Y esta noche tenía ganas de observar los peñascos mientras se ennegrecían contra el sol poniente.
Tuvo que andar todavía una hora para llegar a la cueva norte, y estaba cansado cuando se quitó la camisa harapienta y apoyó la espalda contra la fresca pared exterior. Había llegado justo a tiempo, pues el círculo, como un plato de oro en equilibrio sobre el borde, estaba posado en los peñascos más septentrionales de la montaña de Gormenghast. Alrededor, el cielo era de color rosa viejo, translúcido como el alabastro, aunque suntuoso como carne. Y maduro. Maduro como una piel suave o un fruto pesado, pues no era éste un experimento escolar sobre el ilimitado esplendor; la impalpable puesta de sol era algo consumado, heredera de todos los crepúsculos arcaicos del orbe desde el primer guiño del ojo rojo.
Cuando la mirada del hombre macilento se movió descendiendo desde los escarpados flancos de este peñasco hasta el gran barranco de forma de corazón, donde el escaso verdor estaba hundido en un mar de sombra, sintió más que vio (pues tenía los pensamientos puestos aún en la oscuridad) un brusco cambio en el aire de alrededor, y alzando la cabeza, observó que no sólo el rosa del cielo era más intenso, sino que todo estaba coloreado, como si hubieran esperado la aparición de ese preciso tono celeste antes de admitir que las opiniones de los diversos colores fueran alteradas o modificadas. Como al toque de una varita mágica, el mundo enrojeció, todo menos el sol, que en contraste con los vapores y formas que había teñido de almagre, siguió siendo dorado.
Excorio comenzó a desatarse las botas. Detrás de él bostezaba la cueva recién barrida, y un millón de motas de color camarón subían y bajaban contra la oscuridad de la puerta. Tiraba de una bota cuando observó que la punta del peñasco estaba devorando al sol y que casi había alcanzado el centro. Recostó la huesuda cabeza contra la piedra y la cara se le iluminó, y todos los pelos de su primera barba resplandecieron como alambres de cobre, mientras seguía con los ojos el trayecto del peñasco, que parecía ascender como una flecha, con las lengüetas negras comiendo y trepando.
El trayecto era inexorable, pero en aquella noche de verano había más fatalidad en el desplazamiento de otra móvil figura, infinitesimal en el espacioso crepúsculo de la montaña, que en el amplio y embrujado ciclo del sol.
A través de esta figura, como en un microcosmos, la tierra ancha sollozaba. El astro rey se hundió al fin y los colores se apagaron. El rosado rocío de muerte y los pájaros salvajes que ella llevaba en el pecho le subieron a la garganta; allí se apiñaron sin cantos, suspendidos en el aire, tumultuosos, ala contra ala, impacientes por elevarse hacia esos climas donde acaba todo.
Para Excorio fue como si hubieran quebrado el silencio de su soledad, y las provincias de sus sentidos se invadieran unas a otras; pues al ver una silueta del tamaño de una «i» que se desplazaba contra el gigantesco plato amarillo, le pareció que despertaba de un sueño. A pesar de la distancia, reconocía una forma humana, aunque no estaba en condiciones de saber que se trataba de Keda. Él se encontraba allí como testigo. No podía evitarlo. Se arrodilló; uno tras otro, los minutos se fundían. Se puso más rígido. La minúscula e infinitamente remota figura atravesaba el sol hacia el borde negro del peñasco. Excorio la observaba, impotente, con la mandíbula adelantada y la huesuda frente cubierta de sudor helado. Sabía que estaba en presencia de la Aflicción, que era un intruso sin ningún derecho a observar algo tan personal y secreto. Aunque por otra parte, también era impersonal, ya que la figurita encarnaba todo el dolor, y daba, en el tiempo deslizante, sus últimos pasos.
Avanzaba lentamente, pues el ascenso la había fatigado, y no hacía mucho que había dado a luz a la criatura de alabastro, a esa hija de barro que no era terrenal, y que había sobrecogido a todos. Era como si Keda se hubiese desligado del mundo, exaltada y magníficamente sola en la bruma rosada de las alturas. Al llegar al borde del desnudo precipicio que se hundía en las sombras, se detuvo un momento, y luego volvió la cabeza hacia Gormenghast y las casas de barro, que flotaban en la cálida bruma. Eran irreales. Tan lejanas, tan remotas. Ya no les pertenecía; se habían acabado. Sin embargo, volvió la cabeza a causa de la criatura.
La cabeza de Keda, volviéndose, no tenía ninguna dimensión. Sujetas a una correa, las orgullosas tallas de sus amantes le colgaban sobre los pechos. Al borde de la vejez tenía en la cara la misma peligrosa belleza que al borde del peñasco en que estaba ahora. Un último punto de apoyo; un espacio tan pequeño. El color desaparecía de la franja de siete pies. Se extendía detrás como una alfombra de rosas oscuras. Las rosas eran piedras. Había también un helecho. Debajo. ¿A qué altura? ¿A mil pies? Entonces ella tenía la cabeza entre las estrellas remotas. ¡Qué lejos estaba todo! Demasiado lejos para que Excorio pudiera ver que ella había vuelto la cabeza, una mota de vida en el sol poniente. De rodillas en el suelo, Excorio sabía que era un testigo.
