Era Pirañavelo. Él la sostenía; ella estaba en sus brazos; en poder de él. Unos brazos y unos dedos duros la sujetaban por los muslos y los hombros. Podía sentirle los músculos, como barras de metal. Era la figura que había sorprendido en la buhardilla, y que había escalado el escarpado paredón. Le había dicho que había encontrado un campo de piedra a la altura del cielo. Le había dicho que ella entendía la naturaleza. Quería que ella le enseñara. ¿Pero cómo podía él con esas maravillosas frases largas aprender nada de ella? Tendría que cuidarse. Él era inteligente. Aunque no había nada de malo en ser inteligente. El doctor Prune era inteligente y sin embargo a ella le gustaba. Deseó ser inteligente ella también.
Pirañavelo se escurrió entre la pared de roca y la losa inclinada, y de repente estuvieron en la tenue luz de la gruta. El suelo estaba seco y el estruendo de la lluvia de fuera parecía venir de otro mundo.
Pirañavelo la depositó con cuidado en el suelo y la apoyó contra una parte inclinada y lisa de la pared. Luego se quitó la camisa, y después de retorcerla exprimiéndola todo lo posible, la rasgó en tiras largas y estrechas. A pesar del dolor, Fucsia lo observaba fascinada. Era como observar a un ser de otro mundo que trabajara movido por otra clase de maquinaria, por algo más suave, más frío, más duro, más rápido. El corazón se le rebeló contra la impasibilidad de esta precisión, pero había empezado a observarlo con una admiración reticente por esa cualidad tan ajena a su propio temperamento.
La gruta tenía unos quince pies de profundidad, y el techo descendía hacia el suelo, de modo que sólo se podía estar de pie en las inmediaciones de la entrada. Cerca del techo abovedado, la pared rocosa estaba corroída y quebrada en oscuros repliegues, y un ojo imaginativo podía con poco esfuerzo entretenerse un buen rato descubriendo entre los complicados diseños un inacabable ejército de cabezas demoníacas o seráficas, según el humor del momento.
Los rincones de la gruta estaban en tinieblas, pero Fucsia y Pirañavelo se veían con bastante facilidad a la débil luz de la protegida abertura.
Pirañavelo había desgarrado la camisa en tiras regulares y se había arrodillado junto a la muchacha, y le vendó la cabeza y le restañó la sangre de la pierna, donde la herida no era tan profunda, pero no dejaba de sangrar. El brazo fue menos fácil, y Fucsia tuvo que permitir que Pirañavelo le desnudara el hombro antes de lavárselo.
La muchacha observaba mientras él le restañaba con cuidado la herida. El dolor repentino se había transformado en una punzada persistente, y se mordió el labio para contener las lágrimas. En la penumbra, vio cómo los ojos de Pirañavelo le ardían en la sombría palidez del rostro. Estaba desnudo de cintura para arriba. ¿Por qué sus hombros daban una impresión de deformidad? Eran altos y fuertes, pero como el resto del cuerpo, parecían extrañamente tensos y contraídos. El pecho era angosto y firme.
Retiró lentamente el trozo de tela del hombro de Fucsia y miró si la sangre seguía brotando.
—Manténgase inmóvil —le dijo—. Mantenga el brazo tan quieto como pueda. ¿Cómo va el dolor?
—Estoy bien —dijo Fucsia.
—No sea heroica —dijo Pirañavelo, sentándose sobre los talones—. Esto no es un juego. Quiero saber
exactamente
cuánto le duele, no si es valiente o no. Eso ya lo sé. ¿Qué le duele más?
—La pierna. El dolor me da náuseas. Además tengo frío.
Ahora ya lo sabes.
Se miraron a la media luz.
Pirañavelo se incorporó. —Voy a dejarla. Si no el frío le roerá los huesos. No puedo llevarla al castillo yo solo. Buscaré al viejo Prune y una camilla. Aquí estará bien. Me marcho ahora mismo. Estaremos de vuelta en una media hora. Puedo ir rápido cuando quiero.
