Titus Groan (19 page)

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Authors: Mervyn Peake

Tags: #Fantástico

BOOK: Titus Groan
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Tanto si el ojo rastreador y asexuado del ave o animal de rapiña se dispersa y lo ve todo o se concentra y lo descarta todo excepto aquello que busca, lo cierto es que el ojo humano, menos penetrante, es incapaz de captar, aun después de una vida de adiestramiento, la totalidad de una escena. Ningún ojo es capaz de mirar desapasionadamente. No hay comprensión en una ojeada. Sólo el reconocimiento de una damisela, un caballo o una mosca, y la suposición de que son una damisela, un caballo o una mosca; y lo mismo sucede con los sueños y más allá de los sueños, porque cuando el corazón encuentra lo que busca, se le aparece por encima de todas las cosas, cegando el ojo y dejando en la oscuridad lo principal de la Vida.

Cuando Pirañavelo comenzó su reconocimiento, el panorama de tejados no era ni más ni menos que un conglomerado de estructuras de piedra que se extendía a derecha e izquierda alejándose de él como una bruma de mampostería. Pero mirando cada estructura por separado, descubrió que era el espectador de una estática reunión de personalidades de piedra. Durante la hora de la inspección, había visto a tres cuartos de la altura del muro enorme, árido y sin ventanas, un árbol que se curvaba hacia afuera y arriba, dividiéndose y subdividiéndose hasta que un ramaje laberíntico lo envolvía en un borrón de humo iluminado por el sol. El árbol estaba muerto, pero la cara sur de la pared en la que había crecido lo protegía de la violencia de los vientos, y a juzgar por la armoniosa belleza de abanico con que se abría la copa, no había perdido ninguna rama muerta. Proyectaba sobre la pared soleada una nítida sombra, como si la hubieran grabado allí con habilidad sobrehumana. Frágil y seco, y tan viejo que tenía que haber echado su primer zarcillo antes de que la propia pared estuviera concluida, este árbol tenía sin embargo la gracia de una muchacha, y era el complicado encaje de esa sombra en la pared lo que primero había llamado la atención de Pirañavelo. Se había quedado desconcertado, hasta que el propio árbol, cuya luminosidad se mezclaba con la brillantez de la pared del fondo, de pronto se materializó.

Sobre el tronco principal que había crecido de lado desde la pared, Pirañavelo había distinguido dos figuras móviles. Parecían del tamaño de esos cabos de lápiz que uno ya no puede sostener entre los dedos. Imaginó que eran mujeres, pues llevaban vestidos idénticos de color púrpura, y a primera vista, parecía que arriesgaban la vida al pasearse por esa rama horizontal a una altura de varios centenares de pies; pero al comparar el tamaño de las figuras con el del tronco, era obvio que estaban tan seguras como si pasearan por un puente.

Había observado cómo llegaban a un punto en que la rama se dividía en tres, y protegiéndose los ojos con la mano alcanzó a ver cómo las dos figuras se sentaban en sillas frente a frente, en torno a una mesa. Una de ellas levantó el brazo en la posición de alguien que está echando té en una taza. La otra se había incorporado y había vuelto deprisa por la rama hasta alcanzar la cara de la pared en la que de repente desapareció, y Pirañavelo, esforzando los ojos, logró distinguir una irregularidad en la piedra y concluyó que tenía que haber una ventana o una puerta justo sobre el sitio donde el árbol salía de la pared. Cerró un momento los ojos, descansando, y después tardó un minuto en encontrar el árbol otra vez, perdido como estaba en medio de una veintena de tejados y muy distante; pero cuando lo encontró, vio que las dos figuras estaban de nuevo sentadas a la mesa. Debajo de ellas flotaban los diáfanos volúmenes del aire matutino. Por encima se desplegaba la marchita elegancia del árbol muerto, y a la izquierda la sombra de encaje.

De una simple ojeada, Pirañavelo había visto que le sería imposible llegar al árbol o a la abertura, y miró otra vez reiniciando la búsqueda interminable.

