿Dónde está Excorio? —dijo.

—Estoy aquí —respondió Excorio, unos pasos más atrás del conde.

—Venga a la mesa.

Excorio y Fucsia avanzaron hacia la mesa, buscándola a tientas con las manos.

—¿Ya ha llegado?

—Sí, padre —dijo Fucsia—, estamos los dos aquí.

—¿Eres tú, Fucsia? —dijo una voz nueva. Era la condesa.

—Sí —contestó Fucsia—. ¿Estás bien?

—¿Has visto a la curruca? —dijo la condesa—. ¿La has visto?

—No —dijo Fucsia. El humo le irritaba los ojos y la oscuridad la aterraba. Como su padre, había sofocado ya una veintena de gritos.

La voz de Prunescualo sonó de nuevo desde el fondo de la sala: —¡Al diablo la curruca y todos sus amigos emplumados! ¿Ha encontrado los proyectiles, Excorio?

—Venga usted aquí, Escualo… —empezó la condesa, pero no pudo continuar pues los pulmones se le llenaron de penachos negros.

Durante unos instantes no hubo nadie en la sala que pudiera hablar, y respiraban cada vez con más trabajo. Por fin, se oyó la voz del conde.

—Sobre la mesa —susurró—, pisapapeles… de latón…, sobre la mesa. Rápido… Excorio… Fucsia…, buscadlo. ¿Lo habéis encontrado?… Pisapapeles… de latón.

Las manos de Fucsia toparon pronto con el pesado pisapapeles, y en ese preciso momento la sala se iluminó con una lengua de fuego que subió entre los libros, a la derecha de la puerta inutilizada. Se extinguió casi inmediatamente, retirándose como una lengua de víbora, pero un instante después se alzó de nuevo en una espiral escarlata, retorciéndose de izquierda a derecha mientras lamía los lomos dorados y tachonados de los libros de lord Sepulcravo. Esta vez no se extinguió, y una miríada de tentáculos vacilantes se aferraron al cuero mientras los títulos de los libros brillaban con una gloria efímera. Fucsia no los olvidaría nunca, esos primeros títulos refulgentes que parecían estar anunciando la muerte de todos ellos.

Durante un rato hubo un silencio absoluto; luego, con un grito ronco, Excorio se precipitó hacia las estanterías a la izquierda de la puerta principal. Las llamas habían prendido en un bulto caído en el suelo, y sólo cuando Excorio lo levantó y lo transportó a la mesa, se acordaron los demás del octogenario; pues el bulto olvidado era Agrimoho. Al doctor le costó tiempo determinar si estaba vivo o no.

Mientras Prunescualo intentaba reanimar al anciano, tendido sobre la mesa de mármol en sus harapos de color granate, Sepulcravo, Fucsia y Excorio se pusieron debajo de la ventana, que cada vez se distinguía con mayor claridad. Sepulcravo, el primero en arrojar el pisapapeles de latón, fracasó de un modo lamentable, prueba definitiva (pero quizás innecesaria) de que no era hombre de acción, y de que no había malgastado su vida consagrándola a los libros. Excorio fue el siguiente en probar su habilidad. Aunque contaba con la ventaja de una mayor estatura, no fue más afortunado que su señoría, a causa de una superabundancia de calcio en las articulaciones de los codos.

Entretanto, Fucsia había empezado a escalar las estanterías, que llegaban hasta unos cinco pies de la ventana. Mientras subía con dificultad, los ojos inundados de lágrimas y el corazón latiéndole desaforadamente, echaba los libros al suelo buscando puntos de apoyo para las manos y los pies. Era un difícil ascenso, pues la pared caía a plomo y los pulimentados estantes estaban demasiado resbaladizos para agarrarse a ellos con mano firme.

La condesa había subido a la galería, donde había encontrado a la curruca revoloteando alocadamente en un rincón oscuro. Arrancándose una mecha de cabellos rojizos, le había atado cuidadosamente las alas, y después de apretarle el pecho palpitante contra su mejilla, se había metido la curruca entre su propio cuello y el escote del vestido, dejando que se deslizara hasta las espaciosas regiones nocturnas de los pechos, donde se quedó quieta, pensando, sin duda una vez olvidado el terror de las llamas, que había dado con el nido de los nidos, más suave que el musgo, inviolado, y caldeado con sangre somnolienta.

Cuando Prunescualo comprobó más allá de toda duda que Agrimoho estaba muerto, alzó un cabo suelto de la arpillera grana que se desplegaba sobre la mesa de mármol desde los hombros del anciano, y le cubrió los ojos.

