—¿Es eso lo que pasa? —preguntó Fucsia, abriendo más los ojos—. ¿Es porque están celosos? ¿Crees realmente que es por eso?
—No le quepa la menor duda— dijo Pirañavelo—. Quieren esclavizarnos, y utilizarnos para sus intrigas, y mofarse de nosotros, y que trabajemos para ellos. Todos los viejos son así.
—Tata Ganga no es así —dijo Fucsia.
—Ella es la excepción —dijo Pirañavelo, tosiendo de una manera extraña, con la mano sobre la boca—. Ella es la excepción que confirma la regla.
Dieron varios pasos en silencio. El castillo se alzaba por encima de ellos mientras pisaban la sombra de una torre. — ¿Dónde está tu bastón-espada? —le dijo Fucsia—. ¿Cómo no lo llevas? No sabes qué hacer con las manos.
Pirañavelo sonrió. Ésta era una nueva Fucsia. Más animada… aunque, ¿era realmente animación o agotamiento nervioso lo que daba a su voz esa exaltación insólita?
—Mi bastón —dijo Pirañavelo, frotándose la barbilla—. Mi querido bastón-espada. Tuve que dejarlo en el armero.
—¿Por qué? —preguntó Fucsia—. ¿Ya no lo adoras?
—¡Oh, sí! ¡Naturalmente que sí! —respondió Pirañavelo con un énfasis cómico—. Le tengo la misma adoración de siempre, pero pensé que sería más prudente no traerlo conmigo, porque, ¿sabe lo que probablemente hubiera
hecho
?
—¿Qué hubieras hecho? —preguntó Fucsia.
—Hubiera agujereado las tripas de Bergantín. Con la mayor delicadeza, ahora aquí, ahora allá, hasta que el viejo espantapájaros chillara como un gato; y cuando hubiera soltado todo el aire de sus negros pulmones, lo hubiera colgado por esa única pata de algún árbol, y le hubiera quemado la barba. ¿Ve ahora qué bueno es que no haya traído mi bastón?
Pero cuando se volvió, Fucsia había desaparecido.
La vio corriendo a través del aire brumoso, dando unos extraños saltos; pero no pudo saber si corría por placer, o para librarse de él.
APROXIMADAMENTE una semana después del entierro de Agrimoho, o para ser precisos, aproximadamente una semana después del entierro de lo que quedaba de Agrimoho, junto con la cabeza de ternero y algunos metros de cintas, Pirañavelo volvió a visitar a las tías con el propósito de elegir varias habitaciones en el ala sur, en la misma planta que ellas. Desde el incendio, no sólo se habían vuelto muy vanidosas, sino además inoportunas. Deseaban saber, ahora que habían llevado a cabo la tarea de acuerdo con el plan, cuándo tendrían lo que era de ellas. ¿Por qué el ala sur no bullía ya con fausto y esplendor? ¿Por qué los pasillos estaban todavía tan polvorientos y desiertos? ¿Acaso habían prendido fuego a la biblioteca para nada? ¿Dónde estaban los tronos que les habían prometido? ¿Y las coronas de oro? Esas preguntas se repetían cada vez que Pirañavelo aparecía por sus habitaciones, y en cada ocasión le era más difícil apaciguarlas y convencerlas de que sus días de agravio estaban terminando.
Exteriormente, parecían tan impasibles como siempre. Los rostros no mostraban el menor indicio de lo que pasaba dentro de los cuerpos idénticos, pero en los movimientos casi imperceptibles de los dedos fláccidos, Pirañavelo había aprendido a descifrar un indicio de lo que tenían en las mentes, así como el grado de exaltación de sus emociones. Había algo inquietante en esos dedos blancos que se movían simultáneamente, indicando que en ese preciso instante los dos cerebros estaban viajando por la misma franja estrecha de pensamiento, con el mismo paso, con la misma andadura.
