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Authors: Mervyn Peake

Tags: #Fantástico

Titus Groan (14 page)

BOOK: Titus Groan
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Por fin Keda había encontrado a Carrascoso, y mediante una rápida sucesión de señas ingeniosas, lo había convencido de que había un bautizo esa tarde, que necesitaban la corona, y que se la devolvería en cuanto la ceremonia concluyese. En realidad, Keda había allanado o resuelto una a una todas las dificultades que hacían que Tata Ganga se estrujara las manos y sacudiera desesperada la vieja cabeza.

La tarde era perfecta. Los grandes cedros se desplegaban magníficamente en el aire quieto. Habían cortado el césped, que parecía un espejo opaco de color esmeralda. Las esculturas de las paredes que la noche había engullido y que habían titubeado a la luz del amanecer, lucían ahora nítidas y brillantes.

La Sala del Bautizo era fresca, clara y tranquila, y aguardaba la llegada de los personajes con espacio y dignidad. Las flores en los jarrones eran increíblemente graciosas. Pentecostés había elegido el color lavanda como nota dominante, pero aquí y allá una flor blanca dialogaba serenamente con una flor blanca a través del espacio alfombrado de verde, y una orquídea dorada era el eco de otra orquídea dorada.

Hacia las tres de la tarde, una gran actividad pudo haberse observado en muchos de los cuartos de Gormenghast, pero la Sala Fresca esperaba en sereno silencio. No había otra vida en el cuarto que las gargantas de las flores.

De repente se abrió la puerta y apareció Excorio. Vestía el largo y apolillado traje negro, pero se había esforzado por quitarle las manchas mayores y había recortado los bordes más deshilachados de los puños y de los pantalones en toscas líneas rectas. Además de estas mejoras, llevaba una pesada cadena de latón alrededor del cuello. En la mano sostenía una bandeja con un cuenco de agua. En la dignidad negativa de la sala parecía un espantapájaros positivo. Pero de esto no se daba cuenta. Había ayudado a lord Sepulcravo a vestirse, y mientras su señoría, finalizado el tocado, se arreglaba las uñas junto a la ventana de la habitación, se había marchado rápidamente con la urna bautismal. Llenar el cuenco y depositarlo en la mesa del centro de la Sala Fresca eran sus únicas obligaciones hasta que comenzara la ceremonia propiamente dicha. Dejó el cuenco sobre la mesa sin ningún miramiento, se rascó la nuca y se hundió las manos en los bolsillos del pantalón. Hacía tiempo que no venía a la Sala Fresca. No era una habitación que le gustara particularmente. A su modo de ver, no era en absoluto parte de Gormenghast. Con un gesto de desafío, proyectó la barbilla hacia adelante como si fuera una pieza de maquinaria, y se paseaba por la habitación mirando malévolamente las flores cuando de pronto oyó una voz detrás de la puerta, una voz espesa, untuosamente asesina.

—¡Eh, alto ahí! ¡Alto ahí! ¡Id con tiento, mis pequeños ojos de rata! ¡A un lado! ¡Vamos, a un lado, si no queréis que os corte en filetes! ¡Quietos! ¡Quietos! Carne misericordiosa, ¿por qué tendré que habérmelas con palurdos?

El pomo giró, la puerta empezó a abrirse y el oponente físico de Excorio empezó a aparecer en la abertura. Durante un buen rato, así le pareció a Excorio, unas tensas superficies de tela se transformaron en un gran arco, y por último sobre estas telas apareció una cabeza, y los ojos empotrados en aquella cabeza se clavaron en Excorio. Éste se puso rígido —si es posible que un pedazo de madera pueda ponerse todavía más rígido—, hundió la cabeza entre las clavículas y alzó los hombros como un buitre. Los brazos le caían tiesamente desde lo alto de los hombros hasta los bolsillos del pantalón, donde tenía los puños apretados.