Había visto una torre con un agujero de piedra en la cima. La concavidad, poco profunda, descendía desde las albardillas que coronaban la torre y estaba medio llena de agua de lluvia. En este círculo de agua, cuyo resplandor había atraído los ojos de Pirañavelo, pues era aproximadamente del tamaño de una moneda, distinguió algo blanco que nadaba. Le pareció que se trataba de un caballo. Mirando, advirtió que había algo más nadando junto al caballo, algo menor, el potro sin duda, blanco como el padre. Sobre el borde de la torre se había posado una bandada de cuervos que Pirañavelo consiguió identificar cuando uno de ellos se elevó alejándose de los demás, pasando de parecer un mosquito a parecer una mariposa negra, a medida que daba una vuelta y se aproximaba antes de cambiar de rumbo y descender desplegando unas tiesas alas negras hacia el estanque de piedra, donde se posó aleteando entre los otros pájaros.

Había visto, treinta pies más abajo y aterradoramente cerca, después de que los ojos se le acostumbraran a las minucias de las distancias, una cabeza que emergió de súbito en la base de lo que parecía más una oscura hendidura vertical que una ventana. No tenía marco, ni cortinas, ni alféizar. Era como si esperase que la tapiaran con una docena de bloques de piedra, uno sobre otro. Unos veinte pies de vacío separaban a Pirañavelo de esta pared. En cuanto vio aparecer la cabeza, se agachó lentamente escondiéndose detrás de un torreón cercano y espió con un ojo.

Era una cabeza alargada.

Era una cuña, una astilla, una raja grotesca en la que se diría que las facciones habían sido obligadas a reclamar el sitio que les correspondía, y al parecer lo habían hecho a toda prisa y sin intentar ordenarse en un diseño simétrico y mutuamente ventajoso. La nariz había sido evidentemente la primera en llegar a la escena, y se había desparramado a lo largo de toda la cuña, empezando entre el rastrojo gris del cabello, acabando entre el rastrojo gris de la barba, y extendiéndose a ambos lados con una despiadada indiferencia por los ojos y la boca, que apenas tenían dónde ponerse. Las peculiaridades del terreno habían obligado a la boca a instalarse en un ángulo torcido, que daba a la comisura derecha una expresión de siniestra complacencia, y transformaba la izquierda, que descendía a través de la barbilla, en una mueca despiadada. Tanto el cicatero monopolio de la nariz como la forma ahusada de la cabeza la habían obligado a ser una boca breve; pero era evidente que por su propia naturaleza, en condiciones normales hubiera ocupado el doble de espacio. Los ojos, en cuya expresión se podía leer el sempiterno rencor que alimentaban contra la nariz, eran tan pequeños como canicas, y espiaban por entre las hierbas grises del cabello.

Esta cabeza, fuertemente ladeada sobre un torcido pescuezo de tortuga, atravesó el ventanuco negro y alargado.

Pirañavelo observó cómo la cabeza se contorsionaba poco a poco sobre el cuello, en un ángulo tan inverosímil que no le hubiera sorprendido ver que se desprendía del resto del cuerpo.

Mientras observaba, fascinado, la boca se abrió y una voz tan extraña y profunda como el eco de un océano lúgubre irrumpió en el aire de la mañana. Nunca una cara había sido tan ajena a una voz.

El acento era tan extraño que al principio Pirañavelo no pudo reconocer más que una de cada tres frases, pero pronto se familiarizó con la original cadencia, y a medida que las palabras cobraban sentido, se dio cuenta de que estaba mirando a un poeta.

En cuanto la alargada cabeza hubo descargado el lento y meditabundo soliloquio, se quedó un rato inmóvil mirando el cielo. Luego se volvió, como para escudriñar el oscuro interior de cualquier clase de habitación que hubiera detrás de la estrecha ventana.