Las brillantes promesas con las que Pirañavelo había cebado el cruel anzuelo habían tenido un efecto más profundo que el esperado. La imagen de ellas mismas como dueñas y señoras del ala sur ocupaba de tal modo sus mentes que no quedaba espacio para ninguna otra cosa. Esto se manifestaba exteriormente cuando hablaban, pues no tenían otro tema. Con el rubor del triunfo inminente, se les habían aflojado los dedos, aunque los rostros continuaron siendo tan inexpresivos como losas empolvadas. Pirañavelo cosechaba ahora las consecuencias de haberlas convencido de que eran ingeniosas y audaces, y de la maestría con que ellas, y sólo ellas, serían capaces de prender fuego a los libros. Entonces había tenido que inflarlas hasta convertirlas en tumores de presunción y autoconfianza, pero ahora que ya no le eran útiles por el momento, se hacía cada vez más difícil hacer frente a tanta hinchazón. No obstante, con una excusa u otra, Pirañavelo consiguió persuadirlas de lo desaconsejable que era precipitar un asunto de tal magnitud como el de elevarlas a sus cumbres gemelas. Esas cosas requerían reflexión, prudencia y astucia. Convenía que ascendieran poco a poco, mediante una serie de victorias parciales que aunque por separado no atraerían la atención, crecerían subrepticiamente, y así antes de que el castillo se diera cuenta, el ala sur proclamaría su gloria legítima. Las mellizas, que habían esperado que el cambio de rango se llevara a cabo de la noche a la mañana, se sintieron amargamente decepcionadas, y si bien Pirañavelo las convencía mientras hablaba de que el poder, cuando les llegase, tenía que estar sólidamente asentado, en cuanto se quedaban solas volvían enseguida a sentirse desazonadas, e interpretaban cada visita de Pirañavelo como una señal para airear de nuevo sus quejas.
Esa tarde en particular, en cuanto entró en la habitación y se inició el pueril clamoreo, Pirañavelo las cortó en seco exclamando: —¡Manos a la obra!
Había levantado la mano izquierda para que se callaran, mientras blandía un rollo de papel en la otra mano. Las hermanas estaban de pie, pegadas una a otra por las caderas y los hombros, las cabezas algo adelantadas. En cuanto cesaron las voces, monótonas y chillonas, Pirañavelo prosiguió:
—Ya he encargado los tronos. Los están construyendo en secreto, pero como he insistido en que sean del oro más puro, llevará tiempo completarlos. El orfebre, un artista incomparable, me ha enviado estos diseños. A ustedes, sus señorías, les toca escoger. No tengo dudas sobre cuál van a elegir, pues aunque los tres son muy consumadas obras de arte, estoy seguro de que, con el gusto de ustedes, su sentido de la proporción, su comprensión de los más mínimos detalles, se decidirán por el que a mi parecer no tiene rival entre todos los tronos del mundo.
Naturalmente, el propio Pirañavelo había hecho los dibujos, dedicándoles más horas de lo que había previsto, pues en cuanto empezó a trabajar, se sintió cada vez más interesado. Si ese mismo día el doctor o su hermana hubieran abierto la puerta de Pirañavelo a altas horas de la madrugada, habrían visto al muchacho alto de hombros doblado sobre la mesa, absorto; el compás, el transportador y la escuadra alineados pulcramente en un extremo de la mesa, y el maravillosamente afilado lápiz deslizándose a lo largo de la regla con fría precisión.
Ahora, al desenrollar los dibujos ante los desencajados ojos de las tías, los manejaba con destreza, pues le complacía cuidar del fruto de sus esfuerzos. Tenía las manos limpias, los dedos curiosamente afilados, y las uñas algo más largas de lo normal.
Cora y Clarice se pusieron a su lado en un instante. En sus rostros no había ninguna expresión. Todo lo que se podía encontrar allí era de índole anatómica. Los tronos contemplaban a las tías, y las tías contemplaban los tronos.
