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Authors: Antonio Velasco Piña

Tags: #Historico

Tlacaelel. El Azteca entre los aztecas (20 page)

BOOK: Tlacaelel. El Azteca entre los aztecas
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Aquella simétrica y majestuosa escultura era un auténtico compendio de conocimientos materializados en piedra y el desentrañar plenamente su significado constituía una labor que requería una buena cantidad de tiempo, incluso para una mente como la de Tlacaélel; así pues, el Portador del Emblema Sagrado optó por dejar para posteriores observaciones el lograr una apreciación integral de la obra, y dirigiéndose a los sacerdotes que le acompañaban, les instó a dar comienzo a la ceremonia de consagración de la escultura.

Lentamente, como si cada uno de sus movimientos constituyese para ellos un enorme esfuerzo, los sacerdotes dieron inicio al acto religioso de consagración de la imagen en piedra de la Deidad que simbolizaba a las fuerzas cósmicas de signo femenino que animan a la tierra y que dan origen a la vida y a la muerte. El Heredero de Quetzalcóatl presidía la ceremonia pronunciando con recia voz las sacramentales palabras, fórmulas milenarias preservadas en virtud de una celosa tradición que había logrado mantener incólumes los sagrados rituales.

Sumido aún en aquel estado de conciencia que le había permitido alcanzar el éxtasis colectivo, el pueblo mantuvo un respetuoso silencio a lo largo de toda la ceremonia; al concluir ésta, el hechizo que imperaba en el ambiente pareció comenzar a desvanecerse y un murmullo de voces expresando su admiración hacia la obra de Técpatl se dejó escuchar por doquier.

Itzcóatl mandó llamar al jefe de los porteadores que tendrían a su cargo la misión de transportar la monumental efigie desde aquel lugar hasta el Templo Mayor y le ordenó dar comienzo a la operación. Un elevado número de cargadores rodeó en un instante a la escultura, discutiendo sin cesar sobre la mejor forma de llevar a cabo la difícil maniobra.

Desplazándose mediante una base colocada sobre pesados y uniformes troncos de árbol que iban siendo movidos con gran cuidado, la colosal efigie inició su avance hacia el centro de la ciudad. En el momento mismo en que la operación del traslado daba comienzo, suscitóse un acontecimiento del todo inesperado: sin que existiese al parecer un motivo en especial para ello, la reverente actitud de la multitud se trocó repentinamente en un sentimiento de ira incontenible. Miles de puños se alzaron amenazadores señalando a Cohuatzin y a los demás dirigentes de las corporaciones de artistas y artesanos. Un solo rugido, proferido al unísono por incontables gargantas, hizo estremecer el aire produciendo un eco de ominosas vibraciones. Tal parecía que una pesada venda se hubiese desprendido bruscamente de los rostros de todos, permitiéndoles percatarse tanto de los mezquinos intereses que guiaban la conducta de los supuestos artistas, como de las bajas argucias de que éstos se habían valido para intentar impedir la realización de la admirable obra que ahora se erguía triunfante ante sus ojos.

Una ola humana, vengativa y colérica, se precipitó hacia el lugar donde se encontraban Cohuatzin y su camarilla. Profiriendo agudos gritos de terror, los falsos artistas se refugiaron en el interior de la casa de Yoyontzin, quien en unión de Técpatl, así como de los discípulos de éste y de sus propios ayudantes, intentaba vanamente contener el avance de la airada multitud.

Tlacaélel y Moctezuma prosiguieron tranquilamente su camino, sin manifestar el menor interés en lo que ocurría, Itzcóatl, por el contrario, se volvió rápidamente sobre sus pasos e internándose en la casa del artesano subió a la azotea y desde ahí conminó con enérgico acento a la multitud, ordenándole dispersarse de inmediato. Atendiendo a las indicaciones del monarca, el pueblo se retiró de las inmediaciones de la casa de Yoyontzin, sin embargo, él exaltado ánimo que privaba entre la multitud estaba aún lejos de extinguirse, los rumores acerca de la existencia de fuerzas mercenarias dentro de la ciudad eran ya del dominio público y la enardecida población se lanzó a tratar de localizarlas.

En ninguna parte fue posible hallar a un solo mercenario, éstos habían huido muy de mañana, al percatarse de la imposibilidad de pretender llevar a cabo una agresión frente a un pueblo organizado y en actitud de alerta. Ante lo infructuoso de su búsqueda, la multitud desahogó su furia destruyendo e incendiando las casas y los talleres de Cohuatzin y de todos sus incondicionales.

En la tarde de ese mismo día, mientras los rescoldos de las casas incendiadas aún humeaban y la calma retornaba lentamente a la agitada capital azteca, Cohuatzin y su camarilla abandonaron la ciudad, protegidos de las iras populares por un numeroso contingente de tropas. Itzcóatl había decretado que los fracasados conspiradores fuesen expulsados de los confines del Reino Azteca, quedándoles prohibido el retorno bajo pena de muerte.

