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Authors: Mervyn Peake

Tags: #Fantástico

Titus Groan (32 page)

BOOK: Titus Groan
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Pareció levantar los ojos del pequeño bulto que sostenía en brazos, y mirar la alta figura que andaba mecánicamente junto a ella; pero no hubo respuesta.

—Las cosas se ponen interesantes —se dijo Pirañavelo—. Señorías, Excorios y Gangas, todos en camino hacia la Torre de los Pedernales.

Cuando la oscuridad empezaba otra vez a engullirlos, Pirañavelo se puso de pie y flexionó las piernas amortajadas en la capa, desentumeciéndolas. Luego, guiándose por el sonido de las rodillas de Excorio, los siguió en silencio.

La pobre señora Ganga estaba completamente agotada cuando llegaron a la biblioteca, pues se había negado una y otra vez a que Excorio llevara a Titus, cuando aquél, aunque a regañadientes, se había ofrecido a hacerlo viendo que la anciana tropezaba continuamente en las irregularidades del terreno y se llevaba por delante las raíces de los pinos y las plantas rastreras.

El aire frío había despertado del todo a Titus, y aunque no lloraba, estaba desconcertado ante esta insólita aventura en la oscuridad. Cuando Excorio llamó a la puerta y entraron en la biblioteca, se puso a lloriquear y a debatirse en los brazos de la niñera.

Excorio se retiró a la oscuridad de un rincón, donde presumiblemente tenía una silla para sentarse. Todo cuanto dijo fue: —Los he traído, señoría.

Siendo el primer criado de lord Sepulcravo, consideraba que no era necesario decir
su
señoría.

—Ya veo —comentó el conde Groan, avanzando hacia Tata—. Supongo que la he importunado, niñera. Fuera hace frío. Acabo de salir a buscar esto para él.

Condujo a Tata a un extremo de la mesa. Sobre la alfombra, a la luz de una lámpara, estaban esparcidas una veintena de piñas, cada uno de los pétalos leñosos marcado con la sombra del pétalo superior.

La señora Ganga volvió la cara fatigada hacia lord Sepulcravo. Por una vez dijo las palabras apropiadas.

—¿Son para el pequeño conde, mi señor? —inquirió—. ¡Oh! Le van a encantar. ¿Verdad que sí, preciosidad mía?

—Déjelo en medio de las piñas. Tengo que hablar con usted —dijo el conde—. Siéntese.

Tata Ganga buscó una silla con los ojos, y al no encontrar ninguna, echó una mirada patética a lord Sepulcravo, que ahora estaba señalando el suelo con aire de fatiga. Titus se entretenía con las piñas, haciéndolas girar con los dedos y llevándoselas a la boca.

—No pasa nada. Las he lavado con agua de lluvia —dijo lord Groan—. Siéntese en el suelo, niñera, siéntese en el suelo.

Sin esperar más, él mismo se sentó en el borde de la mesa, con las piernas cruzadas hacia adelante, y las manos a ambos lados sobre la superficie de mármol.

—En primer lugar —dijo—, la he hecho venir hasta la biblioteca para comunicarle que he decidido reunir aquí a la familia dentro de una semana. Quiero que informe a los implicados. Tendrán una sorpresa. No importa. Vendrán. Avisará a la condesa. Avisará a Fucsia. También informará a sus señorías Cora y Clarice.

Pirañavelo, que había abierto la puerta pulgada a pulgada, se deslizó por una escalera que encontró inmediatamente a mano izquierda. Cerró la puerta con cuidado detrás de él y subió de puntillas hasta una galería de piedra que daba la vuelta al edificio. Por suerte, estaba en la sombra más oscura, y apoyado contra los estantes de libros que tapizaban las paredes, observó lo que pasaba abajo, frotándose las manos en silencio.

Se preguntaba dónde se habría metido Excorio, pues no parecía haber otra salida que la puerta principal, cerrada y atrancada. Tenía que estar de pie como él, o bien tranquilamente sentado en la sombra, pero guardó silencio pues no sabía a qué parte del edificio podía haber ido.

