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Authors: Mervyn Peake

Tags: #Fantástico

Titus Groan (6 page)

BOOK: Titus Groan
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—¿A quién pertenecen? —repitió Pirañavelo.

—¿A quién qué? —dijo Excorio, deteniéndose en medio de la escalera y dando media vuelta—. ¿Todavía aquí? ¿Todavía a mis talones?

—Usted me lo pidió —dijo Pirañavelo.

—¡Tch, tch! ¿Qué quieres, chico de Vulturno?

—Ese cerdo inmundo de Vulturno —masculló Pirañavelo sin dejar de mirar al señor Excorio—, ese asqueroso Vulturno.

Siguió una pausa durante la cual Pirañavelo golpeó la baranda de hierro con la uña del pulgar.

—¿Nombre? —dijo el señor Excorio.

—¿Mi nombre? —preguntó Pirañavelo.

—Tu nombre, sí, tu nombre. El mío ya lo sé.

El señor Excorio apoyó una mano nudosa sobre la baranda como si pensara en seguir subiendo, pero antes frunció el ceño y se volvió esperando una respuesta.

—Pirañavelo, señor —dijo el muchacho.

—¿Conque Tiranavelo, eh? —dijo Excorio.

—No, Pirañavelo.

—¿Qué?

—Pirañavelo, Pirañavelo.

—¿Para qué? —preguntó Excorio.

—¿Perdón?

—Cinaravelo, Cinaravelo. ¿Para qué dos? Uno es más que suficiente para Vulturno.

El joven se dio cuenta de que sería inútil aclarar la cuestión del nombre. Clavó los ojos oscuros en la figura desgarbada que se alzaba ante él y se encogió imperceptiblemente de hombros. Luego preguntó con tranquilidad:

—¿A quién pertenecen esos gatos, señor Excorio, si no es indiscreción?

—¿Gatos? —dijo Excorio—. ¿Quién ha hablado aquí de gatos?

—Los gatos blancos. Todos esos gatos blancos del Cuarto de los Gatos. ¿A quién pertenecen?

Excorio levantó un dedo. —Mi Señora —respondió. La voz seca parecía una parte de la estrecha y gélida escalera de piedra y hierro—. Pertenecen a mi Señora. Los gatos blancos de la Señora, chico de Vulturno. Son todos de ella.

Pirañavelo aguzó el oído. —¿Dónde vive? —preguntó—. ¿Estamos cerca de donde vive?

Excorio estiró el cuello y gruñó: —¡Silencio, mamarracho de cocina! Cierra la boca, pincho grasiento. Demasiado parlanchín. —Subió los escalones a zancadas, pasando de largo dos rellanos y al llegar al tercero, giró bruscamente a la izquierda y penetró en una habitación octogonal, donde unos retratos de cuerpo entero, con enormes marcos polvorientos y dorados, miraban desde siete de las ocho paredes. Pirañavelo entró detrás de Excorio.

El señor Excorio había dejado solo a su señor más tiempo de lo adecuado, y se le ocurría ahora que quizá el conde lo necesitara. En cuanto entró en la habitación octogonal, se acercó a unos de los cuadros del fondo, y desplazando el marco hacia un lado descubrió un trozo de panel en el que había un agujero redondo del tamaño de una moneda. Pegó el ojo a la mirilla y Pirañavelo pudo observar cómo las arrugas de la piel apergaminada se le plegaban bajo el hueso prominente de la base del cráneo, pues Excorio tenía que doblarse y luego estirar la cabeza para poder aplicar el ojo en el ángulo conveniente. Lo que Excorio vio era lo que había esperado ver.

Desde aquel estratégico puesto de mira alcanzaba a distinguir perfectamente tres puertas que daban a un corredor; la del medio pertenecía a la habitación de la Señora, la septuagésima sexta condesa de Groan. La puerta era negra y habían pintado en ella un enorme gato blanco. La pared del rellano estaba cubierta de cuadros de pájaros y había tres grabados de cactos en flor. Esta puerta permanecía cerrada, pero las otras dos se abrían y cerraban sin cesar, y Excorio podía ver un apresurado vaivén de siluetas que entraban y salían, subían y bajaban, que conversaban con grandes gesticulaciones, o bien se quedaban de pie, con la barbilla en la palma curvada de la mano, como en profunda meditación.

