Fucsia levantó el extremo del colchón y rebuscó por debajo del peso de plumas hasta dar con una cajita. Se puso de espaldas a la niñera unos instantes y se colgó algo alrededor del cuello. Cuando se volvió, la señora Ganga vio el fuego sólido de un gran rubí que colgaba de la garganta de Fucsia.
—¡Oh, sí, tienes que lucirlo
hoy
! —casi gritó la señora Ganga—. Hoy, hoy, que estará todo el mundo. Estarás más bonita que un cordero en flor, muchachona desaliñada.
—No, Tata. No es así como pienso lucirlo. No en un día como hoy. Me lo pondré únicamente cuando esté sola o cuando encuentre al hombre que me reverencie.
El doctor, entretanto, yacía en un estado de completa satisfacción, en un baño caliente lleno de cristales azules. La bañera era de mármol veteado, y suficientemente grande como para que el doctor pudiera tenderse cuán largo era. Sólo la afilada cabeza le emergía por encima de la perfumada superficie del agua. Tenía el cabello cubierto de titilantes pompas de jabón, y los ojos indescriptiblemente irritados. La cara y el cuello eran de un rosa brillante, como si acabaran de salir de una fábrica de celuloide.
En un extremo de la bañera, un pie emergió de las profundidades. Prunescualo lo observó burlonamente, con la cabeza tan inclinada que la oreja izquierda se le llenó de agua. —Dulce pie —exclamó—. ¡Cinco dedos tiene mi bota, y poco menos una bellota! —Se incorporó, y se sacudió el agua caliente de la oreja, y empezó a batir el agua a ambos lados del cuerpo, con los ojos cerrados y la boca abierta, los dientes centelleando a través del vapor.
Tomó aliento, una pequeña bocanada, pues tenía el pecho demasiado estrecho para una grande, y con una siniestra sonrisa de éxtasis irradiándole de la cara rosada, emitió un relincho tan agudo que Irma, sentada en su tocador, se puso en pie de un salto, esparciendo por la alfombra una colección de hebillas para el pelo. Se había estado arreglando durante las últimas tres horas, sin contar la hora y media preliminar que había pasado en el baño. Ahora, al precipitarse hacia la puerta, con una arruga perturbándole la empolvada frente, tenía, en común con su hermano, más la apariencia de haber sido desplumada o pelada que lavada, aunque estaba realmente
limpia
, escrupulosamente limpia, como una lonja de tocino.
—¿Qué demonios te pasa? He dicho qué demonios te pasa, Bernard —chilló por la cerradura del baño.
—¿Eres tú, mi amor? ¿Eres tú? —La voz de su hermano le llegó débilmente desde el otro lado de la puerta.
—¿Quién más podría ser? He dicho que quién más podría ser —le gritó Irma, doblándose en un rígido ángulo recto de satén para pegar la boca a la cerradura.
—Ja, ja, ja, ja, ja —respondió la risita chillona e insoportable de su hermano—. En efecto, ¿quién más podría ser? Pues bien, pensemos, pensemos un poco. Podría ser la diosa luna, aunque es improbable, ja, ja, ja; o podría ser un tragador de sables que necesitara de mi capacidad profesional, ja, ja, ja, esto es
menos
improbable… Veamos, mi querida estaca, por casualidad, ¿has estado tragando sables durante años y años sin que yo me enterara? ¿Sí o no? Ja, ja. —Elevó la voz—. Año tras año, sable tras sable, ¿cuándo terminará, si desplegamos las orejas que gastaré en un amigo arrugado con piernas de luz despareja?
