—Bueno, es mejor que nada, ¿no?
—Pero no es
suficiente
, respondona sabelotodo. No es
suficiente
cuando hay tanto por hacer. Con tu enorme madre siempre enfadada conmigo, como si yo tuviera la culpa de la desaparición de tu pobre padre y de todos los problemas de la cocina. Como si
yo
fuera la culpable.
Al oír la mención de su padre, Fucsia cerró los ojos.
Ella misma había buscado y buscado. Durante las últimas semanas había envejecido mucho; había envejecido porque unas pasiones violentas hasta entonces desconocidas le habían acosado el corazón. El miedo a lo sobrenatural, al horror que había visto cara a cara, el miedo a la locura, y a la violencia que imaginaba en todas partes. Todo esto la había hecho más vieja, más tranquila, más recelosa. Había conocido el dolor: el dolor de la desolación, de haber sido olvidada y de haber perdido el poco amor que tenía. Había empezado a luchar consigo misma y a endurecerse, y comenzaba a sentir el despertar de un vago orgullo: la conciencia de su heredad. Al desaparecer, su padre había completado un eslabón en la cadena inmemorial. Fucsia había llorado su pérdida, con el pecho oprimido de dolor, pero más allá del dolor, notaba por primera vez detrás de ella la cordillera de los Groan, y sabía que ya no era libre, que ya no era simplemente Fucsia, sino que era de la sangre. Todo esto parecía todavía nebuloso. Amenazante, magnífico e indeterminado. Algo que no llegaba a comprender del todo. Algo de lo que huía, pues operaba de un modo incomprensible en ella. De pronto había dejado de ser una muchacha, excepto en la manera de hablar y de moverse. Era más vieja, de mente y de corazón, y lo que antes parecía tan claro, estaba ahora envuelto en nieblas; todo era confuso. Tata insistió de nuevo, con los débiles ojos mirando por encima del lago: —Como si
yo
tuviera la culpa de todos los problemas y maldades de esa gente, que hace lo que no debiera. ¡Oh, mi pobre corazón! Como si todo fuera por
mi
culpa.
—Nadie dice que sea por tu culpa —dijo Fucsia—. Siempre crees que la gente piensa mal de ti. No tiene nada que ver contigo.
—No, claro que no, tormento mío, no tiene nada que ver conmigo, ¿verdad que no? —Y los ojos de Tata Ganga volvieron a enfocar a Fucsia (tanto como les era posible)—. ¿Qué es lo que no tiene nada que ver conmigo, querida?
—No importa —dijo Fucsia—. Mira a Titus.
Desaprobando la respuesta de Fucsia, Tata volvió la cabeza y vio a la criatura de camisa amarilla que se ponía de pie y marchaba solemnemente desde la gran alfombra hacía la cálida arena gris, con las manos agarradas por delante.
—¡No nos dejes
tú
también! —gritó Tata Ganga—. Podemos arreglárnoslas sin ese espantoso y gordo Vulturno, pero no sin nuestro pequeño conde. Podemos pasar sin el señor Excorio y.,.
Fucsia se puso de rodillas.
—¡No! ¡No es verdad! No hables así…, es horrible. No hables de eso. Nunca. Querido Excorio y…, pero no lo entiendes, es inútil. Dios mío, ¿qué les habrá pasado?
Fucsia se dejó caer sobre los talones, temblándole el labio inferior, sabiendo que no debía permitir que los irreflexivos comentarios de la vieja niñera le tocaran la llaga abierta.
Mientras la señora Ganga miraba con los ojos muy abiertos, ambas se sobresaltaron al oír una voz, y al volverse vieron a dos altas figuras que se acercaban a través de los árboles. Un hombre y, ¿podía ser?…, sí, y una mujer. Llevaba una sombrilla. En verdad la segunda figura no tenía aspecto masculino, incluso si hubiera dejado la sombrilla en casa. Ni mucho menos. El andar cimbreante era prodigiosamente femenino. El largo cuello tenía un indiscreto parecido con el de su hermano, y lo mismo hubiera podido decirse de la cara si las gafas oscuras no la disimularan piadosamente. Pero la diferencia se manifestaba sobre todo a la altura de la pelvis. El doctor (pues se trataba de Prunescualo) tenía menos caderas que una anguila puesta de pie, mientras que Irma, vestida de seda blanca, parecía haberse esforzado al máximo para exhibir de la forma más desventajosa posible (tenía la cintura ridículamente ceñida) un par de caderas capaces de balancear sobre sus prominencias óseas montones de chucherías, en cantidades suficientes como para atestar el armario de un cleptómano.
