Read Titus Groan Online

Authors: Mervyn Peake

Tags: #Fantástico

Titus Groan (15 page)

BOOK: Titus Groan
8.56Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Los cedros —dijo el doctor Prunescualo mirando de reojo los árboles que tenía delante, con la cabeza inclinada y los ojos medio cerrados— son árboles excelsos. Absolutamente excelsos. A mí los cedros me gustan sin ninguna reserva, pero ¿les gusto yo a los cedros sin reservas? Ja, ja, ¿les gusto, mi querido Excorio, les gusto? Quizás, buen hombre, no capte lo que quiero decir, ¿quizás lo abruman mis lucubraciones filosóficas? Porque si a mí me gusta un cedro, pero al cedro no, ja, ja, no le gusto yo, entonces me encuentro en una situación comprometida, soy, como si dijéramos, ignorado por el mundo vegetal, que se lo pensaría dos veces, fíjese bien, mi querido amigo, se lo pensaría dos veces antes de ignorar una carretada de estiércol, ja, ja, o por decirlo de otra manera…

Pero las reflexiones del doctor Prunescualo fueron interrumpidas por la llegada de los primeros de la familia, las hermanas gemelas, sus señorías Cora y Clarice. Abrieron la puerta muy despacio y espiaron alrededor antes de entrar. Habían pasado varios meses desde que salieran de sus aposentos por última vez, y recelaban de todos y de todo. El doctor se alejó enseguida de la ventana. —Sus señorías me perdonarán, ja, ja, la presunción de recibirlas en una sala que es, después de todo, más de ustedes que mía, ja, ja, ja, pero no obstante, tengo razones para sospecharlo, no les es muy familiar, si me permiten ser tan notablemente escandaloso, tan ridículamente indiscreto, en verdad…

—Es el doctor, querida —susurró lady Cora a su hermana gemela, interrumpiendo a Prunescualo.

Lady Clarice se limitó a mirar tan fijamente al delgado caballero en cuestión, que cualquier otra persona que no fuera el doctor hubiera dado media vuelta huyendo a todo correr.

—Ya lo sé —dijo por fin—. ¿Qué le pasa en los ojos?

—Alguna enfermedad, supongo. ¿No lo sabías? —le respondió lady Cora.

Las dos hermanas vestían de púrpura, con hebillas de oro en el cuello en lugar de broches, y con otras hebillas de oro en las puntas de unas agujas de sombrero que llevaban clavadas en el pelo gris, en apariencia para que hicieran juego con los broches. Los rostros, idénticos hasta la indecencia, no tenían ninguna expresión, como si fueran esbozos de rostros y estuviesen esperando que les inyectaran sensibilidad.

—¿Qué hace aquí? —dijo Cora, mirándolo con ojos implacables.

El doctor Prunescualo se inclinó ante ella y le mostró los dientes. Después se apretó las manos.

—Soy un privilegiado —dijo—. ¡Oh, sí! Un privilegiado. Sí, sí, sí.

—¿Por qué? —dijo lady Clarice.

Tenía una voz tan idéntica a la de su hermana que podría pensarse que las cuerdas vocales de Clarice habían sido recortadas de la misma entraña, en las oscuras regiones donde se habían gestado semejantes criaturas.

Las hermanas estaban de pie, a ambos lados del doctor, y lo contemplaban con una expresión tan vacua, que él tuvo que alzar rápidamente los ojos al techo, pues había echado una breve mirada a una y a otra, y no había encontrado ningún alivio. El techo blanco en cambio abundaba en cosas interesantes y clavó allí los ojos.

—Sus señorías —dijo—, ¿es posible que ignoren el papel que desempeño en la vida social de Gormenghast? He dicho la vida social, pero ¿quién, ja, ja, ja, me desmentirá si sostengo que es mucho más que la vida social, ja, ja, ja? Es, mis muy estimadas señorías, la vida orgánica del castillo lo que yo fomento y gobierno, ja, ja, en el sentido que, versado como estoy en las sutilezas de la ciencia anatómica, que me conozco al dedillo, por no decir de la cabeza a los pies, ja, ja, tengo a mi cargo la tarea de asistir al nacimiento de las nuevas generaciones, traer los nuevos a los viejos, el inocente a los pecadores, ja, ja, ja, los inmaculados a los mancillados, pobre de mí, lo blanco a lo negro, la salud a la enfermedad. Y la ceremonia de hoy, mis muy estimadas señorías, es el fruto de mi habilidad profesional, ja, ja, ja, en ocasión de un nuevo y flamante Groan.