—A las ocho de la noche los estaré esperando, a Titus y a los demás. Ha de decirles que estoy planeando un almuerzo en honor de mi hijo.

Al pronunciar estas palabras con voz sonora y melancólica, la señora Ganga, incapaz de soportar la profunda tristeza del conde, empezó a retorcerse las arrugadas manos. Incluso Titus parecía detectar la pesadumbre que emanaba de las palabras lentas y precisas de su padre. Se olvidó de las piñas, y se echó a llorar.

—Traerá a mi hijo Titus vestido con ropas de bautizo, y también la corona del heredero de Gormenghast. El castillo no tendría futuro sin Titus, cuando yo ya no esté. Puesto que usted es su niñera, he de encomendarle que desde un principio le instile amor en las venas, amor por su lugar de nacimiento y por su linaje, así como respeto por las leyes, escritas y no escritas, de la tierra patria…

»Les hablaré, aun en contra de la paz de mi espíritu: les hablaré de estas cosas y de otras muchas que tengo en la mente. Durante el almuerzo, cuyos detalles serán discutidos una noche dentro de una semana, Titus será honrado y festejado. Lo celebraremos en el Refectorio.

—Pero no tiene más que dos meses, la pobre criatura —interrumpió Tata con voz ahogada por las lágrimas.

—Sin embargo, no hay tiempo que perder —respondió el conde—. Y ahora, mi pobre anciana, ¿por qué llora con tanta amargura? Estamos en otoño. Las hojas caen de los árboles como lágrimas ardientes. El viento aúlla. ¿Por qué tiene que imitarlos?

Tata lo miró con sus viejos ojos velados. Le temblaba la boca. —Estoy tan cansada, señor —dijo.

—Entonces, túmbese, buena mujer, túmbese —dijo lord Sepulcravo—. Ha hecho una larga caminata. Túmbese en el suelo.

Pero tumbarse de espaldas en el enorme suelo de la biblioteca, mientras el conde Groan le hablaba desde las alturas en frases que Tata apenas comprendía, no era para ella ningún alivio.

Acercó a Titus y miró el techo; las lágrimas le rodaron hasta la boca reseca. Titus estaba helado y había empezado a temblar.

—Ahora déjeme ver a mi hijo —dijo su señoría lentamente—. Mi hijo Titus. ¿Es verdad que es feo?

La señora Ganga se incorporó dificultosamente y tomó a Titus en brazos.

—No es feo, su señoría —dijo con voz temblorosa—. Mi criaturita es preciosa.

—Déjeme verlo. Levántelo, niñera, y acérquelo a la luz. ¡Ah!, así está mejor. Ha mejorado —dijo el conde—. ¿Qué edad tiene?

—Casi tres meses —dijo Tata Ganga—. ¡Oh, mi débil corazón! Tiene casi tres meses.

—Bien, bien, buena mujer, eso es todo. He hablado demasiado esta noche. Eso es todo lo que quería: ver a mi hijo y decirle que informe a la familia de mi deseo de tenerlos aquí a las ocho dentro de una semana. Será mejor que los Prunescualo vengan también. Yo mismo se lo diré a Agrimoho. ¿Ha comprendido?

—Sí, señor —dijo Tata, andando ya hacia la puerta—. Se lo comunicaré a todos, señor. ¡Oh, mi pobre corazón, qué cansada estoy!

—¡Excorio! —dijo lord Sepulcravo—, acompañe a la niñera. No vale la pena que vuelva esta noche. Me marcharé dentro de cuatro horas. Prepare mi habitación y encienda la lámpara de la mesita. Ya puede retirarse.

Excorio, que había emergido a la luz de la lámpara, asintió con la cabeza, volvió a encender la mecha de la linterna, y siguió a Tata Ganga por la puerta y los escalones hasta la noche estrellada. Esta vez no hizo caso de las protestas de la anciana, e instaló con cuidado a Titus en uno de los amplios bolsillos de la chaqueta, y luego, alzando a la diminuta y pataleante mujer en brazos, se encaminó solemnemente al castillo a través del bosque; Pirañavelo había salido detrás de ellos, con aire preocupado, y ni siquiera se molestó en no perderlos de vista.

