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Authors: Mervyn Peake

Tags: #Fantástico

Titus Groan (3 page)

BOOK: Titus Groan
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LA GRAN COCINA

CUANDO EXCORIO ATRAVESÓ la arcada del servicio y descendió los doce escalones hasta el corredor principal que conducía a la zona de la cocina, notó una profunda transformación. La soledad del santuario de Rottcodd, que aún tenía en la mente, estaba siendo violada. En estos pasadizos de piedra había claros síntomas de regocijo irreverente. El señor Excorio encorvó los hombros huesudos y hundió las manos en los bolsillos de la chaqueta, empujándolas hacia adelante de manera que sólo el tejido negro separaba los puños cerrados. La tela estaba tan tensa que amenazaba con rasgarse por la espalda. Miró tristemente a derecha y a izquierda y avanzó, con sus largas y crujientes piernas de araña, abriéndose paso entre un atrafagado grupo de sirvientes. Éstos bromeaban con groseras carcajadas, y uno de ellos, evidentemente el más socarrón, contorsionaba la cara, maleable como masilla, dándole formas que parecían independientes del cráneo, suponiendo que hubiese realmente un cráneo bajo aquella carne elástica. El señor Excorio se abrió paso a empujones.

El corredor bullía. Grupos de figuras con delantal se apiñaban y se dispersaban. Unos cantaban, otros discutían y otros, exhaustos ya y sin voz, estaban pegados a la pared, con las manos colgando o batiendo estúpidamente al ritmo de alguna cancioncilla de cocina. El griterío era implacable. Desde el punto de vista formal, Excorio prefería este tipo de manifestaciones, o por lo menos las consideraba más apropiadas a la ocasión. La falta de entusiasmo de Rottcodd le había chocado. Aquí al menos se observaba el tradicional regocijo que merecía el nacimiento de un heredero de Gormenghast. Pero para él era imposible mostrar cualquier signo de entusiasmo cuando estaba entre gentes entusiasmadas. Al avanzar por el abarrotado corredor y pasar consecutivamente por los oscuros pasadizos que conducían al matadero y hedían a sangre fresca, las tahonas repletas de olorosas hogazas y las escaleras que se hundían hacia las bodegas y el laberinto de subterráneos del castillo, experimentó una cierta satisfacción al ver que los jaraneros se hacían a un lado tambaleándose, para que él pasara, pues su posición de asistente primero de la casa del conde le confería una cierta autoridad, y tanto su boca amarga como el ceño que había anidado para siempre sobre su frente protuberante eran una advertencia.

No era frecuente que Excorio aprobara la felicidad de los demás. Veía en la felicidad la simiente de la independencia, y en la independencia la simiente de la rebeldía. Pero ahora todo era distinto, ya que el espíritu de la tradición se respetaba rigurosamente. El señor Excorio notó una punzada de placer entre las costillas.

Desde el lugar a donde había llegado, podía ver, a su izquierda, y a medio camino del corredor del servicio, las pesadas puertas de madera de la Gran Cocina. Enfrente, estrechándose en oscura perspectiva, ya que no tenía ventanas, el resto del corredor se prolongaba silenciosamente en la penumbra. No tenía puertas ni a un lado ni a otro, y al final acababa en un muro de sílex. Como es de suponer, este pasadizo inútil solía estar desierto, pero Excorio advirtió que había varias figuras tumbadas en medio de las sombras. Al punto un enorme estruendo de gritos y pataleos lo ensordeció momentáneamente.

En cuanto el señor Excorio entró en la Gran Cocina, una espantosa y sofocante concentración de vapor caliente le golpeó el cuerpo. La ya de por sí nauseabunda atmósfera de la cocina estaba agravada no sólo por los rayos de sol que se filtraban en la estancia a través de las ventanas altas, sino también por los fuegos que en el desenfreno de las celebraciones habían sido peligrosamente atizados. Pero al señor Excorio le pareció apropiado que aquello fuera tan insoportable. Incluso pensó que los cuatro asadores que metían cuartos y más cuartos de carne entre las puertas de metal, empujándolos con las pesadas botas, hasta que el horno empezó a ceder bajo la inmoderada presión, estaban de acuerdo con las circunstancias. El hecho de que no tuvieran idea de lo que estaban haciendo ni por qué lo hacían, era irrelevante. La condesa había dado a luz. ¿Era posible en este momento un comportamiento racional?

Las paredes de la enorme estancia, que rezumaban una tibia humedad, eran de losas de piedra gris y estaban a cargo de una cuadrilla de dieciocho hombres conocidos como los «Fregones Grises». Habían tenido el privilegio, al alcanzar la adolescencia, de descubrir que, por ser hijos de sus padres, su futuro estaba ya decidido, y que a todos ellos les esperaba idéntica existencia: cumplir un deber nada imaginativo aunque loable. Éste consistía en devolver cada mañana al enorme suelo gris y a las altísimas paredes de la cocina un aspecto inmaculado. Cada día del año, desde tres horas antes del alba hasta aproximadamente las once, en que los andamios y las escaleras empezaban a molestar a los cocineros, los Fregones Grises desempeñaban sus obligaciones hereditarias. A causa de su profesión, tenían brazos inusitadamente fornidos, y cuando dejaban las manazas sueltas a ambos lados, el efecto era simiesco. A pesar de su torpe figura estos hombres constituían una parte integrante de la Gran Cocina. Sin los Fregones Grises, cualquier sociólogo que buscara en esta habitación sofocante una gama completa de temperamentos y de valores humanos inferiores, echaría en falta un elemento muy terreno, muy sólido, muy real.