En el contraste de luz y sombra, las prominentes vértebras del cuello le sobresalían, cuando el hombre giraba la cabeza, como pequeños y sólidos nudos cubiertos de pergamino. Un instante después la cabeza estaba de nuevo expuesta a la cálida luz del sol, y los ojos viajaron rápidamente de un lado a otro antes de detenerse. Una mano apuntalaba la estaca cerdosa de una barbilla. La otra, colgando lánguidamente fuera del borde de la abertura, se balanceaba lentamente al sencillo ritmo de las estrofas que la cabeza se puso a recitar:

Quédate conmigo, oh tú, Belleza

del tosco litoral envejecido,

pues es sin duda un deber generoso

y más los dioses no podrían pedirnos.

Si te quedaras donde yo me quedo,

y si pisaras las piedras que piso

serías siempre mi alimento

y borrarías los sueños horríficos.

Ven pues conmigo, mi amor, mi dueña,

a través de las almenas de Groan.

Quedarse aquí es algo tan solitario,

en la soledad de mi rincón.

Me he quedado un tiempo en los claustros

nocturnos del ala del norte,

y el firmamento abría sus ostras

a las perlas de la medianoche.

Pues la larga sombra irredenta

me traspasa con pena exquisita,

me he quedado en praderas heladas

todo un mes de continua llovizna.

Ven pues conmigo mi dulce y única,

a través de los parapetos de Groan.

Quedarse aquí es algo tan solitario,

en la soledad de mi rincón.

Me he quedado en alcobas oscuras

recordando lejanas dinastías;

en el tronco ahuecado de un árbol

me he quedado, y en celestes buhardillas.

Muchos de los viajeros de la noche

pasando por escaleras retorcidas

se mostraron sorprendidos al verme

desde un arco helado y en ruinas.

Te he añorado, oh tú, mi única.

¡Escucha! ¡Las pisadas de los Groan!

Quedarse aquí es algo tan solitario,

en la soledad de mi rincón.

¿Vendrás aquí y te quedarás conmigo?

¿Y hablaremos de cosas secretas

que el índice místico apunta

pero que nunca nos muestra?

Si estoy aquí a solas mi gloria

siempre se apaga de repente;

la soledad se lleva el esplendor

de las visiones de mi mente.

Ven, oh ven, mi dueña, mi única,

a través del Gormenghast de los Groan,

quedarse aquí es algo tan solitario,

en la soledad de mi rincón.

Después del segundo verso, Pirañavelo dejó de prestar atención a las palabras, pues comprendiendo ahora que la espantosa cabeza no tenía relación con el carácter del hombre, concibió la idea de aparecérsele de pronto y pedirle al menos algo de comer y beber. Mientras la voz seguía salmodiando, pensó que no podía aventurarse a aparecer bruscamente, puesto que el poeta parecía convencido de que estaba a solas, y le daría un susto de muerte. Pero, ¿qué alternativa tenía? De pronto se le ocurrió hacer algún ruido de advertencia, antes de mostrarse, y en la pausa que siguió a la última estrofa, tosió discretamente. El efecto fue electrizante. La cara volvió a convertirse en la grotesca e inhumana máscara que Pirañavelo había visto al principio y que durante el recitado había sido transformada por una especie de belleza interior. Le había coloreado la piel apergaminada del cuello para arriba como un trozo de papel secante sumergido en tinta roja.

Como respuesta a la tos, Pirañavelo vio que por la ventana negra asomaba una cuña escarlata, con dos pequeños ojos taladrados en el rostro y que espiaban con hosquedad.

El muchacho se incorporó y saludó con una inclinación a la cara del otro lado del abismo.

En un momento estaba allí, pero en el siguiente, antes de que Pirañavelo pudiera abrir la boca, había desaparecido. En lugar de la cara del poeta hubo enseguida un tumulto inconcebible. Todo tipo de objetos aparecieron de súbito en la ventana, empezando en la base y subiendo, creciendo en desorden, mientras una cosa tras otra se amontonaba entre las paredes.

