— Fueron unos idiotas — dijo Okonkwo tras una pausa—. Se les había advertido de que había peligro. Tendrían que haberse armado con sus escopetas y sus machetes incluso al ir al mercado.
— Ya han pagado su idiotez —dijo Obierika—. Pero tengo mucho miedo. Nos han contado historias de hombres blancos que hacían cañones muy potentes y bebidas muy fuertes, y se llevaban esclavos al otro lado del mar, pero nadie creía que esas historias fueran ciertas.
— No hay ninguna historia que no sea cierta —dijo Uchendu—. El mundo no tiene fin, y lo que a unos les parece bueno a otros les parece una abominación. Entre nosotros mismos hay albinos. ¿No creéis que llegaron a nuestro clan por equivocación, que se han perdido en camino a un país en el que todo el mundo es igual que ellos?
La primera esposa de Okonkwo terminó pronto de cocinar y puso ante sus invitados una gran comida de ñames molidos y de sopa de hojas amargas. Nwoye, el hijo de Okonkwo, trajo un cántaro de vino dulce extraído de la palma de rafia.
— Ya eres un hombre —dijo Obierika a Nwoye—. Tu amigo Anene me ha dicho que te diera recuerdos.
— ¿Está bien? —preguntó Nwoye.
— Todos estamos bien —contestó Obierika.
Ezinma les trajo un cuenco con agua para lavarse las manos. Después empezaron a comer y a beber el vino.
— ¿Cuándo salisteis de casa? —preguntó Okonkwo.
— Queríamos haber salido de mi casa antes del canto del gallo —dijo Obierika—. Pero Nweke no apareció hasta que ya era de día. Nunca hay que quedar citado a primera hora con un hombre que acaba de tomar una esposa nueva —todos rieron.
— ¿Ha tomado esposa Nweke? —preguntó Okonkwo.
— Se ha casado con la segunda hija de Okadigbo —contestó Obierika.
— Está muy bien —dijo Okonkwo—. No me extraña que no oyeras el canto del gallo.
Después de comer, Obierika señaló las dos bolsas cargadas.
— Ese es el dinero de tus ñames —dijo—. En cuanto te fuiste vendí los grandes. Después vendí algunos de los ñames de siembra y otros se los di a unos aparceros. Seguiré haciendo igual todos los años hasta que vuelvas. Pero he supuesto que podías necesitar el dinero y por eso te lo he traído. ¿Quién sabe lo que puede pasar mañana? A lo mejor a nuestro clan vienen hombres verdes a matarnos.
— Dios no lo permitirá —dijo Okonkwo—. No sé cómo darte las gracias.
— Te lo diré yo —dijo Obierika—. Mata a uno de tus hijos en mi honor.
— No bastaría con eso —dijo Okonkwo.
—Entonces mátate tú —dijo Obierika.
—Perdóname — dijo Okonkwo con una sonrisa. No volveré a decirte que te estoy agradecido.
C
UANDO
, casi dos años más tarde, volvió Obierika a visitar a su amigo exiliado, las circunstancias eran menos risueñas. Los misioneros habían llegado a Umuofia. Allí habían construido su iglesia, convertido a un puñado de gente y ya estaban enviando catequistas a los pueblos y las aldeas de los alrededores. Aquello apenaba mucho a los jefes del clan; pero muchos de ellos creían que aquella fe tan rara y el Dios de los hombres blancos no durarían mucho. Ninguno de sus conversos era un hombre cuya voz se escuchara en la asamblea del pueblo. Ninguno de ellos era un hombre con título. Eran sobre todo del tipo de personas a las que se califica de
efulefu
, nulidades, hombres hueros. La representación de un
efulefu
en el idioma del clan era la de un hombre que vendía su machete e iba al combate con la vaina vacía. Chielo, la sacerdotisa de Agbala, decía que los conversos eran los excrementos del clan, y la nueva fe un perro rabioso que había ido a comérselos.
