—No sé —dijo Fucsia otra vez—. Las cosas
tendrían
que ser justas, supongo. Pero no sé nada de eso.
—Sí que sabe —dijo Pirañavelo—. Cuando dice «Las cosas tendrían que ser justas» indica exactamente lo que yo quiero decir. Las cosas tendrían que ser justas. ¿Por qué no lo son? A causa de la ambición y la crueldad y las ansias de poder. Hay que parar todo eso.
—Pues bien, ¿por qué no lo paras? —dijo Fucsia con voz distante. Estaba observando la sangre del sol sobre la Torre de los Pedernales y una nube como un trapo empapado que descendía pulgada a pulgada por detrás de la torre ennegrecida.
—Pienso hacerlo —dijo Pirañavelo en un tono tan confiado que Fucsia se volvió hacia él.
—¿Piensas acabar con la crueldad, y la ambición, y todas esas cosas? No creo que puedas. Oh no, eres muy listo, pero eso no lo conseguirás.
La réplica desconcertó a Pirañavelo. Había imaginado que su comentario se quedaría ahí, sin más, como la límpida afirmación de un hecho, algo en lo que Fucsia hubiera podido pensar largamente, una y otra vez.
—Ya casi se ha ido —dijo Fucsia mientras Pirañavelo se preguntaba cómo reafirmarse—. Casi se ha ido.
—¿Qué es lo que casi se ha ido? —Siguió la mirada de Fucsia y vio el círculo del sol mellado por las torres—. Oh, se refiere al viejo bollo de melaza —dijo—. Sí, va a hacer frío muy deprisa, ahora.
—¿Bollo de melaza? —dijo Fucsia—. ¿Es así como lo llamas? —Se detuvo un momento—. No está bien. No me parece respetuoso. —Observó con ojos perplejos y. grandes cómo las agonías de la muerte se debilitaban en el cielo. Luego sonrió por primera vez—. ¿También pones motes a otras cosas?
—A veces —dijo Pirañavelo—. Soy irrespetuoso por naturaleza.
—¿Pones motes a la gente?
—Lo he hecho.
—¿Me has puesto alguno a mí?
Pirañavelo mordisqueó el extremo de su bastón-espada y enarcó las cejas pajizas.
—No lo creo. Siempre pienso en usted como lady Fucsia.
—¿Y a mi madre? ¿Le has puesto algún nombre?
—¿A la madre de usted? Sí.
—¿Cómo la llamas?
—El viejo Montón de Andrajos —dijo Pirañavelo.
Fucsia abrió mucho los ojos y se detuvo otra vez.
—Vete de aquí —dijo.
—Eso no es muy justo —dijo Pirañavelo—. Después de todo,
usted
me lo preguntó.
—¿Cómo llamas a mi padre, entonces? No, prefiero no saberlo. Pienso que eres cruel —dijo con voz jadeante—, tú, que dijiste que acabarías para siempre con la crueldad. Dime más motes. ¿Son
todos
insolentes… y divertidos?
—En otra ocasión —dijo Pirañavelo, que empezaba a sentirse helado—. El frío no conviene a sus heridas. Ni siquiera debería haber salido. Prunescualo la cree en cama. Parecía muy preocupado por usted.
Continuaron andando en silencio, y cuando llegaron al castillo, la noche había caído.
EL DÍA SIGUIENTE amaneció lúgubre; el sol asomaba de vez en cuando después de prolongados períodos de media luz, y entonces sólo como un pálido disco de papel, más parecido a la luna que a él mismo, cuando por unos pocos momentos flotaba en algún pasillo de nubes. Lentos velos deslustrados descendían con movimientos casi imperceptibles sobre Gormenghast, empañando las innumerables ventanas con una especie de vapor condensado. La montaña desapareció y reapareció una veintena de veces durante la mañana, detrás de las brumas que se deslizaban por las laderas. Pero a medida que el día avanzaba, los velos se levantaron, y en las últimas horas de la tarde se dispersaron las nubes, dejando en su lugar una extensión translúcida, ese tinte helado y secreto escondido en la garganta de un lirio, un cielo tan incomparable que cuando miró sus glaciales profundidades, Fucsia se puso distraídamente a quebrar y volver a quebrar el tallo de la flor que tenía en las manos.