A pesar de que Tlacaélel se opuso terminantemente a que en los códices en donde iban siendo anotados los principales acontecimientos se registrasen las maniobras urdidas por Coahuatzin y sus secuaces (aduciendo que las actividades desarrolladas por dichos sujetos constituían un hecho carente de la menor importancia) el pueblo, por medio de la tradición oral, conservó fiel memoria de estos sucesos, a los cuales dio la irónica denominación de “La Rebelión de los Falsos Artistas”.

Capítulo XIV
CONSTRUYENDO UN IMPERIO

En el año trece pedernal, a consecuencias de una pulmonía fulminante murió Itzcóatl, rey de los tenochcas. Al ascender al trono contaba cuarenta y siete años de edad y sesenta al ocurrir su fallecimiento. Durante su reinado, iniciado bajo las más adversas circunstancias, habían tenido lugar los trascendentales acontecimientos que transformaran a un pueblo sojuzgado y vasallo, en el poderoso reino que con ánimo resuelto intentaba unificar al mundo entero bajo su dominio.

Poseedor de una personalidad desprovista de ambiciones de poder, Itzcóatl había obtenido su alta investidura como resultado de una acertada determinación de Tlacaélel, que con certera visión, descubriera en él al sujeto indicado para impedir el estallido de la lucha fraticida que amenazaba escindir al pueblo azteca en los momentos en que más se requería la unidad de todos sus componentes. Itzcóatl había sabido desempeñar su difícil cargo con señorío, serenidad y prudencia. Su habilidad para lograr conciliar los más opuestos intereses era ya legendaria, como lo era también su imparcialidad para impartir justicia. El afectuoso recuerdo que del extinto monarca conservaría siempre el pueblo tenochca, constituía el mejor homenaje a su memoria.

En vista de la forma del todo favorable a sus proyectos en que venían desarrollándose los acontecimientos, Tlacaélel juzgó que había llegado la tan esperada oportunidad de llevar a cabo el restablecimiento del Poder Imperial. La decisión de Tlacaélel implicaba, antes que nada, la designación de la persona en quien habría de recaer la responsabilidad de ostentar el cargo de Emperador. En virtud de que el Azteca entre los Aztecas mantenía inalterable el criterio de que a su condición de Portador del Emblema Sagrado no debía agregarse la de Emperador —pues la acumulación extrema de poder había demostrado ser nefasta a juzgar por lo ocurrido en el Segundo Imperio Tolteca— no quedaba sino una sola persona capaz de sobrellevar con la debida dignidad tan elevado cargo: Moctezuma, el Flechador del Cielo.

Las ceremonias tendientes a formalizar el restablecimiento del Imperio revistieron una particular solemnidad y culminaron con la entrega que de los símbolos del Poder Imperial —penacho de plumas de quetzal adornado con diadema de oro y turquesas, largo manto verde y cetro en forma de serpiente emplumada— hizo Tlacaélel a Moctezuma.

Una vez concluidos los festejos de la coronación, numerosas delegaciones de embajadores tenochcas se encaminaron a las más apartadas regiones, para difundir por doquier idéntico mensaje: a partir de aquel momento sólo existía un solo gobierno legítimo sobre la tierra y éste era el representado por las Autoridades Imperiales, así pues, cualquiera que se ostentase como gobernante debería manifestar de inmediato su voluntad de acatar el poderío azteca o de lo contrario sería considerado como un rebelde.

Los tenochcas no eran tan ingenuos como para suponer que la transmisión de un simple mensaje bastaba para garantizar el general acatamiento a sus designios, pero confiaban en que a resultas de la actuación de sus embajadores se producirían dos consecuencias favorables a sus intereses. La primera de ellas, era la de que muchos gobernantes que hasta entonces se habían mantenido indecisos entre hacer frente a la creciente hegemonía de Tenochtítlan o procurar avenirse a su mandato, terminarían por inclinarse hacia esta última alternativa, y la segunda, que aun en los casos de aquéllos que habían optado con ánimo resuelto por combatir la expansión azteca, al saber que luchaban en contra de un Imperio que se ostentaba como el único legítimo depositario de la autoridad, verían debilitada su voluntad de resistencia en las futuras contiendas.

Muy pronto las actividades diplomáticas que tenían lugar en Tenochtítlan se incrementaron al máximo. Numerosos reinos que aún conservaban su independencia, pero que se hallaban en lugares cercanos a los territorios que integraban el dominio azteca, enviaron representantes con la doble misión de patentizar su obediencia a los dictados tenochcas y de negociar las mejores condiciones posibles en que habría de efectuarse su incorporación al Imperio. Por el contrario, de lejanos lugares retornaban embajadores portando las firmes negativas expresadas por diversos reinos a los designios de predominio universal de los tenochcas.

Una larga serie de campañas militares, tendientes a someter poblaciones cada vez más distantes, comenzaron a desarrollarse con resultados siempre favorables a las armas imperiales.

