Todos los cuentos de los hermanos Grimm (7 page)

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Authors: Jacob & Wilhelm Grimm

Tags: #Cuento, Fantástico, Infantil y juvenil

BOOK: Todos los cuentos de los hermanos Grimm
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Y, dirigiéndose al palacio del Rey, solicitó audiencia.

Conducido a presencia del Rey, que estaba con su hija, preguntóle éste qué le ocurría.

—¡Ah! —exclamó el campesino—. Las ranas y los perros se quedaron con lo que era mío, y ahora el carnicero me ha pagado a palos.

Y explicó circunstanciadamente lo ocurrido.

La princesa prorrumpió en una sonora carcajada, y el Rey le dijo:

—No puedo hacerte justicia en este caso pero, en cambio, te daré a mi hija por esposa. En toda su vida la vi reírse como ahora, y prometí casarla con quien fuese capaz de hacerla reír. ¡Puedes dar gracias a Dios de tu buena suerte!

—¡Oh! —replicó el campesino—. No la quiero; en casa tengo ya una mujer, y con ella me sobra. Cada vez que llego a casa, me parece como si me saliese una de cada esquina.

El Rey, colérico, chilló:

—¡Eres un imbécil!

—¡Ah, Señor Rey! —respondió el campesino—. ¡Qué podéis esperar de un asno, sino coces!

—Aguarda —dijo el Rey—, te pagaré de otro modo. Márchate ahora y vuelve dentro de tres días; te van a dar quinientos bien contados.

Al pasar el campesino la puerta, díjole el centinela:

—Hiciste reír a la princesa; seguramente te habrán pagado bien.

—Sí, eso creo —murmuró el rústico—. Me darán quinientos.

—Oye —inquirió el soldado—, podrías darme unos cuantos. ¿Qué harás con tanto dinero?

—Por ser tú, te cederé doscientos —dijo el campesino—. Preséntate al Rey dentro de tres días y te los pagarán.

Un judío, que se hallaba cerca y había oído la conversación, corrió tras el labrador y le dijo tirándole de la chaqueta:

—¡Maravilla de Dios, vos sí que nacisteis con buena estrella! Os cambiaré el dinero en moneda de vellón. ¿Qué haría vos con los escudos en pieza?

—Trujamán —contestó el campesino—, puedes quedarte con trescientos. Cámbiamelos ahora mismo, y dentro tres días el Rey te los pagará.

El judío, contento del negociete, diole la cantidad en moneda de cobre, ganándose uno por cada tres.

Al expirar el plazo el campesino, obediente a la orden recibida, se presentó ante el Rey.

—Quitadle la chaqueta —mandó éste—, va a recibir los quinientos prometidos.

—¡Oh —dijo el hombre—, ya no son míos: doscientos le regalé al centinela, y los trescientos restantes me los cambió un judío; así que no me toca ya nada.

Presentáronse entonces el soldado y el judío a reclamar lo que les ofreciera el campesino, y recibieron en las espaldas los azotes correspondientes. El soldado los sufrió con paciencia; ya los había probado en otras ocasiones. Pero el judío todo era exclamarse:

—¡Ay! ¿Esto son los escudos?

El Rey no pudo por menos de reírse del campesino y, calmado su enojo, le dijo:

—Puesto que te has quedado sin recompensa, te daré una compensación. Ve a la cámara del tesoro y llévate todo el dinero que quieras.

El hombre no se lo hizo repetir y se llenó los bolsillos a reventar; luego entró en la posada y se puso a contar el dinero. El judío, que lo había seguido, oyólo que refunfuñaba:

—Este pícaro de Rey me ha jugado una mala pasada. ¿No podía darme él mismo el dinero, y ahora sabría yo cuánto tengo? En cambio, ahora, ¿quién me dice que lo que he cogido a mi talante, es lo que me tocaba?