—Pirañavelo —dijo Fucsia.
El joven se arrodilló inmediatamente.
—¿Qué sucede? —preguntó en voz muy baja.
—Me has ayudado mucho.
—No mucho —replicó él. Tenía la mano cerca de la de Fucsia.
El silencio que siguió se hizo ridículo, y Pirañavelo se enderezó. —Tengo que marcharme. —Había sentido los primeros albores de algo menos frígido. Decidió dejar las cosas como estaban—. Empezará a temblar como una hoja si no me doy prisa. Quédese muy quieta.
La cubrió con el abrigo y dio unos pocos pasos hasta la abertura.
Fucsia vio la silueta encorvada y delgada que se detenía un momento antes de precipitarse a la lluvia torrencial del barranco. Al fin desapareció, y ella se quedó muy quieta, como él le había ordenado, y escuchó el martilleo de la lluvia.
Lo que Pirañavelo había dicho de él mismo no era un alarde ocioso. Con una agilidad inverosímil saltó de piedra en piedra hasta alcanzar la cima del barranco, y desde allí bajó por las escarpadas pendientes, rápido como un derviche. Pero no era imprudente. Cada uno de sus pasos era el resultado de una calculada decisión tomada a una velocidad mayor que la de sus pies.
Por fin dejó atrás las rocas, y el castillo emergió a través de una cortina gris.
La entrada en casa de los Prunescualo fue dramática. Irma, que no había visto nunca más anatomía masculina que la que sobresale del cuello y los puños, dio un grito estridente y cayó en brazos de su hermano, aunque se recobró enseguida y escapó de la habitación en un torbellino de seda negra. Prunescualo y Pirañavelo oyeron crujir la baranda mientras se precipitaba escaleras arriba, y el portazo que dio al encerrarse en la alcoba hizo que los cuadros bailaran en las paredes de todas las habitaciones de abajo.
Prunescualo daba vueltas alrededor de Pirañavelo, con la cabeza echada hacia atrás de modo que las vértebras cervicales le descansaban sobre el borde posterior del cuello duro, abriendo un abismo insondable entre la nuez de la garganta y el botón de nácar de la camisa. Con la cabeza así levantada, en una actitud que recordaba a una cobra dispuesta a atacar, y las cejas enarcadas con aire interrogativo, se permitía a la vez sonreír a Pirañavelo, mostrándole dos hileras de dientes brillantes que reflejaban la luz de las lámparas con un resplandor artificial.
Estaba en un éxtasis de asombro. La imagen de Pirañavelo, empapado y medio desnudo, lo repelía y deleitaba al mismo tiempo. De vez en cuando, Pirañavelo y el doctor oían un gemido extraordinario que venía del piso de arriba.
No obstante, cuando el doctor se enteró del motivo de la irrupción del joven, se puso enseguida en movimiento. Pirañavelo no tardó en explicar lo que había ocurrido. En unos instantes el doctor había preparado el maletín y había avisado al cocinero que mandara una camilla y un par de hombres jóvenes para transportarla.
Mientras tanto, Pirañavelo se había metido en otro traje y corrió al castillo a avisar a la señora Ganga que alumbrara el fuego, preparara la cama de Fucsia y alguna infusión caliente; al fin la dejó en un estado de postración quejumbrosa del que no pudo sacarla ni siquiera haciéndole unas rudas cosquillas en los costados cuando pasó junto a ella camino de la puerta.
Al llegar al patio, vio que el doctor salía por la puerta del jardín acompañado de los dos hombres y la camilla. Prunescualo sostenía el paraguas sobre un fardo de mantas bajo el que había metido su maletín de médico.
En cuanto los alcanzó, les indicó el camino, diciendo que él se adelantaría corriendo, pero que reaparecería en la escarpa para conducirlos en la última etapa del viaje. Metiéndose una manta bajo la capa, desapareció en la lluvia, que empezaba a amainar. Mientras corría, daba saltos en el aire. La vida era divertida.