—Mis más encumbrados buenos días, queridas mías —gorjeó el doctor—, y cuando digo «encumbrado» es porque les ofrezco el centímetro cúbico más diáfano de la mañana, límpido de aspecto, instalado sobre una cresta del éter, ja, ja, ja.
A Fucsia le alegró ver al doctor. Le tenía mucho aprecio, a pesar de su desbordante verborrea.
Irma, que apenas había salido desde que se deshonrara en el funesto día del incendio, trataba por todos los medios de volver a ser una dama. Una dama que había cometido un desliz, es cierto, pero una dama al fin y al cabo, y estos esfuerzos de reconstrucción eran patéticamente ostentosos. Llevaba los vestidos cada vez más escotados, dejando al descubierto vastas extensiones de incomparable piel lechosa. Había acentuado el movimiento de las caderas, que se balanceaban como si fueran una gran campana regulada e impulsada por el evidente deseo de
sonar
, pero que no emitía ningún repique, y en cambio dibujaba «ochos» (vistos a vuelo de pájaro, corte transversal) mientras hablaba con una voz alta y desagradable (tan diferente del toque de difuntos que su pelvis hubiera emitido).
La larga y afilada nariz apuntaba a Fucsia.
—Querida niña —dijo Irma—. ¿Estás disfrutando la deliciosa brisa, sí, mi querida niña? He dicho, querida niña, ¿estás disfrutando la deliciosa brisa? Naturalmente que sí. Irrefutablemente, no me cabe la menor duda.
Sonrió, pero con una sonrisa sin alegría; los músculos de la cara se le movieron sólo en las direcciones dictadas, rehusándose a participar del espíritu festivo, suponiendo que lo hubiera.
—¡Tate! ¡Tate! —dijo su hermano en un tono que daba a entender que era innecesario responder a las convencionales observaciones de su hermana, y enseguida se sentó al lado de Fucsia, lanzándole una centelleante sonrisa de cocodrilo con empastes de oro.
—Me alegra que haya venido —dijo Fucsia.
El doctor le dio unas palmaditas en la rodilla con un
stacatto
amistoso y luego se volvió hacia Tata.
—
Señora
Ganga —le dijo, poniendo gran énfasis en el «señora» como si fuera un prefijo exclusivo—, ¿cómo está usted? ¿Cómo anda la corriente sanguínea, mi querida e inestimable mujercita? ¿Cómo anda la comente sanguínea? Venga, venga, dígaselo al doctor.
Tata se arrimó un poco más a Fucsia, que estaba sentada entre ellos, y miró al doctor por encima del hombro de la muchacha.
—Está muy confortable, señor…, creo, gracias, señor.
—¡Aja! —dijo Prunescualo, acariciándose la lisa barbilla—. Una corriente confortable, ¿no es así? ¡Ajá! M-u-y bien. M-u-y bien. Arrastrándose perezosamente de colina en colina, sin duda. Serpenteando a través de bosquecillos de huesos, colándose entre los tejidos y dando a su querido y viejo cuerpo todo el sustento posible. Señora Ganga, estoy
tan
contento. Pero y
usted
, usted misma, ¿cómo se siente? Carnalmente hablando, ¿está en paz? Desde la punta de los queridos cabellos grises hasta la planta de los pequeños pies, ¿está en paz?
—¿Qué quiere decir, mi niña? —preguntó la pobre señora Ganga, agarrándose al brazo de Fucsia—. Oh, mi pobre corazón, ¿qué quiere decir el doctor?
—Quiere saber si te encuentras bien o no —dijo Fucsia.
