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Authors: Mervyn Peake

Tags: #Fantástico

Titus Groan (11 page)

BOOK: Titus Groan
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Agarrando con fuerza el hatillo de provisiones se encaminó con pasos apropiadamente resonantes hacia la escalera que conducía al balcón del fondo. Subió la escalera, poniendo los pies juntos en cada peldaño, porque le era difícil subir teniendo bajo el brazo la botella y la comida para el día. No había nadie allí que pudiera verle la espalda recia y erguida, y los movimientos torpes e indecorosos de las piernas mientras trepaba con el vestido escarlata, ni tampoco el largo de la negra y enredada cabellera. A medio camino, consiguió levantar el hatillo por encima de la cabeza, empujarlo hacia el balcón, y acabar de trepar hasta encontrarse de pie con el gran escenario debajo de ella tan vacío como un corazón olvidado.

Mirando hacia abajo, con las manos en la barandilla de madera que bordeaba la veranda del desván, sabía que con una llamada podía poner en movimiento los cinco personajes principales que ella había inventado. Aquellos a los que había contemplado tantas veces desde arriba, casi como si estuvieran realmente allí. Al principio no había sido fácil entenderlos o decirles lo que debían hacer. Pero ahora sería fácil; por lo menos podrían representar las escenas que ella había visto tantas veces. Munstro, que se arrastraría por las vigas y se descolgaría, riendo entre dientes y envuelto en una nube de polvo, y haría una reverencia a Fucsia antes de volverse en busca del barril de oro brillante. O el Hombre de la Lluvia, que andaba siempre cabizbajo y con la manos enlazadas en la espalda, y que no tenía más que levantar una ceja para dominar al tigre encadenado que lo seguía a todas partes.

Estos y los dramas en los que participaban estaban ahora a punto de manifestarse en la habitación de abajo, pero Fucsia pasó por delante de la silla de respaldo alto en la que acostumbraba sentarse en un extremo del balcón, abrió con cuidado la puerta de un solo gozne, y entró en la tercera de las habitaciones.

Dejó el hatillo sobre una mesa que había en un rincón, se acercó a la ventana y abrió las persianas. La media le caía otra vez hasta la rodilla y volvió a atarse el cordel más firmemente alrededor del muslo. En esta habitación tenía el hábito de hablar en voz alta. Discutía consigo misma. Mirando por la pequeña ventana los tejados del castillo y los edificios contiguos, saboreó el placer del aislamiento. —Estoy sola —dijo, la barbilla en las manos y los codos en el alféizar—. Estoy completamente sola, como a mí me gusta. Ahora puedo pensar, pues no hay nadie aquí que me provoque. En mi habitación no. Nadie que me diga lo que he de hacer porque soy una dama. Oh no. Aquí hago lo que quiero. Aquí Fucsia está tranquila. Nadie sabe dónde me meto. Excorio no lo sabe. Mi padre no lo sabe. Mi madre tampoco lo sabe. Nadie lo sabe, ni siquiera Tata. Sólo yo sé dónde voy. Vengo aquí. Aquí es donde vengo. Escaleras arriba hasta mi habitación de los trastos. Por la habitación de los trastos y a mi teatro. Atravieso mi teatro y subo por la escalera hasta mi balcón. Entro por la puerta y estoy en mi buhardilla secreta. Donde estoy ahora mismo. Donde he estado cantidad de veces, pero aquello es el pasado. Hoy es el presente. Estoy mirando los tejados del presente y me apoyo en el alféizar del presente, y más tarde, cuando sea vieja, me apoyaré de nuevo. Una vez y otra y otra.

