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Authors: Mervyn Peake

Tags: #Fantástico

Titus Groan (4 page)

BOOK: Titus Groan
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Los jóvenes pinches habían oído este rugido otras muchas veces, y sabían que era siempre un signo de cólera. En consecuencia, al principio se asustaron al oírlo, mas pronto comprendieron que hoy no tenía el más mínimo tono de irritación.

Cerniéndose sobre ellos, embriagado, arrogante y pedante, el chef se estaba divirtiendo.

También los aprendices, que se balanceaban alegremente alrededor del tonel de vino, con los rostros unas veces en la penumbra y otros en la luz que entraba a raudales por el ventanal, se divertían de una manera un tanto delirante. Los ecos del aparentemente inexplicable rugido del gran chef se apagaron al fin, y el inestable círculo en torno al tonel pataleó febrilmente chillando de placer, pues habían vislumbrado el principio de una sonrisa imbécil que se insinuaba en la masa borrosa de la enorme cabeza que pendía sobre ellos. Nunca se habían sentido tan cómodos en presencia del chef. Competían unos con otros en tomarse las más insospechadas libertades. Se disputaban sus favores, chillando el nombre del chef a voz en grito. Estaban agotados, amodorrados y mareados por la bebida y el calor, pero apuraban con vehemencia unas últimas reservas de energía nerviosa. Todos excepto un joven alto de hombros, que durante toda esta escena había guardado un caviloso silencio. Detestaba a la figura que se balanceaba sobre el tonel y despreciaba a sus compañeros aprendices. Apoyado contra el lado oscuro de la columna, estaba fuera del campo de visión del chef.

La escena contrarió a Excorio, aun en un día como éste. Aunque teóricamente aprobaba el espectáculo, en la práctica le parecía desagradable. Se acordó de que desde su primer encuentro con Vulturno, tanto el chef como él habían sentido una aversión recíproca, una antipatía cada vez más enconada. A Vulturno le irritaba ver la figura huesuda y descoyuntada del primer sirviente de lord Sepulcravo en la cocina; lo único que paliaba esta irritación era la oportunidad de mostrarse ingenioso a expensas de Excorio.

Excorio entraba en el reino humeante de Vulturno con un único propósito: probarse a sí mismo y probar a los demás que él, como criado personal de lord Sepulcravo, no se dejaba intimidar por ningún miembro de la servidumbre.

Para no olvidar nunca este punto, de vez en cuando inspeccionaba los aposentos de los criados, si bien es cierto que no podía entrar en la cocina sin una náusea en el estómago, ni salía de ella sin un recrudecimiento de bilis.

Los largos rayos del sol, que las paredes húmedas reflejaban en una trémula calina, habían decorado el cuerpo del chef con manchas espectrales. Desde abajo, el efecto era de una masa moteada, de una blancura cálida e imprecisa y de un gris evanescente de ciénaga de medianoche, una masa que se elevaba y disolvía por entre las vigas. Haciendo honor a la ocasión, el chef se apoyó en la columna de piedra que tenía más próxima, con lo que las manchas de luz se le desplazaron por la blancura degradada del ajustado uniforme. Cuando Excorio lo vio por primera vez, la cabeza del cocinero estaba totalmente en la penumbra. El imponente gorro profesional que la coronaba recordaba vagamente a una gavia medio perdida en un cielo cambiante. En conjunto daba ciertamente la impresión de un galeón.

Una de las manchas de luz reflejada osciló sobre la barriga del chef. Este haz de luz, moviéndose hipnóticamente de adelante hacia atrás, iluminaba de vez en cuando el alargado islote rojo de una mancha de vino. La mancha parecía salirse de la tela moteada cada vez que la luz caía sobre el chef, contrastando insólitamente con el claroscuro circundante, y desafiando las leyes de la tonalidad. Sorprendido, Excorio comprobó que esta marca tangible de la intemperancia de Vulturno, que se extendía por la hinchada curva de la tela, tenía sobre él una especie de fascinación. Durante un minuto, observó cómo el rombo escarlata aparecía, desaparecía, y reaparecía de nuevo, a medida que el cuerpo se balanceaba.