Tata volvió los ojos bordeados de rojo hacia el hombre de cabeza greñuda y piel lisa, con ojos saltones que nadaban detrás de las gafas de aumento.
—Vamos, vamos, mi querida señora Ganga. No tengo intención de comérmela. Oh, no. Ni siquiera encima de una tostada, con un poco de sal y pimienta. Ni lo más mínimo. Usted ha estado indispuesta, oh sí, desde la conflagración. Mi querida mujer, usted ha estado indispuesta, muy indispuesta, y es natural. ¿Ya se encuentra
mejor
? Esto es lo que su doctor quiere saber. ¿Se encuentra
mejor
?
Tata abrió la arrugada boquita.
—Va y viene, señor —dijo—, y a veces parece que me lleva.
Enseguida miró a Fucsia rápidamente, como para asegurarse de que aún estaba allí, y las uvas de cristal le tintinearon en el sombrero.
El doctor Prunescualo extrajo un gran pañuelo de seda y empezó a secarse la frente con leves golpecitos. Irma, después de un montón de dificultades, presumiblemente con las ballenas del corsé y cosas por el estilo, había conseguido sentarse en la alfombra entre crujidos y rechinamientos como de poleas, manivelas, cables y garfios. No aprobaba el hecho de sentarse en el suelo, pero estaba cansada de mirarles las cabezas y decidió arriesgarse a no ser una dama durante un breve intervalo. Observaba a Titus y se decía a sí misma: «Si este niño fuera mío, le cortaría el cabello, especialmente por la posición que ocupa ahora».
—¿Y en qué consiste este «va-y-viene»? —dijo el doctor, devolviendo el pañuelo de seda al bolsillo—. ¿Es el corazón el que está sujeto al flujo y reflujo de la marea, o son los nervios…, o el hígado, cielo santo…, o un agotamiento general del cuerpo?
—Me canso —dijo la señora Ganga—. Me canso tanto, señor. Tengo que hacerlo
todo
. —La pobre anciana se echó a temblar.
—Fucsia —dijo el doctor—, ven a verme esta noche y te daré un tónico que le harás tomar cada día. En nombre de la amarantina, es imprescindible. Bálsamo y plumón de cisne, Fucsia querida, plumón de pollo de cisne, y tiene que tomarlo todos los días, jarabe para los nervios, querida, y dedos fríos como tumbas para esa vieja, vieja frente.
—Tonterías —dijo su hermana—. He dicho: tonterías, Bernard.
—Ahí —prosiguió el doctor Prunescualo, sin atender a la interpolación de su hermana—, ahí está Titus. Ataviado con un harapo arrancado al sol, ja, ja, ja. ¡Qué enorme se está poniendo! ¡Pero qué solemne! —Cloqueó un momento—. El gran día se acerca, ¿verdad?
—¿Se refiere a la «Investidura»? —dijo Fucsia.
—Ni más ni menos —dijo Prunescualo, con la cabeza ladeada.
—Sí —contestó ella—, dentro de cuatro días. Están preparando la balsa. —De pronto, como si ya no pudiera soportar la carga de sus pensamientos, añadió—: ¡Oh, doctor Prune, tengo que hablar con usted! ¿Puedo verlo pronto? ¿Muy pronto? No emplee palabras complicadas conmigo cuando estemos a solas, querido doctor, como hace a veces, porque estoy tan…, bueno…, porque tengo…, tengo problemas, doctor Prune.
Con el largo índice blanco, Prunescualo trazó lánguidamente unas señales en la arena. Fucsia, preguntándose por qué no le había contestado, bajó los ojos y vio que el doctor había escrito:
«Esta noche a las 9 Sala Fresca»
En el momento en que la afilada mano borraba el mensaje, advirtieron que había alguien detrás, y al volverse vieron a las mellizas, las tías idénticas de Fucsia, de pie en el calor como dos tallas purpúreas.
El doctor se levantó ágilmente de un salto y las saludó inclinando el cuerpo juncoso.
Las mellizas no prestaron ninguna atención a esta galantería; clavaban los ojos en Titus, sentado tranquilamente a orillas del lago.