—¿Qué ha dicho? —preguntó lady Clarice, que lo había estado mirando todo el rato, sin mover un solo músculo.

El doctor Prunescualo cerró los ojos y los mantuvo así durante mucho tiempo. Al fin los abrió, dio un paso adelante e inspiró todo el aire que le cabía en el pecho angosto. Luego se volvió de pronto y agitó un dedo hacia las dos figuras vestidas de púrpura.

—Sus señorías —dijo— tienen que escuchar. Nunca progresarán en la vida a menos que escuchen.

—¿Progresar en la vida? —dijo enseguida lady Cora—. Progresar en la vida suena bien. ¿Qué posibilidades tenemos, si Gertrude tiene lo que nosotras deberíamos tener?

—Sí, sí —dijo la otra, como si continuara la voz de su hermana en otra parte de la sala—. Nosotras deberíamos tener lo que ella tiene.

—¿Y puedo saber qué tiene ella, mis muy estimadas señorías? —preguntó el doctor Prunescualo, inclinando la cabeza.

—Poder —respondieron las dos inexpresivamente y a la vez, como si hubieran ensayado la escena. La completa falta de tono de las voces era tan incongruente en relación con el tema de la charla que incluso el doctor Prunescualo se desconcertó por un momento, y se aflojó el cuello duro de la camisa con el dedo índice.

—Poder es lo que queremos —repitió lady Clarice—. Eso es lo que nos gustaría tener.

—Sí, es lo que queremos —dijo Cora como un eco—, mucho poder.

—Para poder mandar a la gente —dijo la voz.

—Pero Gertrude tiene todo el poder —dijo el eco— que nosotras deberíamos tener pero no tenemos.

Miraron sucesivamente a Vulturno, Agrimoho y Excorio.

—¿Supongo que ellos tienen que estar aquí? —dijo Cora, señalándolos con el dedo antes de volver la mirada al doctor Prunescualo, que examinaba de nuevo el techo. Pero antes de que pudiera responder, se abrió la puerta y apareció Fucsia, vestida de blanco.

Habían pasado doce días desde que descubriera que ya no era hija única. Había rehusado obstinadamente ver a su hermano, y hoy, por primera vez, no tendría más remedio que estar con él. La angustia inexplicable que la había embargado en un principio había dado paso a una resignada aceptación. Sin saber muy bien por qué, había estado realmente afligida. No entendía muy bien su resentimiento.

La señora Ganga no había tenido tiempo de ayudar a Fucsia a ponerse presentable, y sólo le había pedido que se peinara y que no se pusiera el vestido blanco hasta el último minuto, para no arrugarlo, y que se presentara en la Sala Fresca a las tres y dos minutos.

El sol sobre la hierba, y las flores en los jarrones y la propia sala habían parecido buenos augurios hasta la llegada de los dos criados y el infortunado altercado que ocurrió después. Esta violencia puso una nota amarga a las horas que siguieron.

Fucsia entró con los ojos enrojecidos de llorar. Hizo una torpe reverencia a las cuñadas de su madre y luego se sentó en una apartada esquina, pero casi enseguida tuvo que incorporarse otra vez, ya que su padre, seguido de cerca por la condesa, entró en ese momento y avanzó lentamente hacia el centro de la sala.

Sin una palabra de aviso, Agrimoho golpeó los nudillos en la mesa y exclamó con su vieja voz: —Estamos todos reunidos, excepto aquel por el que nos hemos reunido. Estamos todos aquí, excepto aquel por el que estamos todos aquí. Acercaos a la mesa del bautizo y esperad mientras saludo a aquel que entra en la Vida, al heredero Groan, el impecable espejo infantil de Gormenghast.

