Ha sido un chapoteo auténtico y no diluido. ¡Ja, ja, ja! Un chapoteo no diluido.
—¡Oh! —chilló la señora Ganga, pellizcándose el labio inferior—, ¿no sería el tiburón, verdad, señor, doctor? ¡Oh, mi pobre corazón, señor! ¿Ha sido el tiburón?
—¡Tonterías! —dijo Irma—. ¡Tonterías! ¡Pero qué mujer más tontaina! ¡Tiburones en el lago de Gormenghast! ¡A quién se le ocurre!
Los ojos de Fucsia estaban fijos en Pírañavelo. Era un excelente nadador y ya había atravesado la mitad del lago; los codos blancos y delgados se levantaban en ángulos obtusos que se hundían y emergían metódicamente.
—Veo a alguien —dijo la voz de Cora.
—¿Dónde? —dijo Clarice.
—En el agua.
—¿Cómo? ¿En el lago?
—Sí, es la única agua que hay, boba.
—No es verdad.
—Bueno, es la única agua que hay cerca de nosotras en este momento.
—Ah, eso sí, es la única agua de
ese
tipo.
—¿Lo ves?
—Todavía no he mirado.
—Bueno, pues mira ahora.
—¿Ya?
—Sí, ahora.
—Oh…, veo un hombre. ¿Ves un hombre?
—Acabo de decírtelo. Claro que lo veo.
—Viene nadando hacia mí.
—¿Por qué hacia ti? También podría ser hacia mí.
—¿Por qué?
—Porque somos iguales en todo.
—Ésta es nuestra gloria.
—Y nuestro orgullo. No lo olvides.
—No, no lo olvidaré.
Se quedaron mirando al nadador que se acercaba con la cara siempre debajo del agua o vuelta de lado para tomar aliento; las mellizas no tenían idea de quién era el nadador.
—Clarice —dijo Cora.
—Sí.
—Somos las únicas damas presentes, ¿verdad?
—Sí. ¿Y qué pasa?
—Pues bien, bajaremos a la orilla, y cuando llegue podremos ahorrarle la formalidad de encorvarse.
—¿Hace daño?
—Qué ignorante eres. No sabes lo que es una locución. —Cora volvió la cara hacia el perfil de su hermana.
—No sé lo que quieres decir —musitó Clarice.
—No tengo tiempo para darte explicaciones sobre cosas del lenguaje —dijo Cora—. No importa.
—¿De verdad?
—No. Pero eso sí importa.
—Oh.
—Viene nadando hacia nosotras.
—Sí.
—O sea que ha de homenajearnos en la orilla.
—Sí…, sí.
—Hay que ir a darle ánimos.
—¿Ahora?
—Sí, ahora. ¿Estás preparada?
—En cuanto me levante lo estaré.
—¿Ya has acabado?
—Casi. ¿Y tú?
—Sí.
—Entonces vamos.
—¿Dónde?
—No me fastidies más con tu ignorancia. Limítate a seguirme.
—Sí.
—¡Mira!
—¡Mira!
Pirañavelo había salido de las profundidades y estaba de pie. El agua le lamía la base de las costillas y el fango del fondo del lago le rezumaba entre los dedos de los pies mientras saludaba al grupo con los brazos en alto, de los que caían rosarios de gotitas centelleantes.
Fucsia estaba entusiasmada. Le encantaba lo que el joven acababa de hacer. Verlo de pronto quitarse las ropas, zambullirse en el agua profunda, cruzar el lago, y finalmente emerger, jadeante, con el agua batiéndole contra el talle delgado y nervudo, todo esto en el arrebato del momento, era fantástico.
Irma Prunescualo, que no había visto a su «admirador» desde hacía varias semanas, dio un chillido al verlo salir desnudo del lago, y tapándose la cara con las manos espió por entre los dedos.
Tata todavía no podía distinguir quién era, y meses después aún seguía dudándolo.
