Sólo el paso acolchado de los gatos. Sólo el silencio de los gatos aturdidos, toda una hilera de gatos, una hilera ondulante, blanca como el lino, y desolada como el largo ademán de una mano.
¿Dónde, en los desiertos del castillo abandonado, hechizado con lagunas de piedra, encontrarían un camino? De silencio en silencio. Todo estaba desarraigado. Vida, hueso y aliento. El eco, las cosas que se movían, todo había desaparecido…
Eran una corriente. Una corriente que discurría, silenciosa y deliberada. Una corriente que se deslizaba a través de las puertas entreabiertas, Los gatos.
Pasaron rápidamente bajo el firmamento de querubines desconchados que coronaba la penumbra. Los pilares, estrechándose en fría perspectiva, eran una avenida mastodóntica. En el refectorio había pistas de silencio. Corrieron sobre las piedras. Por un pasillo de yeso resquebrajado. Habitación vacía tras habitación vacía, sala tras sala, galería tras galería, profundidad tras profundidad, hasta que la inmensa cocina gris se abrió ante ellos. Los tajos, los hornos y las parrillas se alzaban inmóviles como altares funerarios. La espumosa corriente pasó muy por debajo de las vigas torneadas. Fluía sin el menor titubeo. Cuando la cola de la hilera blanca desapareció, la cocina se quedó tan desolada como un cráter en una colina lunar. Subían en tropel por escaleras frías, hacia otras tierras.
¿Qué ha sido de ella? Corrían, con ojos como lunas, a través de la lúgubre penumbra de un millar de bostezos. Trepando por escaleras de caracol a otros nuevos mundos, atravesando la media luz del mediodía. Y no había señales de vida, y ella no estaba.
Y sin embargo no cejaban. Legua tras legua, las rápidas y parsimoniosas pisadas acolchadas. Dejaron atrás la habitación de estaño, luego la habitación de bronce, la habitación de hierro. Dejaron atrás la armería, y unos pasadizos, a ambos lados…, pero nada respiraba en Gormenghast.
La puerta de la Galería de las Tallas Brillantes estaba entreabierta. Cuando se escurrieron por la abertura fue como si hubiera aparecido una larga serpiente de nieve blanda, con el ondulante cuerpo moteado de ojos amarillos. Sin detenerse un momento se deslizó por entre las tallas levantando centenares de nubecillas de polvo. Llegó hasta el fondo sombrío de la sala, hasta la hamaca donde, como una continuación física del silencio y de la quietud, dormitaba el conservador, la única cosa viva en el castillo, aparte de la serpiente felina que pasaba delante de él y ya regresaba hacia la puerta. Por encima, refulgían las tallas multicolores. La mula dorada, la criatura gris galerna, la cabeza herida con bucles de púrpura abismal.
Rottcodd dormitaba, ignorando por completo no sólo que su santuario había sido invadido por los gatos de la condesa, sino también que el castillo estaba vacío debajo de él y que éste era el día de la Investidura. Nadie le había comunicado la desaparición del conde, ya que nadie había subido a la polvorienta galería desde la última visita de Excorio.
Cuando despertó, sintió hambre. Levantó las persianas y descubrió que la lluvia había cesado y que de acuerdo con la posición del sol estaba avanzada la tarde. Y sin embargo no le habían mandado nada en el diminuto ascensor que comunicaba con la cocina, ochenta varas más abajo. Era algo inaudito. No encontrar la comida aguardándolo en el ascensor era tan extraño que por un momento pensó que quizás no estaba despierto. Quizás estaba soñando que había bajado de la hamaca.