«¡Dios nos ampare! —dijo para sus adentros el judío—. ¡Este hombre murmura de nuestro Rey! Voy a denunciarlo; de este modo me darán una recompensa y encima lo castigarán.»

Al enterarse el Rey de los improperios del campesino, montó en cólera y mandó al judío que fuese en su busca y se presentase con él en palacio. Corrió el judío en busca del labrador:

—Debéis comparecer inmediatamente ante el Rey —le dijo—; así, tal como estáis.

—Yo sé mejor lo que debo hacer —respondió el campesino—. Antes tengo que encargarme una casaca nueva. ¿Crees que un hombre con tanto dinero en los bolsillos puede ir hecho un desharrapado?

El judío, al ver que no lograría arrastrar al otro sin una chaqueta nueva, y temiendo que al Rey se le pasara el enfado y, con él, se esfumara su premio y el castigo del otro, dijo:

—Os prestaré por unas horas una hermosa casaca; y conste que lo hago por pura amistad. ¡Qué no hace un hombre por amor!

Avínose el labrador y, poniéndose la casaca del judío, fuese con él a palacio. Reprochóle el Rey los denuestos que, según el judío, le había dirigido.

—¡Ay! —exclamó el campesino—. Lo que dice un judío es mentira segura. ¿Cuándo se les ha oído pronunciar una palabra verdadera? ¡Este individuo sería capaz de sostener que la casaca que llevo es suya!

—¿Cómo? —replicó el judío—. ¡Claro que lo es! ¿No acabo de prestárosla por pura amistad, para que pudierais presentaros dignamente ante el Señor Rey?

Al oírlo el Rey, dijo:

—Fuerza es que el judío engañe a uno de los dos: al labrador o a mí.

Y mandó darle otra azotaina en las costillas, mientras el campesino se marchaba con la buena casaca y el dinero en los bolsillos diciendo:

—Esta vez he acertado.

El músico prodigioso

H
ABÍA una vez un músico prodigioso que vagaba solito por el bosque dándole vueltas a la cabeza. Cuando ya no supo en qué más pensar, dijo para sus adentros: «En la selva se me hará largo el tiempo, y me aburriré; tendría que buscarme un buen compañero».

Descolgó el violín que llevaba suspendido del hombro y se puso a rascarlo, haciendo resonar sus notas entre los árboles.

A poco se presentó el lobo, saliendo de la maleza.

«¡Ay! Es un lobo el que viene. No es de mi gusto ese compañero», pensó el músico. Pero el lobo se le acercó y le dijo:

—Hola, músico, ¡qué bien tocas! Me gustaría aprender.

—Pues no te será difícil —respondióle el violinista— si haces todo lo que yo te diga.

—Sí, músico —asintió el lobo—; te obedeceré como un discípulo a su maestro.

El músico le indicó que lo siguiera y, tras andar un rato llegaron junto a un viejo roble hueco y hendido por la mitad.

—Mira —dijo el músico—, si quieres aprender a tocar el violín, mete las patas delanteras en esta hendidura.

Obedeció el lobo, y el hombre, cogiendo rápidamente un piedra y haciéndola servir de cuña, aprisionó las patas del animal tan fuertemente, que éste quedó apresado sin poder soltarse.

—Ahora aguárdame hasta que vuelva —dijo el músico, y prosiguió su camino.

Al cabo de un rato volvió a pensar: «En el bosque se me va a hacer largo el tiempo, y me aburriré; tendría que buscarme otro compañero».

Cogió su violín e hizo sonar una nueva melodía. Acudió muy pronto una zorra, deslizándose entre los árboles.

«Ahí viene una zorra —pensó el hombre—. No me gusta su compañía». Llegóse la zorra hasta él y dijo:

—Hola, músico, ¡qué bien tocas! Me gustaría aprender.

—No te será difícil —contestó el músico—; sólo debes hacer cuanto yo te mande.

—Sí, músico —asintió la zorra—, te obedeceré como un discípulo a su maestro.

—Pues sígueme —ordenó él.

