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Authors: Mervyn Peake

Tags: #Fantástico

Titus Groan (70 page)

BOOK: Titus Groan
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En cuanto se sentó en la silla de respaldo alto de la Investidura, Bergantín metió debajo la muleta con aire irritado y empezó a escurrirse la barba. Para entonces, Fucsia estaba ya en su cedro. Tenía uno para ella sola, y estaba relativamente seco gracias al espeso follaje que se extendía por encima del estrado. Miraba a los habitantes de las casas, al otro lado del lago. ¿Por qué el corazón le latía con fuerza al ver a esas gentes de Extramuros? ¿Por qué se sentía incómoda? Era como si ellos guardaran un oscuro secreto, del que se iban a servir un día; algo que amenazaría la seguridad del castillo. Pero esa gente no tenía ninguna fuerza. Dependían de la gracia de Gormenghast. ¿Qué podían hacer? Fucsia observó a una mujer que se mantenía un poco apartada del grupo. Tenía los pies en el agua. Sostenía a una criatura en brazos. Mientras Fucsia la observaba, le pareció ver por un instante las oscuras lanzas de la lluvia a través de los miembros de la criatura. Se restregó los ojos y miró de nuevo. Estaba tan lejos… No podía estar segura.

Incluso los oficiales habían trepado a un olmo recubierto de yedra, con una rama quebrada que pendía de un tendón sin savia.

Sobre el cuarto estrado de los cedros, las tías temblaban, con las bocas cerradas herméticamente. No podían concentrarse en la ceremonia porque la Muerte estaba sentada con ellas.

Bergantín había empezado, la vieja voz se abría paso rechinando a través del tibio aguacero. Llegaba a todas partes, pues ya nadie notaba el sonido de la lluvia. Había sido tan monótona durante tanto tiempo que ya no se oía. Si hubiera cesado de repente, el silencio habría sido como un estruendo.

Pirañavelo observaba a Fucsia a través de las ramas. Sería difícil, pero sólo necesitaba un plan bien urdido. No había que forzar las cosas. Paso a paso. Conocía el temperamento de Fucsia: simple, dolorosamente simple, propensa a apasionarse por cosas ridículas; obstinada, pero en definitiva una muchacha, fácil de asustar y de adular; absurdamente fiel a unos pocos amigos, pero en la que no sería difícil sembrar desconfianza. ¡Una muchacha tan dolorosamente simple! Ése era el punto clave. No podía olvidar a Titus, claro, pero ¿para qué estaban los problemas sino para solucionarlos? Se pasó la lengua por el diente cariado.

Prunescualo se había secado las gafas por vigésima vez y observaba a Pirañavelo, que observaba a Fucsia. No prestaba atención a Bergantín, que soltaba la monodia del catecismo tan rápidamente como podía, pues estaba sufriendo las primeras punzadas de reumatismo.

—… y cargará para siempre con la sagrada responsabilidad del castillo de sus padres y de los dominios adyacentes, que defenderá de palabra y obra contra las incursiones de mundos ajenos. Observará los ritos sagrados, honrará sus blasones, y cuando llegue el momento instilará en su primer vástago varón respeto y reverencia por cada una de las piedras, hasta que repose en la tumba de sus antepasados, añadiendo un eslabón a la interminable cadena de los Groan. Que así sea.

Bergantín se sacó de la cara el agua chorreante con la palma de la mano y se escurrió de nuevo la barba. Luego buscó la muleta tanteando alrededor, y se incorporó sobre su única pierna. Con el brazo libre apartó una rama y chilló a través del ramaje:

—Eh, vosotros holgazanes, ¿estáis listos?

Los dos hombres de la balsa estaban listos. Habían tomado a Titus de brazos de Tata Ganga y se habían puesto de pie sobre la balsa de ramas de castaño, en el borde del lago. Del tamaño de una muñeca, Titus estaba sentado en medio de la balsa. El pelo de color sepia se le había pegado a la cara y al cuello, y tenía una expresión azorada en los ojos violetas. La ceñida túnica blanca marcaba los contornos del cuerpo pequeño.