Tiró de la cuerda que desaparecía en el pozo negro, y oyó muy abajo el débil tintineo de la campana. Aunque el sonido metálico era apagado y remoto, hoy parecía más claro que otros días. Se diría que era la única cosa en movimiento. Como si no tuviera otro sonido con que competir, ni siquiera el zumbido de una mosca contra un cristal; sonaba de una manera tan solitaria, tan clara y tan infinitamente distante. Aguardó, pero no pasó nada. Tiró del cabo de la cuerda por segunda vez y lo soltó. De nuevo resonó una campana, como en una ciudad de sepulcros olvidados. Esperó otra vez. Y otra vez no pasó nada.
Profundamente perturbado, regresó a la ventana que abría tan pocas veces, pasando por debajo de la trémula luz de los candelabros. Estaba acostumbrado al silencio y advirtió enseguida que había algo inusual en el vacío. Algo próximo e insistente. Y mientras reflexionaba notó una especie de inestabilidad, una sensación casi de miedo, como si la ética hasta ahora incuestionable sobre la que se asentaban todas sus creencias, y que filtraba todos y cada uno de sus conceptos, estuviera de pronto amenazada. Como si la
traición
merodeara por alguna parte. Algo profano, peligroso e implacable en su desdén por las premisas fundamentales de la
lealtad
. ¿Qué podía contar, o bien tener el más mínimo tipo de valor en acción o pensamiento, si los cimientos sobre los que había erigido el edificio de sus creencias estaban hundiéndose y poniendo en peligro la sacrosanta estructura que tenían encima?
Era imposible. ¿Qué
podía
cambiar? Se acarició la barbilla y echó una mirada dura y vidriosa a través de la ventana. A sus espaldas, la larga y sombría Galería de las Tallas Brillantes relucía tenuemente bajo los candelabros suspendidos. Aquí y allá, una espalda o una mandíbula, una aleta o una pezuña ardían en la penumbra con una llama verde o añil, escarlata o amarillo limón. La hamaca se balanceaba ligeramente.
Algo andaba mal. Incluso si la comida le hubiera llegado como todos los días, hubiera notado que algo andaba mal. Este silencio no era el de siempre. Era portentoso.
Revolvió tortuosamente sus pensamientos, y sus ojos, perdiendo por un momento el lustre de vidrio, recorrieron la escena de abajo. Un poco a la izquierda, a unos cincuenta pies por debajo de la ventana, había una desolada meseta de tejados bordeada de torreones, grises de musgo, que se alzaban a intervalos de unos tres pies. Había docenas de ellos. Rottcodd examinaba el monótono perfil, cuando de repente echó la cabeza hacia adelante y clavó los ojos. Acababa de advertir que cada torreón estaba rematado por un gato, y que cada gato, blanco como un penacho, tenía el cuello estirado y miraba algo a través de los ojos hendidos, algo que se movía, mucho más abajo, en el estrecho sendero color de tierra que salía de las dependencias del castillo hacia los bosques del norte.
Rottcodd descubrió, observando las miradas convergentes de los gatos de los torreones, el área del lejano panorama que convenía examinar, pues la inmóvil y ávida concentración de cada una de las luminosas siluetas níveas y de los ojos amarillos hacía pensar que sin duda había algún espectáculo particularmente interesante por debajo de ellos, y al cabo de un rato consiguió ver, saliendo del bosque, como si fueran juguetes, la cabalgata de los principales personajes del castillo de piedra.
Los caballitos iban en cabeza. Rottcodd, que veía con facilidad a lo lejos, pero que cuando se ponía la mano delante de la cara no podía contar los dedos más que tocándolos, se quitó las gafas. Las borrosas figuras que avanzaban a la luz del sol, tan lejos por debajo de su ventana, dejaron de bailar, se aclararon, y sobresaltaron a Rottcodd. ¿Qué había pasado? En el momento en que se hizo la pregunta, encontró la respuesta. ¡Y pensar que a nadie se le había ocurrido comunicárselo! ¡Nadie! Era una píldora amarga. Lo habían olvidado. Pero no podía quejarse, pues siempre había deseado que lo olvidaran. No podía tenerlo todo.