Y no tardaron en llegar a un sendero, bordeado a ambos lados por altos arbustos. Detúvose entonces el músico y, agarrando un avellano que crecía en una de las márgenes, lo dobló hasta el suelo, sujetando la punta con un pie; hizo luego lo mismo con un arbolillo del lado apuesto y dijo a la zorra:

—Ahora, amiguita, si quieres aprender, dame la pata izquierda de delante.

Obedeció la zorra, y el hombre se la ató al tronco del lado izquierdo.

—Dame ahora la derecha —prosiguió.

Y sujetóla del mismo modo en el tronco derecho. Después de asegurarse de que los nudos de las cuerdas eran firmes, soltó ambos arbustos los cuales, al enderezarse, levantaron a la zorra en el aire y la dejaron colgada y pataleando.

—Espérame hasta que regrese —díjole el músico, y reemprendió su ruta.

Al cabo de un rato, volvió a pensar: «El tiempo se me va a hacer muy largo y aburrido en el bosque; veamos de encontrar otro compañero». Y, cogiendo el violín, envió sus notas a la selva.

A sus sones acercóse saltando un lebrato.

«¡Bah!, una liebre —pensó el hombre—; no la quiero por compañero».

—Eh, buen músico —dijo el animalito—. Tocas muy bien; me gustaría aprender.

—Es cosa fácil —respondió él—, siempre que hagas lo que yo te mande.

—Sí, músico —asintió el lebrato—, te obedeceré como un discípulo a su maestro.

Caminaron, pues, juntos un rato, hasta llegar a un claro del bosque en el que crecía un álamo blanco. El violinista ató un largo bramante al cuello de la liebre, y sujetó al árbol el otro cabo.

—¡Hala! ¡De prisa! Da veinte carreritas alrededor del álamo —mandó el hombre al animalito, el cual obedeció.

Pero cuando hubo terminado sus veinte vueltas, el bramante se había enroscado otras tantas en torno al tronco, quedando el lebrato prisionero; por más tirones y sacudidas que dio, sólo lograba lastimarse el cuello con el cordel.

—Aguárdame hasta que vuelva —le dijo el músico, alejándose.

Mientras tanto, el lobo, a fuerza de tirar, esforzarse y dar mordiscos a la piedra, había logrado, tras duro trabajo, sacar las patas de la hendidura. Irritado y furioso, siguió las huellas del músico, dispuesto a destrozarlo.

Al verlo pasar la zorra, púsose a lamentarse y a gritar con todas sus fuerzas:

—Hermano lobo, ayúdame. ¡El músico me engañó!

El lobo bajó los arbolillos, cortó la cuerda con los dientes y puso en libertad a la zorra, la cual se fue con él, ávida también de venganza.

Encontraron luego a la liebre aprisionada, desatáronla a su vez y, los tres juntos, partieron en busca del enemigo.

En esto, el músico había vuelto a probar suerte con su violín, y esta vez con mejor fortuna. Sus sones habían llegado al oído de un pobre leñador el cual, quieras que no hubo de dejar su trabajo y, hacha bajo el brazo, dirigióse al lugar de donde procedía la música.

—Por fin doy con el compañero que me conviene —exclamó el violinista—; un hombre era lo que buscaba, y no alimañas salvajes.

Y púsose a tocar con tanto arte y dulzura, que el pobre leñador quedóse como arrobado, y el corazón le saltaba de puro gozo. Y he aquí que en esto vio acercarse al lobo, la zorra y la liebre y, por sus caras de pocos amigos, comprendió que llevaban intenciones aviesas.

Entonces el leñador blandió la reluciente hacha y colocóse delante del músico como diciendo: «Tenga cuidado quien quiera hacerle daño, pues habrá de entendérselas conmigo». Ante lo cual, los animales se atemorizaron y echaron a correr a través del bosque, mientras el músico agradecido, obsequiaba al leñador con otra bella melodía.