La voz de Pirañavelo resonó por encima del agua.
—¡Feliz encuentro! —gritó—. ¡Acabo de verlos! ¡Lady Fucsia, buenos días! Es un placer verla otra vez. ¿Cómo anda su salud, señorita Irma? Disculpe mi piel. ¿Y usted, doctor, como está?
A continuación, con ojos muy juntos y enrojecidos, observó a las mellizas que venían hacia él vadeando el agua, sin darse cuenta de que les llegaba a los tobillos.
—Se están mojando las piernas, sus señorías. ¡Cuidado! ¡Retrocedan! —chilló el joven con fingida alarma—. Me abruman con tan inmerecido honor. ¡Por amor de Dios, retrocedan!
Tenía que chillarles de este modo para que nadie sospechara que tenía autoridad sobre ellas. En realidad, le importaba dos pepinos que continuaran avanzando hasta que el agua les llegara al cuello. Era una curiosa situación. Por razones de pudor, le era imposible dar un paso más hacia la orilla.
Tal como podía esperarse, las mellizas no reconocieron en la voz de Pirañavelo la autoridad que habían aprendido a obedecer. Entraron más profundamente en el lago, y el doctor, Fucsia y Tata Ganga se asombraron al ver que el agua les llegaba a las caderas y que las faldas voluminosas de los vestidos purpúreos flotaban magníficamente.
Encogiendo los hombros y extendiendo las palmas de las manos, Pirañavelo miró a los demás para indicarles que se sentía incapaz de poner remedio a la situación. Las mellizas estaban ya muy cerca. Lo suficientemente cerca como para poderles hablar sin que el grupo que se había reunido al borde del lago alcanzara a oírlo.
Habiéndoles en un tono bajo y rápido, y que de acuerdo con su experiencia era el mejor para obtener una respuesta inmediata, les dijo: —Quédense donde están. Ni un paso más, ¿me oyen? Voy a decirles algo. Si no se quedan quietas y me escuchan, se quedarán sin los tronos de oro, que ya están acabados y van de camino a los aposentos de ustedes. Ahora váyanse. Regresen al castillo, vuelvan a sus habitaciones, o habrá problemas.
Mientras hablaba, hacía señas a los de la orilla; encogía los hombros como mostrando que no había nada que hacer. Entretanto, la voz rápida seguía discurriendo, hipnotizando a las mellizas, hundidas hasta las caderas en los centelleantes rizos del agua.
—No deben hablar del Incendio. Deben estar solas y no salir a hablar con la gente como han hecho hoy, en contra de mis órdenes. Me han desobedecido. Iré a verlas esta noche a las diez. Estoy enfadado porque han roto su promesa. A pesar de todo, todavía van a tener su gloria; pero con la condición de que nunca más hablen del Incendio. ¡Siéntense inmediatamente!
Pirañavelo no pudo resistirse a dar esta orden perentoria. Los cuatro ojos habían estado clavados en él mientras hablaba, y quiso estar seguro de que ellas eran incapaces de desobedecerlo en momentos como éste, que no podían pensar en otra cosa que no fuera lo que él les inculcaba en una voz baja peculiar y con la constante repetición de unas pocas máximas simples. La mueca que le torcía los labios era una muestra de la arrogante y vil satisfacción que experimentaba al ver cómo las dos criaturas purpúreas se sentaban sobre sus traseros en el lago tibio. Sólo los largos cuellos y los rostros como platos quedaron por encima de la superficie, rodeados cada uno por el tembloroso dobladillo de una falda púrpura.
En cuanto hubo visto, saboreado y absorbido la deliciosa esencia de la situación. Pirañavelo espetó: —¡Márchense! Vuelvan a sus habitaciones y espérenme allí. Márchense inmediatamente. Nada de parloteos en la orilla.
Mientras las mellizas se sumergían en el agua, obedeciendo automáticamente, él había fingido ante los espectadores estar al borde de la desesperación, agarrándose la cabeza con las manos.
