Read Todos los cuentos de los hermanos Grimm Online
Authors: Jacob & Wilhelm Grimm
Tags: #Cuento, Fantástico, Infantil y juvenil
Dijo entonces el horno de hierro:
—Te ayudaré a regresar a tu casa en muy breve tiempo, si te comprometes, por escrito, a hacer lo que le pida. Soy hijo de un rey más poderoso que tu padre, y me casaré contigo.
Espantóse ella, pensando: «¡Dios del cielo! ¿Qué haría yo con un horno?». Pero como tenía grandes deseos de regresar al lado de los suyos, suscribió la promesa.
Díjole él:
—Debes volver con un cuchillo, y abrir con él un agujero en el hierro.
Diole luego un guía, que la acompañó sin pronunciar una sola palabra, y a las dos horas se hallaba en su casa.
La vuelta de la princesa causó gran regocijo en palacio. El viejo rey la abrazó y besó cariñosamente. Ella, empero, con semblante triste y desolado, le dijo:
—Padre mío, ¡lo que me ha ocurrido! No habría logrado salir del inmenso bosque salvaje, de no haberme topado con un horno de hierro, al cual he debido prometer por escrito que volvería para redimirlo y casarme con él.
Asustóse el Rey hasta tal punto, que por poco cae desmayado, pues era su única hija. Tras deliberar, convinieron en que, en su lugar, enviarían a la hija del molinero, que era una muchacha lindísima.
Condujéronla hasta el horno y, dándole un cuchillo, ordenáronle que raspase el hierro hasta agujerearlo. Estuvo la moza trabajando por espacio de veinticuatro horas, sin conseguir hacer la menor mella en el hierro.
Al clarear el alba, una voz surgida del interior del horno dijo:
—Me parece que empieza a ser de día.
—También a mí me lo parece —respondió la muchacha—. Creo que oigo el ruido del molino de mi padre.
—Entonces tú eres le hija del molinero. Márchate, y di a la princesa que venga.
Fue la muchacha a comunicar al anciano rey que el del bosque no la quería a ella, sino a la princesa. Al oírlo asustóse el Rey, y su hija se echó a llorar. Pero les quedaba todavía la hija de un porquerizo, que era aún más hermosa que la molinera, y resolvieron ofrecerle una cantidad de dinero para que sustituyese a la princesa y fuese en su lugar al horno del bosque.
Acompañáronla hasta allí, y la muchacha se pasó también veinticuatro horas raspando, sin obtener resultado alguno.
Al amanecer volvió a sonar la voz que salía del horno:
—Me parece que empieza a ser de día.
—También a mí me lo parece —respondió ella—. Creo que oigo sonar el cuerno de mi padre.
—Entonces tú eres la hija del porquerizo. Vete inmediatamente a decir a la princesa que venga, y recuérdale que le ocurrirá lo que le prometí, y que si no viene, todo el reino caerá en ruinas y no quedará piedra sobre piedra.
Al oír estas palabras, la princesa prorrumpió a llorar. Pero no había otro remedio; había que cumplir lo prometido. Despidióse de su padre y se encaminó al bosque, provista de un cuchillo. Llegado que hubo al lugar púsose a rascar, y el hierro cedió fácilmente, de modo que al cabo de dos horas había abierto ya un pequeño orificio en la plancha.
Mirando por él, vio en el interior a un joven tan hermoso y tan brillante de oro y piedras preciosas, que su alma quedó prendada en el acto. Siguió raspando sin parar, hasta que el agujero fue ya lo bastante grande para que el príncipe pudiese salir por él.
Díjole entonces el doncel:
—Eres mía, y yo soy tuyo; eres mi prometida y me has redimido.
Y quiso llevársela directamente a su reino; pero ella le rogó que le permitiese ir a despedirse de su padre. Avínose él, con la condición de que no hablase con su padre más de tres palabras, regresando acto seguido.
Se fue la princesa y habló más de lo convenido. Y en el mismo instante desapareció el horno, siendo transportado a un lugar remotísimo, sobre montañas de cristal y cortantes espadas. Sin embargo, el hijo del Rey estaba desencantado.
Despidióse la princesa de su padre y, llevándose algo de dinero, volvió al inmenso bosque. Mas, por mucho que buscó el horno, no lo encontró en ninguna parte.
Al cabo de nueve días de vagar por aquellos lugares, su hambre era tan grande que la muchacha sentíase desfallecer por momentos. Al llegar el crepúsculo encaramóse a un pequeño árbol con intención de pasar en él la noche, pues temía a las fieras de la selva.
A media noche descubrió a lo lejos una lucecita, y pensó: «Seguramente, allí estaría a salvo». Bajó del árbol y se dirigió al lugar donde viera la luz, y durante el camino iba rezando.
Llegó a una casita rodeada de abundante hierba y que tenía delante un montoncito de leña. «¡Ay! —pensó—, ¿dónde habré venido a parar?». Miró por la ventana, y vio en el interior sapos grandes y chicos y una mesa magníficamente preparada, con vino y asados; y las copas eran de plata. Cobrando ánimos, dio unos golpecitos en los cristales.