Tan
divertida. Incluso la lluvia lo había favorecido, haciendo resbaladiza la roca. Todo puede ser útil, se dijo. Todo. Y chasqueó los dedos mientras corría sonriendo bajo la lluvia.
Cuando Fucsia despertó en su cama y vio los reflejos del fuego bailando en el techo, y a Tata Ganga sentada a su lado, exclamó: —¿Dónde está Pirañavelo?
—¿Quién, preciosa mía? ¡Oh, mi pobre niña bonita! —Tata jugueteó con la mano de Fucsia, que sostenía desde hacía más de una hora—. ¿Qué necesitas, mi niña? ¿Qué es, mi temible querida? Oh, mi pobre corazón, casi me has matado, querida. Casi, casi. Ea, ea, estate quieta, y el doctor volverá enseguida. ¡Oh, mi pobre y débil corazón!
Las lágrimas le corrían por la carita vieja y atemorizada.
—Tata —dijo Fucsia—, ¿dónde está Pirañavelo?
—¿El horrible muchacho? —preguntó Tata—. ¿Qué quieres de él, preciosa? ¿Verdad que no quieres verlo? Oh, no, no puede ser que quieras ver a ese muchacho. ¿Qué pasa, mi cielo? ¿Quieres verlo?
—¡Oh, no, no! —dijo Fucsia—. No quiero. Me siento tan cansada. ¿Estás ahí?
—¿Qué sucede, mi cielo?
—Nada, nada. Me pregunto dónde estará.
LA LUNA se deslizaba inexorablemente hacia el cenit, y las sombras se encogían a los pies de las cosas que las proyectaban, y cuando Rantel se acercó a la hondonada en el linde del Bosque Retorcido estaba andando por el charco de su propia medianoche.
El techo del Bosque Retorcido reflejaba el disco de mirada fija en una red fosforescente de ramas que descendían ondulando hasta las laderas más bajas de la montaña de Gormenghast. Elevándose desde el suelo y rodeando ese siniestro dosel, el bosque estaba cercado por sombras impenetrables. Nada alcanzaba a verse de lo que sostenía la bruma glacial de las ramas superiores; sólo una sinuosa fachada de oscuridad.
Los riscos de la montaña eran escarpados a la luz de la luna; fríos, letales, y resplandecientes. La distancia no tenía significado. El enmarañado resplandor del techo del bosque se alejaba en oleadas, pero los tramos más apartados parecían haberse acercado bruscamente de un salto a causa de la aterradora proximidad de la mole de piedra. La montaña no estaba ni cerca ni lejos. Se elevaba, enorme y severa, cubriendo el lente del ojo. La propia hondonada era una taza de luz. Cada brizna de hierba era una entidad definida, y las escasas piedras tenían una autoridad que inscribía en el cerebro todas las marcas sólidas e irrepetibles, cada una con su forma propia y peculiar, cada una alzándose brillantemente de la tinta que ellas mismas derramaban.
Al llegar al borde de la hondonada elegida, Rantel se detuvo. Parecía un mosaico de plata negra y fantasmal mientras contemplaba la cuenca de hierba. Llevaba la capa ceñida al cuerpo, y los rítmicos pliegues de la tela recogían la luz de la luna a lo largo de los bordes superiores. Parecía una figura esculpida, pero un ruido repentino hizo que se moviera, y levantando los ojos vio asomar a Braigon al otro lado de la hondonada.
Descendieron juntos, y al llegar al terreno llano se desabrocharon las capas, se quitaron los pesados zapatos y se desnudaron. Rantel arrojó sus ropas a la pendiente de hierba. Braigon dobló las suyas y las puso sobre una roca. Vio que Rantel pasaba un dedo por el filo del cuchillo que bailaba a la luz de la luna como una astilla de cristal.