Cuando las tías se incorporaron, con la tela púrpura empingorotada alrededor, se encaminaron tomadas de la mano hacia el atónito grupo reunido en la arena.
Habían digerido bien la lección de Pirañavelo y pasaron solemnemente por delante del doctor, Fucsia, Irma y Tata Ganga y se metieron entre los árboles; y después de doblar por un paseo de avellanos a la izquierda, y en una suerte de trance empapado, siguieron caminando hacia el castillo.
—¡Estoy perplejo, doctor! ¡Muy perplejo! —chilló el joven desde el agua.
—¡Me sorprendes, querido muchacho! —exclamó el doctor—. En nombre de todo lo anfibio, me sorprendes. Ten piedad, querido niño, ten piedad, y vete nadando… Ya estamos cansados de mirarte el estómago.
—¡Disculpe el magnetismo de mi vientre! —respondió Pirañavelo, zambulléndose de nuevo en el lago. Reapareció un poco más lejos y nadó con firmeza hacia los constructores de la Balsa.
Mientras observaba el sol que centelleaba en los brazos mojados del ahora distante muchacho, Fucsia descubrió que el corazón le latía con fuerza. Los ojos de Pirañavelo no eran de fiar. La frente abultada y redonda y los hombros altos le parecían repelentes. Era una persona ajena al castillo, tal como ella lo entendía. Pero le latía el corazón, porque Pirañavelo estaba vivo… ¡Oh, tan vivo! ¡Y audaz! Y parecía que nadie era capaz de humillarlo. Cuando respondía al doctor, había clavado los ojos en ella. Fucsia no comprendía. La melancolía era como una oscuridad dentro de ella; pero cuando pensaba en él, parecía como si un relámpago zigzagueara en la oscuridad.
—Ahora me marcho —le dijo al doctor—. Nos veremos esta noche, gracias. Vamos, Tata. Adiós, señorita Prunescualo.
Irma saludó con un movimiento ondulante y sonrió inexpresivamente.
—Buenos días —dijo—. Ha sido un placer, de veras. Bernard, el brazo. He dicho: el brazo.
—Lo has dicho, no hay duda, mi capullo de nieve, te he oído perfectamente. ¡Ja, ja, ja! Y aquí lo tienes. Un brazo tembloroso de belleza, con poros que anhelan el contacto de tus lánguidos dedos. ¿Deseas tomarlo? Pues ahí va, tómalo. Pero con seriedad, ¡ja, ja, ja! Tómalo con seriedad, te lo ruego, dulce rana, pero devuélvemelo cuando acabes. En marcha. Ahora adiós, Fucsia. Nos separamos para volvernos a encontrar.
Alzó ostentosamente el codo izquierdo, e Irma, girando las caderas y levantando la sombrilla por encima de la cabeza, con la nariz apuntando al camino como si fuera la aguja de una brújula, lo cogió por el brazo, y los dos hermanos penetraron en las sombras de los árboles.
Fucsia levantó a Titus y se lo puso sobre el hombro, mientras Tata doblaba la alfombra de color de herrumbre, y también ellas se pusieron en marcha hacia el castillo.
Pirañavelo había alcanzado la orilla opuesta y la cuadrilla caminaba otra vez alrededor del lago, cargando las ramas de castaño. El joven encabezaba el grupo, moviéndose con garbo y haciendo girar el bastón-espada.
MUCHO DESPUÉS de que la gota de agua del lago se desprendiera de la hoja de encina, precipitando irrecuperablemente hacia el abismo donde nunca había luz las miríadas de reflejos que flotaban en la superficie, la cabeza asomada al punto minúsculo de la ventana seguía contemplando el verano.
Pertenecía a la condesa. Estaba subida a una escala, ya que sólo así podía ver algo a través de la alta abertura invadida por la yedra. Detrás, la sombría habitación estaba llena de pájaros.