El mundo se extendía debajo y alrededor. Todo parecía retirarse. La luna apareció de pronto sobre el horizonte del este, enfriando el color rosa, y menguando en el corazón de Keda a medida que crecía. Keda estaba preparada.
Se apartó el cabello de los ojos y las mejillas. Le caía largo e inmóvil como la sombra de un pozo; le bajaba por la espalda erguida como una medianoche. Las manos morenas apretaron las tallas contra el pecho. Una sonrisa empezó a dibujársele en la boca, y alzando ligeramente las cejas, avanzó hacia el aire sombrío, y mientras caía, fue fabulosamente iluminada por la luna y el sol.
LA INEXPLICABLE DESAPARICIÓN de lord Sepulcravo y de Vulturno fue, por supuesto, un duro golpe para Gormenghast, el hilo que seguían los pensamientos de todos: desde el más humilde de los galopillos del segundo a la esposa del primero. El enigma era absoluto, pues también se ignoraba el paradero de Excorio.
Era un problema que no tenía solución. En los largos pasillos había un susurro de rumores. Era incomprensible que dos seres tan dispares se hubieran marchado juntos. ¿Marchado? ¿Marchado adónde? No había adónde ir. Era igualmente incomprensible que se hubieran ido separados, por la misma razón.
La enfermedad del conde había sido, como es lógico, motivo de preocupación en las mentes de la condesa, Fucsia y el doctor, y se había organizado una exhaustiva búsqueda bajo la dirección de Pirañavelo. No se descubrió ni el más mínimo indicio, aunque desde el punto de vista de Pirañavelo había valido la pena, ya que tuvo la oportunidad de meterse en habitaciones y salas que hacía tiempo deseaba investigar con vistas a su propia reacomodación.
Fue el noveno día de búsqueda cuando Bergantín decidió poner fin a los esfuerzos que no sólo eran contrarios a su naturaleza sino también a la de todos los habitantes arraigados en aquel bosque pétreo, aquel terraplenado laberinto de quebradas veredas.
La idea de que el jefe de la Casa se ausentara de sus obligaciones durante una hora era ya suficientemente blasfema; que hubiera
desaparecido
sobrepasaba toda posible calificación. Sobrepasaba toda posible cólera. Aunque nadie conociese la verdad de lo que había ocurrido, ni los motivos de la deserción, sólo había una interpretación posible: su señoría era un renegado, no sólo a los ojos de Bergantín, sino también (oscura o rotundamente) a los ojos de todos.
La necesidad de una pesquisa era obvia, pero todo el mundo pensaba que si encontraban al conde, la situación sería tan dolorosa, tan desesperadamente delicada, que convenía quizás que su desaparición continuara siendo un misterio.
El horror con el que Bergantín había recibido la noticia había dado paso ahora, al final del noveno día, a un desprecio glacial e implacable hacia todo lo que tuviera relación con la personalidad de su antiguo amo; la veneración que sentía por el conde, como descendiente de la estirpe originaria, se separó completamente de sus sentimientos por el hombre mismo. Sepulcravo se había comportado como un traidor. No había excusa posible. ¿Estaba enfermo? ¿Qué importaba eso? Aun enfermo era un Groan.
Durante los días que siguieron a la funesta noticia, Bergantín se convirtió en un monstruo, recorriendo el castillo, maldiciendo a todos los que se le cruzaban por delante, registrando habitación tras habitación y golpeando con la muleta a cualquiera que considerara negligente.
Tenía una única compensación: Titus estaría desde un principio bajo su tutela y gobierno. Saboreaba esta idea con la lengua reseca.
Había quedado impresionado por la forma en que Pirañavelo organizara la búsqueda, en la que se había visto obligado a tener con el joven un contacto más directo que antes. No había entre ellos ninguna simpatía, pero el anciano empezó, a pesar de sí mismo, a sentir un cierto respeto por el metódico y rápido joven. Pirañavelo no era lento en advertir esta clase de indicios y los utilizó a fondo. El día en que por orden de Bergantín se interrumpieron las pesquisas, el joven fue llamado a la Habitación de los Documentos. Allí encontró al harapiento Bergantín sentado en una silla de respaldo alto, ante una mesa de piedra cubierta de libros y papeles. Parecía que tuviera la barba enmarañada sentada en la piedra, entre las manos arrugadas. Adelantaba la barbilla, y la estirada garganta parecía un haz de dos trozos de cuerda, varios cordeles y una cierta cantidad de bramante. Como su padre, tenía la cabeza tan arrugada que cuando cerraba los ojos y la boca, desaparecían por completo. La muleta estaba apoyada en la mesa de piedra.
—¿Me ha mandado llamar? —inquirió Pirañavelo desde la puerta.
Bergantín alzó los ojos ardientes, irritables, y dejó caer las rayadas comisuras de la boca.
—Ven aquí, tú —dijo con voz áspera.