Cuando apartó la cabeza, descubrió a la señora Ganga, que la miraba con una expresión tan patética que Fucsia se le echó al cuello y la abrazó con una falta de delicadeza que no había pretendido, estrujando y lastimando a la enana arrugada.
Tata jadeó tratando de recuperar el aliento, el cuerpo magullado por el estallido de afecto de Fucsia, y en un arranque de cólera se encaramó nerviosamente a un sillón.
—¡Cómo te
atreves
! ¡Pero cómo te
atreves
! —jadeó al fin después de sacudir el puño minúsculo y tembloroso alrededor de la sorprendida cara de Fucsia—. ¡Cómo te
atreves
a tiranizarme y lastimarme y aplastarme tan terriblemente, criatura perversa y cruel!
Tú
, a la que me he dedicado en cuerpo y alma.
Tú
, a quien he lavado y vestido y peinado y alimentado y mimado desde que eras del tamaño de una zapatilla. Tú…, tú…
La anciana rompió a llorar, el cuerpo temblando espasmódicamente bajo el vestido negro como un juguete de cuerda. De pronto soltó el brazo del sillón, estrujó los puños en los ojos enrojecidos y lacrimosos, y olvidando dónde estaba iba a correr hacia la puerta cuando Fucsia dio un salto hacia adelante y la sostuvo antes que la anciana rodara por el suelo. Luego la levantó en brazos y la depositó sobre la cama.
—¿Te he hecho mucho daño?
Tendida sobre la colcha como una vieja muñeca de satén negro, Tata frunció los labios y esperó a que Fucsia, sentándose en el borde de la cama, acercara una mano. Entonces deslizó los dedos pulgada a pulgada por el edredón, y con una súbita mueca de concentrada malicia golpeó la mano de Fucsia con toda la fuerza de que era capaz. Recostándose en la almohada después de esta pequeña venganza, espió a Fucsia con un brillo triunfal en los ojos húmedos.
Fucsia, que apenas había notado el malicioso golpecito, se inclinó hacia la anciana y se dejó abrazar durante un rato.
—Ahora tienes que empezar a vestirte —dijo la señora Ganga—. No sea que llegues tarde a la Reunión de tu padre, ¿no es cierto? Siempre igual, si no es una cosa es otra. «Haz esto, haz aquello.» Y este corazón mío, que no me deja tranquila. ¿adónde iremos a parar? ¿Y qué piensas ponerte hoy? ¿Qué vestido será más distinguido para una criatura traviesa y tempestuosa?
—Tú también vienes, ¿verdad?
—¡Cómo que si voy! ¡Pero qué
cosa
eres! —chilló Tata Ganga, bajando por el borde de la cama—. ¡Vaya pregunta de ignorante! ¡Yo tengo que llevar al pequeño CONDE, cabeza de chorlito!
—¡Cómo! ¿Titus también va?
—¡Oh, qué ignorancia! ¿Qué es eso de «Titus también va»? —Tata sonrió con cara de lástima—. Mi pobre y retorcida criatura, ¡qué quejumbre! —La anciana emitió una serie de risitas patéticamente falsas y luego, excitada, puso las manos sobre las rodillas de Fucsia—.
Naturalmente
que viene. La Reunión
es
por él. El Almuerzo de Cumpleaños.
—¿Quién más irá, Tata?
La anciana niñera empezó a contar con los dedos.
