Al acercarse al borde de la hondonada oyó —un sonido tan débil en la inmensidad de la noche— el jadeo de los hombres, y por un momento sintió un alivio en el corazón: todavía estaban vivos.
De un salto llegó a la cima y los descubrió allí abajo, agachados y dando vueltas al claro de luna. El grito se le ahogó en la garganta al verles los cuerpos ensangrentados, y cayó de rodillas.
Braigon la vio y los brazos cansados se le reanimaron. Con un velocísimo movimiento del brazo izquierdo, apartó la mano armada de Rantel, y echándosele rápidamente encima, como si fuera la sombra de su enemigo, clavó el cuchillo en el pecho oscuro.
Enseguida de golpear, retiró el puñal. Cuando Rantel se desplomó, Braigon arrojó lejos el arma.
No se volvió hacia Keda. Permaneció inmóvil, con las manos en la cabeza. Keda no podía sentir dolor. Las comisuras de la boca se le levantaron. El momento del horror no había llegado todavía. Esto no era
real
, todavía no. Vio a Rantel que se incorporaba sobre el brazo izquierdo. Rantel buscó a tientas el puñal y lo encontró junto a él, en el rocío. La vida se le escapaba por la herida del pecho. Keda vio cómo juntaba en el brazo derecho las pocas fuerzas que aún le quedaban, y lanzaba el puñal con un movimiento repentino y extraño. Fue a clavarse en la garganta de una estatua. Los brazos de Braigon le cayeron a los lados como pesos muertos. Se tambaleó hacia adelante, se balanceó un momento, con la empuñadura de hueso en el esófago, y se desplomó sin vida sobre el cuerpo de su destructor.
—LA IGUALDAD —dijo Pirañavelo— es lo que cuenta. Es la única premisa central y verdadera; a partir de la igualdad las ideas constructivas pueden irradiar libremente, y ser ejecutadas sin prejuicio. Absoluta igualdad de rango. Igualdad de riqueza. Igualdad de poder.
Con el bastón-espada golpeó una piedra entre las hojas húmedas y la mandó rodando por la maleza.
Mostrando una gran sorpresa, había interceptado a Fucsia en el bosque de pinos, cuando ella volvía de pasar el atardecer entre los árboles. Era la víspera del fatídico día del incendio. Mañana no habría tiempo para este tipo de cosas. Los planes estaban listos y los detalles ultimados. Las mellizas habían ensayado sus papeles y Pirañavelo estaba razonablemente satisfecho pensando que podía confiar en ellas. Esta noche, después de haber disfrutado de un largo baño en casa de los Prunescualo, había dedicado más tiempo de lo habitual a vestirse. Se había aplastado con inusitado esmero los escasos cabellos de color estopa sobre la frente prominente, mirándose mientras tanto desde todos los ángulos en los tres espejos que había instalado sobre una mesa junto a la ventana.
Al salir de la casa, hizo girar el delgado bastón-espada entre los dedos. Le rodaba alrededor de la mano como los radios de una rueda. ¿Tendría o no que hacer una rápida visita a las mellizas? Por una parte no debía excitarlas, pues estaban como en la víspera de un examen y podían olvidar de repente todo lo que habían hablado. Pero por otra parte, si no hacía ninguna alusión directa a la empresa del día siguiente, y se limitaba a animarlas de un modo indirecto, podía ayudarlas a tener una buena noche. Era esencial que durmieran bien. No quería que se pasaran toda la noche sentadas muy tiesas en el borde de las camas, mirándose fijamente con los ojos y la boca muy abiertos.
Decidió hacerles una visita relámpago y luego dar un paseo por el bosque, donde quizás encontraría a Fucsia, que últimamente tenía por costumbre pasarse las horas tumbada debajo de un pino, imaginando dichosamente que estaba en un claro secreto.
Una vez tomada la decisión de visitar a las hermanas unos instantes, Pirañavelo cruzó deprisa el patio. Una luz espasmódica se filtraba entre las nubes, y las arcadas que circunscribían el patio echaban unas sombras tenues que decrecían o aumentaban a medida que las nubes se desplazaban bajo el sol. Pirañavelo se estremeció cuando entró en la penumbra del castillo.