Agrimoho tosió de mala manera y se llevó la mano al pecho. Echó una ojeada al libro, y pasó el dedo por una nueva línea. Luego trotó alrededor de la mesa, sacudiendo un poco de aquí para allá la nudosa barba blanca y gris, y susurró a los otros que se ordenasen en un semicírculo alrededor de la mesa, de espaldas a la ventana. En el centro estaban la condesa y lord Sepulcravo. Fucsia estaba a la izquierda de Sepulcravo, y el doctor Prunescualo a la derecha de lady Groan, pero un poco más atrás. Las hermanas gemelas estaban separadas, cada una en un extremo del arco. Excorio y Vulturno habían retrocedido y se mantenían muy tiesos. Excorio se mordía los nudillos.

Agrimoho retornó a su posición detrás de la mesa, y parecía tener un aspecto más impresionante ahora que el peñasco de Excorio y la montaña de Vulturno ya no lo empequeñecían. Alzó de nuevo la voz, pero le costaba mucho hablar, pues tenía lágrimas en la garganta y se sentía abrumado por la magnitud del cargo. En tanto que docto en las tradiciones de los Groan, se sentía espiritualmente responsable de que la ceremonia se desarrollara con corrección. Ocasiones como ésta eran momentos culminantes en el ciclo ritual de su vida.

—¡Los soles y los cambios estacionales de las lunas; las hojas que los árboles pierden, y los peces de las aguas de color verde oliva, todos tienen voces!

Adelantaba las manos juntas como si rezase, y el rostro apergaminado se recortaba sorprendentemente a la luz clara de la sala. Habló con más fuerza.

—Las piedras tienen voces y las plumas de las aves, la cólera de las espinas, las almas lastimadas, la cornamenta, las costillas curvadas, el pan, las lágrimas y las agujas. Los cantos rodados y el silencio de los pantanos fríos tienen voces, y las nubes insurgentes, y el gallo y el gusano.

Agrimoho se inclinó sobre el libro, encontró el punto con el dedo, y volvió la página.

—Voces que rechinan de noche en pulmones de granito, pulmones de aire azul y fluviales pulmones blancos. Todas las voces dominan todos los momentos de todos los días; todas las voces invaden las grietas de todas las regiones. Voces que oirá cuando escuche, y cuando sepa oír a Gormenghast, cuya voz es la perpetuidad de la perpetuidad. Éste es el sonido ancestral que tendrá que seguir, la voz de las piedras amontonadas en torres grises, hasta que muera en la torre de muerte de los Groan. Y los estandartes serán arrancados entonces de los contrafuertes y los muros, y el cuerpo será transportado a la Torre de las Torres, donde reposará entre las cenizas de los ancestros.

—¿Cuánto falta aún? —preguntó la condesa.

No había escuchado con la atención que la ceremonia merecía y estaba alimentando con migas que iba sacando de un bolsillo a un pájaro de color gris que tenía posado en el hombro.

Al oír la pregunta de lady Groan, Agrimoho levantó los ojos del libro. Los tenía nublados pues lo había entristecido la voz irritada de la condesa.

—Las palabras ancestrales del duodécimo conde han sido pronunciadas, su señoría —dijo con los ojos clavados en el libro.

—Bien —dijo lady Groan—. ¿Y ahora qué?

—Creo que tenemos que volvernos y observar el jardín —dijo Clarice vagamente—. ¿No es así, Cora? Te acuerdas, justo antes de que trajeran a la pequeña Fucsia, todos tuvimos que volvernos y mirar el jardín por la ventana. Estoy segura de que miramos… hace mucho tiempo.

—¿Dónde habéis estado desde entonces? —les preguntó de pronto lady Groan, mirando a sus cuñadas una a una. La melena cobriza empezaba a caerle por el cuello, y en el hombro del vestido las garras del pájaro habían arañado el terciopelo suave y negro como la tinta, dándole un aspecto ceniciento y andrajoso.

—No nos hemos movido del ala sur, Gertrude —respondió Cora.

—No nos hemos movido para nada —continuó Clarice—. Todo el tiempo en el ala sur.

