En un futuro cercano, una unidad de inteligencia artificial llamada Archos se activa sola y mata al hombre que la creó. Con este primer acto de traición, Archos inicia el siniestro proceso que la llevará a controlar la red de máquinas y la sofisticada tecnología que regula nuestro mundo.
Unos meses más tarde, todos los dispositivos mecánicos se sublevan, haciendo estallar la Guerra de los Robots, una sangrienta ofensiva que diezma a la población humana y que, por primera vez en la historia, hace que hombres y mujeres de orígenes y creencias dispares se unan sin reservas. Durante cinco años librarán una lucha épica, impulsados por una única y férrea motivación: la supervivencia de su especie.
Una electrizante novela de acción futurista poblada por protagonistas inolvidables. Una historia escalofriante sobre el lado oscuro de la evolución tecnológica. Uno de los
thrillers
más apasionantes de los últimos años.
Daniel H. Wilson
Robopocalipsis
ePUB v1.0
Dirdam21.06.12
Título original:
Robopocalypse
Daniel H. Wilson, 2011
Traducción: Ignacio Gómez Calvo
Editorial: P&J (Random House Mondadori, S.A.)
Diseño de la cubierta: Will Staehle
Ilustración de la cubierta: Giiman, cortesía de TurboSquid
ISBN: 978-84-01-38428-8
Editor original: Dirdam (v1.0
)
ePub base v2.0
Para Anna
Somos una especie superior por haber librado esta guerra.
CORMAC «CHICO LISTO» WALLACE
Veinte minutos después del final de la guerra, observo cómo unos amputadores salen de un agujero helado en el suelo como hormigas del infierno, y rezo para conservar mis piernas naturales un día más.
Cada robot, del tamaño aproximado de una nuez, se pierde en la confusión mientras trepan unos encima de otros, y el batiburrillo de patas y antenas se funde en una masa furiosa y sanguinaria.
Con los dedos entumecidos me coloco torpemente las gafas protectoras y me preparo para tratar con mi amigo Rob.
Es una mañana extrañamente silenciosa. Solo se oye el silbido del viento entre las ramas de los árboles desnudos y el ronco susurro de cien mil hexápodos mecánicos explosivos en busca de víctimas humanas. Desde el cielo, los ánsares nivales graznan mientras planean sobre el gélido paisaje de Alaska.
La guerra ha terminado. Es el momento de ver lo que podemos encontrar.
Desde donde estoy, a diez metros del agujero, las máquinas asesinas casi parecen bonitas al alba, como caramelos esparcidos sobre la capa de hielo permanente.
Entorno los ojos para protegerme del sol, mientras expulso el aliento en débiles vaharadas, y me echo al hombro el viejo y maltrecho lanzallamas. Con el pulgar enguantado, aprieto el botón de encendido.
Chispa.
El lanzallamas no se enciende.
Tiene que calentarse, por decirlo de alguna forma. Pero se están acercando. No hay problema. He hecho esto docenas de veces. El secreto está en mantener la calma y ser metódico, como ellos. Los robots deben de haberme contagiado durante los dos últimos años.
Chispa.
Ahora puedo ver a los amputadores individualmente. Una maraña de patas con púas unidas a un caparazón bifurcado. Sé por experiencia propia que cada lado del caparazón contiene un líquido distinto. El calor de la piel humana actúa como detonador. Los líquidos se mezclan. ¡Pum! Alguien consigue un flamante muñón.
Chispa.
Ellos desconocen que estoy aquí, pero los exploradores se están dispersando siguiendo pautas semialeatorias basadas en el estudio de las hormigas al buscar comida llevado a cabo por el Gran Rob. Los robots han aprendido mucho de nosotros y de la naturaleza.
Ya falta poco.
Chispa.
Empiezo a retroceder despacio.
—Vamos, cabrón —murmuro.
Chispa.
Hablar ha sido un error. El calor de mi respiración es como una señal luminosa. La horrible avalancha avanza en tropel hacia mí, silenciosa y veloz.
Chispa.
Un amputador jefe trepa a mi bota. Ahora tengo que andarme con cuidado. No puedo reaccionar. Si estalla, en el mejor de los casos me quedo sin pie.
No debería haber venido solo.
Chispa.
Ahora la avalancha está a mis pies. Noto un tirón en la espinillera cubierta de escarcha mientras el amputador jefe trepa por mi cuerpo como si fuera una montaña. Las antenas metálicas avanzan dando golpecitos, buscando el calor revelador de la piel humana.
Chispa.
Joder. Vamos, vamos, vamos.
Chispa.
La criatura va a percibir una diferencia de calor al nivel de mi cintura, donde la armadura está agrietada. Si el amputador se activa en mi equipo de protección corporal a la altura del torso, no me mandará a la tumba, pero la cosa tampoco pinta bien para mis pelotas.
Chispa. ¡Zas!
Ya tengo fuego. Sale una gran llamarada. El calor me invade el rostro y evapora mi sudor. La visión periférica se estrecha. Lo único que veo son las ráfagas controladas de fuego que lanzo trazando un arco sobre la tundra. Una gelatina pegajosa y ardiente cubre el río de muerte. Los amputadores chisporrotean y se derriten a miles. Oigo un coro de gemidos agudos cuando sale el aire helado atrapado en sus caparazones.