La proximidad diaria con las grandes losas de piedra había petrificado los rostros de los Fregones Grises. No se advertía ninguna expresión en aquellos dieciocho rostros, a menos que la falta de expresión sea de por sí una expresión. Eran simplemente losas a través de las cuales los Fregones Grises hablaban de vez en cuando, miraban incesantemente y apenas oían. Eran sordos por tradición. Los ojos estaban allí, pequeños y planos como monedas, del mismo color que las paredes, como si durante las prolongadas horas de observación profesional la piedra gris hubiera dejado en ellos un indeleble reflejo. Sí, los ojos estaban allí, treinta y seis en total, y las dieciocho narices estaban allí, y las ranuras de las bocas, que parecían las rígidas hendeduras de separación de las piedras del suelo, estaban también allí. Aunque a los dieciocho rostros no les faltaba ningún rasgo humano, no obstante resultaba imposible discernir el más mínimo signo de animación, e incluso si se hubieran mezclado en un cubo todos esos rostros, sacándolos luego uno a uno al azar y clavándolos caprichosamente en la cabeza de un muñeco de cera, el resultado no habría variado, ya que incluso la más fantástica, la más ingeniosa distribución no hubiera conseguido dar vida a un conjunto cuyos componentes estaban muertos. En total, incluyendo las orejas, que en algunos casos eran monstruosamente expresivas, las ciento ocho facciones parecían incapaces, incluso en los casos más excepcionales, y tanto individualmente como
en masse
, de mostrar la más ligera sombra de algo que sugiriera lo que ocurría debajo.

Habiendo observado el entusiasmo que crecía alrededor de ellos en la Gran Cocina, y siendo incapaces de entender el motivo, puesto que eran sordos, los Fregones Grises no habían empezado a participar hasta hacía una o dos horas del espíritu festivo que había atacado el corazón y las entrañas del personal de la cocina.

Pero aquí y ahora, en este día señalado, enterados al fin del nacimiento del nuevo señor, los dieciocho Fregones Grises estaban tumbados en montón bajo la mesa, borrachos como cubas. Habían rendido honor a la ocasión y estaban fuera de juego, después de que los hubieran empujado uno a uno debajo de la mesa como si se tratara de barriles llenos de cerveza, que es lo que eran en aquellos momentos.

En medio del griterío de voces que subía y bajaba, que cambiaba de ritmo, y se prolongaba, hasta que un grito estridente o un silbido jadeante traía una nueva pausa, quebrada enseguida por un horrible carcajeo, un murmullo de estremecimiento o un carraspeo áspero, en medio de este espeso entramado bullicioso, se distinguían con lastimosa persistencia los pesados ronquidos de los Fregones Grises.

Hay que señalar en favor de los Fregones Grises que éstos sólo se lanzaron a chupar los bitoques de los toneles, como lactantes hambrientos, después de haber limpiado a fondo las paredes y el suelo de la cocina. No eran los únicos que habían sucumbido. La misma prueba inquebrantable de lealtad podía observarse en no menos de cuarenta miembros de la cocina que, habiendo escogido la botella como el medio más genuino para exteriorizar el afecto que tenían a la familia Groan, estaban viendo visiones y soñando el sueño de los justos.

Secándose con el revés de la mano huesuda el sudor que ya se le acumulaba en la frente, el señor Excorio dejó que la mirada se le posara un momento en los cuerpos inertes y escorzados de los embriagados Fregones Grises. Las cabezas, rapadas como plomizos campos de rastrojos, estaban vueltas hacia él. La sombra se había metido debajo de la mesa, y el resto de los cuerpos, que se perdían en líneas paralelas, fueron pronto devorados por la oscuridad. A primera vista le habían hecho pensar en una hilera de erizos enroscados, y tardó un rato en darse cuenta de que en realidad estaba contemplando una hilera de cráneos hirsutos. Una vez aclarado este particular, los ojos de Excorio recorrieron amargamente la Gran Cocina. La confusión era total, pero detrás del constante vaivén de las figuras y del esporádico caos de mesas volcadas, del suelo sembrado de pucheros, cacerolas, tazones, platos rotos y restos de comida, el señor Excorio alcanzaba a distinguir los principales elementos de la habitación y a retenerlos en la mente como punto de referencia, puesto que la cocina bailaba delante de él en una pegajosa bruma. Separada por el grueso muro de piedra en el que se había practicado una escotilla de madera maciza, estaba la despensa con montones de fiambres y reses colgadas, y en la cara interna del muro pendía el espetón de asar. En una mesa fija que ocupaba todo un lado de la pared había enormes calderos en los que cabían cincuenta raciones. Los pucheros, en constante ebullición, habían rebosado, y un amasijo de líquido color sepia y de cáscaras de huevo que se habían echado a las ollas con el propósito de aclarar la sopa, cubría el suelo. El aserrín, que cada mañana se esparcía cuidadosamente por el piso, se había juntado en grumos, empapados de salpicaduras de vino, y tras rodar y ser pisoteados por el suelo habían rebozado las gotitas de grasa, que parecían croquetas. De las chorreantes paredes colgaban hileras de punzones y afiladores, cuchillos de deshuesar, cuchillos de desollar y machetes de doble mango, y debajo había una tabla de doce pies por nueve, desgastada y burilada por las innumerables heridas de varios decenios.