»Ahora voy a ponerme cómoda y a comer el desayuno —continuó, pero en el momento en que volvía la cabeza, sus ojos penetrantes alcanzaron a distinguir en el rincón de un patio lejano y apenas visible, un grupo insólitamente numeroso que creyó identificar como sirvientes de la zona de la cocina. Estaba tan acostumbrada a ver el panorama desierto a estas horas de la mañana, en que los criados llevaban a cabo sus múltiples tareas dentro del castillo, que se asomó otra vez rápidamente y miró hacia abajo con un sentimiento de recelo y casi de odio. ¿Qué le hacía presentir que algo irreparable había ocurrido? A los ojos de un extraño no había nada de funesto o extraordinario en que un grupo de gente se hubiera reunido a cientos de pies más abajo en la esquina de un soleado patio de piedra, pero Fucsia, nacida y criada bajo el férreo ritual de Gormenghast, sabía que allí estaba tramándose algo sin precedentes. Cuanto más observaba ella, más crecía el grupo. Esto bastó para cambiarle el humor y ponerla intranquila y furiosa.

—Algo ha pasado —dijo—, algo que nadie me ha contado. No me han contado nada. Los detesto. Los detesto a todos. ¿Qué estarán haciendo, como un montón de hormigas ahí abajo? ¿Por qué no están trabajando? —Dio media vuelta y miró el cuartito. Todo había cambiado. Cogió una pera y la mordió distraídamente. Había deseado tanto pasar una mañana de reflexión, y quizás asistir a una o dos representaciones en el desván vacío, antes de volver a bajar las escaleras y pedirle a la señora Ganga un té abundante. Había algo de portentoso en la concentración de allí abajo. Le habían desbaratado el día.

Miró alrededor las paredes del cuarto. De ellas colgaban unos pocos cuadros que ella misma había elegido entre las docenas y docenas que desenterrara en la habitación de los trastos. Una pared estaba cubierta por un enorme paisaje de montaña en el que una carretera, enroscada como una serpiente alrededor de un risco impresionante, había sido ocupada por dos ejércitos, uno vestido de amarillo y el otro, la fuerza invasora que luchaba desde abajo, de morado. Iluminada como estaba por antorchas, esta escena no dejaba de maravillar a Fucsia; sin embargo, esta mañana la contemplaba con aire ausente. Las otras paredes eran menos impresionantes, quince cuadros estaban distribuidos entre las tres. La cabeza de un jaguar; un retrato del vigésimo segundo conde de Groan con cabellos totalmente blancos y la cara color de humo a causa de inmoderados tatuajes, y un grupo de niños con vestidos de muselina rosa y blanca, jugando con una víbora, eran algunas de las obras que más le gustaban. Centenares de deslustrados retratos de cabeza y de cuerpo entero de sus antepasados habían quedado arrinconados en el desván de los trastos. Lo que Fucsia buscaba en un cuadro era algo inesperado. Era como si quisiera que el artista le contara algo completamente nuevo e insólito. Algo que a ella no se le hubiera ocurrido nunca.

Una enorme raíz contorsionada, traída hacía mucho tiempo de la montaña de Gormenghast, se alzaba en medio de la habitación. La habían pulido hasta sacarle un brillo inaudito; hasta las arrugas refulgían. Fucsia se dejó caer sobre la pieza más impresionante: un canapé de ajado esplendor y de blandos contornos sobre el que las formas angulosas y despatarradas le resaltaban con intransigente severidad. Los ojos, que tenían desde que entrara en el desván una expresión de calma desacostumbrada, le brillaban otra vez como brasas ardientes. Recorrían la habitación buscando en vano donde posarse, pues ni la fantástica raíz, ni los ingeniosos arabescos de la alfombra de debajo conseguían retenerlos.

—Todo anda mal. Todo. Todo —dijo Fucsia.

Volvió a la ventana y escrutó otra vez el grupo del patio. Había crecido tanto que ya no se veía el suelo empedrado. A través de un arbotante a la izquierda, distinguió cuatro callejuelas lejanas del barrio pobre de Gormenghast. Aquellas callejuelas estaban moteadas con puntitos de gente, y Fucsia creyó oír el sonido lejano de unas voces que subían en el aire. No es que Fucsia sintiera ningún interés particular por las «ocasiones» o festividades que pudieran excitar alas gentes de abajo, pero esta mañana advertía claramente que algo que la afectaba estaba ocurriendo.