Lo que impulsó a Obierika a visitar a Okonkwo fue la repentina aparición del hijo de este último, Nwoye, entre los misioneros de Umuofia.
— ¿Qué haces aquí? —preguntó Obierika cuando, tras plantearle muchas dificultades, los misioneros le permitieron hablar con el muchacho.
— Soy uno de ellos —replicó Nwoye.
— ¿Cómo está tu padre? — preguntó Obierika, que no sabía qué otra cosa decir.
— No lo sé. No es mi padre —dijo Nwoye triste.
Y por eso fue Obierika a Mbanta a ver a su amigo. Y vio que Okonkwo no quería hablar de Nwoye. No logró enterarse de algunos fragmentos de la historia más que de labios de la madre de Nwoye.
La llegada de los misioneros había causado considerable agitación en Mbanta. Eran seis, y uno de ellos era un hombre blanco. Todos los hombres y todas las mujeres salieron a ver al hombre blanco. Las historias acerca de aquellos hombres extraños habían ido en aumento desde que murió uno de ellos en Abame y su caballo de hierro había quedado atado al árbol sagrado de bómbax. Y por eso todo el mundo salió a ver al hombre blanco. Era la época del año en que todo el mundo estaba en casa. Ya había terminado la recolección.
Cuando se reunieron todos, el hombre blanco empezó a hablarles. Hablaba por conducto de un intérprete que era ibo, aunque su acento sonaba raro y áspero a los oídos de Mbanta. Mucha gente se rió de su acento y de la forma extraña en que utilizaba las palabras. En lugar de decir «yo», decía «mi culo». Pero era un hombre de presencia imponente y los miembros del clan lo escucharon. Les dijo que era uno de ellos, como podían ver por su color y por su habla. Los otros cuatro negros también eran hermanos suyos, aunque uno de ellos no sabía hablar en ibo. El hombre blanco también era su hermano, porque todos eran hijos de Dios. Y les habló de aquel nuevo Dios, el Creador de todo el mundo y de todos los hombres y todas las mujeres. Les dijo que ellos adoraban a dioses falsos, dioses de madera y de piedra. Cuando dijo eso recorrió la multitud un profundo murmullo. Les dijo que el verdadero Dios vivía en las alturas y que todos los hombres, al morir, se presentaban ante El para que los juzgara. Los malos y todos los paganos que en su ceguera se prosternaban ante pedazos de madera y de piedra se veían lanzados a un fuego ardiente como el aceite de palma. Pero los buenos que adoraban al verdadero Dios vivían eternamente en su reino de la felicidad.
— Nos ha enviado este gran Dios para pediros que abandonéis vuestro comportamiento malvado y vuestros falsos dioses y os volváis hacia El, para que al morir os salvéis —dijo.
— Tu culo entiende nuestro idioma —dijo alguien en broma, y la multitud se rió.
— ¿Qué ha dicho? —preguntó el hombre blanco a su intérprete. Pero antes que éste pudiera responderle, otro hombre hizo una pregunta:
— ¿Dónde está el caballo del hombre blanco? —preguntó. Los evangelistas ibos se consultaron entre sí y decidieron que aquel hombre probablemente se refería a una bicicleta. Se lo dijeron al hombre blanco y éste sonrió benévolamente.
— Decidles —les ordenó— que cuando nos hayamos asentado entre ellos traeré muchos caballos de hierro. Algunos de ellos incluso podrán montar en el caballo de hierro —aquellas palabras se interpretaron, pero muy pocos las oyeron. Todos hablaban excitados los unos con los otros, porque el hombre blanco había dicho que iba a ir a vivir con ellos. Eso no se les había ocurrido.
En aquel momento un anciano dijo que tenía una pregunta:
— ¿Cuál es este dios vuestro? ¿La diosa de la tierra, el dios del cielo, Amadiora del trueno, o qué?
