Un gran murmullo recorrió la multitud.
— No están —dijo—. Han roto el clan y cada uno se ha ido por su lado. Los que estamos aquí esta mañana hemos mantenido la fidelidad a nuestros padres, pero nuestros hermanos nos han abandonado y se han ido con un forastero a ensuciar su propia patria. Si combatimos al forastero iremos contra nuestros hermanos y quizá derramemos la sangre de un miembro de nuestro clan. Pero tenemos que hacerlo. Nuestros padres jamás soñaron nada parecido, jamás mataron a sus hermanos. Pero es que nunca les llegó un hombre blanco. De manera que tenemos que hacer lo que jamás hubieran hecho nuestros padres. Una vez le preguntaron a Eneke, el pájaro, por qué estaba siempre volando, y contestó: «Los hombres han aprendido a disparar sin Fallar jamás el objetivo, y yo he aprendido a volar sin posarme jamás.» Tenemos que arrancar este mal de raíz. Y si nuestros hermanos se ponen del lado del mal, también a ellos tenemos que arrancarlos de raíz. Y tenemos fue hacerlo ahora mimo. Hay que achicar el agua ahora fue no nos llega más que a los tobi>llos…
En aquel momento se produjo una agitación repentina en la multitud y todas las miradas se volvieron en una sola dirección. En el camino que llevaba de la plaza del mercado al tribunal del hombre blanco, y más allá al arroyo, había una curva muy pronunciada. Por eso nadie había visto la llegada de los cinco, ujieres del tribunal hasta que salieron de la curva, a unos pasos ¡el límite de la multitud. Okonkwo estaba sentado allí.
Se puso en pie de un salto en cuanto vio de quiénes se trataba. Se enfrentó con el primer ujier, tembloroso de odio, incapaz de decir una palabra. Aquel hombre era intrépido y se quedó firme, con sus cuatro hombres formados tras él.
En aquel instante pareció que el mundo se detenía en espera. Se produjo un silencio absoluto. Los hombres de Umuofia se fundieron con el telón de fondo mudo de los árboles y las lianas gigantes, expectantes.
El primer ujier rompió el encanto, y ordenó:
— ¡Dejadme paso!
— ¿Qué vienes a buscar aquí?
— El hombre blanco, cuyo poder conocéis de sobra, ha ordenado que se disuelva esta reunión.
Como un relámpago, Okonkwo sacó el machete. El mensajero se agachó para evitar el golpe. Inútil. El machete de Okonkwo descendió dos veces y la cabeza del ujier quedó al lado de su cadáver uniformado.
El telón de fondo expectante prorrumpió en una vida tumultuosa y la reunión se interrumpió. Okonkwo se quedó mirando al muerto. Sabía que Umuofia no iría a la guerra. Lo sabía porque habían dejado huir a los otros ujieres. En lugar de pasar a la acción, habían prorrumpido en un tumulto. En aquel tumulto percibía el miedo. Oía voces que preguntaban: «¿Por qué lo ha hecho?»
Limpió su machete en la arena y se fue.
C
UANDO
el Comisario del Distrito llegó al recinto de Okonkwo, a la cabeza de un grupo armado de soldados y ujieres del tribunal, se encontró con un grupo de hombres sentados cansados en el
obi
. Les ordenó que salieran y obedecieron sin un murmullo.
— ¿Cuál de vosotros es el llamado Okonkwo? —preguntó por conducto de su intérprete.
— No está aquí —respondió Obierika.
— ¿Dónde está?
— ¡No está aquí!
El Comisario se encolerizó y se le subió la sangre a la cabeza. Advirtió a los hombres que si no sacaban inmediatamente a Okonkwo los iba a encerrar a todos. Los hombres murmuraron entre ellos y entonces Obierika volvió a hablar.
— Te podemos llevar a donde está, y quizá tus hombres puedan ayudarnos.
El Comisario no comprendió lo que quería decir Obierika al decir «quizá tus hombres puedan ayudarnos». Una de las costumbres más exasperantes de aquella gente era su amor a las frases superfluas, pensó.
Obierika, junto con cinco o seis más, abrió la marcha. Los siguieron el Comisario y sus hombres, con pus armas de fuego dispuestas. Ya le había advertido a
obi
brika que si él y los suyos intentaban algún truco los marcarían a todos. Y siguieron andando.
Detrás del recinto de Okonkwo había un bosquecillo. La única entrada al bosquecillo desde el recinto era un agujerito en el muro de tierra roja por la que entraban y salían las aves en su búsqueda incesante de comida. Por aquel agujero no podía pasar un hombre. Obierika llevó al Comisario y sus hombres hacia aquel bosquecillo. Rodearon el recinto manteniéndose junto a la pared. El único ruido que hacían era el de los pies al aplastar las hojas secas.
Después llegaron al árbol del que colgaba el cadáver de Okonkwo y se detuvieron de golpe.
— Quizá tus hombres puedan ayudarnos a bajarlo y enterrarlo —dijo Obierika—. Hemos mandado a buscar a forasteros de otro pueblo para que lo hagan por nosotros, pero quizá tarden mucho en llegar.
El Comisario del Distrito cambió en un instante. Su faceta de administrador implacable cedió el sitio a la de estudioso de las costumbres primitivas.
— ¿Por qué no podéis bajarlo vosotros? —preguntó.