Los doce hermanos

E
RANSE una vez un rey y una reina que vivían en buena paz y contentamiento con sus doce hijos, todos varones.

Un día, el Rey dijo a su esposa:

—Si el hijo que has de tener ahora es una niña, deberán morir los doce mayores, para que la herencia sea mayor y quede el reino entero para ella.

Y, así, hizo construir doce ataúdes y llenarlos de virutas de madera, colocando además, en cada uno, una almohadilla. Luego dispuso que se guardasen en una habitación cerrada, y dio la llave a la Reina con orden de no decir a nadie una palabra de todo ello.

Pero la madre se pasaba los días triste y llorosa, hasta que su hijo menor, que nunca se separaba de su lado y al que había puesto el nombre de Benjamín, como en la Biblia, le dijo al fin:

—Madrecita, ¿por qué estás tan triste?

—¡Ay, hijito mío! —respondióle ella—, no puedo decírtelo.

Pero el pequeño no la dejó ya en reposo y, así, un día ella le abrió la puerta del aposento y le mostró los doce féretros llenos de virutas, diciéndole:

—Mi precioso Benjamín, tu padre mandó hacer estos ataúdes para ti y tus once hermanos; pues si traigo al mundo una niña, todos vosotros habréis de morir y seréis enterrados en ellos.

Y como le hiciera aquella revelación entre amargas lágrimas, quiso el hijo consolarla y le dijo:

—No llores, querida madre; ya encontraremos el medio de salir del apuro. Mira, nos marcharemos.

Respondió ella entonces:

—Vete al bosque con tus once hermanos y cuidad de que uno de vosotros esté siempre de guardia, encaramado en la cima del árbol más alto y mirando la torre del palacio. Si nace un niño, izaré una bandera blanca, y entonces podréis volver todos; pero si es una niña, pondré una bandera roja. Huid en este caso tan de prisa como podáis, y que Dios os ampare y guarde. Todas las noches me levantaré a rezar por vosotros; en invierno, para que no os falte un fuego con que calentaros; y en verano, para que no sufráis demasiado calor.

Después de bendecir a sus hijos, partieron éstos al bosque.

Montaban guardia por turno, subido uno de ellos a la copa del roble más alto, fija la mirada en la torre. Transcurridos once días, llególe la vez a Benjamín, el cual vio que izaban una bandera. ¡Ay! no era blanca, sino roja como la sangre, y les advertía que debían morir.

Al oírlo los hermanos, dijeron encolerizados:

—¡Qué tengamos que morir por causa de una niña! Juremos venganza. Cuando encontremos a una muchacha, haremos correr su roja sangre.

Adentráronse en la selva, y en lo más espeso de ella, donde apenas entraba la luz del día, encontraron una casita encantada y deshabitada.

—Viviremos aquí —dijeron—. Tú, Benjamín, que eres el menor y el más débil, te quedarás en casa y cuidarás de ella, mientras los demás salimos a buscar comida.

Y fuéronse al bosque a cazar liebres, corzos, aves, palomitas y cuanto fuera bueno para comer. Todo lo llevaban a Benjamín, el cual lo guisaba y preparaba para saciar el hambre de los hermanos. Así vivieron juntos diez años, y la verdad es que el tiempo no se les hacía largo.

Entretanto había crecido la niña que diera a luz la Reina; era hermosa, de muy buen corazón, y tenía una estrella de oro en medio de la frente.

Un día que en palacio hacían colada, vio entre la ropa doce camisas de hombre y preguntó a su madre:

—¿De quién son estas doce camisas? Pues a mi padre le vendrían pequeñas.

Le respondió la Reina con el corazón oprimido:

—Hijita mía, son de tus doce hermanos.

—¿Y dónde están mis doce hermanos? —dijo la niña—. Jamás más nadie me habló de ellos.

La Reina le dijo entonces:

—Dónde están, sólo Dios lo sabe. Andarán errantes por el vasto mundo.

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