Al otro lado de la estancia, a la izquierda del señor Excorio, una enorme y espaciosa caldera, una hilera de hornos y una puerta eran los puntos de referencia del señor Excorio. Las tapas de los hornos estaban abiertas de par en par y dejaban escapar peligrosas y afiladas llamaradas, a medida que la grasa que habían arrojado a las lumbres burbujeaba y apestaba.

El señor Excorio estaba indeciso. Odiaba lo que veía, ya que de todas las estancias del castillo, la cocina era la que más detestaba, por una razón muy concreta. No obstante, el estremecimiento que sacudió su cuerpo de espantapájaros le confirmó que todo estaba bien. No podía analizar, claro está, sus propios sentimientos, ni siquiera se le ocurría intentarlo, pero como era una parte esencial de Gormenghast, podía saber instintivamente cuándo la esencia de la tradición transcurría por los cauces adecuados, con seguridad, y sin desviaciones.

Pero el hecho de que el señor Excorio aprobara por el más profundo de los motivos la vulgaridad de la Gran Cocina, no mitigaba en lo más mínimo el desprecio que sentía por cada una de las figuras que tenía delante, en tanto que individuos. Al observarlos uno a uno por separado, la satisfacción que había tenido en un principio al verlos colectivamente se tornó en aborrecimiento.

Una viga prodigiosamente torneada en espiral, flotaba, o por lo menos daba esta impresión en la calina, atravesando la Gran Cocina de extremo a extremo. En la cara inferior tenía clavados unos ganchos de hierro. Recostados sobre la viga y absolutamente inertes como sacos de serrín a medio llenar, había dos pasteleros, un anciano
poissonier
, un
rótisseur
con las piernas tan arqueadas que casi describían un círculo, un
légumier
de pelo rojizo, y cinco
sauciers
con pañuelos verdes anudados al cuello. Uno de ellos, en el extremo más alejado de Excorio, se sacudió de repente con un movimiento brusco, pero aparte de esto, todo estaba en calma. Todos eran muy felices.

El señor Excorio dio unos pocos pasos y la atmósfera se le cerró alrededor. Mientras había estado de pie junto a la puerta, nadie había reparado en él, mas ahora al adelantarse, uno de los jaraneros dio un repentino brinco y alcanzó uno de los ganchos de la oscura viga, quedando suspendido de un solo brazo. Era un hombrecito de aspecto cretino y cara de concentrada insolencia. Tenía que estar dotado de una fuerza totalmente desproporcionada con su talla, ya que a pesar de apoyar todo el peso del cuerpo en una sola extremidad, consiguió alzar la cabeza hasta el nivel del gancho de hierro. Cuando el señor Excorio pasaba por debajo de la viga, el enano, volviéndose con increíble rapidez, enroscó las piernas alrededor de la torneada viga y dejando caer el resto del cuerpo verticalmente, con la cara a unas pocas pulgadas de la del señor Excorio, le hizo una mueca grotesca con la cabeza vuelta hacia abajo, sin que Excorio pudiera hacer otra cosa que detenerse bruscamente. Para ese entonces, el enano había trepado de nuevo a la viga y la recorría a cuatro patas con una agilidad más propia de las junglas que de las cocinas.

Un prodigioso griterío que superaba en disonancia a la más estridente cacofonía, le hizo apartar la vista del enano. A la izquierda, a la sombra de una columna, pudo distinguir la silueta borrosa pero inequívoca de algo que había tenido en el cerebro, como un tumor, desde que entrara en la Gran Cocina.

VULTURNO

EL CHEF DE GORMENGHAST, manteniendo con dificultad el equilibrio sobre un tonel de vino, se estaba dirigiendo a un grupo de aprendices, tocados con gorritos blancos y con las chaquetillas a rayas empapadas, que se agarraban a los hombros de los otros para no caerse. Los rostros adolescentes, envueltos en vaharadas por el calor de los hornos próximos, estaban embobados, y cuando se reían o aplaudían a la enormidad que se balanceaba encima de ellos, lo hacían con un fervor histérico y servil. Al acercarse el señor Excorio a unos pocos metros del grupo, otro estruendo, parecido al que había oído momentos antes, retumbó en la atmósfera caldeada por encima del barril de vino.

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