Al llegar a la puerta de las habitaciones de las tías, llamó y entró inmediatamente. Fue hacia el fuego que ardía en la chimenea, y vio las cabezas gemelas de Cora y Clarice torcidas sobre los cuellos largos y empolvados. Lo estaban mirando fijamente por encima del respaldo bordado del sofá, que había sido arrimado al fuego. Lo siguieron con sus cabezas, desenrollando los cuellos, a medida que él se ponía delante de ellas, de espaldas a las llamas, con las piernas abiertas y las manos detrás.
—Mis queridas señoras —dijo, clavando unos ojos magnéticos en una y en otra—.
Queridísimas
, ¿cómo están? ¿Pero por qué lo pregunto? Las dos están radiantes. Lady Clarice, pocas veces la he visto más encantadora, aunque la verdad es que su hermana se niega a que usted se reserve todo el encanto. ¿Verdad que se niega rotundamente, lady Cora? Está usted más nupcial que nunca. Estoy encantado de volverlas a ver.
Las mellizas lo miraron y se menearon, pero no mostraron ninguna expresión.
Tras un prolongado silencio, durante el cual Pirañavelo había estado calentándose las manos en las llamas, Cora preguntó: —¿Quiere decir que soy gloriosa?
—Eso no es lo que dijo —interrumpió la voz de Clarice.
—Gloriosa —dijo Pirañavelo— es una palabra de diccionario. Todos somos prisioneros del diccionario. En esa inmensa prisión de paredes de papel elegimos a nuestros convictos, las palabritas impresas en negro, cuando en realidad necesitamos emitir sonidos nuevos, ruidos emancipados e insólitos que producirían efectos también insólitos. En el lenguaje encadenado y muerto, ustedes, queridas mías,
son
gloriosas, pero ¡oh, si yo pudiera acuñar un sonido nuevo y flamante para convencerlas de lo que realmente pienso de ustedes, cuando las veo ahí sentadas y juntas en todo ese purpúreo esplendor! Pero por desgracia, es imposible. La vida es demasiado breve para onomatopeyas. Las palabras muertas no me sirven. No consigo encontrar un sonido, queridas señoras, que sea apropiado.
—Inténtalo —dijo Clarice—. No hay prisa. No tenemos nada que hacer.
Se alisó la tela brillante del vestido con unos dedos largos y sin vida.
—Imposible —respondió el joven, frotándose la barbilla—. Totalmente imposible. Confórmense con creer en mi admiración por la belleza de ustedes, belleza que un día será reconocida en todo el castillo. Entretanto, conserven la dignidad y el poder silencioso en esos pechos gemelos.
—Sí, sí —dijo Cora—, los conservaremos. En nuestros pechos, ¿verdad que sí, Clarice? Nuestro poder silencioso.
—Sí, el poder que tenemos —dijo Clarice—. Aunque no es mucho.
—Lo será —dijo Pirañavelo—. Está en camino. La herencia les pertenece por sangre; ¿quiénes sino ustedes han de empuñar el cetro? Pero, solas no podrán triunfar. Han tenido que soportar insultos durante años. ¡Ah, qué pacientemente los han soportado! ¡Qué pacientemente! Eso se acabó. ¿Quién puede ayudarlas? —Se adelantó y se inclinó hacia adelante—. ¿Quién puede devolverlas a su verdadero rango? ¿Quién las instalará en tronos resplandecientes?
Las tías enlazaron los brazos hasta quedar mejilla contra mejilla, y desde este rostro bicéfalo clavaron en Pirañavelo una hilera de cuatro ojos equidistantes. Aunque hubieran podido ser cuarenta, o cuatrocientos. Pero sólo había cuatro ahora, sacados de un inacabable friso petrificado cuyo tema reiteradamente obsesivo era ojos, ojos, ojos.
—En pie —dijo Pirañavelo. Había levantado la voz.
Las hermanas se incorporaron torpemente y se quedaron de pie, mirándolo. Pirañavelo disfrutó un momento de una placentera sensación de poder.