La ropa ajustada era luminosa.

—¡Empujad, maldita sea! ¡Empujad! —La voz chillona de Bergantín rastrilló la superficie del agua de este a oeste.

Con un largo y gradual impulso de las perchas, los dos hombres condujeron la balsa hacia aguas más profundas. Moviéndose por ambos lados de la balsa y sumergiendo las perchas una docena más de veces, llegaron cerca del centro del lago. En un saquito de cuero que le colgaba de la cintura, el hombre más viejo llevaba la piedra simbólica, la rama de yedra y el collar de caracoles. El agua era ahora demasiado profunda para que pudieran alcanzar el fondo con las perchas, por lo que los dos hombres se zambulleron en el agua y se agarraron al borde de la balsa. Enseguida, dando puntapiés, moviendo las piernas como ranas, la acercaron al sitio adecuado.

—¡Más al oeste! —vociferó Bergantín desde la orilla—. ¡Más al oeste, idiotas!

Los nadadores chapotearon hasta el lado contiguo de la balsa y patalearon otra vez. Luego alzaron la cabeza por encima del agua pinchada de lluvia y miraron en la dirección de la voz de Bergantín.

—¡Alto! —chilló la desapacible voz—. ¡Y esconded vuestras malditas cabezas!

Los dos hombres se movieron a lo largo del borde hasta que las espesas ramas de castaño de la balsa, en el lado más alejado de los árboles, les oscurecieron las cabezas.

Con sólo las caras meneándose por encima de la superficie, los hombres pedaleaban en el agua. Titus estaba solo. Miraba alrededor, desconcertado. ¿Dónde había ido toda la gente? La lluvia chorreaba encima de él. Las facciones empezaron a arrugársele, le temblaban los labios, y estaba a punto de echarse a llorar cuando cambió de idea y decidió ponerse de pie. La balsa estaba completamente inmóvil y Titus se mantuvo en equilibrio.

Bergantín gruñó entre dientes. Todo salía a la perfección. Lo ideal era que el futuro conde estuviese de pie mientras se le nombraba. Naturalmente, en el caso de Titus este detalle se hubiera pasado por alto si la criatura hubiera decidido quedarse sentada o gatear alrededor.

—Titus Groan —gritó la anciana voz desde la orilla—. ¡El Día ha llegado! El castillo aguarda tu soberanía. De horizonte a horizonte, todo es tuyo, para que lo guardes y cuides: animales, vegetales y minerales, por los siglos de los siglos, pues tu muerte no detendrá la marea de una sangre tan ilustre.

La pausa era una señal para los nadadores. Encaramándose a la balsa, colgaron los caracoles alrededor del cuellecito mojado, y cuando la voz de la orilla gritó «¡Ahora!» intentaron poner en las manos de Titus la piedra y la rama de yedra.

Pero la criatura se negaba a sujetarlas.

—¡Por la sangre y los cálculos biliares del infierno! —chilló Bergantín—. ¿Qué sucede, carroñas inmundas? ¿Qué sucede? ¡Maldita sea, dadle la piedra y la rama!

Le obligaron a abrir los deditos y le pusieron los símbolos en las palmas, pero Titus apartó bruscamente las manos. No quería sostener esas cosas.

Bergantín estaba fuera de sí. Era como si el niño tuviera una mente propia. Golpeó el estrado con la muleta y escupió con furia. No había nadie, tanto en los árboles goteantes como a lo largo de la burbujeante franja de arena, nadie que no tuviera los ojos fijos en Titus.

Los hombres de la balsa no sabían qué hacer.

—¡Inútiles! ¡Inútiles! ¡Inútiles! —chillaba la odiosa voz a través de la lluvia—. ¡Dejadlos a sus pies, malditas sean vuestras sucias entrañas! ¡Dejadlos a sus pies! ¡Y sacad de ahí esas condenadas cabezas!