Una nueva serie de pataleos y chillidos sin sentido rompió el hechizo, y alzando la vista, Excorio miró alrededor con desaprobación. De pronto, y por un instante, recordó a Rottcodd en la galería polvorienta y desierta, y se sorprendió al advertir lo mucho que prefería, antes que este infierno de orgías consagradas por el tiempo, la independencia fláccida y aparentemente desleal del conservador. Se deslizó hasta un punto estratégico desde donde podía mirar sin ser visto, y desde allí observó cómo Vulturno se incorporaba y con una enorme mano blanda indicaba a los adolescentes de abajo que cerraran la boca. Excorio notó que la habitual truculencia de la voz y los modales del chef se habían transformado hoy en algo meloso, en una jovialidad plomiza y azucarada, en una horrible intimidad, más aterradora que sus cóleras más temibles. La voz del chef descendía de las sombras como enormes bolas de algodón, o como las notas calientes y enfermizas de una prodigiosa y desmoronada campana de fieltro.

La mano blanda había acallado la furia de los aprendices, y ahora Vulturno dejó caer la voz espesa:

—¡Úlceras! —y en medio de la penumbra extendió los brazos tan bruscamente que se le desprendieron los botones de la túnica, y uno de ellos rodó por la habitación, aplastando a una cucaracha en la pared opuesta—. Apretad y apretad filas, y escuchad con mucha atención. Arrimaos, mi pequeño mar de rostros, venid más cerca, mis pequeños.

Los aprendices empujaron hacia adelante, tropezando y pisándose unos a otros, dejando a los de la fila de enfrente aplastados contra el barril.

—Así está bien, así precisamente —dijo Vulturno, mirándolos con malicia desde el pedestal—. Ahora somos una familia feliz. Selecta y progresista.

Deslizó luego la mano gruesa por una raja del uniforme blanco y extrajo una botella de un bolsillo interior. Arrancando el tapón de corcho de un tirón con labios increíblemente musculosos, bebió media pinta sin soltar el tapón, ya que había puesto un dedo en la boca de la botella y el torrente de vino se bifurcaba en dos chorros que le caían hábilmente en ambas mejillas, para luego reunirse en las profundidades del paladar y bajar por la garganta con un gorgoteo sordo hasta los inmencionables abismos del fondo.

Los aprendices se pusieron a chillar y patalear y a empujarse unos a otros en un arranque de entusiasmo y de admiración.

El chef extrajo el tapón y lo hizo girar entre el pulgar y el índice, y tras comprobar con satisfacción que se había mantenido perfectamente seco, volvió a tapar la botella y se la metió de nuevo en el bolsillo.

Alzó otra vez la mano y se restableció el silencio. Sólo se oía el murmullo de las respiraciones pesadas y excitadas.

—Ahora, decidme una cosa, mis querubines malolientes. Decidme una cosa enseguida: ¿quién soy yo? Venga, decidlo enseguida.

—Vulturno —vociferaron—. ¡Vulturno, señor Vulturno!

—¿Es eso
todo
lo que sabéis? —replicó la voz—. ¿Es eso
todo
lo que sabéis, mi pequeño mar de rostros? ¡Silencio! y escuchad bien al gran chef de Gormenghast, hombre y muchacho desde hace cuarenta años, a las buenas y a las malas, contra viento y marea, hollín y serrín, cuervos y ciervos y todo lo demás, cocinado a punto y aliñado con salsa de acíbar y una pulgarada de pimentón.

—Una pulgarada de pimentón —chillaron los aprendices desgañitándose y abrazándose unos a otros—. ¿Quiere que lo cocinemos, señor? Lo haremos ahora mismo, señor. Lo verteremos en el caldero y lo agitaremos, señor. ¡Oh, qué plato tan suculento, señor! ¡Qué plato tan suculento!