Unos pocos rayos de sol pasaban más allá de la cabeza de Gertrude y estallaban con silenciosa violencia contra la pared; unos fuegos incandescentes salpicaban el papel rojo oscuro. Totalmente inmóviles en la penumbra, ardían sin llamaradas, acentuando aún más la oscuridad de la habitación y transformándola en una especie de movimiento subyugado, un contra-juego de volúmenes de diferentes tonalidades, entre el gris ceniciento y el negro.
Era difícil distinguir los pájaros, pues no había velas encendidas. El verano ardía al otro lado de la ventana alta y pequeña.
Por fin, la condesa bajó de la escala, un paso de mamut tras otro, hasta que dio media vuelta con los pies en el suelo y empezó a moverse hacia la cama sombría. Al llegar a la cabecera, encendió la mecha de una vela medio derretida, y sentándose junto a los almohadones silbó una nota particularmente dulce y apagada entre los labios gruesos.
A pesar del volumen de la condesa, parecía como si un enorme árbol de invierno fuera ahora un árbol de verano. Mas no era con hojas con lo que estaba revestida sino con pájaros, frondosos como un follaje. Un centenar de ojos brillaban como cuentas de cristal a la luz de la vela.
—Escuchad —dijo—. Estamos solos. Las cosas andan mal. Se están poniendo feas. Se trama algo malo. Lo sé.
Entornó los ojos, —Pero que se atrevan a intentarlo. Esperaremos el momento propicio. Estaremos dispuestas. Dejemos que alcen esas manos sucias, y por todos los hados, les partiremos el espinazo. Dentro de cuatro días, la Investidura… y entonces yo misma me ocuparé de él, del bebé y del niño, de Titus, el septuagésimo séptimo.
Se puso en pie. —¡Que Dios perdone mi alma, pues va a necesitarlo! —tronó en medio de un revoloteo de alas y de pequeñas garras que intentaban recobrar el equilibrio—. ¡Que Dios la perdone cuando yo descubra al malvado! Pues con absolución o sin ella, encontraré
satisfacción
.
Cogió algunas migas de pastel de una caja próxima y se las puso entre los labios. Al sonido de trote de la lengua, una curruca se acercó a picotear de la boca de Gertrude, pero ella tenía los ojos entornados, y lo que podía vérsele del iris era tan duro y brillante como un sílex húmedo.
—Satisfacción —repitió con voz ronca las sílabas que sonaban pesadamente, con una especie de ronroneo—. Todo está centrado en Titus. La piedra y la montaña, la Sangre y el Cumplimiento. Que se atrevan a acercarse. Por cada pelo que le toquen haré que un corazón deje de latir. Y si consigo la gracia una vez acabado el desorden, bienvenida sea. Y si no, entonces ¿qué?
ALGO ENVUELTO EN UN SUDARIO blanco se movía hacia la puerta de los aposentos de las mellizas. El castillo dormía. El silencio era espacio. La Cosa, inhumanamente alta, parecía desmembrada.
En la habitación, las tías permanecían sentadas y abrazadas delante del hogar frío. Hacía mucho rato que esperaban que girara el pomo de la puerta. Y eso es lo que ahora empezó a ocurrir. Las mellizas lo miraban fijamente. Hacía más de una hora que lo estaban observando, en la sala mal iluminada, escuchando el tictac del reloj de latón. Entonces, de pronto, en la hendedura que crecía por momentos, la Cosa entró bruscamente, rascando el dintel con la cabeza, una cabeza helada que sonreía mostrando los dientes, una cabeza que era una calavera.
No pudieron gritar. Las mellizas no pudieron gritar. Tenían las gargantas contraídas y los miembros rígidos. Los cuatro ojos idénticos y desorbitados eran horribles, y mientras seguían así, paralizadas, una voz gritó por debajo de la sonriente calavera.
—¡Terror! ¡Terror! ¡Terror! ¡El más puro, absoluto y sangriento Terror!
Y una sábana de nueve pies de longitud entró en la sala.