No se dijeron nada. Probaron la hierba resbaladiza con los pies desnudos. Luego se volvieron y se miraron. Braigon aflojó los dedos en la corta empuñadura de hueso. Ninguno de los dos podía ver la expresión del otro, ya que las facciones se les perdían en las sombras de las frentes y sólo los cabellos desordenados recogían la luz. Se agacharon y empezaron a moverse, acortando la distancia entre ambos, los músculos contraídos en la espalda.
Con Keda como estímulo de sus corazones, dieron vueltas, se acercaron, haciendo fintas, y las hojas paraban los golpes con bruscos movimientos de los antebrazos.
Para Rantel, tallar era una forma de ataque, como si la madera fuera un enemigo. La atacaba con el escoplo y el cincel, acuchillándola hasta que la forma que tenía en la mente empezaba a ceder a esta violencia. Así era también como luchaba. Cuerpo y cerebro se unían en un solo impulso: matar al hombre que se agazapaba ante él. Ahora ni siquiera pensaba en Keda.
Los ojos de Rantel seguían los más mínimos movimientos de su adversario, los pies ágiles, el cuchillo que se adelantaba. Vio que un hilo de sangre se retorcía alrededor del brazo izquierdo de Braigon desde una herida en el hombro. Las cuchilladas de Rantel eran más largas, pero con la misma rapidez de la hoja lanzada contra la garganta o el pecho, el antebrazo de Braigon lo golpeaba de costado desviando el golpe. El impacto hacía que Rantel se tambaleara alejándose de Braigon, y una vez más volvían a acercarse dando vueltas, con las espaldas y los brazos reluciendo con un brillo ultraterreno.
Mientras luchaba, Braigon se preguntaba dónde estaría Keda. Se preguntaba si ella podría ser feliz después de que él o Rantel hubieran muerto, si podría olvidar que era la mujer de un asesino, si esta pelea no era un modo de escapar a una clara verdad. Keda apareció vívidamente ante sus ojos, pero él movió el cuerpo con una mecánica brillantez, esquivando la hoja salvaje y atacando a su rival con una serie de puñaladas rápidas, haciendo sangrar el costado de Rantel.
Seguía con los ojos el tejido de músculos bajo la piel del hombre que se movía delante. No sólo luchaba con un enemigo que esperaba un segundo de descuido para asestarle el golpe mortal, sino que acuchillaba una obra de arte, una escultura viviente que brincaba y palpitaba, una maravilla de luz plateada y sombras de tinta. Sintió una oleada de náuseas y le pareció que el cuchillo se le pudría en la mano. Su cuerpo siguió combatiendo.
La hierba estaba manchada con huellas de pies. Habían esparcido y aplastado el rocío, y una mancha oscura e irregular ocupaba el centro de la hondonada señalando el escenario de aquel juego con la muerte. Aun esa magullada oscuridad de hierba pisoteada era pálida en comparación con la intensidad de sus sombras, que moviéndose cuando ellos se movían, deslizándose detrás de ellos, saltando cuando ellos saltaban, nunca estaban quietas.
El pelo se les pegaba al sudor de la frente. Las heridas estaban debilitándolos, pero no podían permitirse una pausa.
Alrededor, la quietud de la noche pálida era completa. La luz de la luna se posaba como una escarcha en las crestas del lejano castillo. Hacia el este, las cañas de los pantanos estaban inmóviles: era una región de gasa. Los cuerpos de los dos hombres se habían teñido con la sangre de numerosas heridas. La despiadada luz brillaba en las corrientes cálidas y húmedas que se les deslizaban por las carnes cansadas. Una neblina de debilidad espectral les envolvía los cuerpos desnudos, y luchaban como personajes de un sueño.
Keda salió brutal y repentinamente de su trance y echó a correr hacia el Bosque Retorcido. A través de la gran noche fosforescente, sin capa, con el pelo soltándosele a medida que ascendía, llegó por fin a la pendiente del borde de la hondonada. El dolor le aumentaba con cada paso. Aquella fuerza extraña y sobrenatural había muerto en ella; la gloria había desaparecido; sólo le quedaba un miedo agónico.