Los dos hombres volvieron a deslizarse en el agua, maldiciendo al anciano. Habían depositado la piedra y la rama de yedra sobre la balsa, a los pies del niño.

Bergantín sabía que la Investidura tenía que concluir al mediodía: estaba escrito en los viejos tomos y era la Ley. Apenas quedaba un minuto.

Balanceó la cara barbuda a derecha e izquierda.

—¡Su señoría la condesa Gertrude de Gormenghast! ¡Su señoría Fucsia de Gormenghast! ¡Sus señorías Cora y Clarice Groan de Gormenghast! ¡De pie!

Apoyándose sobre la muleta, Bergantín avanzó cojeando por la resbaladiza plataforma hasta unas pulgadas del borde. No había tiempo que perder.

—¡Que Gormenghast observe y escuche! ¡Ha llegado el Momento!

Se aclaró la garganta y empezó a hablar y ya no pudo detenerse, pues no había tiempo. Pero mientras gritaba las palabras tradicionales, las uñas se le partían contra la muleta de roble y el semblante se le había vuelto púrpura. Las enormes gotas de sudor que tenía sobre la frente eran lilas, pues en ellas ardía el color de la cara congestionada.

—¡En presencia de todos! En presencia del ala sur del castillo, en presencia de la montaña de Gormenghast y en la sagrada presencia de tus antepasados de la Sangre, yo, Guardián de los Ritos Inmemoriales, en este día de la Investidura, te proclamo Conde, único conde legítimo entre el cielo y la tierra, de horizonte a horizonte: Titus, septuagésimo séptimo Señor de Gormenghast.

Un silencio terrible e irreal se había posado sobre el lago, sobre los bosques y torres, sobre el mundo. La calma había llegado como una conmoción, y en cuanto los efectos de la conmoción se apagaron, sólo quedó la blanca vacuidad del silencio. Pues mientras las últimas palabras eran pronunciadas con una furia negra, habían sucedido dos cosas. La lluvia había cesado y Titus había caído de rodillas y se había puesto a gatear hacia el borde de la balsa con la piedra en una mano y la rama de yedra en la otra. Y entonces, ante el horror de todos, había arrojado los símbolos sacrosantos a las profundidades del lago.

En el frágil y expectante silencio que siguió, una sección de delicado cielo azul se desprendió de las lóbregas nubes por encima de Titus, quien se incorporó y avanzó con pasitos prudentes hacia el borde de la balsa, de cara a la sombría multitud de los Moradores congregados en la orilla. Estaba de espaldas a Bergantín, a su madre la condesa, y a todos los que observaban paralizados la única cosa que se movía en el silencio de porcelana.

Si una rama se hubiera quebrado en cualquiera de los mil árboles que rodeaban el agua, o si de pronto hubiera caído una piña, la atroz tensión se habría roto. No se quebró ninguna rama. No cayó ninguna piña.

En los brazos de la mujer, junto a la orilla, la extraña criatura empezó a debatirse con una fuerza que ella no podía entender. Se apartaba del pecho de ella, se apartaba inclinándose hacia el lago; y entretanto, el cielo se abría en flores de azur, y Titus, en el borde de la balsa, tiró tan fuerte del collar que se le quedó en las manos. Luego levantó la cabeza y con un único grito dejó helada a la muchedumbre que lo observaba desde todas partes, ya que no era un grito de llanto ni de alegría, ni tampoco de miedo o de dolor; era un grito agudo, pero no parecía la voz de un niño. Mientras gritaba lanzó el collar al agua centelleante, y cuando el collar estaba hundiéndose, un arco iris se curvó sobre Gormenghast, y una voz respondió.

