Vulturno se encaminó hacia el soporte de esta viga, golpeando los afiligranados rayos de luna que se combaban y resplandecían sobre sus piernas. Las huellas que había dejado atrás, desde la puerta hasta la viga, eran un visible cañón de sueño, abierto entre dos paredes de telarañas. Ahora, de pie detrás del viejo baúl, se había acercado tanto que casi podía tocar a Excorio extendiendo el brazo que blandía el machete. El aire entre ellos parecía un poco más despejado. Nunca habían estado tan próximos como ahora en el transcurso de esta lluviosa noche. La espantosa y palpable proximidad que sólo puede sentirse cuando hay odio mutuo. Los propósitos de los dos, particulares e inmediatos, eran idénticos. ¿Qué otra cosa tenían en común? Nada más que la Sala de las Arañas alrededor, las telarañas, las vigas, el mudo juego escénico de la luna adornada de lentejuelas y el tamborileo de la lluvia.
En cualquier otro momento, el chef hubiera dado rienda suelta a su prolífico ingenio. Se hubiera mofado de la larga figura agazapada delante de él. Pero ahora que el derramamiento de sangre era inminente, ¿qué más daba si exasperaba o no a su adversario? Recurriría al ingenio de manera más concreta. Refulgiría, pero como una hoja acerada. Y su insulto final sería que Excorio no pudiera distinguir un insulto de una chuleta de cordero. Al menos sería difícil que pudiera distinguirlos, con el cuerpo partido en dos.
Durante un instante, ambos se hamacaron levemente sobre las puntas de los pies. Adelantando la espada, Excorio empezó a desplazarse de costado hacia la viga, a la izquierda, presumiblemente con la intención de acortar distancias. A medida que Vulturno volvía los ojitos a la derecha para seguir los movimientos de su enemigo, advertía que el espeso entramado de viejas telarañas le impedía ver con claridad, y que por tanto sería imprudente quedarse donde estaba. En un santiamén, dio un paso de lado hacia la izquierda y volvió los ojos también a la izquierda. Excorio se escurrió inmediatamente hacia él, mirando a través del manto de espesas telarañas que le cubría a medias el rostro. Tenía la cabeza justo encima del extremo más bajo de la viga. La rápida ojeada de Vulturno hacia la izquierda había sido fructífera: el extremo levantado de la viga era el primer aliado que encontraba en esta sala de obstáculos. Cuando miró de nuevo a su flaco enemigo, frunció los labios gruesos. En cuanto a si esta obscenidad muscular podía ser calificada de «sonrisa», no lo sabía, ni le importaba. Excorio estaba agachado exactamente en el lugar donde había planeado atraerlo. Tenía la barbilla echada hacia adelante, como si hubiera adquirido este hábito sólo para complacer al chef. No había tiempo que perder. Vulturno estaba a tres pies del extremo de la viga cuando dio un salto. Durante un momento hubo tanta carne y sangre en el aire que una estrella cambió de color bajo los anillos de Saturno. Vulturno no aterrizó sobre los pies. No lo había intentado. Lo que quería era dejar caer todo el peso del cuerpo sobre la cabeza de la viga. Lo dejó caer; al asestar el golpe con el bajo vientre, el otro extremo de la viga brincó como si estuviera vivo, y golpeando a Excorio por debajo de la estirada mandíbula, lo alzó tan alto como era, antes de que se desplomara como un peso muerto.
El chef se incorporó grotescamente, ansioso por alcanzar enseguida el cuerpo de su víctima. Ahí estaba, tendida en el suelo, con la chaqueta levantada hasta los sobacos, dejando un flaco costado al descubierto. Vulturno alzó el machete. ¡Hacía tanto tiempo que esperaba! Muchos, muchos meses. Levantó los ojos hacia el arma envuelta en telas grises, y en ese momento el párpado izquierdo de Excorio tembló, y a continuación enfocó al chef, observándolo a través de las pestañas. En ese horripilante momento, no tenía fuerzas para moverse. No podía hacer otra cosa que observar. El machete estaba alzado, pero ahora vio que Vulturno miraba burlonamente la hoja, con las cejas levantadas. Entonces oyó la voz esponjosa por segunda vez esa noche.
—¿Quieres que te limpie, preciosa mía? —decía la voz, como segura de que obtendría una respuesta de la brutal hoja de acero—. ¿Verdad que te gustaría que te limpiara antes de la cena? Claro que sí. ¿Te gustaría meterte en un baño calentito con todas las ropas puestas, eh? Sí, sí, mi capullito, enseguida te limpiaré. Primero te frotaré la cara, cariño, hasta que quede tan azul como la tinta, y así podrás tomar tu biberón. ¿Verdad que sí? —Se llevó la finísima hoja de metal al pecho—. Es lo que mejor te irá para la sed, amor mío. El último trago antes de acostarte.