Las reformas introducidas en materia de educación comenzaban ya a dar sus primeros frutos; en los centros de enseñanza se estaban formando seres dotados de una diferente y superior personalidad, poseedores de una firme voluntad y de un recio carácter, sinceramente interesados en dedicar su vida entera a la consecución de los más elevados ideales. La aplicación intensiva y generalizada de los antiguos métodos de enseñanza, producía una vez más magníficos resultados.
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Guiado por el propósito de proporcionar al naciente Imperio una sólida estructura, Tlacaélel decidió llevar a cabo el restablecimiento de la antigua Orden de los Caballeros Águilas y Caballeros Tigres.

Esta Orden había sido en el pasado la base de sustentación de toda la organización social y política de los dos Imperios Toltecas y el Portador del Emblema Sagrado deseaba que, en igual forma, constituyese la columna vertebral de la nueva sociedad azteca.

Los requisitos para ingresar como aspirante en la Orden de los Caballeros Águilas y Caballeros Tigres eran de muy variada índole; en primer término, se requería haber concluido en forma destacada los estudios que se impartían en algunas de las instituciones de enseñanza superior; en segundo lugar, era preciso haber participado como guerrero en por lo menos tres campañas militares y haber dado muestras de una gran valentía; finalmente, se necesitaba la aprobación de las autoridades del Calpulli en cuya localidad se habitaba, las cuales debían avalar la buena conducta del solicitante y atestiguar que se trataba de una persona caracterizada por un manifiesto interés hacia los problemas de su comunidad.

Al ingresar como aspirantes en la Orden, los jóvenes abandonaban sus hogares y se trasladaban a residencias especiales en donde iniciaban un periodo de aprendizaje que habría de prolongarse a lo largo de cinco años. Durante dicho periodo, además de fortalecer su cuerpo y su espíritu a través de una rigurosa disciplina, comenzaban a ponerse en contacto con el nivel más elevado de las antiguas enseñanzas. Profundos conocimientos sobre teogonía, matemáticas, astronomía, botánica, lectura e interpretación de códices y muchas otras materias más, eran impartidos en forma intensiva en las escuelas de la Orden.

El alto grado de dificultad, tanto de los estudios que realizaban como de las disciplinas a que tenían que ajustarse, hacía que el número de aspirantes se fuese reduciendo considerablemente en el transcurso de los cinco años que duraba la instrucción. Al concluir ésta venía un período de pruebas, durante el cual los aspirantes tenían que dar muestras de su capacidad de mando —dirigiendo un regular número de tropas en diferentes combates— y de su habilidad para aplicar en beneficio de su comunidad los conocimientos adquiridos. Una vez finalizado este período, los aspirantes que habían logrado salvar satisfactoriamente todos los obstáculos eran admitidos como miembros de la Orden, otorgándoseles en una impresionante ceremonia el grado de Caballeros Tigres.

El otorgamiento del grado de Caballero Tigre no constituía tan sólo una especie de reconocimiento al hecho de que una persona había alcanzado una amplia cultura y un pleno dominio sobre sí mismo, sino que fundamentalmente representaba la aceptación de un compromiso ante la sociedad, en virtud del cual, los nuevos integrantes de la Orden se obligaban a dedicar todo su esfuerzo, conocimiento y entusiasmo, a la tarea de lograr el mejoramiento de la colectividad.

Una vez adquirida la alta distinción y el compromiso que entrañaba su designación, los recién nombrados Caballeros Tigres podían escoger libremente entre las dos opciones que ante ellos se presentaban: la primera consistía en permanecer al servicio directo de la Orden, realizando las tareas que les fuesen encomendadas —instrucción de los nuevos aspirantes, administración de los bienes de la Orden, dirección de cuerpos especiales del ejército, etc.— y la otra, retornar al hogar paterno, contraer matrimonio y dedicarse a la actividad de su preferencia, procurando, desde luego, que el ejercicio de dicha actividad constituyese un medio seguro para llevar a cabo una considerable contribución al mejoramiento de su comunidad.

Con la obtención del grado de Caballero Tigre se otorgaba al mismo tiempo la calidad de aspirante a Caballero Águila. Así como el Caballero Tigre era la representación del ser que es ya dueño de sí mismo y que se halla al servicio de sus semejantes, el Caballero Águila simbolizaba la conquista de la más elevada de las aspiraciones humanas: la superación del nivel ordinario de conciencia y la obtención de una alta espiritualidad.

No existían —y no podía ser de otra forma— reglas fijas para el logro de tan alto objetivo. Aun cuando los principales esfuerzos de la Orden estaban dirigidos a prestar a sus miembros la máxima ayuda posible, alentándolos en su empeño y proporcionándoles los valiosos conocimientos de que era depositaría, la realización interior que se requería para llegar a ser un Caballero Águila era resultado de un esfuerzo puramente personal, alcanzable a través de muy diferentes caminos que cada aspirante debía escoger y recorrer por sí mismo, hasta lograr, merced a una larga ascesis purificadora, una supremacía espiritual a tal grado evidente, que llevase a la Orden a reconocer en él a un ser que había logrado realizar el ideal contenido en el más venerable de los símbolos náhuatl: el águila —expresión del espíritu— había triunfado sobre la serpiente —representación de la materia.
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BOOK: Tlacaelel. El Azteca entre los aztecas
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