—Aquí —dijo Excorio sin volverse.

Pirañavelo se plantó inmediatamente junto a Excorio.

—¿Sí? —dijo.

—Puerta del gato, puerta de la condesa —dijo Excorio retirando el ojo, y enseguida, abriendo los brazos, estiró los largos dedos y bostezó cavernosamente.

El joven Pirañavelo pegó el ojo al agujero, sosteniendo el pesado marco dorado con el hombro. Se encontró mirando de cerca a un hombre de pecho estrecho, greñas de color gris y unas gafas con cristales que le agrandaban los ojos, de modo que le ocupaban los lentes hasta el borde dorado. En ese momento se abrió la puerta central y salió una figura sombría que volvió a cerrarla en silencio y con aire profundamente abatido. Pirañavelo observó cómo este taciturno personaje miraba al hombre de las greñas, quien se inclinó hacia adelante al tiempo que entrelazaba las manos. Sin prestarle ninguna atención, el recién llegado empezó a andar de un lado a otro por el rellano, envuelto en una capa oscura que le llegaba hasta los talones y barría el suelo. Cada vez que pasaba por delante del doctor, pues de él se trataba, el caballero hacía una reverencia, pero, como antes, no recibía respuesta alguna, hasta que de repente, deteniéndose justo enfrente del galeno de servicio, el hombre sacó de debajo de la capa un fino bastón de plata coronado con una tosca esfera de jade negro que ardía en los bordes con un fuego verde esmeralda. El taciturno personaje se sirvió de esta arma insólita para dar unos melancólicos golpecitos en el pecho del doctor, como quien quiere averiguar si hay alguien en casa. El doctor tosió. El instrumento de plata y jade apuntó al suelo, y Pirañavelo quedó estupefacto al ver que el doctor, tras subirse los pulcramente planchados pantalones unas pulgadas por encima del tobillo, se ponía de cuclillas. Los ojos imprecisos flotaban tras las lentes de aumento como un par de medusas en el fondo del agua. El pelo gris oscuro le asomaba sobre los ojos como un tejado pajizo. A pesar de la ridícula posición en que estaba, acabó de sentarse con una gran dignidad, mientras seguía con la mirada al caballero que había empezado a dar lentas vueltas alrededor. Finalmente el hombre del bastón de plata se detuvo.

—Prunescualo —dijo.

—¿Señor conde? —dijo el doctor, girando su pajar grisáceo hacia la izquierda.

—¿Satisfactorio, Prunescualo?

El doctor juntó las yemas de los dedos.

—Estoy excepcionalmente satisfecho, señoría, excepcionalmente. Os lo aseguro, estoy muy, muy satisfecho, ja, ja, ja. Muy, muy satisfecho.

—¿Profesionalmente hablando, imagino? —le preguntó lord Sepulcravo, pues, como el asombrado Pirañavelo acababa de darse cuenta, el hombre de porte trágico no era otro que el septuagésimo sexto conde de Groan, dueño y señor, se dijo Pirañavelo, de todo este cotarro de almenas, cañones y honores.

Profesionalmente…, se preguntó el doctor. ¿Qué querrá decir?

—Sí, señoría —dijo en voz alta—. Profesionalmente estoy indeciblemente satisfecho, ja, ja, ja, ja, y socialmente, es decir, en tanto que señal de… ja, ja, estoy abrumado. Estoy terriblemente orgulloso, señoría, ja, ja, ja, ja, terriblemente orgulloso.

La risa de Prunescualo era parte de la conversación del doctor, y un tanto alarmante cuando se la oía por primera vez. Parecía irrefrenable, como si fuera parte de su voz, un nivel superior de las cuerdas vocales que sólo se manifestaba como risa. Recordaba algo al viento que silbaba a través de las vigas del techo, bastante al relincho del caballo, con un toque del grito del zarapito. Guando el doctor le daba rienda suelta, la boca permanecía prácticamente inmóvil, como la puerta entreabierta de un armario. Entre los accesos de hilaridad, hablaba con mucha prisa, lo que hacía más sorprendente aún la repentina inmovilidad de las exquisitamente rasuradas mandíbulas cuando empezaba a reírse. La risa no estaba necesariamente de acuerdo con el humor. Era sólo un ingrediente más de la charla.