Cansada de forzar el oído, Irma chilló finalmente con irritación: —Supongo que sabes que vas a llegar tarde. He dicho: Supongo que…
—¡Que una plaga bienaventurada caiga sobre ti, oh sangre de mi sangre! —irrumpió la voz estridente—. ¿Qué es el Tiempo, oh hermana de facciones similares, que hablas de él tan servilmente? ¿Es que vamos a ser esclavos del sol, ese botón de segunda mano, esa sobrevalorada y dorada pacotilla, o aun de su hermana, ese fatuo disco de papel de plata? ¡Malditas sean sus ridículas dictaduras! ¿Qué me dices, Irma, mi Irma, toda envuelta en rumor, Irma, del incandescente tumor? —trinó alegremente. Irma se incorporó en medio de un frufrú de satén, y arqueó la nariz, como si sintiera una picazón genealógica. Su hermano la aburría, y cuando volvió a sentarse delante del espejo del tocador, bufó como una dama mientras se aplicaba por centésima vez la borla de polvos al largo cuello inmaculado.
—Agrimoho también estará, preciosa mía —dijo la señora Ganga—, porque sabe de todo. Sabe en qué orden hay que hacer las cosas, sabe cuándo hay que
empezar
a hacerlas, y cuándo hay que
concluir
.
—¿No habrá nadie más? —preguntó Fucsia.
—No me atosigues —respondió la anciana niñera, frunciendo los labios como una ciruela arrugada—. ¿No puedes esperar un momento? Sí, ya van cinco, y contigo seis, y el pequeño conde hace siete…
—Y tú haces ocho —dijo Fucsia—. O sea que tú eres la principal.
—¿La principal de qué, tormento mío?
—Nada, no importa —dijo Fucsia.
Mientras que en varias partes del castillo esas ocho personas se estaban preparando para la Reunión, las mellizas estaban sentadas muy tiesas en el sofá, esperando a que Pirañavelo descorchara una delgada y polvorienta botella. La tenía sujeta entre los pies, y doblado sobre el firmemente hundido sacacorchos, sacaba el corcho de la larga y oscura garganta de cormorán.
Quitó el sacacorchos y puso el corcho intacto en la chimenea, se sirvió un poco de vino en una copa y lo saboreó con una expresión crítica en la cara pálida.
Inclinadas hacia adelante, las manos en las rodillas, las tías observaban todos sus movimientos.
Pirañavelo sacó del bolsillo uno de los pañuelos de seda del doctor y se secó la boca. Luego levantó la copa de vino hacia la luz y estudió largamente su transparencia.
—¿Qué tiene de malo? —dijo Clarice lentamente.
—¿Está envenenado? —dijo Cora.
—¿Quién lo ha envenenado? —añadió Clarice.
—Gertrude —dijo Cora—. Si pudiera nos mataría.
—Pero no puede —dijo Clarice.
—Y por eso seremos fuertes.
—Y soberbias —añadió Clarice.
—Sí, por lo de hoy.
—Sí, de
hoy
.
Se cogieron las manos.
—Es un vino excelente, señorías. Una magnífica cosecha. Yo mismo lo he elegido. Sé que lo apreciarán como se merece. No está envenenado, mis queridas señoras. Gertrude ha envenenado sus vidas, pero no precisamente esta botella de vino. ¿Me permiten que les sirva una copa a cada una y brindaremos por el asunto del día?
—Sí, sí —dijo Cora—. Ahora mismo.
Pirañavelo les llenó las copas.
—De pie —dijo.
Las mellizas purpúreas se levantaron al mismo tiempo, y cuando Pirañavelo se disponía a proponer el brindis, la mano derecha sosteniendo la copa a la altura de la barbilla y la mano izquierda en el bolsillo, se oyó la voz inexpresiva de Cora:
—Bebamos en nuestro Árbol. Se está muy bien fuera. En nuestro Árbol.
Clarice se volvió hacia su hermana con la boca abierta, los ojos inexpresivos como hongos.
—Sí, eso es lo que haremos —dijo.