—Bien, estará tu padre —comenzó, juntando las puntas de los índices y levantando los ojos al techo—. En primer lugar estará él, tu padre…
Mientras Tata hablaba, lord Sepulcravo volvía a su habitación después de haber cumplido el rito bianual de abrir el armario de hierro en la armería, y con la daga tradicional que Agrimoho traía para la ocasión había inscrito otra media luna, que en la larga hilera de similares medias lunas grabadas en la tapa posterior de hierro era la número setecientos treinta y siete. De acuerdo con el temperamento de los difuntos condes de Gormenghast, las medias lunas habían sido grabadas con precisión o con negligencia. No se sabía con certeza el significado de la ceremonia, ya que por desgracia los archivos se habían perdido, pero la formalidad no era menos sagrada porque pareciese ininteligible.
El viejo Agrimoho había echado llave cuidadosamente a la puerta de hierro del armario vacío y feo, y si no fuera porque junto con la llave unos pocos pelos de la barba se le metieron dentro y quedaron enredados en la cerradura, hubiera tenido el intenso placer profesional que le daba siempre el cumplimiento de todo ritual. De nada le sirvió tirar de la barba, pues estaba enganchada con fuerza y el dolor en el mentón lo hacía lagrimear. Sacar la llave, y con ella los pelos de la barba, arruinaría la ceremonia, pues estaba escrito que la llave permanecería en el cerrojo veintitrés horas, y que durante este período un criado vestido de amarillo guardaría el armario. La única solución era cortar los pelos con el cuchillo, y eso es lo que el anciano hizo eventualmente; por último prendió fuego a la mata gris de pelos enajenados que sobresalían de la cerradura como una orla alrededor de la llave. Los pelos llamearon un poco, y cuando dejaron de crepitar, Agrimoho se volvió con aire de disculpa, y advirtió que su señoría ya se había marchado.
Cuando lord Sepulcravo entró en el dormitorio, encontró a Excorio preparando el traje negro que llevaba habitualmente. El conde tenía intención de vestir con mayor esmero esta noche. Desde que concibiera el Almuerzo en honor de su hijo, había notado una ligera pero perceptible exaltación de ánimo. Había empezado a sentir un cierto placer en el hecho de tener un hijo. Titus había nacido en una de sus épocas más negras, y aunque la melancolía lo envolvía aún como una capa, durante los últimos días el modo introspectivo se le había mitigado. El heredero le interesaba cada vez más, no como persona, sino como símbolo del Futuro. Presentía vagamente que su mandato estaba concluyendo, y se sentía complacido cuando recordaba a su hijo y tenía la impresión de algo estable en medio de la miasma de sus ensoñaciones.
Ahora que sabía que tenía un hijo, se daba cuenta de la enormidad de esa muda pesadilla que había llevado oculta. El terror de que con
él
se extinguiera la dinastía de los Groan. El terror de haber faltado a las obligaciones que tenía en el castillo, y de que cuando estuviera pudriéndose en la tumba, las generaciones futuras lo señalarían, último de una larga hilera de monumentos descoloridos, y susurrarían: «Fue el último. No tuvo hijos varones».
Lord Sepulcravo pensaba todo esto mientras Excorio lo ayudaba en silencio a vestirse; y prendiéndose un alfiler enjoyado en el cuello de la camisa, dio un suspiro, y dentro del murmullo de mar de este suspiro, fatídico y oscuro, se oyó el sonido de una ola menos lastimera. Luego, mientras miraba distraídamente la imagen de Excorio reflejada en el espejo, otra oleada de placer siguió a la primera, pues de repente creyó ver delante de él todos sus libros, hilera tras hilera de volúmenes, hilera tras inapreciable hilera de Pensamiento forrado en cuero, de filosofía y ficción, de viajes y fantasías; lo austero y lo barroco; emociones en oro, verde, sepia, rosa o negro; lo picaresco, lo arabesco, lo científico…, ensayos, poesía y teatro.
El conde pensó que ahora podría reencontrarse con todo eso. Podría habitar el mundo de las palabras, y allí, en el fondo de su melancolía, encontraría un consuelo que no había conocido antes.