Enmarcada a ambos lados por los bordes de piedra, la torre de objetos creció febrilmente hasta alcanzar la cima de la ventana. Pirañavelo no podía ver las manos que amontonaban tan rápidamente esta inaudita colección. Sólo veía los objetos que salían de la oscuridad uno tras otro, iluminados por el sol en cuanto ocupaban un lugar en la fantástica pagoda. Muchos se movían en la pila, y caían. Una alfombra de color oro viejo resbaló y se precipitó planeando al abismo, luciendo claramente los dibujos del reverso hasta que la engulleron las sombras. Tres voluminosos libros cayeron juntos, con páginas que revoloteaban, y también una silla vieja de respaldo alto, que el muchacho apenas oyó cuando golpeó el fondo.

Pirañavelo se había clavado las uñas en las palmas de las manos, en parte por la frustración del fracaso, y en parte para obligarse a proseguir reconociendo el paisaje de tejados a pesar de esta última decepción. Apartó los ojos de la ventana, y empezó a examinar otra vez los tejados, las paredes y las torres.

Lejos a la derecha había visto una cúpula cubierta de musgo. Había visto una enorme fachada ajedrezada, verde y negra. Plantas rastreras cubrían parte de los cuadros descoloridos, y una gigantesca curva de dientes de serrucho agrietaba la pared de arriba abajo.

Había visto en una larga terraza una columna de humo que brotaba por entre las losas. Había visto los lugares donde preferían anidar las cigüeñas, y una pared tapizada de lagartos de color esmeralda.

POLVO Y YEDRA

TODO ESTE TIEMPO había estado buscando una sola y única cosa: una manera de entrar en el castillo. Había emprendido cientos de viajes imaginarios, teniendo en cuenta que le menguaban las fuerzas, pero uno tras otro lo habían conducido a paredes imposibles de escalar o al borde de un tejado. Escogió como objetivo ventana tras ventana, sólo para encontrar una lamentable frustración. Al cabo de casi una hora, el viaje que hacía con los ojos culminó en una ventana alta del ala oeste. Desde el lugar donde estaba sentado, reprodujo mentalmente todo el trayecto, hasta la diminuta ventana de la lejana pared, y comprendió que el plan era posible si lo acompañaba la suerte y las fuerzas no lo abandonaban.

Eran ya las dos de la tarde, y el sol brillaba implacable. Se quitó la chaqueta, y dejándola detrás de él, se puso nerviosamente en camino.

Las tres horas siguientes hicieron que se arrepintiera de haber dejado alguna vez las cocinas. Se sentía tan débil que si le hubieran propuesto transportarlo con un conjuro junto al descomunal regazo de Vulturno, hubiera aceptado de buen grado. Cuando la luz empezó a declinar, veinticuatro horas después de haber descansado en el inclinado tejado de pizarra encima del cuarto-calabozo, llegó a la base de la elevada pared, cerca de la cima donde estaba la ventana que había visto tres horas antes. Allí se tomó un descanso. Estaba a medio camino entre el suelo y la ventana, a unos doscientos pies de altura. Había estado acertado cuando consideró que la pared estaba totalmente cubierta por una yedra espesa y centenaria. Al sentarse contra la pared, la espalda apoyada en el tallo velludo de la trepadora, grueso como el tronco de un árbol, las hojas de yedra colgaban muy por encima de él, y levantando la cabeza, se encontró mirando un profundo y polvoriento laberinto. Sabía que tendría que trepar entre sombras oscuras, tal era el espesor de la monótona maraña de hojas, pero los zarcillos de la enredadera eran gruesos y resistentes, de modo que a veces podía detenerse a descansar. Advirtiendo que se sentía cada vez más débil, esperó hasta recuperar el aliento, y luego, crispando la boca, se obligó a acercarse todo lo posible a la pared, e inmerso en la polvorienta oscuridad de la yedra, comenzó otra vez a subir.

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