Vulturno, en cuanto vio de quién se trataba, se detuvo en seco, y una pequeña marejada de carne le corrió por la cara, propagándose rápidamente aquí y allá, hasta que decididas a seguir el mismo impulso, las olas invadieron los dos océanos de las mejillas, dejando entre ellas un vacío, un segmento jadeante, como un melón al que le han quitado una rodaja. Era horrible. Era como si la naturaleza hubiese perdido el rumbo. Como si la sonrisa, como concepto, como manifestación de alegría, hubiera sido un error, pues aquí, en la cara de Vulturno, la idea había sido subvertida.

Una voz salió de la cara: —Bien, bien, bien —dijo—, que me pongan a hervir si éste no es el señor Excorión. El único y verdadero Excorión. Bien, bien, bien. Aquí ante mí en la Sala Fresca. Habrá entrado por el ojo de la cerradura, me imagino. ¡Oh, mis hígados y luces adorables, el mismísimo Excorión en persona!

La línea de la boca de Excorio, siempre delgada y dura, se hizo todavía más delgada, como trazada con una aguja. Miró de arriba abajo la montaña blanca, coronada con el encumbrado y níveo gorro de cocinero, ya que incluso el negligente Vulturno se había acicalado para la ocasión.

Si bien Escorio esquivaba al chef siempre que le era posible, encuentros accidentales como el de hoy no podían evitarse, y de los encuentros fortuitos del pasado, Excorio había aprendido que la enorme casa de carne que ahora se alzaba ante él, tenía a pesar de todos sus defectos un don para el sarcasmo que sobrepasaba los límites de su propia naturaleza taciturna. En consecuencia, Excorio seguía la táctica, siempre que le era posible, de no tener en cuenta al chef como uno no tiene en cuenta un pozo negro al borde de un camino, y aunque se sintiera lastimado porque Vulturno insistía en llamarlo Excorión, y porque había aludido a su delgadez, Excorio dominó sus erizadas pasiones y salió a grandes zancadas de la sala, no sin antes examinar la masa enemiga y escupir por la ventana, como para quitarse de dentro algo nocivo. A pesar de que la experiencia le había enseñado a callar, cada palabra mortificante de Vulturno añadía leña al fuego de odio que le ardía entre las costillas.

Vulturno, mientras Excorio escupía, había retrocedido con la cabeza hacia atrás, fingiendo miedo, y con una expresión de cómica concentración había mirado primero a Excorio y luego la ventana, varias veces.

—Bien, bien, bien —dijo con su voz más provocadora, pastosa como masa de pan—. ¡Qué talento! Se supera día a día. Vivir para ver. ¡Que me pringuen si no es verdad! Por la anguila que despellejé la noche del viernes, cada día se aprende algo nuevo.

Girando sobre los talones, dio la espalda a Excorio y rugió: —¡Adelante, paso ligero! Que avance el triunvirato, las pequeñas alimañas que se me han pegado al corazón. Adelante uno a uno.

»Señor Excorión, voy a presentarlo —dijo Vulturno a medida que los muchachos se acercaban sin apartar ni un segundo los asustados ojos de los precarios cargamentos—. Señor Excorión, Maestro Pedrera, Maestro Pedrera, Señor Excorión; Señor Excorión, Maestro Tronero, Maestro Tronero, Señor Excorión; Señor Excorión, Maestro Garroso, Maestro Garroso, Señor Excorión. ¡Excorión, Pedrera, Excorión, Tronero, Excorión, Garroso, Excorión!

Las presentaciones habían sido una mezcla tal de elocuencia e impertinencia, que Excorio no pudo dominarse más. Que él, primer criado de Gormenghast y confidente de lord Sepulcravo, tuviese que ser presentado a unos meros pinches de cocina, era excesivo, y fue con rápidas zancadas hacia la puerta (pues de cualquier modo tenía que volver con su señoría), y al pasar delante del chef se quitó la cadena que llevaba al cuello y azotó la cara de su burlador con los pesados eslabones de latón. Antes de que Vulturno se recuperara, Excorio estaba ya alejándose por los pasillos. La cara del chef se había transformado. Toda la vasta extensión de la cabeza había sido modelada, como arcilla en las manos de un artista, para que exteriorizase una pasión. En la cara, en letras pulposas, se leía la palabra
venganza
. Los ojos habían dejado de centellear casi instantáneamente y se habían convertido en trocitos de cristal.