Después miró de soslayo las llamas. Se habían extendido y ardían en una cuarta parte de la pared este. El calor estaba haciéndose insoportable. Echó una segunda mirada a la puerta que tan misteriosamente había quedado cerrada, y vio a Tata Ganga, con Titus en brazos, agachada junto a la cerradura, el único sitio posible para ellos. Si pudieran romper la ventana y montar debajo algún tipo de andamio, tal vez aún podrían escapar a tiempo, aunque cómo diablos se las arreglarían para descender por la parte de afuera, era harina de otro costal. Una cuerda, quizá. ¿Pero de dónde iban a sacar una cuerda? Y además, ¿con qué iban a construir el andamio?

Prunescualo miró alrededor, buscando algo que pudiera utilizarse. Descubrió a Irma tendida en el suelo, contorsionándose como un trozo de anguila que acaban de seccionar, pero que todavía conserva ideas propias. Tenía la hermosa y ajustada falda toda arrugada alrededor de los muslos. Las elegantes uñas pintadas arañaban convulsivamente el suelo de madera. «Dejemos que se retuerza un rato», se dijo rápidamente. «Ya nos ocuparemos de ella más tarde, pobre desdichada.» Volvió a mirar a Fucsia, que ya casi había llegado al último estante de libros y alargaba una mano temblorosa hacia el bastón con pomo de jade negro.

—¡Ánimo, Fucsia, mi niña!

Fucsia oyó vagamente la voz del doctor que le llegaba de abajo. Durante un momento, todo osciló ante ella, y la mano derecha le tembló agarrada a la resbaladiza estantería. Lentamente, se le aclararon los ojos. No le era fácil blandir el bastón en la mano izquierda, y estiró tiesamente el brazo hacia atrás, preparándose para golpear la ventana con un único y rígido movimiento.

La condesa, apoyada en la baranda de la galería, la observaba tosiendo ruidosamente, y entre seísmo y seísmo de tos, bajaba los ojos, y abriendo con el dedo índice el escote del vestido, silbaba entre dientes al pájaro acurrucado entre sus pechos.

Sepulcravo miraba a su hija a medio camino de la pared, rodeada de libros que bailaban en la luz escarlata. Las manos del conde estaban librando otra lucha, pero adelantaba la delicada barbilla, y en los ojos melancólicos no tenía más pánico que el razonable en un hombre normal en esas condiciones. El hogar de libros estaba en llamas. Toda una vida amenazada, y él ni siquiera se movía. La mente sensible ya no le funcionaba como antes; había trabajado tanto tiempo en un mundo de abstracciones filosóficas que este otro mundo de acciones prácticas y rápidas la habían trastornado. El ritual que su cuerpo había tenido que desempeñar durante cincuenta años, no lo había preparado para los accidentes fortuitos. Observaba a Fucsia con una fascinación ensoñadora, mientras sus manos entrelazadas continuaban luchando.

Excorio y Prunescualo se colocaron justo debajo de Fucsia, que se tambaleaba. En cuanto la muchacha estiró el brazo, ambos se apartaron un poco a la derecha para evitar los trozos de cristal que pudieran caer dentro.

Fucsia balanceó el brazo con los ojos clavados en el ventanal, y de pronto se encontró mirando una cara, una cara encuadrada en un marco de oscuridad, a unos pocos palmos de la suya. Sudaba llamaradas, y unas sombras carmesíes le pasaban por encima mientras las llamas brincaban en la sala de abajo. Sólo los ojos repelían el aire lúcido. Juntos como las ventanas de una nariz, no eran tanto ojos como túneles estrechos por los que se derramaba la Noche.

Y REGRESARON A CABALLO

EN CUANTO FUCSIA reconoció la cabeza de Pirañavelo, el bastón se le cayó del brazo estirado, la mano agarrotada se soltó de la estantería, y ella se precipitó de espaldas en el vacío, con la negra cabellera por debajo y el cuerpo arqueado hacia atrás como si hubiera recibido un golpe.

El doctor y Excorio, saltando hacia adelante, alcanzaron a evitar que Fucsia diera contra el suelo. Un instante después, el cristal de arriba entró en pedazos en la sala y la voz de Pirañavelo gritó desde lo alto:

—¡Tranquilos! Les bajaré una escalera. ¡No pierdan la calma! ¡No pierdan la calma!

Todos los ojos pasaron de Fucsia a la ventana, pero Prunescualo, al oír que el cristal estallaba por encima de él, había protegido a la muchacha poniéndose delante. Los trozos de cristal habían caído alrededor, y un pedazo grande había rozado la cabeza de Prunescualo, haciéndose añicos en el suelo. La única persona herida fue Excorio, a quien un trozo le había mellado la muñeca.

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