Inmediatamente gritó el sapo gordote:
«Ama verde y tronada,
pata arrugada,
trasto de mujer
que no sirve para nada;
quien hay ahí fuera, presto ve a ver.»
Salió a abrir un sapo pequeñito. Al entrar la princesa, diéronle todos la bienvenida y la invitaron a sentarse, preguntándole:
—¿De dónde venís y adónde vais?
Contóle ella todo lo que le había sucedido y cómo, por haber faltado a la prohibición de hablar más de tres palabras, no encontraba ahora el horno con el príncipe. Díjoles también que su propósito era buscarlo por montes y valles hasta encontrarlo.
Habló entonces el sapo gordo:
«Ama verde y tronada,
pata arrugada,
trasto de mujer
que no sirve para nada;
aquella caja grande me vas a traer.»
Fue el pequeño a saltitos, y volvió en seguida con la caja.
Sirviéronle luego la cena y, cuando ya hubo comido y bebido, la acompañaron a una cama primorosamente hecha, toda de seda y terciopelo, en la que se acostó y durmió toda la noche en santa paz.
Al llegar el nuevo día, levantóse y el viejo sapo le dio tres agujas que sacó de la gran caja, diciéndole que se las llevase que las necesitaría, pues debería atravesar una alta montaña de cristal, tres cortantes espadas y un gran río; si lograba salvar aquellos obstáculos, recuperaría a su amado. Diole además otros objetos, recomendándole los guardase con gran cuidado: una rueda de arado y tres nueces.
Con todo ello se marchó la doncella y, al llegar a la montaña de cristal, tan lisa y resbaladiza, metióse las tres agujas, primero, detrás de los pies y luego delante, y así pudo pasar. Y una vez hubo pasado, guardólas en un lugar que procuró grabarse en la memoria. Al encontrarse después frente a las cortantes espadas, púsose sobre la rueda del arado y pasó rodando por encima de ellas.
Finalmente, llegó a un caudaloso río y, cuando lo hubo cruzado, a un vasto y hermoso palacio. Entró en él y pidió empleo, presentándose como una pobre muchacha que deseaba servir; pero bien sabía que allí habitaba el príncipe a quien redimiera del horno en el bosque. Fue admitida como ayudante de cocina, por un reducido salario.
Era el caso que el príncipe tenía ya a otra prometida, con quien iba a casarse, pues creía que la primera había muerto ya.
Al ir a lavarse y arreglarse la doncella, al anochecer, encontró en el bolsillo las tres nueces que le diera el viejo sapo y, cascando una con los dientes para extraer su contenido, he aquí que salió un primoroso vestido, digno de una princesa.
Al enterarse de ello la novia, acudió a examinar la prenda y, deseosa de comprarla, dijo:
—Éste no es un vestido propio para una criada.
Contestóle la otra que no quería venderlo, pero que se lo regalaría a cambio de una cosa: que le permitiese dormir una noche en la habitación de su novio. Avínose la prometida, pues el vestido era precioso, y ella no tenía ninguno igual.
Al llegar la noche, dijo a su novio:
—Esa estúpida quiere dormir en tu aposento.
—Si estás conforme, yo también lo estoy —replicó el príncipe.
Pero ella le dio a beber un vaso de vino que contenía un narcótico. Quedaron, pues, los dos en la misma habitación, pero sumido él en un sueño tan profundo, que no hubo medio de despertarlo.
La doncella se pasó la noche entre llanto y exclamaciones:
—Te libré del bosque salvaje y del horno de hierro. Para llegar hasta ti hube de salvar una montaña de cristal, pasar por encima de afiladas espadas y a través de un caudaloso río. ¡Y ahora te niegas a escucharme!
Los criados, de guardia ante la puerta, la oyeron llorar y lamentarse, y a la mañana siguiente se lo dijeron a su señor.
A la tarde siguiente rompió la segunda nuez, encontrando en ella un vestido más bello aún; y la novia también quiso comprarlo. Pero la muchacha no admitió dinero; en cambio, cedió la prenda a condición de poder pasar una segunda noche en la alcoba de su amado. La novia volvió a suministrarle un somnífero, quedándose él dormido como un tronco, incapaz de enterarse de nada.
La muchacha se pasó también aquella noche llorando y repitiendo sus lamentaciones:
—Te libré del bosque salvaje y del horno de hierro. Para llegar hasta ti hube de salvar una montaña de cristal, pasar por encima de cortantes espadas y atravesar un gran río. ¡Y sigues sin querer escucharme!
Los criados, desde el otro lado de la puerta, oyeron sus lamentos, y por la mañana volvieron a decirlo a su señor. Y a la tercera tarde, después de lavarse y asearse, abrió la nuez que le quedaba, y apareció un vestido aún más hermoso, centelleante de oro puro. Quiso la novia quedarse con él, y de nuevo la muchacha se lo cedió a cambio de la autorización de dormir en el aposento del príncipe.
Éste, empero, vertió el narcótico en vez de bebérselo, y cuando la doncella empezó a llorar y exclamarse:
—Tesoro mío, yo te salvé del bosque salvaje y terrible y del horno de hierro.