El intérprete habló al hombre blanco y éste dio su respuesta inmediatamente:
— Todos los dioses que acabas de nombrar no son dioses en absoluto. Son dioses del engaño que os dicen que matéis a vuestros hermanos y destruyáis a niños inocentes. No hay más que un Dios verdadero y El posee la tierra y el cielo, os posee a vosotros y a mí y a todos nosotros.
— Si dejamos a nuestros dioses y seguimos a tu dios —preguntó otro hombre—, ¿quién nos va a proteger contra la ira de nuestros dioses y nuestros antepasados abandonados?
— Vuestros dioses no viven y no os pueden hacer ningún daño —replicó el hombre blanco—. Son pedazos de madera y de piedra.
Cuando se interpretaron esas palabras a los hombres de Mbanta, éstos rompieron a reír burlones. Aquellos hombres tenían que estar locos, se dijeron los unos a los otros. Si no, ¿cómo podían decir que Ani y Amadiora eran inofensivos? ¿Y también Idemili y Ogwugwu? Y algunos de ellos empezaron a marcharse.
Entonces los misioneros empezaron a cantar. Era uno de aquellos aires alegres y animados del evangelismo que tenían la facultad de recordar emociones silenciosas y polvorientas en el corazón de los ibos. El intérprete explicaba cada nueva estrofa a los asistentes, algunos de los cuales se sentían fascinados ahora. Era una historia de hermanos que vivían en las tinieblas y el temor, ignorantes del amor de Dios. Hablaba de una oveja que se había perdido en el monte, lejos de las puertas de Dios y de las tiernas atenciones del pastor.
Después de la canción el intérprete habló del Hijo de Dios, que se llamaba Jesu Kristi. Okonkwo, que se había quedado únicamente porque esperaba que se diera la ocasión de echar a aquellos hombres del pueblo o de darles una paliza, dijo entonces:
— Nos habéis dicho por vuestra propia boca que no había más que un dios. Ahora habláis de su hijo. Entonces debe tener una esposa —la multitud asintió.
— Yo no he dicho que tuviera una esposa —dijo el intérprete, con una cierta timidez.
— Tu culo dijo que tenía un hijo — dijo el bromista—. Entonces tiene que tener una mujer, y todos ellos deben tener culos.
El misionero no le hizo caso y siguió hablando de la Santísima Trinidad. Al final de todo aquello, Okonkwo quedó convencido de que aquel hombre estaba loco. Se encogió de hombros y se marchó a extraer su vino de palma para aquella tarde.
Pero había un muchachito que se había quedado cautivado. Se llamaba Nwoye y era el primer hijo de Okonkwo. No era la lógica absurda de la Trinidad lo que lo había cautivado. No la comprendía. Era la poesía de la nueva religión, algo que sentía en la médula de los huesos. El himno acerca de los hermanos que estaban sumidos en las tinieblas y el temor parecía responder a una pregunta indefinida y persistente que atormentaba su alma de adolescente: la de los gemelos que lloraban en la maleza y la de la muerte de Ikemefuna. —Se sintió aliviado en su fuero interno cuando el himno fue regándole el alma reseca. La letra del himno era como la lluvia helada que se derretía en el paladar seco de la tierra jadeante. La mentalidad inmadura de Nwoye se sentía muy confusa.
L
OS
misioneros pasaron las cuatro o cinco primeras noches en la plaza del mercado, y por la mañana fueron a la aldea a predicar el evangelio. Preguntaron quién era el rey de la aldea, pero los habitantes les dijeron que no había rey:
— Tenemos personas de títulos elevados y los sumos sacerdotes y los ancianos —les dijeron.
Tras las emociones del primer día no resultó muy fácil reunir a los hombres de título elevado y a los ancianos. Pero los misioneros perseveraron y acabaron por lograr que los recibieran los gobernantes de Mbanta. Pidieron una parcela para construir su iglesia.