Los tres muchachos habían dispuesto los manjares sobre la mesa, y dejando en el centro el cuenco bautismal, se habían refugiado en la puerta ventana, deseando poder echar a correr, correr como nunca habían corrido, hacia el sol y más allá de las praderas y los riachuelos y los campos, hasta encontrarse lejos, muy lejos de aquella blanca presencia con unas febriles marcas rojas en. la cara.

El chef, con todo su odio concentrado en la persona de Excorio, se había olvidado de los pinches y no descargó su bilis contra ellos. No era éste un odio pasajero como una tormenta, que tan pronto viene como se va. Era, una vez pasada la impresión inicial de cólera y de dolor, algo calculado que crecía a sangre fría. Que tres pinches hubieran visto que el temido jefe padecía una indignidad, no tenía en este momento ninguna importancia para Vulturno, pues apreciaba la situación en su justa medida, y estos muchachos no tenían nada que ver.

Sin decir palabra, se acercó al centro de la habitación. Las gordas manos ordenaron diestramente algunos platos sobre la mesa. Luego se acercó a un espejo que colgaba sobre un jarrón de flores y se examinó las heridas con ojo crítico. Le dolían. Al mover la cabeza para mirarse más de cerca, pues no alcanzaba a verse de una sola vez más que una parte de la cara, descubrió a los tres pinches y les indicó que se largasen. Los siguió poco después, y fue hacia su habitación, encima de las tahonas.

Para entonces, casi era la hora de la ceremonia, y los invitados ya salían de los cuartos respectivos. Hombres y mujeres, cada uno con su peculiar manera de andar. Con ojos, narices, boca, pelos, pensamientos y pasiones peculiares. Completos en sí mismos, transportándose a sí mismos al moverse, como una vasija que contiene un vino distintivo, amargo o dulce. Los siete en cuestión cerraron las puertas detrás de ellos, terriblemente ellos, y echaron a caminar hacia la Sala Fresca.

En el castillo había dos damas que aunque apenas se las veía eran de sangre Groan, y en consecuencia, cuando había una ceremonia familiar como en este caso, estaban naturalmente invitadas. Se trataba de sus señorías Cora y Clarice, cuñadas de Gertrude, hermanas de Sepulcravo, y mellizas por derecho propio. Vivían en una serie de habitaciones en el ala sur, y compartían una obsesionante pasión: meditar sobre la ironía de un destino que decretaba que no tuvieran ni voz ni voto en los asuntos de Gormenghast. Estas dos, junto con los otros, iban también camino de la Sala Fresca.

La implacable tradición había obligado a Excorio y a Vulturno a volver a la Sala Fresca y esperar allí a los primeros invitados, pero por suerte, alguien les había precedido: Agrimoho, enfundado en arpillera grana. Estaba de pie detrás de la mesa, con un libro abierto enfrente, y de cara al cuenco bautismal y las muestras del arte de Vulturno, dispuestas en bandejas y copas doradas que destellaban a la luz reflejada del sol.

Vulturno, que había conseguido disimular las lastimaduras de la cara con una mezcla de harina y miel blanca, se colocó a la izquierda del anciano bibliotecario, descollando sobre él como un galeón sobre un arrecife. Lucía en el cuello una cadena ceremonial parecida a la de Excorio, quien apareció unos instantes más tarde. Entró con paso airado, sin ni siquiera mirar al chef, y se puso al otro lado de Agrimoho, restableciendo así, si no desde el punto de vista del racionalista sí por lo menos del artista, la simetría del cuadro.

Todo estaba dispuesto. Los participantes en la ceremonia llegarían uno a uno; el de menor importancia entraría primero, hasta que la penúltima entrada de la condesa anunciara la necesaria aparición de un mueble andante, Tata Ganga, que llevaría en brazos un chal cargado de destino: el futuro de la estirpe. Un peso minúsculo que era Gormenghast, un Groan del verdadero linaje, Titus el septuagésimo séptimo.