—Silencio —tronó el chef—. Silencio, mis queridos muchachos. Silencio, mis angelitos eructadores. Ahora, arrimaos a mí, acercaos con vuestras caras cremosas y os diré quién soy.

El muchacho alto de hombros, que no había participado en el bullicio general, sacó una pequeña y nudosa pipa de ajenjo y la cargó pausadamente. Tenía una boca por completo inexpresiva; no la torcía ni hacia arriba ni hacia abajo, pero los ojos eran oscuros y ardían con un odio firmemente arraigado. Los mantenía entornados, pero el inequívoco mensaje se le filtraba a través de las pestañas mientras observaba a la figura que se inclinaba precariamente hacia adelante, sobre el barril.

—Ahora escuchadme bien —prosiguió la voz—, y os diré exactamente quién soy, y luego os cantaré una canción y así sabréis quién os canta, mis pequeños, inútiles e inmundos solomillos.

—¡Una canción! ¡Una canción! —reclamó el estridente coro.

—Primeramente —dijo el chef inclinándose hacia adelante y soltando cada palabra confidencial como si se tratara de una bala de cañón untada con almíbar—. Primeramente, no soy otro que Abiatha Vulturno, lo que significa, por si no lo sabéis, que soy el símbolo de la ex-ce-len-cia y de la a-bun-dan-cia. Soy el padre de la excelencia y de la abundancia. ¿Quién he dicho que era?

—¡Abafa Vulturno! —respondió el griterío.

El chef se echó hacia atrás sobre las hinchadas piernas y bajó las comisuras de los labios hasta que desaparecieron en la sombra de las acaloradas papadas.

—Abiatha —repitió lentamente, acentuando la «a»—. Abiatha. ¿Cómo he dicho que me llamaba?

—¡Abiatha! —repitió el griterío.

—Eso es, eso es. Abiatha. ¿Estáis escuchando, mis preciosas sabandijas, estáis escuchando?

Los aprendices le hicieron entender que eran todo oídos.

Antes de proseguir, el chef alzó de nuevo la botella. Esta vez mantuvo el gollete de cristal entre los dientes e inclinando la cabeza hacia atrás y empinando la botella, la vació hasta la última gota y escupió sobre las cabezas de la fascinada multitud. Los gritos de aprobación ahogaron el ruido del cristal negro que se estrelló contra las losas de piedra.

—El condumio —dijo Vulturno— es celestial y la bebida un éxtasis. ¡Qué flores de flatulencia, qué capullos gaseosos! Acercaos, venid más cerca, y os cantaré una canción. Haré volar mi dulce corazón por las vigas y os cantaré una vieja canción llena de tristeza, una pieza muy sentimental. Acercaos más todavía.

A los aprendices les era imposible acercarse más al chef, pero se apretujaron y reclamaron la canción a gritos, con los rostros relucientes mirando hacia arriba.

—¡Oh, qué deliciosa sarta de chuletitas sois! —dijo Vulturno mirándolos de reojo y restregándose las manos en las enormes caderas—. ¡Qué pringosa sarta de chuletitas! Sí que lo sois, pero estáis poco hechos. Escuchadme, gallitos, haré que vuestras abuelas se retuerzan dulcemente en la tumba. Sí, queridos míos, haremos que se vuelvan y revuelvan, y qué vueltas y revueltas para ellas, y para los gusanos que las roen. ¿Dónde está Pirañavelo?

—¡Pirañavelo! ¡Pirañavelo! —chillaron los jóvenes, los de delante retorciendo los cuellos y poniéndose de puntillas, los de atrás enderezándose y mirando alrededor—. ¡Pirañavelo! ¡Pirañavelo! ¡Está por alguna parte, señor! ¡Oh, ahí está, señor! ¡Ahí está! ¡Detrás de la columna, señor!

—Silencio —tronó el chef, volviendo la cabeza de calabaza hacia donde apuntaban las manos, al tiempo que el joven alto de hombros era empujado hacia adelante.