Todos los clanes y todos los pueblos tenían su «bosque del mal». Allí se enterraba a todos los que morían de las enfermedades verdaderamente malignas, como la lepra y la viruela. También era donde se abandonaba a los fetiches potentes de los grandes chamanes cuando morían éstos. Por consiguiente, los «bosques del mal» estaban llenos de fuerzas siniestras y de los poderes de las tinieblas. Los gobernantes de Mbanta cedieron uno de esos bosques a los misioneros. En realidad, no querían que éstos se quedaran en su clan y por eso les hicieron aquel ofrecimiento, que no aceptaría nadie con sentido común.
— Quieren una parcela de terreno para construir su santuario —dijo Uchendu a los otros dirigentes cuando se consultaron entre sí—; vamos a dársela.
Al escuchar un murmullo de desaliento y de sorpresa, hizo una pausa:
— Vamos a darles una parcela del Bosque del Mal. Dicen que pueden vencer a la muerte. Vamos a darles un auténtico campo de batalla en el que demostrar cómo la vencen —los demás se rieron y dieron su acuerdo y enviaron a buscar a los misioneros, a los que habían pedido que se alejaran un rato para que pudieran «susurrar juntos». Les ofrecieron toda la superficie del Bosque del Mal que quisieran ocupar. Y para gran asombro suyo, los misioneros les dieron las gracias y se pusieron a cantar.
— No entienden nada —dijo uno de los ancianos—. Pero ya lo entenderán cuando vayan a su parcela mañana por la mañana —y se dispersaron.
A la mañana siguiente aquellos locos empezaron efectivamente a talar una parte del bosque y a construir su casa. Los habitantes de Mbanta esperaban que murieran todos ellos en los cuatro días siguientes. Pasó el primer día, y el segundo, y el tercero, y el cuarto, y no murió ninguno de ellos. Todo el mundo estaba sorprendido. Y luego se difundió la noticia de que el fetiche del hombre blanco tenía una fuerza increíble. Se decía que llevaba cristales en los ojos para poder ver a los espíritus del mal y hablar con ellos. Poco después obtuvo sus tres primeras conversiones.
Aunque Nwoye se había sentido atraído a la nueva fe desde el primer día, lo mantuvo en secreto. No se atrevía a acercarse demasiado a los misioneros por temor a su padre. Pero cuando eran ellos los que venían al pueblo a predicar en la plaza del mercado o en el terreno de juegos del pueblo, allí estaba Nwoye. Y ya estaba empezando a aprenderse algunos de los relatos sencillos que contaban.
— Ya hemos construido una iglesia —dijo el señor Kiaga, el intérprete, que ahora se había hecho cargo de la nueva congregación. El hombre blanco* había vuelto a Umuofia, donde había construido su cuartel general y desde donde venía regularmente a visitar la congregación del señor Kiaga en Mbanta.
— Ya hemos construido una iglesia — dijo el señor Kiaga—, y queremos que vengáis todos cada séptimo día a rendir adoración al verdadero Dios.
El domingo siguiente, Nwoye pasó una y otra vez delante del pequeño edificio de barro rojo y bálago sin hallar el valor suficiente pata entrar en él. Escuchó voces que cantaban y aunque sólo eran las de un puñado de hombres, sonaban vigorosas y confiadas. Su iglesia estaba en un espacio circular despejado que parecía la boca abierta del Bosque del Mal. ¿Estaría esperando a cerrarse sobre ellos de una dentellada? Después de pasar una vez tras otra ante la iglesia, Nwoye volvió a casa.
Era cosa sabida entre los habitantes de Mbanta que sus dioses y sus antepasados a veces eran muy pacientes y permitían deliberadamente que alguien los desafiara más de una vez. Pero incluso en aquellos casos, ponían un límite de siete semanas de mercado, o veintiocho días. No se permitía a nadie que superase ese límite. De manera que en el pueblo iba en aumento la emoción a medida que se acercaba la séptima semana a contar desde el momento en que aquellos misioneros insolentes construyeron su iglesia en el Bosque del Mal. Los habitantes de Mbanta estaban tan seguros de la condena que iba a caer sobre aquellos hombres que uno o dos de los conversos calculó que sería más prudente dejar en suspenso su creencia en la nueva fe.