Durante un rato se quedó tocando el arma desaprovechada, tiempo que sirvió a Excorio para concebir y poner en práctica una idea: se deslizó varios metros pasillo abajo hasta donde podía preparar una emboscada todavía más favorable, detrás de un combado tapiz. Al salir a la oscuridad (pues estaba fuera de la órbita de influencia de las velas) cayó otro relámpago y las llamas azules atravesaron la ventana rota, de manera que en el mismo preciso instante Vulturno y Excorio se sorprendieron mirándose de frente. La luz azulada los había aplanado como si fueran figuras de cartón, lo que en el caso del chef era de un efecto extraordinario. Parecía que alguna mente macabra lo hubiera recortado en una enorme hoja de papel azul eléctrico del tamaño de una sábana. En los pocos segundos que duró el relámpago, los dedos y pulgares de Vulturno parecieron brillantes morcillas azules aferradas al mango del machete.
Excorio, que no daba la impresión de que fuera más voluminoso, produjo en Vulturno no tanto una sensación de horror como una nueva oleada de malevolencia. La idea de que había embotado el exquisito filo del machete golpeando tablas desexcoriadas, y que quien ahora tendría que estar en el suelo, partido en dos, estuviera allí en pie y de una sola pieza, insolentemente derecho bajo una especie de foco de escenario como prueba tangible de un grave error, lo afectó de un modo extremo, y un horrible sudor le brotó de los poros.
Se vieron así un momento, y la oscuridad volvió a cerrarse. Era como si hubiera caído el telón después del primer acto. Todo había cambiado. La cautela ya no bastaba. La astucia era lo más importante, y el ingenio estaba a prueba. Ambos habían creído que contaban con la iniciativa y el poder de la sorpresa, pero ahora, al menos durante unos instantes, ninguno aventajaba al otro.
Desde un principio, Excorio había planeado alejar al chef de la puerta de lord Sepulcravo, y si fuera posible atraerlo hacia el piso de arriba, donde, entre los maderos que apuntalaban el techo podrido y multitud de vigas caídas, se desmoronaba la Sala de las Arañas. Allí en un extremo se abría una ventana sobre una vasta terraza empedrada, bordeada por un parapeto de torretas. Se le había ocurrido que si arrebataba la vela que iluminaba la escalera, podría tal vez conducir allí a su enemigo. En cuanto volvió la oscuridad, se dispuso a poner esta idea en práctica, pero en ese momento se abrió la puerta de la habitación de lord Sepulcravo, y el conde, con una lámpara en la mano, salió al pasillo. Se desplazaba como si flotara. Una larga capa que le caía hasta los tobillos le ocultaba las piernas. Sin volver la cabeza a la izquierda ni a la derecha, avanzaba como el símbolo del dolor.
Vulturno, aplastándose todo lo posible contra la pared, se dio cuenta de que su señoría estaba dormido. Por un instante Excorio tuvo la ventaja de ver al conde y al chef sin que ellos lo vieran. ¿adónde iba su amo? Durante unos instantes Vulturno no supo qué hacer, y para ese entonces el conde estaba ya casi delante de Excorio. El criado tenía ahora la oportunidad de atraer a Vulturno sin temor de que éste lo alcanzara o lo atacara por detrás, y deslizándose delante del conde, empezó a andar de espaldas por el pasillo, observando la confusa mole del chef por encima del hombro de su señoría. No olvidaba que en cualquier momento la lámpara del conde le iluminaría la cabeza, mientras que Vulturno estaría a oscuras, pero esta circunstancia no suponía ninguna ventaja para el chef. No se atrevería a tocarlo mientras temiera despertar al conde de Gormenghast.
Excorio retrocedía paso a paso y no podía, a pesar de intentarlo, mantener los ojos fijos en el enorme cocinero. La proximidad de la cara iluminada de su señoría lo obligaba a echarle de vez en cuando unas rápidas ojeadas. Los ojos redondos estaban abiertos y vidriosos. Tenía un poco de sangre en las comisuras de la boca, y una tez de palidez mortal.