—Técnicamente, estoy tan satisfecho de mí mismo, que apenas me soporto, ja, ja, ja, ji, ji, ji. Oh, sí, todo ha sido muy satisfactorio. Muchísimo.

—Me complace —dijo su señoría, bajando unos instantes los ojos hacia el doctor—. ¿Ha notado algo… —lord Sepulcravo lanzó una ojeada a ambos extremos del corredor— extraño? ¿Algo anormal en él?

—¿Anormal? —repitió Prunescualo—. ¿Ha dicho usted anormal, señoría?

—Sí —dijo lord Sepulcravo, mordiéndose el labio inferior—. ¿Le ha notado algo raro? No tema decir la verdad.

Su señoría inspeccionó otra vez el rellano, pero no había nadie a la vista.

—Estructuralmente, está sano como una manzana, ñam, ñam, estructuralmente, ja, ja, ja —dijo el doctor.

—¡Al diablo la estructura! —dijo lord Sepulcravo.

—Estoy perdido, señoría, ja, ja. Perdido por completo, señor. Si no estructuralmente, entonces ¿de qué, señoría?

—El rostro —dijo el conde—. ¿Le ha visto el rostro?

El doctor frunció el ceño profundamente y se frotó la barbilla con la mano. Mirando de reojo hacia arriba, se topó con la mirada escrutiñadora del conde.

—¡Ah! —dijo sin convicción—, el rostro. El rostro del pequeño conde. Ja, ja!

—Le he preguntado si lo ha visto —continuó lord Sepulcravo—. ¡Hable, buen hombre!

—Pues, verlo sí que lo he visto, señor, sí. —Esta vez, en lugar de reírse, el enjuto pecho del doctor exhaló un profundo suspiro.

—¿Ha encontrado, sí o no, algo extraño en ese rostro? Contésteme sí o no.

—Profesionalmente hablando —dijo el doctor Prunescualo—, diría que es un rostro irregular.

—¿Quiere decir feo? —preguntó lord Sepulcravo.

—No es natural —contestó el doctor.

—¿Cuál es la diferencia, buen hombre? —preguntó lord Groan.

—¿Perdón, señor?

—Le he preguntado si era feo, señor, y usted me dice que no es natural. ¿Por qué me contesta con evasivas?

—¡Señoría! —dijo Prunescualo, pero en un tono neutro del que nada claro podía deducirse.

—Cuando digo «feo», tenga la bondad de utilizar la palabra. ¿Me comprende? —dijo lord Sepulcravo sosegadamente.

—Comprendo, señor, comprendo.

—¿El chico es monstruoso? —persistió lord Sepulcravo como si quisiera discutir largamente la cuestión—. ¿Ha asistido alguna vez al nacimiento de un niño más monstruoso? Sea sincero.

—Jamás —dijo el doctor—. Jamás, ja, ja, ja, ja. Jamás. Y jamás con un niño de ojos tan…, ja, ja, ja, de ojos tan extraordinarios.

—¿Ojos? —interrumpió el conde—. ¿Qué tienen de malo los ojos?

—¿De malo? —exclamó Prunescualo—. ¿Es que su señoría no los ha visto?

—No. Rápido, buen hombre, conteste. ¿Qué ocurre? ¿Qué le pasa a los ojos de mi hijo?

—Son de color violeta.

FUCSIA

MIENTRAS EL CONDE CONTEMPLABA al doctor, apareció otra figura, una muchacha de unos quince años, de cabellera negra, larga y bastante desaliñada. Era torpe de movimientos y, en cierta manera, fea de rostro, aunque con unos pequeños toques hubiera podido resultar bonita. La boca era adusta, pero grande y generosa; los ojos chispeantes.

Llevaba un pañuelo amarillo anudado flojamente al cuello. El holgado vestido era de color rojo fuego.

A pesar del porte erguido, andaba cabizbaja.