Tras unos instantes de gorgoteo gástrico, Vulturno empezó a arrancar las telarañas de la hoja del machete. Estaba a unos dos pies de la postrada figura de Excorio, medio dentro y medio fuera de la luz lunar. La línea de demarcación le atravesaba el costado desnudo. Era una suerte para él que fuera la mitad superior la que estaba en sombras y que casi no se le viera la cabeza. Observando la mole que tenía encima, vio que Vulturno había acabado de quitar las telarañas del arma y le miró con atención la parte superior de la cara. Estaba velada, como el resto de la cara y el cuerpo, con aquellas telas ubicuas, pero parecía que por encima de la oreja izquierda había también otra cosa. Vulturno estaba tan acostumbrado al cosquilleo de los filamentos en la cara y a los cientos de comezones en la piel que no había advertido que una araña se le había aposentado sobre el ojo derecho. Había aceptado esa ceguera parcial como parte del engorro de tener la cabeza cubierta con un manto de telarañas. Desde donde estaba tumbado, Excorio veía claramente la araña, pero lo que descubrió ahora fue providencial. Era la hembra de la araña. Había emergido del nido de hebras grises encima de la oreja izquierda y se movía, pata tras pata, con pasos largos y finos. ¿Iba en busca de su esposo? Si era así, estaba bien orientada, pues se encaminaba directamente hacia él.
Vulturno pasaba la mano por la cara de acero del arma. Estaba desnuda y dispuesta. Poniendo los grasosos labios sobre la hoja, besó el acero refulgente, y retrocediendo medio paso, levantó el machete con ambas manos agarrando el doble mango muy por encima de su cabeza agachada. Estuvo así un rato de puntillas, y de repente se quedó ciego. El ojo izquierdo tenía problemas con una araña hembra. Se le había instalado en el centro del ojo y disfrutaba con el bamboleante movimiento de la órbita que tenía debajo. Éste era el momento preciso que Excorio había estado esperando desde que descubriera el insecto unos segundos antes. Le parecía haber estado tumbado a merced del mortífero machete durante una hora por lo menos. Ahora era el momento, y agarrando la espada que había caído al suelo junto con él, rodó con gran rapidez por debajo del vientre del cocinero, lejos del machete.
Vulturno, sudando de irritación, interrumpido por segunda vez en este asunto del clímax, imaginaba sin embargo que Excorio continuaba postrado en el suelo. Si hubiera asestado el golpe a pesar de las arañas que tenía en los ojos, es muy probable que Excorio no hubiera podido escapar. Pero Vulturno hubiera considerado que una carnicería a ciegas era un triste final después de todo el trabajo que se había tomado. Delante de la puerta de lord Sepulcravo había sido diferente, pues de cualquier modo allí no había luz. Pero aquí, con una hermosa luna para iluminar la tarea, no era ni el momento ni el lugar para estar a merced de los caprichos de una araña.
Por tanto, bajó el machete hasta el pecho, y alzando la mano derecha se quitó los insectos de los ojos. Había empezado a levantar otra vez el arma, cuando advirtió que su víctima se había esfumado. Giró sobre los talones, y sintió de pronto un dolor lacerante en la nalga izquierda y una sensación de quemazón en un lado de la cara. Chillando como un cerdo, se volvió bruscamente y se llevó un dedo al lugar donde debía de haber tenido una oreja. Había desaparecido. Excorio la había arrancado de cuajo, y el cartílago se balanceaba en el fondo de la habitación en una hamaca de telarañas a un palmo del suelo. ¡Ni el más indolente de los voluptuosos se había mecido nunca con la languidez de esta carne deshuesada!
Un rayo de luna que caía sobre el lóbulo sanguinolento se retiró diplomáticamente, y la oreja desapareció en la discreta oscuridad. Excorio había asestado, en rápida sucesión, un golpe de estoque y otro de tajo. El segundo no había alcanzado el cráneo, pero había hecho correr la primera sangre. En realidad, la primera y la segunda, pues la nalga izquierda de Vulturno sangraba copiosamente. Una isla estaba revelándose poco a poco, una isla roja que asomaba en la inmensidad blanca de la tela. Los contornos de la isla cambiaban de continuo, pero cuando el eco del grito del chef se apagó al fin, se parecía mucho al ala invertida de un ángel.
Los golpes no habían sido más que una pequeña sangría. Sólo clavándole una pértiga o dos hubiera podido conseguirse que la vasta extensión de Vulturno fuera carne vulnerable. La profusa hemorragia no demostraba gran cosa. Tenía sangre suficiente como para revitalizar a todo un ejército anémico y enfriar los cañones con lo que quedara. Colocados uno tras otro, sus vasos sanguíneos hubieran podido enroscarse como una enredadera de Virginia alrededor de la Torre de los Pedernales y volver a bajar hasta medio camino; un hogar ideal para un vampiro sin hogar.
Sea como fuere, Vulturno sangraba, y el rencor calculado y frío había dado paso a una furia convulsiva que no tenía relación con el pasado. Hervía con rabia de
ahora
, y hundiéndose en las telarañas de alrededor, el chef asestó a Excorio un largo golpe de guadaña. Se había movido con una velocidad sorprendente, y si los brillantes filamentos no hubieran falseado las distancias y el golpe no hubiese sido prematuro, es probable que todo hubiera terminado y sólo faltara deshacerse del cadáver. De todas maneras, el silbido del acero y la ráfaga de aire fueron suficientes para ponerle los pelos de punta a Excorio y desencadenar una horrible vibración sonora. Sin embargo, Excorio se recuperó casi enseguida de la sorpresa y devolvió el golpe a Vulturno, quien por un momento perdió el equilibrio, alcanzado en la especie de abultado travesaño que tenía por hombro.