Sobre la mesa había un gran libro coloreado de poemas e ilustraciones. Lo tenía siempre a mano para abrirlo y devorarlo. Volvía las páginas y declamaba los poemas con voz profunda y dramática. Esta mañana, se inclinó sobre el libro y lo hojeó sin prestarle mucha atención. Al llegar a uno de sus grandes favoritos, hizo una pausa y lo leyó lentamente, aunque sus pensamientos estaban en otra parte.

EL PASTEL FRÍVOLO

Érase un pastel frívolo y pecoso

que navegaba en un mar disparatado

o en las aguas de un lago proceloso

sintiéndose muy suelto y enfático.

Qué descoyuntado, oh qué descoyuntado

navegaba el pastel en la ventisca,

en las olas de un mar disparatado

que los peces lanzaba a un cielo lila.

Oh, muchas, muchas merluzas había

de una única gloria inmarcesible,

donde cualquier especie concebible

era arrojada al aire lila.

Sobre olas lisas y emplumadas crestas

del piélago pesado va el pastel,

y un cuchillo detrás sigue la estela

de los dulces marinos de grosella,

y como un pez espada se desliza

(azul y encarnizado el cuchillo de cena),

y el frívolo pastel está domado

con la risa de los marinos de grosella.

Oh, muchas, muchas merluzas había

de una única gloria inmarcesible,

donde cualquier especie concebible

era arrojada al aire lila.

En torno de las islas elegantes

lamiéndose las patas con sonrisa adhesiva

toma el sol el siluro ronroneante

sacudiendo a los lados las aletas de piel,

y juntos van volando bajo el cielo de lilas

el cuchillo y el frívolo pastel

que guiña un ojo índigo atractivo

en la estela de su futura mujer.

Vuelan las migas al mar disparatado,

del pastel al compás del corazón,

y el acero sensible del cuchillo

sabe que es otra la pugna del amor.

En la luz demorada están volando

las migas de la merluza anterior,

y al aire tropical vibra el zumbido

del pastel en las penas del amor.

Leyó la última estrofa de un tirón, sin enterarse para nada de lo que significaba. Tras recitar mecánicamente la última línea, se encontró de pie y caminando hacia la puerta. Sobre la mesa quedó el hatillo, abierto pero intacto, excepto la pera. Salió al balcón, y bajando la escalera cruzó el desván vacío, y en unos instantes había llegado al pie de la escalera de caracol en el cuarto de los tratos. Mientras descendía, le daba vueltas y más vueltas a la misma idea.

—¿Qué han hecho? ¿Qué han hecho?

Había entrado en el cuarto precipitadamente; corrió hacia el rincón donde colgaba la cuerda trenzada de la campana y tiró de ella como si quisiera arrancarla del techo.

A los pocos segundos la señora Ganga acudió deprisa a la puerta, arrastrando torpemente las zapatillas por el piso de madera. Fucsia le abrió la puerta, y en cuanto la pobre y vieja cabeza apareció en el marco, le gritó: —¿Qué está pasando, Tata? ¿Qué está pasando allí abajo? Dímelo enseguida, Tata, o ya no te querré. Dímelo. Dímelo.

—Cálmate, mi tormento, cálmate —le dijo la señora Ganga—. ¿Qué es todo ese alboroto, alma mía? ¡Oh, mi pobre corazón! Acabarás por matarme.

—Tienes que contármelo, Tata. ¡Ahora! ¡Ahora mismo! O si no te pegaré —dijo Fucsia.

Los temores de Fucsia, que en un principio habían sido sólo una vaga sospecha, habían aumentado tanto, ayudados por una creciente intuición, que ahora estaba a punto de pegar a la vieja niñera, a la que amaba tan desesperadamente. Tata Ganga cogió la mano de Fucsia con ocho dedos viejos y se la apretó.