Lord Sepulcravo, encendiendo una vela, subió la escalera que había junto a la entrada, y moviéndose a lo largo de la galería, se detuvo por fin ante una estantería de libros polvorientos. Con el dedo índice tiró de uno de los volúmenes, sopló el polen gris del lomo apergaminado, y luego, volviendo las primeras páginas, regresó a la galería y bajó otra vez.

Cuando llegó a la silla, se sentó y dejó caer la cabeza sobre el pecho. Tenía aún el libro en la mano. Bajo el altivo arco de las cejas, su mirada triste vagó por la sala, deteniéndose finalmente en las piñas esparcidas.

Una repentina e indomable ráfaga de cólera se apoderó de él. ¡Qué infantil había sido recogerlas! A Titus no le habían parecido divertidas.

Es raro que aun en hombres de mucho conocimiento y sabiduría haya un elemento infantil. Probablemente no eran las piñas lo que lo irritaba, sino el hecho de que le recordaran sus fracasos. Arrojó lejos el libro, y volvió a recogerlo inmediatamente, alisando las páginas con manos temblorosas. Era demasiado orgulloso y demasiado melancólico para mostrarse cariñoso, para comportarse con el niño como un verdadero padre. Ya había hecho más de lo que esperaba de sí mismo. Durante el proyectado almuerzo, brindaría a la salud del heredero de Gormenghast. Bebería en honor del Futuro, de Titus, de su único hijo. Eso era todo.

Se hundió otra vez en la silla, pero no pudo leer.

KEDA Y RANTEL

CUANDO KEDA VOLVIÓ con los suyos, los cactos goteaban agua de lluvia. Soplaba el viento del oeste, y por encima de la borrosa silueta del Bosque Retorcido el cielo estaba atestado de jirones arrugados. Keda se detuvo un momento a contemplar las rayas de lluvia oscuras y oblicuas que caían firmemente desde los rasgados bordes de las nubes hasta los rasgados contornos del bosque. El sol poniente estaba oculto detrás de las formaciones opacas, de modo que el cielo vacío apenas reflejaba luz.

Ésa era la penumbra que tan bien conocía. La penumbra de finales de otoño. Aquí no había rastro de aquellas sombras que la habían oprimido dentro de los muros de Gormenghast. Aquí volvía a ser una moradora de extramuros; se sintió liberada y alzó los brazos.

—Soy libre —se dijo—. Estoy de nuevo en casa. —Pero apenas pronunció estas palabras, comprendió que no era así. Sí, era verdad que estaba en casa, entre las viviendas donde había nacido, y junto a ella, como un viejo amigo, se erguía el escuálido cacto. Pero los otros, los amigos de la infancia, ¿dónde estaban? ¿A quién podía dirigirse? No buscaba a alguien en quien pudiera confiar. Sólo deseaba poder ir directamente a la casa de alguien que no le hiciera preguntas, y con quien ni siquiera tuviera que hablar.

Pero ¿quién? Ante esta pregunta, no tardó en aparecer la temida respuesta: los dos hombres.

De pronto ya no tuvo miedo, y el corazón le brincó con una inexplicable alegría, y a medida que las nubes del cielo empezaron a alejarse del cenit, aquellas que le habían oprimido el corazón fueron apartándose y la dejaron con un júbilo etéreo y una valentía que no lograba comprender. Marchó otra vez en el crepúsculo, y pasando junto a las mesas y bancos vacíos que brillaban de un modo raro en la oscuridad, mojados aún con una capa de lluvia, llegó por fin a la periferia de las casas de barro.

A primera vista parecía que los callejones estaban desiertos. Las casas de barro, generalmente de unos ocho pies de altura, se miraban desde ambos lados de los oscuros callejones como las orillas de un barranco, prácticamente tocándose por los techos. A esa hora los callejones hubieran estado en la más completa oscuridad si no fuera porque los Moradores tenían la costumbre de colgar lámparas en los dinteles de las puertas y encenderlas a la puesta del sol.