ASAMBLEA

EL PRIMERO EN LLEGAR fue el forastero —el plebeyo— quien por servicios a la familia disfrutaba de una suerte de status, artificial y precario, que en cualquier momento podía esfumarse: el doctor Prunescualo.

Entró revolviendo las manos perfectas, y acercándose remilgadamente a la mesa, empezó a frotárselas a la altura de la barbilla, mientras sus ojos recorrían la exhibición que tenía enfrente.

—Mi muy estimado Vulturno, ja, ja, permítame que le felicite en mi calidad de médico que sabe algo sobre estómagos, mi estimado Vulturno, sí, sí, que en verdad sabe algo sobre estómagos. Y no sólo estómagos, sino también paladares, lenguas y la membrana, mi muy estimado señor, que recubre la cavidad bucal, y no sólo la membrana que recubre la cavidad bucal, sino también las sensitivas terminaciones nerviosas, y puedo asegurarle categóricamente que están empezando a estremecerse, mi estimado y muy excelente Vulturno, con sólo pensar que van a entrar en contacto con esas fruslerías deliciosas que sin duda usted ha preparado en ratos perdidos, ja, ja, muy probablemente, diría yo, oh sí, muy, muy probablemente.

El doctor Prunescualo sonreía y exhibía dos inmaculadas hileras de lápidas mortuorias entre los labios, y adelantando la hermosa mano blanca, con el dedo meñique doblado en ángulo recto, cogió de una bandeja un pastelito color verde, coronado por una perla de crema, con la misma pulcritud que si estuviera en una sala de disección extrayendo un órgano a alguna rana. Iba a introducírselo en la boca, cuando lo detuvo un sonido sibilante. Procedía de Agrimoho, e hizo que el doctor restituyera el pastelillo verde a lo alto de la pila con mayor celeridad aún que cuando lo había cogido. Había olvidado por el momento, o había pretendido olvidar, lo rígido que era el viejo Agrimoho en cuestiones de etiqueta. Hasta que la condesa estuviera en la sala, nadie podía empezar a comer.

—Ja, ja, ja, ja, muy, muy correcto y oportuno, señor Agrimoho, muy correcto y oportuno en verdad —dijo el doctor, guiñando un ojo a Vulturno. Los ojos magnificados hacían que esta familiaridad resultara particularmente desagradable—. Muy, muy correcto. Pero es que nuestro querido Vulturno nos provoca una y otra vez con estos irresistibles bocaditos del paraíso, ja, ja, lo convierte a uno en un bárbaro, ¿no es cierto, Vulturno? Usted nos convierte en verdaderos bárbaros.

Vulturno, que no estaba de humor para este tipo de chanzas, y que de cualquier modo prefería, si era cuestión de mostrarse elocuente, llevar él la voz cantante, se limitó a torcer la boca en una mueca hosca, y continuó mirando por la ventana. Agrimoho seguía con el dedo una línea del libro que estaba releyendo, y Excorio era una efigie de madera.

Nada, sin embargo, parecía apagar la animación del doctor Prunescualo, que después de echar una rápida ojeada a los otros dos empezó a examinarse las uñas una a una, con un interés ridículo, y enseguida, una vez que terminó de escrutarse la décima uña, dejó bruscamente esta ocupación y se fue dando brincos hacia la ventana, en una actuación, una conducta de una incongruencia grotesca en alguien de su edad, y apoyándose luego con deliberada elegancia contra el marco, hizo con la mano izquierda ese gesto particularmente afeminado que tanto le gustaba: juntar las puntas de los dedos índice y pulgar, y formar una O, mientras que los otros tres dedos se curvaban hacia atrás en tres Ces de tamaños menguantes. El hombro izquierdo, doblado en el codo, le llevaba la mano a poco más de un palmo del cuerpo, a la altura de la flor que tenía en el ojal. El pecho angosto, como un tubo negro, pues iba vestido con un traje del color de la muerte, emitía una serie de esas irritantes risitas que sólo pueden representarse como «ja, ja, ja», pero cuyo tono arañaba las paredes interiores del cráneo.

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