Observó atentamente: no había error posible. Las figuras eran minúsculas pero claras como el cristal en la atmósfera lavada por la lluvia. Había una cesta de mimbre sobre el caballo que encabezaba el desfile: la criatura que él nunca había visto hasta entonces, dormida con un brazo sobre el borde de la cesta. ¡Dormida el día de la Investidura! Rottcodd hizo una mueca de dolor. Era Titus. Así pues, Sepulcravo había muerto sin que él se enterara. Habían ido al lago; al lago; y allí, debajo de él, transportado lentamente por una yegua gris, estaba el septuagésimo séptimo.
Sujetando la brida de la yegua iba un joven que no conocía. Era alto de hombros y el sol le brillaba en la frente abombada. Debajo de la silla-cuna, el lomo de la yegua estaba cubierto por un apolillado tapiz bordado en oro que colgaba casi hasta el suelo.
Además de Titus, la cuna contenía una corona de cartón, una pequeña espada de vaina azul-cielo, y un libro con las hojas de pergamino apretujadas contra los pequeños muslos de la criatura, profundamente dormida.
Detrás de él, montada de lado, venía la condesa, con la cabellera como una punta de fuego. Estaba muy quieta mientras la montura avanzaba lentamente. Enseguida Rottcodd vio a Fucsia, de espalda muy erguida y las manos flojas en las riendas. Después el tílburi de las tías, a quienes Rottcodd tardó en reconocer a pesar de sus inconfundibles e idénticas posturas, pues no llevaban los trajes purpúreos. Vio a Bergantín, a quien confundió con Agrimoho, su difunto padre, clavando una muleta en el flanco del caballo, y luego a Tata Ganga, sola en su carruaje, con las manos en la boca, mientras un mozo de cuadra tiraba del poney. A la vanguardia de los peatones iban los Prunescualo. Irma cogida del brazo de su hermano, seguidos de Pentecostés y del poeta con cara de cuña. Pero, ¿quién era ese hombre rechoncho de cara de mulo que caminaba entre ellos con pasos arrastrados? ¿Y dónde estaba Vulturno? Sí, ¿dónde estaba el chef? ¿Y Excorio? Detrás de Pentecostés, aunque a una distancia respetuosa, iba el grueso de la tropa, los innumerables criados que el bosque lejano vomitaba por momentos.
Ver después de tanto tiempo las figuras del castillo que desfilaban por debajo de él (aunque tan lejanas) fue, para Rottcodd, a solas en la Galería de las Tallas Brillantes, motivo de satisfacción y de pena a la vez. Satisfacción de ver que el ritual de Gormenghast seguía cumpliéndose tan sacramental y deliberadamente como siempre, y pena a causa de ese nuevo sentimiento de flujo que, aunque en apariencia inexplicable e irracional, le emponzoñaba la mente y le aceleraba el corazón. Los que vivían abajo habían tenido ya, en formas y grados diversos, ese presentimiento de peligro que acababa de irrumpir en la remota y polvorienta atmósfera en la que la suerte de Rottcodd había sido pasarse la vida en constante duermevela.
¿Sepulcravo muerto? Y un nuevo conde…, ¿un niño de apenas dos años? ¿Cómo era posible que las piedras del castillo no le hubieran transmitido el mensaje, que las Tallas Brillantes no le hubieran revelado el secreto? Desde el paisaje de juguete compuesto por figuras, caballos, senderos, árboles, rocas y el reflejo verde de un lago del tamaño de un sello, brotó de pronto el grito de una voz vieja, cruel, a pesar de la distancia. Luego el silencio descendió otra vez sobre la comitiva, y sólo fue interrumpido por ruidos tan ínfimos como el de una tachuela cayendo sobre un ladrillo, cuando el casco de un caballo golpeaba una piedra, o una brida restallaba con la voz de un mosquito; y Rottcodd desde lo alto de su nido de águila, observaba a las figuras que avanzaban y avanzaban hacia la base del castillo, cada una de ellas con una sombra corta y negra cosida a los talones. En torno a la comitiva, el terreno parecía recién pintado, o más bien, era como si un paisaje, apagado y triste con el paso del tiempo, hubiera sido barnizado y ahora brillara como nuevo, prístino cada fragmento de la enorme tela; todo, un glorioso esplendor.