Incorporándose el príncipe bruscamente, le dijo:
—Tú eres mi verdadera prometida. ¡Tú eres mía y yo soy tuyo!
Y aquella misma noche subió con ella a una carroza, después de haber quitado las ropas a la otra, por lo cual no pudo levantarse.
Al llegar al anchuroso río lo cruzaron en una barca; luego atravesaron las tres cortantes espadas sobre la rueda del arado y se sirvieron de las agujas para salvar la montaña de cristal. Finalmente, fueron a parar a la vieja casita, y al entrar en ella se transformó en un gran palacio. Los sapos quedaron desencantados, recuperando su primitiva condición de príncipes, y hubo inmenso regocijo.
Celebróse la boda, y la pareja se quedó en el palacio, que era mucho más espacioso que el del padre de ella. Pero como el viejo se quejaba de su soledad, fueron en su busca y se lo trajeron con ellos y, así, tuvieron dos reinos y vivieron en la mayor felicidad.
«Y un ratoncito llegó,
y el cuento se acabó.»
V
IVÍAN en un pueblo un hombre y su mujer, la cual era holgazana en extremo; y no había modo de hacerla trabajar. Lo que su marido le daba para hilar, lo dejaba a medio hacer, y lo que hilaba, lo liaba de cualquier modo, en vez de devanarlo. Si su esposo la reñía, ella tenía siempre la respuesta a punto.
—¡Cómo voy a devanar —replicóle en una ocasión— si no tengo devanadera! Ve tú al bosque y hazme una.
—Si sólo es eso —dijo el marido—, iré al bosque a buscar madera y te haré una.
Temió la mujer que, una vez su esposo tuviese el material, le hiciese en efecto una devanadera y la obligase a hilar de nuevo. Estuvo pensando un poco, hasta que se le ocurrió una buena idea.
Siguió secretamente al hombre y, al subirse éste a un árbol para escoger una rama y cortarla, disimulándose ella entre las matas de modo que no pudiese ser vista, gritó:
«El que corte madera, morirá;
quien devane con ella, se perderá.»
Al oírlo el marido, dejó el hacha unos momentos, pensando en lo que podría significar aquello.
—¡Bah! —exclamó al fin—. ¡Qué puede ser! Un ruido cualquiera. Sería un tonto si me preocupase.
Y, empuñando de nuevo el hacha, volvió a su trabajo. Pero oyó la misma voz:
«El que corte madera, morirá;
quien devane con ella, se perderá.»
Detúvose él, sintió miedo y quedó reflexionando. Pero, al cabo de un rato, tomó nuevos ánimos, volvió a coger el hacha… y ¡dale! Y he aquí que por tercera vez repitieron en alta voz desde el bosque:
«El que corte madera, morirá;
quien devane con ella, se perderá.»
Aquello era ya demasiado; se le pasaron al hombre todas las ganas; bajó del árbol más que de prisa y emprendió el camino de su casa. La mujer regresó también, corriendo por atajos, para llegar antes.
Cuando el hombre entró en la casa, allí estaba ella con aire inocente, como si nada hubiese ocurrido, y le preguntó:
—¿Qué? ¿Traes una buena devanadera?
—No —respondió él—. Tendrás que dejar el devanado.
Y, contándole lo que había sucedido en el bosque, la dejó en paz en adelante.
Sin embargo, pronto volvió el marido a quejarse del desorden que reinaba en la casa.
—Mujer —díjole—, es una vergüenza que el lino hilado siga ahí en madejas, de cualquier manera.
—¿Sabes qué? —respondió la mujer—; ya que no has podido hacerte con una devanadera, tú te subes al desván y yo me colocaré abajo; te echaré el hilo hacia arriba y tú me lo vuelves a echar abajo, y de este modo saldrá una madeja.
—Bueno —dijo el marido; y lo hicieron así. Y cuando hubieron terminado, prosiguió él—. Bien, ya tenemos el hilo enmadejado; ahora hace falta cocerlo.
A la mujer aquello le venía también cuesta arriba, pero respondió:
—Sí, mañana de madrugada lo coceremos.
E imaginó un nuevo truco.
Levantóse a primera hora, encendió fuego y puso el caldero; pero en vez del hilo, echó dentro un montón de estopa, dejando que cociese. Luego fue a ver a su marido, que se estaba aún en la cama, y le dijo:
—Tengo que salir; levántate y vigila el hilo, que se está cociendo en el caldero. Mas procura no dormirte y estar al tanto, pues si cuando cante el gallo no vigilas, en vez de hilo tendremos estopa.
El hombre, deseoso de hacer bien las cosas y no descuidar ningún detalle, levantóse y se vistió con toda diligencia, bajando acto seguido a la cocina. Pero al llegar al caldero y echar una mirada a su interior, vio con espanto una masa de estopa. El infeliz no dijo nada, pensando que la desgracia era culpa de descuido, y jamás volvió a mentar el hilo ni la hilatura. Pero ¡hay que ver la mala pieza que era aquella mujer!