Una voz diminuta. En aquella absoluta quietud, llenó el universo, como la nota única de un pájaro. Flotó por encima del agua desde la orilla donde estaban los Moradores, desde donde la mujer permanecía apartada de los suyos; desde la garganta de la criatura nacida de las entrañas de Keda, de la criatura bastarda, hermana de leche de Titus, que refulgía con una luz espectral.

OTRA VEZ ROTTCODD

MIENTRAS TANTO, bajo el aguacero y los rayos del sol, el castillo, hueco como una campana sin badajo, con el corroído armazón goteando o refulgiendo según los efímeros caprichos de la atmósfera, se erguía en inmemorial desafío a los cambiantes aires y cielos. Pero eran sólo unos velos de luces y tonalidades alterados: un rayo de sol se convertía en rayo de luna, una hoja flotante en nieve flotante; un tallo de almizcleña en la punta de un carámbano. No eran más que transitorios cambios de piel: cada hora un pulso más, una sombra menos: un lagarto se calentaba al sol y un petirrojo moría de frío.

Piedra tras piedra gris: las paredes se elevaban. Las ventanas bostezaban; los desgastados relieves de los escudos, las volutas y las divisas legendarias, melancólicos y en ruinas sobresalían en gastados relieves sobre las arcadas y las puertas, en los alféizares de las ventanas, en las paredes de las torres o en los pilares de los contrafuertes. Cabezas roídas por mil tormentas, con las achatadas caras estriadas de verdín y con barbas de enredaderas, miraban ciegamente hacia los cuatro puntos cardinales, entre párpados rotos.

Piedra tras piedra gris: la sensación de que los enormes bloques subían hacia el cielo, uno sobre otro en una masa ascendente, pesados y al mismo tiempo vivos con el esfuerzo de días muertos. Y sin embargo
inmóviles
, mientras los gorriones revoloteaban como insectos entre la yedra. Inmóviles, como paralizados por su propio peso, mientras los movimientos fugaces de alrededor aleteaban y morían: la caída de una hoja, una rana croando en el foso, o un búho de alas de lana bajando a tierra en círculos lentos.

Había algo en aquellos acres verticales de piedra que indicaba una inmovilidad más completa, un silencio que provenía de
dentro
, que susurraba. Pequeñas ráfagas de viento crujían por el armazón exterior del castillo; las hojas caían o eran rozadas por el ala de un pájaro; cesaba la lluvia y goteaban las enredaderas. Pero
dentro
, ni siquiera la luz cambiaba, excepto cuando el sol iluminaba una serie de salas polvorientas del ala sur, lejana y solitaria.

Pues
todos
estaban en la «Investidura». El aliento del castillo envolvía el lago. No quedaba más que el viejo pulmón de piedra. Ni una pisada. Ni una voz. Sólo madera y piedra, y puertas, barandillas, pasillos y cuartos, habitación tras habitación, sala tras sala, estancia tras estancia.

Parecía como si de un momento a otro una Cosa inanimada fuera a moverse: una puerta se abriría sola, o las manecillas de un reloj empezarían a dar vueltas. El silencio era demasiado enorme y cargado para contentarse con esta titánica atrofia. La tensión encontraría sin duda una válvula de escape, estallaría repentina y violentamente, como la reserva de agua de un dique roto, y los escudos caerían de sus herrumbrosos ganchos, los espejos se resquebrajarían, el piso de madera se levantaría y se abriría, y el propio castillo temblaría, sacudiendo las paredes como alas; bostezaría, se partiría y se derrumbaría con un rugido.

Pero no ocurrió nada. Cada sala era una boca abierta que no podía cerrarse; las mandíbulas de piedra forzadas y dolorosas. Las puertas eran como colmillos arrancados de la encía. No se oía ningún ruido y no sucedía nada humano.

¿Qué se movía en estas inmensas cuevas? ¿Una sombra huidiza? Sólo donde los rayos del sol se paseaban por el ala sur. ¿Qué más? ¿Ningún otro movimiento?

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