Keda dobló varias esquinas antes de encontrar el primer signo de vida. Un perro enano, de esa raza ubicua y furtiva que se escabullía con mucha frecuencia a lo largo de los senderos de barro, se adelantó a Keda corriendo sobre unas patitas sarnosas y restregándose contra la pared. La muchacha sonrió un poco. Desde la infancia le habían enseñado a despreciar a esos perros enanos y parásitos, pero al verlo pasar furtivamente junto a ella, no sintió ningún desprecio, y en la repentina alegría que le llenó el corazón le pareció que el chucho era parte de ella misma, el amor y la paz con que abrazaba el mundo. El chucho se había detenido a unos pocos metros delante de ella, y estaba sentado sobre las ancas sarnosas, rascándose con una pata la llaga que tenía detrás de la oreja. Keda sintió que el corazón le estallaba con un amor universal que atraía todas las cosas hacia su atmósfera ardiente sólo porque
existían
: los malos, los buenos, los ricos, los pobres, los feos, los hermosos, y también el perro amarillento que se rascaba la oreja.

Conocía tan bien esos callejones que la oscuridad no le impedía avanzar. Que los senderos de barro estuvieran desiertos era natural a esa hora de la noche en que la mayoría de los Moradores se acurrucaba junto a un fuego de raíces. Por eso Keda había salido tan tarde del castillo. Había una costumbre entre los Moradores de Extramuros de acercar la cara a la luz de la lámpara más próxima cuando se cruzaban con alguien de noche; después de mirarse unos instantes, proseguían la marcha. No era necesario que se saludaran, y la posibilidad de que se encontraran dos amigos parecía poco frecuente. La rivalidad entre las familias y las diferentes escuelas de escultura era implacable y feroz, y ocurría a veces que los enemigos se encontraban cara a cara bajo la luz de las lámparas que colgaban de las puertas; pero la costumbre era rigurosamente observada: se miraban fijamente un momento, y luego seguían adelante.

En un principio, Keda tenía la esperanza de poder llegar a su casa, la casa que le pertenecía desde la muerte de su anciano marido, sin tener que acercarse a una lámpara y ser reconocida por algún morador transeúnte, pero ahora ya no le importaba. Le parecía que la belleza que la invadía era más afilada que el filo de una espada, y una protección igualmente segura contra la calumnia y el chismorreo, contra las envidias y los odios subterráneos que una vez la habían atemorizado.

¿Qué le había sucedido?, se preguntó. Esa exaltación tan ajena a su propia y apacible naturaleza la sorprendía a la vez que la fascinaba. El momento tan temido —cuando los problemas de que había escapado al refugiarse en el castillo la envolviesen como una niebla impenetrable y aterradora— se había transformado en un atardecer de hojas y llamas, en una noche de murmullos.

Siguió andando. Detrás de las toscas puertas de madera de muchas de las viviendas oía las pesadas voces de quienes estaban dentro. Por fin llegó al largo callejón que conducía directamente a la escarpada muralla de Gormenghast. Más amplia que las demás, de nueve pies, que se ensanchaban a veces hasta doce, esa calle era el lugar donde se daban cita diariamente los Tallistas Brillantes. Los ancianos y las ancianas se sentaban en el umbral de las puertas, o iban cojeando a hacer sus recados, y los niños jugaban en el polvo bajo la sombra cambiante de la gran muralla que se alargaba gradualmente por la calle hasta que de noche engullía la larga avenida y se encendían las lámparas. Sobre el tejado plano de muchas de las casas habían colocado una talla, y al ponerse el sol, la hilera de figuras de madera del lado este resplandecía y ardía, mientras que la hilera del lado oeste se recortaba sobre el fondo luminoso del cielo como una serie de siluetas de color negro azabache, mostrando ese contraste de curvas amplias y ángulos cerrados que tanto apreciaban los Moradores.

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