La yegua que iba adelante, con Titus todavía dormido en la silla de mimbre, se estaba aproximando ahora a una sombra más vasta, la sombra del castillo, que se desparramaba prodigiosamente como un lago de agua morosa desde la base de las murallas de piedra.
La hilera de figuras se estiraba más y más en una curva delgada. Aun ahora que la cabeza de la procesión estaba bajo los muros, los lejanos sotos junto al lago seguían vaciándose. Rottcodd volvió un momento los ojos hacia los gatos blancos, cada uno encaramado sobre un torreón de musgo gris. Notó enseguida que ya no miraban el grupo como antes, sino hacia cierta sección de la fila, donde cabalgaba la silenciosa condesa. Los cuerpos ya no estaban inmóviles. Temblaban al sol; cuando Rottcodd apartó los ojos guijarrosos y miró a las estatuillas de abajo (las tres mayores hubieran cabido en la garra del más alejado de los gatos, que se encontraba a unos buenos cincuenta pies por debajo de Rottcodd), se vio obligado a mirar otra vez rápidamente hacia los heráldicos felinos, pues los cuerpos temblorosos emitieron al unísono un grito parecido a una sirena, totalmente sobrenatural.
Por detrás de Rottcodd, la larga y polvorienta galería pareció alargarse, pues el grito del mundo exterior acentuó el silencio mortal, expandiéndolo, y una tierra desierta se extendió a la altura de sus omoplatos. Al otro lado de la puerta lejana, y por debajo del suelo de madera, en las salas del piso inferior, y aún más abajo, por los laberintos de pasillos y escaleras mudas, el melancólico castillo bostezó.
La condesa había tirado de las riendas del caballo y levantó la cabeza. Por un instante, paseó los ojos por el precipicio que se alzaba sobre ella, y luego, frunciendo la boca, dejó escapar una nota aguda y triste, como de caramillo.
Los torreones de musgo gris quedaron repentinamente desocupados. Como blancas corrientes de agua, como cascadas, los gatos descendieron por el vertiginoso precipicio de piedra. Rottcodd no comprendía cómo habían podido desaparecer tan rápidamente, como nieve derretida al sol, y cuando apartó los ojos de la desierta meseta de tejados para escrutar el paisaje de más abajo, quedó estupefacto al ver una nubecilla que atravesaba deprisa un campo de arvejas. La nube aminoró la velocidad y se arremolinó, y cuando la condesa adelantó su montura, era como si el animal chapoteara hasta los espolones en una bruma blanca que se condensaba en el movimiento de los cascos.
Titus despertó cuando la yegua que lo transportaba entró en la sombra del castillo. Se arrodilló en la cesta, los cabellos negros por la lluvia de la mañana, adheridos como serpientes al cuello y los hombros. Se aferró al borde de la cuna. La túnica empapada y brillante pareció de color gris cuando se hundió en la sombra acuosa que la yegua estaba vadeando. Una tras otra, las minúsculas figuras perdieron su brillo de juguetes y fueron devoradas. Los cabellos de la condesa se extinguieron como una brasa en la bahía plomiza. La nube felina a sus pies era ahora una neblina de humareda gris. Una a una, las brillantes formas penetraron en la sombra y se ahogaron.
Rottcodd se apartó de la ventana. Las tallas seguían allí. El polvo seguía allí. La débil luz de los candelabros arrancaba trémulos reflejos de las tallas. Pero todo había cambiado. ¿Era ésta la galería que Rottcodd conocía desde hacía tanto tiempo? Los presagios parecían ominosos.