Parecía que un gran telón de fondo hubiera bajado desde el cenit del cielo a la franja de arena donde estaba sentado, pues el calor había aplanado el lago y parecía enderezarlo sobre el borde de arena; enderezaba también la pendiente donde las coníferas y sus sombras eran de tres tonalidades de verde, soleadas y enormes; y como un rompecabezas en equilibrio sobre el irregular perfil de este bosque pintado se elevaba un cielo azul, pesado, muerto, hasta el arco de proscenio del límite de la visión: el párpado curvo. Al pie de este telón fijo que la naturaleza había dejado caer, estaba sentada la criatura, increíblemente diminuta: Titus, con su camisa amarilla y el mentón de nuevo en la mano.
Fucsia se sentía incómoda con las tías de pie justo detrás de ella. Las miraba de soslayo y le costaba imaginar que alguna vez pudieran volver a moverse. Eran dos efigies, de cara blanca, de manos blancas, engalanadas con púrpura imperial. La señora Ganga no había notado aún que estaban allí, y en medio del silencio tuvo unas ganas tontas de hablar, y olvidando lo nerviosa que estaba, levantó la cabeza hacia el doctor:
—Verá, doctor, perdone, señor —se oyó decir, sorprendida por su propia audacia—, verá, yo siempre he sido del tipo enérgico, señor. Así es como he sido siempre, desde niña, haciendo esto y lo de más allá a todas horas. «¿Qué
más
va a hacer?», decían siempre. Siempre.
—Estoy seguro de que así era —contestó el doctor, sentándose de nuevo en la alfombra y mirando a Tata Ganga con las cejas levantadas y un aire de incrédula concentración en el rostro rosado.
La señora Ganga se sintió alentada. Nadie se había mostrado jamás tan interesado en lo que ella decía. Prunescualo había decidido que era muy probable que las mellizas se quedaran inmóviles donde estaban otra buena media hora, y que si él permanecía de pie sobre un par de elegantes piernas, esto no sólo sería contrario a sus intereses físicos, sino que además lastimaría su amor propio, que aunque algo peculiar, tenía raíces profundas. No habían respondido a su galante gesto. Es cierto que no lo habían advertido, pero no era culpa de él.
—Al diablo con esas dos viejas truchas —gorjeó entre dientes—. Chatas como una pared empapelada. En nombre de todo lo que colea, mi última autopsia tenía más energía que estas dos mujeres juntas dando saltos mortales.
Mientras discurría así interiormente, prestaba exteriormente la más apasionada atención a cada sílaba de la señora Ganga.
—Y siempre he sido igual —decía Ganga con voz trémula—, siempre igual.
Responseveridad
siempre, doctor. Y ya no soy pequeña.
—Claro que no, claro que no, tate, tate. En nombre de la perspicacia, habla usted con nobleza, señora Ganga, con mucha nobleza —le dijo Prunescualo, preguntándose al mismo tiempo si podría meterla en el maletín negro sin quitar las ampollas.
—Porque ya no somos tan jóvenes como antes, ¿verdad, señor?
Prunescualo reflexionó profundamente sobre este punto. Luego sacudió la cabeza.
—Lo que usted dice tiene el sonido inconfundible de la verdad. De la verdad inconfundible y cantarina. Ding dong, resuena en mi corazón. Pero dígame, Tata, dígame de la manera concisa que es propia de usted, hábleme del señor Ganga…, ¿tal vez soy inoportuno? No, no, no es posible. ¿Tú sabes algo, Fucsia? En cuanto a mí, navego despistado en lo que se refiere al señor Ganga. Está debajo de mi quilla, muy por debajo. ¡Qué curioso! Muy por debajo ¿O tal vez no? No importa. Para decirlo sin rodeos: ¿hubo un…, ¡no, no! Un poco de
finesse
, por favor. ¿Quién era…? ¡No, no! Es grosero, demasiado grosero. Perdóneme. Querida dama, del señor Ganga le queda algún… ¡Dios mío!, hace tanto tiempo que la conozco, y ahora de repente
este
enigma viene a importunarme, a la chita callando, como por arte de birlibirloque, ja, ja, ja. ¡Qué rompecabezas! ¿No lo crees así, querida?