—Den un paso adelante —dijo.
Así lo hicieron, siempre abrazadas.
Pirañavelo las observó unos instantes, con los encorvados hombros apoyados en la repisa de la chimenea.
—Ya me han oído. Han oído mi pregunta. ¿Quién va a sentarlas en sus tronos?
—Tronos —susurró Cora—. Nuestros tronos.
—Tronos dorados —dijo Clarice—. Eso queremos.
—Eso tendrán. Tronos dorados para lady Cora y lady Clarice. ¿Quién se los va a dar?
Alargando las manos, Pirañavelo las aferró firmemente por los codos y las atrajo hacia él como si fueran de una sola pieza. Nunca se había atrevido a ir tan lejos, pero notó que eran como arcilla en sus manos y podía permitirse esa familiaridad. La horrible proximidad de los dos rostros idénticos hizo que echase atrás la cabeza.
—¿Quién les dará los tronos, y también la gloria y el poder? —dijo—. ¿Quién?
Las dos bocas se abrieron juntas: —Tú, tú nos los darás. Pirañavelo nos los dará.
Entonces Clarice separó la cabeza de la de su hermana, alargó el cuello hacia adelante, y como si confiara a Pirañavelo un gran secreto, susurró: —Vamos a quemar los libros de Sepulcravo. Toda su estúpida biblioteca. Nosotras lo haremos, Cora y yo. Todo está listo.
—Sí —dijo Pirañavelo—. Todo está listo.
La cabeza de Clarice recuperó su posición normal directamente sobre el cuello, y allí se bamboleó como una cosa muerta sobre una columna; y entonces Cora avanzó como para ocupar el lugar de su contraparte y evitar que la maquinaria se detuviese. Con la misma voz inexpresiva, continuó el discurso de su hermana: —Todo lo que hacemos es lo que nos dijeron que hiciésemos. —Alargó el cuello otras dos pulgadas—. No es nada difícil. Al contrario. Vamos a la puerta grande, encontramos dos trocitos de tela que salen de dentro, y entonces…
—¡Les prendemos fuego! —interrumpió Clarice con una voz tan alta que Pirañavelo cerró los ojos. Enseguida añadió con una profunda vacuidad—: lo haremos ahora mismo. Es muy fácil.
—¿Ahora? —dijo Pirañavelo—. Oh no, ahora no. Decidimos que sería mañana, ¿verdad? Mañana por la noche.
—Yo quiero hacerlo ahora mismo —insistió Clarice—. ¿Tú no, Cora? —No.
Clarice se mordió solemnemente los nudillos.
—Tienes miedo —dijo—. Tienes miedo de un poco de fuego. Te falta orgullo, Cora. Yo lo tengo, a pesar de mis habitáculos tranquilos.
—Hábitos, querrás decir —rectificó Cora—. ¡Mira que eres estúpida e ignorante! ¡Pensar que tienes mi misma sangre! Me avergüenzo de nuestro parecido, y siempre me avergonzaré.
¡Ea!
Pirañavelo empujó con el codo un elegante jarrón verde de la chimenea y obtuvo el efecto esperado: los cuatro ojos se desplazaron hacia los fragmentos esparcidos por el suelo y el hilo del diálogo se quebró como el jarrón.
—¡Es una señal! —murmuró Pirañavelo en voz baja y vibrante—. ¡Un presagio! ¡Un símbolo! El círculo se ha cerrado. Ha hablado un ángel.
Las mellizas lo miraron boquiabiertas.
—¿Ven ese jarrón hecho añicos, mis estimadas señoras? —dijo—. ¿Lo
ven
?
Las dos asintieron con la cabeza.
—No es ni más ni menos que el
Régime
, quebrado para siempre…, la tiranía de Gertrude, el corazón de piedra de Sepulcravo, la ignorancia, la malicia y la brutalidad de la actual Casa de Groan destruidos para siempre. Es la señal de que la hora ha llegado. Canten victoria, queridas señoras, ha llegado la hora del esplendor.
—¿Cuándo? —dijo Cora—. ¿Será pronto?