—En segundo lugar —dijo la señora Ganga, contando con los dedos—, estará tu madre, naturalmente. Tu padre y tu madre. Eso hace dos.
Lady Gertrude no había pensado en cambiarse de vestido. Ni tampoco se le había ocurrido prepararse para la reunión.
Estaba sentada en su alcoba, con los pies muy separados, como anclados al suelo para siempre. Apoyaba los codos sobre las rodillas, entre las que colgaba la tela de la falda en pesados pliegues en forma de U. En las manos sostenía un libro en rústica, con una mancha de café en la cubierta y con tantas puntas dobladas como páginas. Leía en una voz profunda que se alzaba por encima del constante ronroneo de un centenar de gatos. Llenaban la habitación. Más blancos que el sebo que goteaba de los candelabros o que se había derramado sobre la mesa del alpiste. Más blancos que las almohadas de la cama. Estaban por todas partes: ocultando prácticamente la colcha. Recostados en la mesa, los armarios, el sofá, lo cubrían todo con cosechas exuberantes, blancas como la muerte. Pero la gavilla más copiosa se apretaba alrededor de los pies de la condesa: un haz de caras blancas mirando hacia arriba. Cada una de las hendidas y luminosas pupilas estaba clavada en la condesa. No había otro movimiento que la vibración de sus gargantas. La voz de la condesa surcaba la ronroneante marea como un pesado navío.
Cada vez que llegaba al final de la página derecha, y mientras la volvía, miraba alrededor con una expresión de ternura infinita, y sus pupilas reflejaban las diminutas imágenes blancas de los gatos.
Luego volvía otra vez los ojos a la página impresa. Mientras leía, tenía en la enorme cara una expresión de asombro infantil. Estaba reviviendo la historia, la vieja historia que les había leído tantas veces.
—«Entonces se cerró la puerta y cayó el picaporte, pero al príncipe con ojos de estrellas y boca de luna nueva no le importo, pues era joven y fuerte, y aunque no era hermoso ya había oído muchas puertas que se cerraban y muchos picaportes que caían, y no tuvo miedo. Pero no sabía quién había cerrado la puerta. Era el Enano con dientes de latón, la más terrible de las criaturas moteadas, y que tenía las orejas puestas al revés…
»Pues bien, cuando el príncipe acabó de cepillarse el pelo…»
Mientras la condesa volvía la página, Tata Ganga levantaba los dedos tercero y cuarto de la mano izquierda.
—El doctor Prunescualo y la señorita Irma también vendrán, querida. Siempre asisten a casi todo, ¿no es cierto? Aunque no entiendo
por qué
, pues no son ancestrales. Pero siempre van. ¡Oh, pobre de mí!
Siempre
me toca a mí soportarlos, siempre tengo que hacerlo todo, y ya pronto tendré que marcharme, tormento mío, a avisar a tu madre, que me va a chillar y a ponerme tan nerviosa. Pero tengo que ir, pues si no, no se acordará. Siempre pasa lo mismo. Y el doctor y la señorita Irma hacen dos personas más, y dos y dos hacen cuatro. —Tata Ganga recobró el aliento—. El doctor Prunescualo no me gusta, mi niña; no me gustan sus modales orgullosos. Me hace sentir tonta y poca cosa, cuando no lo soy. Pero siempre lo invitan, incluso cuando no invitan a la fea y vanidosa de su hermana; aunque esta vez la han invitado y por tanto vendrán los dos, y tú te quedarás conmigo, ¿verdad que sí? Dime que sí, porque yo tendré que ocuparme del pequeño conde. ¡Oh, mi pobre corazón! No me encuentro bien, nada, nada bien. Y a nadie le importa, ni siquiera a ti. —La mano arrugada se agarró a la de Fucsia—. ¿Te ocuparás de mí?
—Sí —dijo Fucsia—. Pero me gusta el doctor.