A partir de entonces, las cosas se sucedieron rápidamente, como si todo lo que había pasado antes no hubiera sido más que un simple preámbulo. Aunque con un nuevo dolor en el hombro, Vulturno se recuperó del tropiezo de haber fallado el golpe, y sabiendo que con el machete extendido llegaba más lejos que su contrincante, agarró el arma por el extremo del mango y se puso a girar, moviendo los pies con horripilante rapidez debajo del vientre, no sólo con una especie de complicado paso de danza que hacía que el cuerpo diese vueltas y vueltas a gran velocidad, sino de una manera que lo acercaba cada vez más a Excorio. Entretanto, el machete extendido delante giraba cantando. Las telarañas que aún quedaban en el centro de la sala caían al paso de este tremendo ciclón moteado de luna. Excorio, por el momento paralizado, observaba con fascinado horror la continua sucesión de caras provocadas por los rápidos giros de Vulturno: tenía cientos de caras; aparecían y reaparecían a gran velocidad (con igual número de vistas posteriores de la enorme cabeza, mechadas, literalmente, con caras mantecosas). El acero zumbaba cada vez más cerca. La rotación era demasiado rápida para que Excorio pudiera atacar a Vulturno entre ciclo y ciclo. Pero aunque el chef se detuviera, no estaría al alcance de Excorio, que cedía terreno.
Mientras retrocedía se dio cuenta de que estaba siendo arrinconado hacia una esquina de la sala. Vulturno se abalanzaba sobre él como en una pesadilla. Aunque la mente del chef seguía funcionando, la perfección física del movimiento de los pies y de las vueltas del acero tenía una cualidad de trance que por su misma perfección se había convertido en algo autónomo, que no necesitaba de nadie. Era difícil imaginar cómo iba a pararse la gran peonza blanca.
De pronto, Excorio tuvo una idea. Como si quisiera protegerse de la amenaza del acero, retrocedió más y más hacia el rincón, hasta que la encorvada espina dorsal tocó el ángulo de las dos paredes. Habiéndose acorralado por voluntad propia, pues si se lo hubiese propuesto habría tenido tiempo de saltar a la lluvia por el boquete de luz de luna, se irguió cuán largo era, el espinazo apretado contra el ángulo recto de las paredes y la espada apuntando a los pies, y aguardó.
El machete guadaña se aproximaba por momentos. A cada instantánea de la giratoria cara de Vulturno, Excorio veía los ojitos inyectados de sangre clavados en él. Eran como coágulos de odio; el chef tenía todos los pensamientos y fibras tan concentrados en la muerte de Excorio que mientras zumbaba acercándose, había perdido el sentido común y ocurrió lo que Excorio había esperado. El arco del largo acero era tan amplio que el extremo izquierdo y el extremo derecho estuvieron de pronto a unos pocos centímetros de las paredes adyacentes, y en la vuelta siguiente mellaron el yeso, hasta que por último Vulturno creyó ver que las paredes saltaban hacia él, y sintió un dolor agudo en las palmas y antebrazos, pues acababa de decapitar una buena parte de la pared desmoronada. Excorio, con la espada aún adosada a la pierna, y la punta junto al zapato, no estaba en condiciones de recibir el impacto del cuerpo de Vulturno que se le venía encima. La interrupción del movimiento giratorio había sido tan súbita y brutal que como un motor destrozado, sin ritmo ni propósito, Vulturno se hundió de alguna manera dentro de su propio pellejo, mientras se desplomaba hacia adelante. Si Excorio no hubiera estado tan flaco y no se hubiera empotrado tanto en el rincón, sin duda hubiera muerto asfixiado. Aun ahora, la presión de las ropas húmedas y sucias de telarañas de Vulturno sobre la cara, lo obligaban a respirar con jadeos cortos y dolorosos. Tenía los brazos pegados a las piernas y el rostro aplastado; no podía hacer nada. Pero los efectos del impacto estaban desvaneciéndose, y como si acabara de recuperar la memoria, Vulturno se incorporó a medias en el rincón, bamboleándose como un borracho. Excorio no podía utilizar la espada a tan corta distancia, pero consiguió escabullirse rápidamente a lo largo de la pared de la izquierda, y después de volverse estaba a punto de dar una estocada en las costillas de Vulturno, cuando su enemigo se alejó tambaleándose en una serie de grandes curvas de ebrio. El vértigo que aún tenía después de los giros le fue de gran provecho entonces, pues así, dando tumbos por la Sala de las Arañas, era un blanco imposible para todo excepto una mera sangría.
Y Excorio aguardaba. Tenía conciencia de un malestar doloroso en la nuca. Había crecido cuando el efecto inmediato del golpe en la mandíbula empezaba a disiparse. Ansiaba desesperadamente que todo acabara de una vez. Sentía de pronto una terrible fatiga.