— Va en contra de nuestras costumbres —dijo uno de los hombres—. Es una abominación que un hombre tome su propia vida. Es un delito contra la Tierra, y el hombre que lo comete no puede ser enterrado por sus compañeros de clan. Su cadáver está maldito, y no pueden tocarlo más que los forasteros. Por eso preguntamos si tus hombres pueden bajarlo porque sois forasteros:
— ¿Vais a enterrarlo como a cualquier otro? —preguntó el Comisario.
— No podemos enterrarlo nosotros. No pueden enterrarlo más que forasteros. Pagaremos a tus hombres por el trabajo. Cuando esté enterrado hacemos lo que estamos obligados a hacer por él. Haremos sacrificios para limpiar la tierra profanada.
Obierika, que había estado mirando fijamente el cadáver colgante de su amigo, se volvió de pronto hacia el Comisario de Distrito, y le dijo en tono feroz:
— Este hombre era uno de los más grandes hombres de Umuofia. Lo habéis llevado a la muerte, y ahora habrá que enterrarlo como a un perro… —no pudo decir más. Le temblaba la voz y se le atragantaban las palabras.
— ¡Cierra la boca! —gritó uno de los ujieres sin ninguna necesidad.
— Bajad el cadáver —ordenó el Comisario de Distrito al primer ujier— y llevadlo junto con toda esta gente al tribunal.
— Sí, señor —dijo el ujier con un saludo.
El Comisario se marchó y se llevó con él a tres o cuatro soldados. En tantos años como llevaba trabajando para llevar la civilización a diversas partes de África, había aprendido varias cosas. Una de ellas era que un Comisario de Distrito no debía asistir nunca a tareas tan poco edificantes como la de bajar a un ahorcado del árbol del que colgaba. Tal atención haría que los indígenas le tuvieran poco respeto. En el libro que estaba pensando en escribir iba a insistir en ese aspecto. Al volver al tribunal iba pensando en aquel libro. Cada día recogía más material. La historia de este hombre que había matado a un ujier y se había ahorcado resultaría interesante de leer. Casi se podría escribir todo un capítulo a su respecto. Bueno, quizá no todo un capítulo, pero en todo caso un párrafo bastante largo. Había muchas más cosas que incluir, y había que ser firme en cuanto a enredarse en detalles. Ya había escogido el título del libro, después de mucho pensárselo: La Pacificación de lar Tribus Primitivas del Bajo Níger.
CHINUA ACHEBE (Ogidi, 1930), Novelista y ensayista nigeriano en lengua inglesa, de etnia y cultura ibo, Chinua Achebe se inscribe en la primera generación de intelectuales africanos educados en su patria. Su obra describe la irrupción de las costumbres y los valores occidentales en la cultura tradicional africana, así como los conflictos de la sociedad poscolonial.
Su padre, perteneciente a la etnia Ibo, era profesor en una escuela misionera, y aunque trató de inculcarle algunos de los valores de la cultura a la que pertenecía, también era un devoto protestante, y en consecuencia lo bautizó con un nombre cristiano. Sin embargo, durante sus años en la Universidad, Achebe renunció a su nombre inglés y adoptó el nombre indígena por el que desde entonces se le conoce. Del mismo modo, su obra no se redujo a la simple imitación de la literatura europea, sino que avanzó hacia la creación de nuevas formas literarias a partir de la propia lengua inglesa. El resultado fue un inglés entreverado de habla africana, así como una mezcla de lo real y lo mágico.
En la Universidad de Ibadán estudió primero Medicina y después Literatura, y más tarde pasó a trabajar en la radio nigeriana, en la que hizo carrera. Con W. Soyinka, J. P. Clark, A. Tutuola, E. Mphahlele y otros coetáneos fundó el célebre "Mbari Club", que llegó a ser un lugar de animado debate cultural y del que nacería la editorial homónima. Fundó y dirigió la colección "African Writers" del editor londinense Heinemann, que acogió las mayores obras literarias africanas en lengua inglesa, y también dirigió la revista
Okike
.
Durante la guerra civil de Biafra se alineó al lado de su pueblo, es decir, a favor de Biafra; salió destrozado de aquella terrible experiencia y, desde entonces, no volvió a escribir prácticamente nada. Pasó varios períodos, algunos de ellos prolongados, en el extranjero, en la Universidad de Massachusetts y en la de Connecticut. Enseñó literatura en la Universidad de Ibadán y en la de Nsukka.
Achebe es no sólo uno de los fundadores del renacimiento literario nigeriano (que tuvo lugar a partir de la década de 1950), sino uno de los mejores escritores en lengua inglesa y el más conocido y más leído de los novelistas anglófonos africanos. Narrador de fuerte vena inventiva, creador de un estilo sabiamente articulado sobre los idiomas, los proverbios y los ritmos de la tradición oral ibo, examinó el pasado de su pueblo y lo representó encarnándolo en un clan y en su historia, que se desarrolla en el vasto abanico de una trilogía épico-satírica.
En 1958 apareció el primer volumen de la trilogía,
Todo se derrumba
;(
Things Fall Apart
), que comienza en una época en la que los blancos aún no habían llegado al interior del país. La novela se estructura en torno a la tragedia personal del héroe, el guerrero Okonkwo, quien, debido a una serie de desgraciadas coincidencias y errores fatales, destruye su propia existencia y acaba suicidándose.