—Estoy seguro de cuál van a preferir, pues es único en la historia de los tronos dorados. ¡Elijan, sus señorías, elijan! —dijo Pirañavelo.
Cora y Clarice señalaron simultáneamente el mayor de los tres dibujos. Ocupaba casi toda la página.
—¡Qué
acertadas
han estado! —dijo Pirañavelo—. ¡Qué
acertadas
! No había otra elección. Mañana mismo iré a ver al orfebre y le diré lo que han decidido.
—Quiero el mío pronto —dijo Clarice.
—Yo también —dijo Cora—. Muy pronto.
—Creía haberles explicado —dijo Pirañavelo, tomándolas por el codo y atrayéndolas hacia él—, creía haberles explicado que un trono de oro labrado no es algo que se hace en un día. Este hombre es un artesano, un artista. ¿Quieren ver toda esa gloria arruinada con un par de improvisados y ridículos asientos de color amarillo brillante? ¿Quieren convertirse en el hazmerreír del castillo, una vez más, por ser demasiado impacientes? ¿O desean que Gertrude y los demás las contemplen, boquiabiertos de celos, cuando se sienten en lo alto como las dos reinas purpúreas que indudablemente son?… Todo ha de ser excepcional. Me han encargado que las levante al rango al que tienen derecho. Déjenlo en mis manos. Cuando llegue la hora, atacaremos. Entretanto, hemos de convertir estos aposentos en algo desconocido en Gormenghast.
—Sí —dijo Cora—. Pienso lo mismo. Tienen que ser maravillosas. Las habitaciones tienen que ser maravillosas.
—Sí —dijo Clarice—. Porque
nosotras
lo somos. Las habitaciones tienen que ser como nosotras. —La boca le quedó abierta como si se le hubiera paralizado la mandíbula inferior—. Porque nosotras somos las únicas que valemos. Nadie debe olvidarlo, ¿verdad que no, Cora?
—Nadie —dijo Cora—. Absolutamente nadie.
—Exactamente —dijo Pirañavelo—, y su primera tarea va a ser recomponer la Habitación de las Raíces. —Les echó una mirada sagaz—. Hay que repintar las raíces. Todas, hasta las más pequeñas han de ser repintadas, pues en todo Gormenghast no hay una habitación que esté tan maravillosamente llena de raíces. Las raíces de ustedes. Las raíces del árbol de ustedes.
Comprobó con sorpresa que las mellizas no estaban escuchando. Estaban juntas, abrazándose los largos cilindros de los torsos.
—Él nos obligó a hacerlo —decían—. Nos obligó a quemar los libros de nuestro querido Sepulcravo. Los libros de nuestro querido Sepulcravo.
ENTRETANTO, EL CONDE y Fucsia estaban sentados doscientos pies más abajo y a más de una milla de distancia de Pirañavelo y las tías. Lord Sepulcravo tenía la espalda apoyada contra un pino y las rodillas levantadas hasta el mentón, y miraba a su hija con una sonrisa torcida en esa boca que antaño fuera de contornos tan delicados. Cubriéndolo hasta los pies, y amontonado encima de su cuerpo enjuto, había un jergón oscuro, frío y ondulante de agujas de pino, roto aquí y allá por pesados helechos de cabeza doblada, y salpicado de hongos grises cuya superficie cenicienta exudaba un sudor invernal.
Una especie de oscuridad esplendente llenaba el valle. El techo era a prueba de cielo, pues las ramas se entrelazaban tan espesamente que ni siquiera el aguacero más fuerte podía atravesarlo; el metódico y repetido goteo de la lluvia capturada por las ramas no caía a la alfombra de agujas hasta varias horas después de desencadenarse la más violenta tormenta. No obstante, una pequeña cantidad de luz diurna se filtraba en el claro, sobre todo por el lado este, donde se encontraba el esqueleto de la biblioteca. Entre el claro y el sendero que se extendía por delante de la ruina, la cortina de árboles, aunque también espesa, no tenía más que treinta o cuarenta metros de profundidad.