—Un hermanito para ti, preciosa mía. Eso sí que es una sorpresa tranquilizadora; un hermanito. Lo mismo que tú, mi patito feo, un regalo del cielo.

—¡No! —chilló Fucsia con las mejillas encendidas—. ¡No, no! No lo toleraré. ¡Oh no, no, no! ¡No lo quiero! ¡No lo quiero! ¡No puede ser, no puede ser!

Y arrojándose al suelo, Fucsia estalló en una pasión de lágrimas.

LA SEÑORA GANGA A LA LUZ DE LA LUNA

Así PUES, LORD SEPULCRAVO, la condesa Gertrude, su hija primogénita Fucsia, el doctor Prunescualo, Rottcodd, Excorio, Vulturno, Tata Ganga, Pirañavelo y Agrimoho han sido sorprendidos en sus respectivas ocupaciones el día del natalicio, lo que ha permitido tal vez vislumbrar la atmósfera en la que a Titus le tocó nacer.

En los primeros años, Titus estaría al cuidado de Tata Ganga, quien cargaba orgullosamente esta prodigiosa responsabilidad sobre sus diminutas y encorvadas espaldas. Durante la primera mitad de este temprano período, el pequeño Titus fue protagonista, aunque con feliz inconsciencia, de dos ceremonias excepcionales: el bautizo, celebrado a los doce días de su nacimiento, y el almuerzo ceremonial de su primer cumpleaños. Huelga decir que, para la señora Ganga, todos los días abundaban en acontecimientos excepcionales, entregada como estaba en cuerpo y alma a las tareas de criar a Titus.

Al anochecer de ese día memorable, descendió por el estrecho camino empedrado y bordeado de acacias, hacia la puerta de la muralla que conducía al corazón de las viviendas de barro. La sombra de la señora Ganga corría junto a ella entre las acacias, mientras el sol se ponía en un pantano de luz azafranada por detrás de la montaña de Gormenghast. Raramente se aventuraba a traspasar las murallas del castillo y había sentido una cierta intranquilidad al levantar con esfuerzo la pesada tapa de un cofre para extraer de debajo de una capa de alcanfor su mejor sombrero. Era muy negro en verdad, aunque como compensación tenía prendida en la copa un racimo de quebradizas uvas de cristal. Cuatro o cinco uvas estaban rotas, pero apenas se notaba. Tata Ganga había levantado el sombrero a la altura del hombro y lo había examinado de soslayo antes de soplar las uvas de cristal para quitar las posibles motas de polvo. Al ver que el aliento las había empañado, se había levantado las enaguas, y doblándose sobre el sombrero, había frotado rápida y brevemente cada uno de los granos.

Luego se había acercado casi furtivamente a la puerta y había pegado la oreja al panel. No había oído nada. No obstante, cada vez que hacía algo desacostumbrado, por necesario que fuera, se sentía realmente culpable y miraba azorada alrededor, con los ojos muy abiertos, ribeteados de rojo, y sacudiendo ligeramente la cabeza, o bien, si se encontraba a solas en una habitación, como ahora, se precipitaba hacia la puerta y escuchaba un rato.

En cuanto se aseguraba de que no había nadie, abría bruscamente la puerta y escrutaba el pasillo vacío antes de volver a su tarea con renovada confianza. Esta vez, el hecho de ponerse su mejor sombrero a las nueve de la noche, con el propósito de aventurarse fuera del castillo, bajar por el largo paseo y luego ir hacia el norte por la avenida de acacias, había bastado para que corriera hacia la puerta, como si sospechara que había alguien allí, alguien que fuera capaz de oír lo que ella estaba pensando. Volvió de puntillas hacia la cama, y calándose el sombrero de terciopelo había añadido catorce pulgadas a su estatura. Luego había abandonado la habitación, bajando los dos tramos de escalera, que le parecieron aterradoramente vacíos.

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