—¡Aquí está, señor! ¡Aquí está, señor!

A los pies del monstruoso monumento, el joven Pirañavelo resultaba increíblemente diminuto.

—Voy a cantar para ti, Pirañavelo, para ti —susurró el cocinero, tambaleándose y apoyando una mano en la columna de piedra que brillaba con el vapor condensado y por cuya superficie estriada bajaban hilos de humedad—. Para ti, rata advenediza, máscara huidiza, babosa subrepticia, para ti, la odiosa, insidiosa y detestablemente perniciosa cabra de este maloliente lugar.

Los aprendices se sacudían de alegría.

—Sí, para ti, sólo para ti, bilis de gato cuajada. Así pues, presta mucha atención. Escuchad todos, que ahí va. Ahí va mi canción de hace cien años, mi melancólica y muy triste canción.

Vulturno pareció olvidarse de que iba a cantar, y después de inclinarse para secarse el sudor de las manos en la cabeza de un muchacho debajo de él, clavó otra vez la mirada en Pirañavelo.

—¿Y por qué para ti, mi estimado y endeble rayo de sol? ¿Por qué para ti solo? Teniendo en cuenta, mi querido Pirañavelo, teniendo muy muy en cuenta que vales menos que la sangre del armiño, tan alejado de cualquier reino de la naturaleza, cuéntame, o mejor no, no me cuentes por qué tus orejas, que en un principio fueron diseñadas como papeles matamoscas, están, por alguna razón que sólo tú conoces, tan obscenamente desplegadas. ¿Qué estás tramando ahora? Te he visto ir de aquí para allá con tus piernas miserables. Tu aliento invade toda mi cocina. He visto cómo lo fisgoneas todo con tus insolentes ojos de bestia. Te he visto hacerlo. He visto cómo me observas. Ahora mismo me estás observando. Pirañavelo, mi palomita impaciente, ¿qué significa todo esto, y a santo de qué tengo que cantar para ti?

Vulturno se inclinó hacia atrás, y pareció considerar lo que había preguntado mientras se secaba la frente con la manga. Pero sin esperar una respuesta, desplegó los brazos pedunculados a ambos lados y en algún punto de la órbita del arco inmenso, algo cedió.

Pirañavelo no estaba ebrio. Plantado a los pies de Vulturno no sentía más que desprecio por el hombre que ayer, sin ir más lejos, le había asestado un golpe en la cabeza. Sin embargo, no podía hacer otra cosa que quedarse donde estaba, empujado y aplastado hacia adelante por los excitados paniaguados, y esperar.

Desde las alturas se oyó de nuevo la voz.

—Es una canción, Pirañavelo de mi corazón, para un monstruo imaginario; exactamente como tú si fueras un pellizco mayor y un poco más monstruoso todavía. Es una canción para un monstruo insensible, o sea que escucha atentamente, verruguita linda. ¡Más cerca, más cerca! ¿No quieres escuchar esta extraordinaria endecha?

El vino estaba empezando a redoblar su actividad subversiva en el cerebro del chef. Ahora ya tenía que sostenerse casi todo el rato contra la columna sudorosa, y empezaba a combarse horriblemente.

Los ojos de Pirañavelo lo observaban por debajo de la frente alta y huesuda. Al cocinero se le salían los ojos como burbujas inyectadas de sangre. Uno de los brazos le pendía como peso muerto, bajando por la superficie estriada de la columna. La enorme área del rostro estaba toda desencajada. Brillaba como gelatina.

Apareció un hueco en el rostro del cocinero. De él brotó una voz repentinamente debilitada.

—Soy Vulturno —repitió—, el gran chef Abiatha Vulturno, cocinero de su señoría, de la galería y toda clase de galeras que navegan las galernas gelatinosas. Abiatha Vulturno, hombre y chico y chicas y cintitas, y muchos gatitos, cuarenta años de frío y de soles, dónde está el dinero, peludo y entero. Soy un hechicero, ¡soy un cantador! ¡Escuchad todos bien!

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