Entretanto, Vulturno había acortado la distancia que lo separaba de lord Sepulcravo. Excorio y el chef se miraban fijamente por encima del hombro del conde. Los tres parecían moverse como una sola pieza. Muy distintos entre sí como individuos, eran colectivamente un todo compacto.
Lanzando un ojo por encima del hombro, como si el globo ocular fuera independiente de la cabeza que lo llevaba, Excorio vio que estaba a pocos pasos de la escalera, y la procesión inició la lenta ascensión del tercer tramo. Subiendo de espaldas, el que encabezaba la marcha se agarraba con la mano izquierda a la baranda de hierro. La espada le brillaba en la mano derecha, pues como en todas las escaleras de Gormenghast, había velas encendidas en cada rellano.
Cuando Excorio llegó al último peldaño, vio que el conde se había detenido, y por tanto también la horrible babosa que se arrastraba detrás de él.
La voz era tan suave que parecía brotar de la penumbra, una voz de indecible tristeza. En la mano apenas visible, la lámpara se estaba extinguiendo por falta de aceite. Los ojos miraban a través de Excorio, a través de la oscura pared, más y más allá, a un mundo de lluvia sin fin.
—Adiós —dijo la voz—. Todo es uno. ¿Por qué romper el corazón que nunca ha latido por amor? No lo sabemos, dulce muchacha. El tapiz cuelga; está tan lejos, tan lejos, mi hija sombría. Ah no, esta estantería no, esta tan larga no; es el trabajo de toda una vida lo que las llamas están devorando. Todo es uno. Adiós…, adiós.
El conde subió otro peldaño. Tenía ahora los ojos más redondos.
—Pero ellos me aceptarán. El hogar en que viven es frío; pero me aceptarán. Y quizá la torre esté forrada de amor, y cada sílex sea una fría estrofa azul de gozo; cada pluma, terrible; plumas, tinta y lino; cada garra, una gloria. —Con un tono infinitamente melancólico susurró—: Sangre, sangre y sangre y sangre, para vosotros, los silenciosos, toda, toda para vosotros. Vengo con vosotros y traigo mis ramas rotas. Ella nunca fue mía. Sus cabellos, rojos como helechos. Ella nunca fue mía. Ratones, ratones; las torres se derrumban…, las llamas trepan. No hay trepador que pueda compararse con las ágiles llamas. Todo se ha acabado. Adiós…, adiós. Todo es uno, para siempre, el hielo y la fiebre. Oh, tú, el más abatido de los amantes, ya no volverás. Calla, ahora. Silencio pues, y que tu voluntad se cumpla. La luna para siempre; y los encontrarás a la entrada de las madrigueras. Vendrán grandes alas, grandes y silenciosas alas, silenciosas… Adiós. Todo es uno. Todo es uno.
Había llegado al rellano, y por un momento Excorio imaginó que iba a cruzar el pasillo hacia la puerta entreabierta de una habitación, pero giró a la izquierda. Hubiera sido posible, y de hecho hubiera sido más fácil correr hacia la Sala de las Arañas, pues lord Sepulcravo, flotando lentamente como un sueño, obstruía el paso a Vulturno, pero la idea repugnaba a Excorio. Abandonar a su dormido amo con un sanguinario chef detrás de él, le causaba tal horror que decidió continuar como hasta entonces su fantástica retirada.
Estaban aproximadamente a medio camino de la Sala de las Arañas cuando, sorprendiendo a Excorio y a Vulturno, el conde dobló de pronto a la izquierda y desapareció por una estrecha arteria de piedra tenebrosa. Lo perdieron de vista inmediatamente, pues el desfiladero torcía a la izquierda a los pocos pasos y la luz de la lámpara se había extinguido. La desaparición había sido tan súbita e inesperada que ninguno de los dos adversarios estaba preparado para saltar al vacío que había ahora entre ambos y atacar en la luz débil. Ésta era la región donde dormían los Fregones Grises, y un poco más lejos un candelabro roto pendía del techo. Excorio dio una brusca media vuelta y echó a correr hacia esta luz, mientras Vulturno, cuya frustrada ansia de sangre estaba madura como una granada, pensando que Excorio había huido por miedo, se precipitaba detrás de él con pasos horriblemente ágiles a pesar de que por un efecto de succión los pies planos se le pegaban al suelo.