—¿Por qué no esta noche? —dijo Clarice. La voz chata subió a la segunda planta, más ventilada—. ¿Por qué no esta noche?
—Primero hay que resolver un pequeño asunto —dijo Pirañavelo—. Hay que hacer un pequeño trabajo. Es algo muy simple, muy, muy simple, pero para llevarlo a cabo se necesita gente inteligente.
Encendió una cerilla.
En las cuatro pupilas de los cuatro ojos planos, los cuatro reflejos de una única llama se pusieron a danzar, danzar.
—¡El fuego! —exclamaron—. Sabemos muy bien lo que hay que hacer. Lo sabemos todo, todo, todo.
—Oh, entonces, a la cama —dijo de prisa el joven—. A la cama, a la cama, a la cama.
Clarice se llevó al pecho una mano fláccida como un pedazo de masilla y se rascó abstraídamente.
—Está bien —dijo—. Buenas noches. —Y yendo hacia la puerta del dormitorio, empezó a desabrocharse el vestido.
—Yo también me voy. Buenas noches —dijo Cora, y al igual que su hermana, se marchó desabotonándose el vestido. Antes de cerrar la puerta ya se había desembarazado a medias de su púrpura imperial.
Pirañavelo sacó un puñado de nueces de un cuenco de porcelana, se las metió en el bolsillo, y saliendo de la habitación descendió hacia el patio. No había tenido intención de abordar el tema del incendio, pero por fortuna las tías parecían estar menos excitadas de lo que él había previsto, y ahora tenía la convicción de que a la noche siguiente desempeñarían con eficacia sus elementales papeles.
Mientras descendía la escalera de piedra, cargó la pipa, y al salir a la suave luz del crepúsculo, con el tabaco ardiendo en la cazoleta, se sintió de un humor inmejorable. Blandiendo alegremente el bastón-espada se encaminó hacia el bosque de pinos canturreando entre dientes.
Se había topado con Fucsia, y había entablado cierta especie de conversación, aunque siempre le costaba más trabajo hablar con ella que con cualquier otra persona. En primer lugar, le pregunto con bastante sinceridad si se había recuperado de la caída. Tenía la mejilla inflamada y cojeaba notoriamente a causa del dolor de la pierna. El doctor se la había vendado cuidadosamente y le había aconsejado a Tata que no le permitiera salir durante varios días, pero en cuanto la niñera dejó la habitación, Fucsia se había escapado, garabateando en la pared que la quería mucho; sin embargo, como la anciana nunca miraba la pared, el mensaje fue ineficaz.
Cuando llegaron al linde del bosque, Pirañavelo hablaba confiadamente de cualquier tema que le venía a la cabeza, no sólo para poner en la mente de Fucsia la imagen de alguien profundamente brillante, sino también por el simple placer de hablar por hablar, pues se encontraba de excelente ánimo.
Con Fucsia cojeando junto a él, pasaron bajo los últimos árboles y salieron a la luz del sol poniente. Pirañavelo se detuvo a atrapar un ciervo volante aferrado a la corteza blanda de un pino.
Fucsia siguió andando despacio, deseando estar sola.
—No tendría que haber ni ricos ni pobres, ni fuertes ni débiles —dijo Pirañavelo, arrancando metódicamente las patas del ciervo volante, una a una, mientras hablaba—. La igualdad es lo principal. La igualdad es
todo
. —Arrojó lejos el insecto mutilado—. ¿Está usted de acuerdo, lady Fucsia?
—No sé nada de eso, y no me importa —dijo Fucsia.
—¿Pero no cree que es injusto que alguna gente no tenga nada que comer mientras que otras tienen tanto que lo despilfarran? ¿No cree que es injusto que unos tengan que trabajar toda la vida para ganarse el sustento, mientras que otros no trabajan y viven en la abundancia? ¿No cree que los hombres valientes deberían ser apreciados y recompensados, en lugar de tratarlos como a cobardes? Los hombres que escalan las montañas, o bucean en el fondo de los mares, que exploran junglas llenas de fiebres, o que rescatan a la gente de los incendios.