Pirañavelo, en lugar de enfadarse, encontró divertida la idea. Después de todo, éste era un día importante para él. Había trabajado duro para que todo estuviera listo, y sabía que su futuro dependía de que el plan no fallara en ningún momento. Aunque no era cuestión de felicitarse antes de que la biblioteca fuera sólo un montón de cenizas, consideró que tanto las tías como él merecían relajarse unos minutos y prepararse así para el trabajo que les esperaba.
Brindar por el Día sobre las ramas del árbol muerto satisfacía a la vez su sentido de lo dramático, de lo oportuno y de lo ridículo.
Unos minutos más tarde, los tres habían atravesado la Habitación de las Raíces, habían desfilado sobre el tronco horizontal y se habían sentado a la mesa.
Cuando se sentaron, Pirañavelo en medio y las gemelas a ambos lados, el aire vespertino estaba en calma debajo de ellos y alrededor. Aparentemente, las tías no tenían miedo del vertiginoso precipicio. Lo ignoraban totalmente. Pirañavelo disfrutaba al máximo de la situación, pero al mismo tiempo apartaba los ojos todo lo posible de aquel abismo horroroso. Decidió no abusar de la botella. Sobre la mesa de madera las tres copas brillaban en la cálida luz. La soleada pared meridional se elevaba a unos treinta pies por encima de ellos y se extendía sin accidentes desde la base a la cima, excepto el tronco lateral de este árbol muerto que la atravesaba a medio camino, donde estaban sentados, y las sombras exquisitamente dibujadas de las ramas.
—Antes que nada, estimadas señorías —dijo Pirañavelo, incorporándose y clavando los ojos en la sombra de una rama enroscada—, antes que nada les propongo que brindemos por la salud de ustedes. Por la resolución que las anima y por la fe que tienen en sus propios destinos. Por la valentía, la inteligencia y la belleza de ustedes. —Alzó su copa—. Bebo por todo eso —dijo, y tomó un sorbo.
Clarice también empezó a beber, pero Cora le dio un codazo.
—Todavía no —dijo.
—A continuación, propongo un brindis por el futuro. Especialmente por el futuro inmediato. Por la tarea que nos hemos propuesto llevar a cabo hoy. Por su éxito. Y también por los Grandiosos Días que seguirán. Los días de la rehabilitación de ustedes. Los días del Poder y de la Gloria. Damas, ¡por el Futuro!
Cora, Clarice y Pirañavelo alzaron los codos para beber. El aire cálido flotaba alrededor, y cuando el codo levantado de Cora chocó con el de su hermana, ella soltó la copa de vino, que rodó de la mesa al árbol y del árbol al aire hueco; la luz del sol poniente la alcanzó mientras caía, centelleando, a través del vacío.
AUNQUE LORD SEPULCRAVO era quien había convocado la Reunión, cuando los invitados llegaron a la biblioteca todos miraron a Agrimoho, ya que su conocimiento enciclopédico del ritual daba autoridad a cualquier procedimiento que fuese necesario. Como el más viejo, y en su opinión el más enterado de todos los presentes, estaba de pie junto a la mesa de mármol con un comprensible aire de importancia. Las suntuosas y favorecedoras vestimentas engendran sin duda un sentimiento de bienestar en quien las viste, pero ir cubierto, como Agrimoho, con unos harapos sacrosantos de color grana, era estar en un mundo por encima de consideraciones tales como el precio y la hechura de las ropas, y dar a la vez una impresión de decoro que ninguna riqueza puede comprar. Agrimoho sabía que si lo pidiera, los guardarropas de Gormenghast se abrirían enseguida para él. Pero no quería. Se había anudado recientemente la abigarrada barba de pelos alternados, blancos y negros. El arrugado pergamino de su rostro ancestral brillaba a la luz del atardecer que se derramaba por la ventana alta.