Excorio rastrilló las losas de piedra con rápidas zancadas, pero al entrar en la Sala de las Arañas sólo le llevaba a Vulturno poco más de nueve pies. Sin perder un momento, se abrió paso por encima de tres vigas caídas, sacudiendo fantásticamente los largos miembros. Al llegar al centro de la habitación, se volvió y descubrió que la figura de su enemigo obturaba ya la puerta. Habían estado tan absortos en este juego de ingenio y de muerte que no se les había ocurrido preguntarse cómo era posible que pudieran verse en una sala que de costumbre estaba a oscuras. No había tiempo para las sorpresas. Ni siquiera se dieron cuenta de que la tempestad había agotado su furia y que ahora sólo se oía un zumbido pesado y lúgubre. Una tercera parte del cielo estaba libre de nubarrones, y en este tercio colgaba la jorobada luna, muy próxima y muy blanca. La luz entraba a raudales a través de una abertura en el fondo de la Sala de las Arañas. Más allá del boquete, la luna danzaba y brillaba sobre el agua siseante que había formado grandes lagos amurallados entre los techos. La lluvia lanzaba sus hilos de plata oblicuos y levantaba surtidores de mercurio al golpear el agua. La sala misma parecía un dibujo a tinta, negra, gris paloma y plata. Estaba abandonada desde hacía mucho tiempo. Vigas caídas y a medio caer se apoyaban o yacían en todos los ángulos posibles, y entre estas vigas, juntándose y colgando del techo del piso superior (derrumbado en gran parte), extendiéndose en todas direcciones, tensas o combadas, hundidas en la negra oscuridad, tremolando en la penumbra, o refulgiendo exquisitamente a la luz de la luna con un resplandor leproso y afiligranado, innumerables telarañas llenaban el aire.
Excorio se había abierto paso hasta el centro de la sala a través de unas lianas de telas sombrías, y ahora, al ver al cocinero en el marco de la puerta, se arrancó con la mano izquierda los filamentos neblinosos que le cubrían los ojos y la boca. Aun en esas zonas de la sala en las que no penetraban los rayos de luna, y donde meditaban las grandes tinieblas, unas hebras luminosas que parecían cambiar de sitio a cada momento intersectaban la oscuridad. El más leve movimiento de cabeza provocaba un repentino revuelo en las sombras, que se poblaban de hilos brillantes, desprendidos de la tela, desarticulados, milagrosos y fugaces.
Pero, ¿cómo veían ellos esas cosas tan efímeras? Las telarañas eran para ellos pantallas que protegían o que ocultaban. Redes para cazar o para ser cazado. Éstas eran las características del campo de batalla de la Muerte. El cuerpo oscuro y sin luna de Vulturno en la puerta estaba atravesado por los brillantes radios y espasmódicos perímetros de una telaraña que pendía a medio camino entre él y Excorio. El centro de la telaraña coincidía con la tetilla izquierda de Vulturno. Las profundidades que separaban los relucientes filamentos de la figura del chef parecían abismales y prodigiosas. Podría haber pertenecido a otro mundo. La Sala de las Arañas bostezaba y se contraía, los hilos engañaban al ojo, las distancias, cambiando siempre, se desplegaban o replegaban junto con los ilusorios reflejos de la luna.