Pirañavelo avanzó hacia la mesa, acercándose de una manera curiosa, rápida y ladeada. No había alfombra en el suelo y sus pisadas sonaban secamente.
Cuando llegó a la mesa y estuvo frente a Bergantín, inclinó la cabeza a un lado.
—Se acabó la búsqueda —dijo Bergantín—. Llama a los perros. ¿Me has oído?
Escupió por encima del hombro.
Pirañavelo hizo una reverencia.
—¡Basta ya de zarandajas! —ladró la vieja voz—. ¡Ah, cuerpo mío, hemos visto suficiente!
Empezó a rascarse a través de un desagradable desgarrón en los harapos de color escarlata. Hubo un momento de silencio durante esta operación. Pirañavelo empezó a apoyar el peso del cuerpo sobre la otra pierna.
—¿Dónde crees que vas a ir? ¡So, estate quieto, rata desgraciada! Por la madre que enterré con el trasero en alto, quieto ahí muchacho, quieto ahí. —Bergantín tenía los pelos de alrededor de la boca pegoteados con saliva mientras acariciaba la muleta sobre la mesa de piedra.
Pirañavelo se pasó la lengua por los dientes. Observaba cada movimiento del viejo que tenía delante, esperando descubrir una rendija en la armadura.
Sentado a la mesa, Bergantín podía pasar por un anciano normalmente constituido, pero incluso Pirañavelo se sorprendió al verlo descolgarse del asiento de la silla, levantar el brazo para coger la muleta y echar a andar, madera y cuero, alrededor de la mesa redonda, con la barbilla al nivel de la superficie.
Pirañavelo, que también era corto de talla, aun para sus diecisiete años, observó que si el Maestro del Ritual hubiera adelantado la cabeza unas pocas pulgadas, le hubiera hundido la nariz cerdosa un palmo por encima del ombligo, ese pivote para el ojo de un dibujante, esa reliquia cuya potencialidad parecía haber sido apreciada sólo por el difunto Vulturno, que lo utilizaba como cómodo salero, cuando el señor se decidía por unos huevos para desayunar en cama.
Irrelevancias aparte, Pirañavelo se encontró mirando un remiendo de arrugas vuelto hacia arriba. En este ondulado terreno ardían dos ojos. En contraste con la piel seca, color tierra, parecían grotescamente líquidos, y observarlos era pasar por una ordalía de agua que ahogaba toda inocencia. Lamían los bordes secos de las cuencas infectadas. No había pestañas.
Había dado la vuelta a la mesa de piedra con tanta rapidez y agilidad que sorprendió a Pirañavelo, apareciendo bruscamente debajo de la nariz del muchacho. La alternancia de golpe sordo de muleta y crujido de suela calló de pronto. En ese silencio, un ruido pequeño, tardío y solitario pareció enorme e inconexo. Era el pie de Bergantín que cambiaba de posición mientras la muleta permanecía inmóvil, como punto de apoyo. La concentración que se le veía en la cara era demasiado desnuda para que nadie pudiera estudiarla durante más de un segundo. Pirañavelo, después de un rápido examen, concluyó que o bien la carne y la pasión de la cara que tenía debajo se habían fusionado en una sustancia que el viejo mismo había compuesto, o bien todas las otras caras que él había visto en la vida no eran más que máscaras, máscaras de materia
per se
, sin adiciones incorpóreas. Esta cabeza de viejo tirano
era
lo que él sentía, modelada de acuerdo con las emociones de Bergantín.
Pirañavelo estaba demasiado cerca de esta desnudez, de esta cabeza desnuda y reseca, con cuencas húmedas bajo la frente surcada por el tiempo.
Pero no podía apartarse…, no sin que cayera sobre él, o mejor dicho, sin que
subiera
hacia él la cólera de este dios apergaminado. Cerró los ojos y metió la lengua en el cráter de un diente. Entonces se oyó un sonido, ya que Bergantín, habiendo agotado, en apariencia, toda la diversión que podía encontrar en la cara del joven vista desde abajo, acababa de escupir dos veces, muy rápidamente, alojando por el momento cada expectoración en las protuberancias de los párpados cerrados de Pirañavelo.
—¡Ábrelos! —gritó la voz cascada—. ¡Ábrelos bien, cachorro bastardo de rata prostituta!
Pirañavelo contempló con asombro cómo el septuagenario se mantenía en equilibrio sobre su única pierna, con la muleta en alto. Sin embargo, no la blandía contra él, y volviéndose hacia la mesa, junto con Bergantín, la muleta parecía a punto de descender. Así fue, y una espesa y polvorienta neblina subió desde los libros que había golpeado. Una fanela aleteó en medio de la polvareda. Cuando el polvo se desvaneció, el joven, que miraba por encima del hombro entornando los ojitos bermejos, oyó que Bergantín decía:
—¡O sea que ya puedes llamar a los perros! ¡Ah, cuerpo mío, ya es hora! Ya ha durado más que suficiente. ¡Nueve días perdidos! ¡Perdidos! Por las piedras, ¡perdidos! ¿Me oyes, oreja de armiño? ¿Me oyes bien?