—Ven aquí —dijo lord Groan cuando la muchacha estaba a punto de pasar delante de él y el doctor.

—Sí, padre —respondió ella con voz ronca.

—¿Dónde has estado estos últimos quince días, Fucsia?

—Oh, aquí y allá, padre —contestó ella mirándose los zapatos.

Sacudió la larga cabellera negra, que le ondeó sobre la espalda como una bandera de pirata. Estaba allí de pie en la postura más inconcebiblemente torpe que pueda concebirse. Tan desprovista de femineidad, que ningún hombre hubiera podido imaginarlo.

—¿Aquí y allá? —repitió su padre con voz cansada—. ¿Qué significa «aquí y allá»? ¿Dónde te has estado escondiendo, muchacha?

—La biblioteca y la armería, y paseando mucho por ahí —contestó lady Fucsia entornando los ojos taciturnos—. Acabo de oír rumores absurdos sobre madre. Dicen que tengo un hermano. ¡Imbéciles, más que imbéciles! Los odio. No puede ser cierto, ¿no? ¿Verdad que no?

—Un hermanito —irrumpió el doctor Prunescualo—. Sí, ja, ja, ja, ja, ja, ja, una diminuta, infinitesimal y microscópica adición a la famosa dinastía se encuentra en estos momentos detrás de la puerta de este dormitorio. ¡Ja, ja, ja, ja, ja, ji, ji, ji! ¡Sí, sí! Es cierto. Ja, ja. Absolutamente cierto.

—¡No! —gritó Fucsia con tal pasión que el doctor empezó a toser nerviosamente y su señoría dio un paso adelante, con las cejas fruncidas y una amarga arruga en la comisura de la boca.

—¡No es verdad! —chilló Fucsia, apartándose de ellos y enroscándose un gran mechón de cabellos negros alrededor de la muñeca—. ¡No lo creo! ¡Dejadme marchar! ¡Dejadme marchar!

Puesto que nadie la tocaba, era un grito innecesario, y dando media vuelta, echó a correr con extraños saltos a lo largo del pasillo. Antes de que se perdiera de vista, Pirañavelo oyó que gritaba en la lejanía: —¡Oh, cómo los odio! ¡Los odio! ¡Los odio! ¡Cómo odio a la gente! ¡Cómo odio a la gente!

Durante todo este rato, el señor Excorio había estado asomado a una estrecha ventana de la sala octogonal, cavilando sobre la manera más adecuada de dar a entender a lord Sepulcravo que él, Excorio, criado de la casa durante más de cuarenta años, desaprobaba que lo hubieran arrinconado literalmente en el momento en que había nacido un heredero, momento en el que él, Excorio, hubiera podido ser un colaborador inapreciable. El señor Excorio estaba bastante dolido por todo este asunto, y quería asegurarse de que lord Groan lo supiera, pero al mismo tiempo era difícil encontrar un modo discreto de transmitir esta pena a un hombre que era casi tan taciturno como él. El señor Excorio se mordió amargamente las uñas. Había permanecido junto a la ventana más tiempo del que había previsto, y al volverse, con los hombros encogidos en una actitud típica de él, descubrió al joven Pirañavelo, cuya presencia había olvidado. Se acercó al muchacho a grandes zancadas y sujetándolo por el faldón, lo empujó de espaldas al centro del cuarto. El cuadro se deslizó de nuevo sobre la mirilla.

—¡Ahora lárgate! —dijo—. Ya has visto su puerta, pinche de Vulturno.

Pirañavelo, que había estado perdido en el mundo del otro lado del panel, pareció aturdido, y tardó unos instantes en reaccionar.

—¿Largarme? ¿Volver con el odioso chef? —exclamó por fin—. ¡Oh, no! ¡No podría!

—Demasiado ocupado para tenerte aquí —dijo Excorio—. Demasiado ocupado, no puedo esperar.

—Es feo —dijo Pirañavelo ferozmente.

—¿Quién? —dijo Excorio—. Deja de parlotear y lárgate.

—Es tan feo. Lord Groan lo ha dicho. El doctor lo ha dicho. ¡Ugh! Es horroroso.

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