Vulturno examinó desde la puerta el cobertizo que el hombre flaco había elegido para protegerse los largos huesos. Aunque ofuscado por la malignidad, no subestimaba la astucia de su antagonista. Lo había atraído hasta allí por algún motivo. No era él quien había elegido el campo de batalla. Volvió los ojos a derecha e izquierda, con el machete a punto delante de él. Tomó nota de los obstáculos: las vigas polvorientas y medie podridas, desplomadas aquí y allá, y las omnipresentes colgaduras de telarañas. No veía razón para que éstas lo perjudicaran más que al hombre a quien pensaba cortar por la mitad.
Excorio no había tenido nunca un motivo concreto al elegir la Sala de las Arañas. Quizás había imaginado en algún momento que podría moverse con mayor agilidad que Vulturno entre las telarañas y las vigas, pero al comprobar con qué rapidez el chef lo había seguido, esto ahora le parecía dudoso. No obstante, el hecho de haber conseguido atraer al enemigo al lugar que él, Excorio, había elegido, significaba que aún conservaba la iniciativa. Sintió que estaba un
pensamiento
por delante del cocinero.
Sosteniendo la larga espada delante de él, observó cómo la gran criatura se aproximaba. Vulturno apartaba las telarañas a golpes de machete con los ojos clavados en Excorio, balanceando la cabeza de un lado a otro para ver mejor. De pronto se detuvo, y sin apartar la mirada de Excorio, empezó a arrancar los filamentos que se habían adherido a la hoja y el mango del arma.
Reemprendió la marcha, despejando el terreno con amplios movimientos del machete y pisando con cuidado las vigas desplomadas. En un momento pareció que iba a detenerse otra vez para limpiar la hoja, pero cambió de idea y avanzó como si nada le cerrara el paso. Parecía haber decidido que reacondicionarse el cuerpo y limpiar el arma continuamente durante este duelo sanguinario era desaconsejable, inoportuno, y también un insulto a la ocasión.
Así como los piratas, chapoteando en los calientes bajíos, tienen que combatir cara a cara sofocados por las olas, cegados por el sol, atormentados por las moscas y con la frente perlada de sudor, también aquí las vigas cerraban el paso, la luz de la luna engañaba a los ojos y las telarañas rancias eran un impedimento. Pero había que ignorarlos, había que ignorar los filamentos que cosquilleaban la cara y se pegaban alrededor de la boca y los ojos. Había que ignorar que aunque los hilos plateados envolvían el acero desnudo con una membrana de recién nacido, y colgaban como guirnaldas tropicales entre la espada y la mano, la mano y el codo, el codo y el cuerpo y los miembros se movían con la libertad de siempre. Nada impediría la velocidad del machete. El secreto consistía en
ignorar
.
Así pues, Vulturno continuaba avanzando, creciendo con cada paso diestro y silencioso y pareciéndose más y más a una vaca marina que se desliza entre las algas grises de las profundidades abisales. Pisando de pronto un rayo de luna, el chef se inflamó en una red de filamentos. Miró a través de la malla reluciente. Él mismo era una telaraña.
Toda su atención estaba puesta en un único propósito: matar. Apartó de su mente canalizada todo lo que era irrelevante. El gran jamón que tenía por cara le cosquilleaba como atacado por una nube de insectos, pero en su cerebro no había lugar para los mensajes que presumiblemente le enviaban las terminaciones nerviosas: tenía el cerebro lleno. Lleno de muerte.
Excorio vigilaba cada uno de los pasos de Vulturno doblando la larga espalda hacia adelante como un pino inclinado. Mantenía la cabeza agachada, quizás dispuesto a emplearla como ariete, y doblaba ligeramente las acolchadas rodillas. Las tiras de tela eran ahora inútiles, pero no tenía tiempo para desenrollarlas. El cocinero estaba a menos de siete pies, detrás de una viga caída. A unos dos metros a la izquierda de Vulturno, uno de los extremos de la viga se hundía en el polvo, pero un desvencijado baúl de hierro la sostenía aproximadamente por el centro, y el otro extremo se elevaba unos tres pies, envuelto en telarañas ahogadas de moscas.