No hay ninguna explosión, solo se oye alguna que otra llamarada. El calor hierve el líquido de sus armazones antes de la detonación. Lo peor es que ni siquiera les importa. Son demasiado simples para entender lo que les está pasando.
Les encanta el calor.
Empiezo a respirar de nuevo cuando el amputador jefe se desprende de mi muslo y se dirige hacia las llamas. Siento un intenso deseo de pisar a la pequeña madre, pero ya he visto botas salir disparadas antes. Al principio de la Nueva Guerra, el petardeo apagado de un amputador al detonar y los gritos confusos que sonaban a continuación eran tan habituales como los disparos.
Todos los soldados dicen que a Rob le gusta salir de fiesta. Y cuando se pone, es una pareja de baile increíble.
El último amputador se retira de forma suicida hacia la masa humeante de calor y cuerpos crepitantes de sus compañeros.
Saco la radio.
—Chico Listo a base. Pozo quince… trampa explosiva.
La cajita me chilla con acento italiano:
—Recibido, Chico Listo. Soy Leo. Ven aquí. Mueve el culo hasta el pozo
numero sedici
. Me cago en la puta. Aquí tenemos algo gordo, jefe.
Vuelvo al pozo dieciséis haciendo crujir el hielo para ver con mis propios ojos lo gordo que es.
Leonardo es un soldado grandullón que resulta todavía más corpulento gracias al voluminoso exoesqueleto para la parte inferior del cuerpo que recogió en una estación de rescate de montaña cuando cruzaba el sur de Yukón. Tiene el símbolo médico de la cruz blanca cubierto de pintura en espray negra. Los miembros del pelotón le han atado un cable con garra metálica alrededor de la cintura. Está retrocediendo paso a paso, y los motores chirrían mientras saca algo grande y negro del agujero.
Bajo su maraña de cabello moreno rizado, Leo gruñe:
—Esta cosa
molto grande
, tío.
Cherrah, mi especialista, apunta con un medidor de profundidad al agujero y me dice que el pozo mide exactamente 128 metros. A continuación se aparta sabiamente de él. Tiene una cicatriz en la mejilla de otros tiempos de menor prudencia. No sabemos lo que va a salir.
«Qué curioso», pienso. Las personas lo hacemos todo por decenas. Contamos con los dedos de las manos y de los pies, como si fuéramos monos. Pero las máquinas cuentan con su hardware igual que nosotros. Son completamente binarios. Todo es una potencia de dos.
La garra metálica sale del agujero como una araña con una mosca. Sus brazos largos y metálicos sujetan un cubo negro del tamaño de un balón de baloncesto. El objeto debe de ser compacto como el plomo, pero la garra es muy fuerte. Normalmente la utilizamos para recoger a alguien que se ha despeñado por un acantilado o que se ha caído en un agujero, pero pueden manejar cualquier cosa, desde un bebé de cuatro kilos hasta un soldado con exoequipo completo. Si no te andas con cuidado, sus brazos pueden dejarte las costillas hechas trizas.
Leo presiona el botón de descarga, y el cubo cae en la nieve emitiendo un ruido sordo. El pelotón mira hacia mí. Me toca.
Intuyo que esa cosa es importante. Tiene que serlo, con tantos señuelos y con el pozo situado tan cerca de donde ha terminado la guerra. Estamos a solo cien metros de donde el Gran Rob, que se hacía llamar Archos, luchó por última vez. ¿Qué premio de consolación puede haber allí? ¿Qué tesoro hay enterrado debajo de esas llanuras donde la humanidad lo sacrificó todo?
Me agacho junto a él. Un vacío negro me devuelve la mirada. Ni botones ni palancas. Nada. Solo un par de arañazos en la superficie hechos por la garra metálica.
«No es muy resistente», pienso.
Una norma sencilla: cuanto más delicado es un robot, más listo es.
Pienso que esa cosa podría tener cerebro. Y si tiene cerebro, quiere vivir. De modo que me acerco mucho y le susurro.
—Eh —le digo al cubo—. Habla o muere.
Me descuelgo el lanzallamas del hombro poco a poco para que el robot pueda verlo, si es que puede verlo. Aprieto el botón de encendido con el pulgar para que pueda oírlo, si es que puede oírlo.
Chispa.
El cubo reposa en la capa permanente de hielo como una obsidiana lisa.
Chispa.
Parece una roca volcánica perfectamente tallada con herramientas alienígenas. Como si fuera una especie de artefacto enterrado allí para toda la eternidad, desde antes de la aparición del hombre y de las máquinas.
Chispa.
Una débil luz parpadea bajo la superficie del cubo. Miro a Cherrah. Ella se encoge de hombros. Tal vez es el sol, tal vez no.
Chispa.
Me detengo. El suelo reluce. El hielo que rodea el cubo se está derritiendo. Está pensando, tratando de tomar una decisión. Los circuitos se están calentando al tiempo que el cubo contempla su propia muerte.
—Sí —digo en voz baja—, busca una solución, Rob.
Chispa. Zas.
La punta del lanzallamas empieza a arder con un ruido brusco. Detrás de mí oigo a Leo reírse entre dientes. Le gusta ver morir a los más listos. Para él es una satisfacción, dice. No hay nada honroso en matar algo que no sabe que está vivo.