Excorio había conseguido encontrar cinco butacas, que alineó frente a la mesa. La señora Ganga, con Titus en el regazo, ocupó la posición central. Lord Sepulcravo se sentó a su derecha y la condesa Gertrude a la izquierda, en actitudes que les eran peculiares: el conde con el codo derecho apoyado en el brazo de la butaca y la barbilla hundida en la palma de la mano, y la condesa obliterando la butaca en que estaba sentada. A su derecha se sentó el doctor, con las largas piernas cruzadas, y una trivial sonrisa de anticipación en la cara. Al otro extremo de la hilera, la pelvis de Irma estaba por lo menos un palmo más atrás de la temblorosa perpendicular del tórax, el cuello y la cabeza. Fucsia, que se alegró de que no hubiera asiento para ella, se quedó de pie detrás de los otros, con las manos en la espalda. Retorcía entre los dedos un pequeño pañuelo verde. Al ver que Agrimoho daba un paso hacia adelante, se preguntó cómo se sentiría una persona tan vieja y arrugada. «Me pregunto si alguna vez seré tan vieja como él», pensó, «una anciana arrugada, más vieja que mi madre, más vieja incluso que Tata Ganga.» Miró la masa negra de la espalda de su madre. «De todos modos, ¿quién hay aquí que no sea viejo? Ninguno. Sólo ese chico sin linaje. Mucho no me importa, pero es diferente, y demasiado listo para mí. Y ni siquiera él es joven. No como yo quisiera que fueran mis amigos.»
Recorrió con la mirada la fila de cabezas. Unas tras otra: cabezas viejas que no comprendían.
Por último, clavó la mirada en Irma.
«Ella tampoco es de linaje», se dijo Fucsia, «y tiene un cuello demasiado limpio, y además es el más largo y delgado y divertido que yo haya visto jamás. Me pregunto si no es una jirafa blanca, y finge todo el tiempo que no lo es.» La mente de Fucsia voló hacia la pata disecada de jirafa en el desván. «Quizá es
suya
», pensó. La idea le pareció tan divertida, que no pudo contenerse y estalló en una risa ahogada.
Agrimoho, que iba a empezar y había levantado la vieja mano con este propósito, se sobresaltó y la miró de soslayo. La señora Ganga apretó a Titus contra ella y se dispuso a escuchar con atención. Lord Sepulcravo no se movió ni una pulgada, pero abrió un ojo lentamente. Lady Gertrude, como si la risa sofocada de Fucsia hubiera sido una señal, le chilló a Excorio, que estaba detrás de la puerta de la biblioteca: —¡Abra la puerta y deje entrar a ese pájaro! ¿A qué espera, buen hombre? —y emitió un curioso silbido de ventrílocuo; y una curruca del bosque entró ondulando por el largo y oscuro hueco de la biblioteca y se le posó en el dedo.
Irma se estremeció, pero era demasiado refinada para volverse, y fue el doctor quien entró en contacto con Fucsia por medio de un exquisitamente oportuno guiño del ojo izquierdo detrás de un lente convexo, como una ostra que se abre y se cierra en un remanso de agua.
Agrimoho, azorado por la indecorosa llamada y también por la presencia de la curruca, que lo distraía paseándose de arriba abajo por el brazo de lady Gertrude, alzó de nuevo la cabeza acariciándose un nudo corredizo en la barba.
La voz ronca y temblorosa erró por la biblioteca como si se hubiera perdido.
Las largas estanterías se levantaban alrededor, hilera sobre hilera, circunscribiendo el mundo de las gentes de Gormenghast con una muralla de otros mundos, prisioneros aunque vivos entre la red de millones de comas, puntos y comas, puntos finales, guiones y otros símbolos impresos.
—Nos hemos reunido en esta antigua biblioteca —declamó Agrimoho— a instigación de Sepulcravo, septuagésimo sexto conde de la casa de Gormenghast y señor de las tierras que se extienden en todas direcciones, al norte hacia los yermos, al sur hacia las grises marismas de sal, al este hacia las tierras movedizas y el mar sin mareas, y al oeste hacia las rocas abruptas e interminables.