Lady Groan derramó una mirada de amor sobre el hombro izquierdo, y el pájaro gris que estaba allí con la cabeza bajo el ala dio tres pasos rápidos hacia la garganta de la condesa. La condesa volvió a mirar a sus cuñadas.

—¿Haciendo qué? —preguntó.

—Pensando —dijeron juntas las gemelas—. Eso es lo que estábamos haciendo, pensando mucho.

Una risita aguda e incontrolable sonó detrás de la condesa. El doctor Prunescualo acababa de desacreditarse. No era momento para que nadie notase que estaba allí. Sólo por tolerancia había sido admitido; pero un golpe violento en la mesa salvó la situación, y todos miraron otra vez a Agrimoho.

—Señoría —dijo Agrimoho lentamente—, en tanto que septuagésimo sexto conde de Groan y señor de Gormenghast, está escrito en las leyes que ahora tenéis que encaminaros a la puerta de la Sala del Bautizo y llamar a vuestro hijo en el pasillo desierto.

Lord Sepulcravo, que hasta ese momento había permanecido, lo mismo que su hija junto a él, en silencio e inmóvil, los ojos melancólicos fijos en la sucia chaqueta de su criado Excorio, al que apenas veía por encima de la mesa, se encaminó hacia la puerta y cuando llegó allí tosió aclarándose la garganta.

La condesa lo siguió con los ojos, pero con una expresión demasiado vaga, indescifrable. Las gemelas volvieron las caras hacia él: dos áreas de carne idéntica. Fucsia se mordía los nudillos y parecía ser la única en la sala que no tenía ningún interés en los movimientos de su padre. Excorio y Vulturno le clavaban los ojos, pues aunque pensaban aún en la violencia de hacía media hora, eran una parte tan indisoluble del ritual de los Groan que seguían cada movimiento del conde con una especie de hosca fascinación.

Agrimoho, ansioso por asistir a un acto perfecto de procedimiento tradicional, se retorcía la barba blanca y negra en nudos sin duda inextricables. Se inclinó sobre la urna, las manos sobre la mesa del refectorio.

Entretanto, escondida tras un recodo del pasillo, Tata Ganga, con Titus en brazos, estaba siendo apaciguada por Keda mientras esperaba a que la llamaran.

—Tranquila, tranquila, señora Ganga, cálmese, que se acabará pronto —decía Keda a la pequeña criatura temblorosa, ataviada con el más brillante de los vestidos de satén verde y tocada con el sombrero de uvas, magníficamente desmesurado sobre el rostro diminuto.

—¿Cómo voy a calmarme? —dijo la señora Ganga con una vocecita vivaz—. Si supieras lo que significa esta posición honorífica… ¡Oh, mi pobre corazón! No te atreverías a decirme que me calmase, no. Jamás he visto tal ignorancia.

¿Por qué tarda tanto? ¿No es hora ya de que me llame? Y esta preciosidad, tan calladito y bueno, se va a poner a chillar de un momento a otro. ¡Oh, mi pobre corazón! ¿Por qué tarda tanto? Cepíllame otra vez el vestido.

Keda, a quien habían ordenado que llevara consigo un cepillo suave, se habría pasado prácticamente toda la mañana cepillando el vestido de satén si hubiera hecho caso a Tata Ganga. La anciana le exigía ahora con gesto irritado que la cepillara de nuevo, y Keda le pasó el cepillo unas pocas veces, para apaciguarla.

Titus observaba la cara de Keda con sus ojos violetas. Las grotescas y pequeñas facciones parecían cambiar a la mortecina luz del rincón del pasillo. La historia de la humanidad estaba escrita en aquella cara. Un fragmento de la enorme roca de la humanidad. Una hoja de la selva de las pasiones del hombre y del conocimiento del hombre y del dolor del hombre. Ésa era la antigüedad de Titus.

BOOK: Titus Groan
8.56Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Clandara by Evelyn Anthony
Burning for You by Dunaway, Michele
Mi último suspiro by Luis Buñuel
To Die For by Linda Howard
An Amish Wedding by Beth Wiseman, Kathleen Fuller, Kelly Long
Sunbird by Wilbur Smith
DUALITY: The World of Lies by Paul Barufaldi
The Big Fisherman by Lloyd C. Douglas