—¿Cuántas estanterías has construido para tu padre? —preguntó el conde con una sonrisa siniestra.
—Siete estanterías, padre.
Fucsia tenía los ojos muy abiertos y las manos le temblaban colgándole a los lados.
—Tres más, hija mía…, tres estanterías más, y ya podremos colocar otra vez los libros.
—Sí, padre.
Fucsia cogió una ramita y añadió tres líneas largas a las siete ya marcadas en el suelo de agujas, entre su padre y ella.
:—Eso es, eso es —dijo la voz melancólica—. Ahora ya hay sitio para los poetas sonianos. ¿Tienes los libros preparados…, hijita?
Fucsia alzó la cabeza y clavó los ojos en su padre. Nunca le había hablado de esa manera…, nunca le había oído esa voz afectuosa. Aunque helada de horror por la creciente demencia de su padre, una compasión hasta entonces desconocida había despertado en ella. Ahora sintió algo más que compasión, se sintió inundada por una súbita y cálida corriente de amor hacia la figura acurrucada que apoyaba una larga y pálida mano sobre las piernas, y cuya voz sonaba tan serena y pensativa.
—Sí, padre, tengo los libros preparados —respondió—; ¿quieres que los ponga en los estantes?
Se volvió a un montón de piñas que habían recogido.
—Sí, estoy listo —contestó el conde después de una pausa que se llenó con el silencio del bosque—. Pero uno a uno. Uno a uno. Esta noche llenaremos tres estanterías. Tres de mis estanterías más largas y excepcionales.
—Sí, padre.
El silencio de los pinos altos intoxicaba el aire.
—Fucsia.
—¿Qué, padre?
—Tú eres mi hija.
—Sí.
—Y está Titus. Él será conde de Gormenghast, ¿no?
—Sí, padre.
—Cuando yo esté muerto. Pero, ¿te conozco, Fucsia? ¿Te conozco?
—No lo sé… muy bien —contestó ella; pero al advertir la debilidad de su padre habló con voz más segura—. Supongo que no nos conocemos muy bien.
Un arrebato de amor volvió a conmoverla. La sonrisa demente del conde, que hacía incongruentes todos sus comentarios, pues hablaba con ternura y moderación, había dejado de aterrorizarla. En su corta existencia había tenido que enfrentarse con tantas manifestaciones raras que aunque el misterioso horror de esa sonrisa evasiva la entristecía, la súbita rotura de las barreras que siempre los habían separado era más fuerte que el miedo. Por primera vez en su vida sentía que era una hija, sentía que tenía un padre, su propio padre. Poco le importaba que estuviese volviéndose loco, aunque lo sentía por él. Era su padre. El padre de ella.
—Mis libros… —dijo el conde.
—Los tengo aquí, padre. ¿Quieres que llene el primer estante?
—Con los poetas sonianos, Fucsia.
—Sí.
Fucsia escogió una piña del montón que tenía al lado y la puso en el extremo de la línea que había trazado en el suelo. El conde la observaba con atención.
—Ése es Andrema, el poeta lírico…, el enamorado…, de pluma palpitante cuando escribía, y que se teñía de azul como una uña magullada. Los versos de Andrema, Fucsia, se abren como flores de cristal, y en el centro, entre los pétalos frágiles hay un estanque de añil, translúcido e inmenso como el destino. La voz diáfana de Andrema es como una campana clara en la noche de nuestra confusión; pero esa claridad es la claridad de un abismo insondable… y de ese abismo manan continuamente sus estrofas, Fucsia, continuamente. Ése es Andrema… Andrema.
El conde, con los ojos fijos en la piña que Fucsia había colocado en un extremo de la primera línea, abrió más la boca, y de pronto los pinos vibraron con los ecos de un grito horripilante, mitad sollozo, mitad risa.