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Authors: Jacob & Wilhelm Grimm

Tags: #Cuento, Fantástico, Infantil y juvenil

Todos los cuentos de los hermanos Grimm (81 page)

BOOK: Todos los cuentos de los hermanos Grimm
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La bella Catalinita y Pif Paf Poltri

B
UENAS días, padre Patosabio.

—Muchas gracias, Pif Paf Poltri.

—¿Podría obtener la mano de vuestra hija?

—¿Cómo no? Con tal que les parezca bien a madre Vaca Lechera, al hermano Presumido, a la hermana Comequeso y a la bella Catalinita, no habrá inconveniente.

«¿Y dónde está la madre Vaca Lechera?»

«Ordeña las vacas, allá en la boyera.»

—Buenos días, madre Vaca Lechera.

—Muchas gracias, Pif Paf Poltri.

—¿Podría obtener la mano de vuestra hija?

—¿Cómo no? Con tal que les parezca bien al padre Patosabio, al hermano Presumido, a la hermana Comequeso y a la bella Catalinita, no habrá inconveniente.

«¿Y dónde está el hermano Presumido?»

«Partiendo leña, detrás del ejido».

—Buenos días, hermano Presumido.

—Muchas gracias, Pif Paf Poltri.

—¿Podría obtener la mano de vuestra hermana?

—¿Cómo no? Con tal que les parezca bien al padre Patosabio, a la madre Vaca Lechera, a la hermana Comequeso y a la bella Catalinita, no habrá inconveniente.

«¿Y dónde está la hermana Comequeso?»

«Cortando hierba para los conejos.»

—Buenos días, hermana Comequeso.

—Muchas gracias, Pif Paf Poltri.

—¿Podría obtener la mano de vuestra hermana?

—¿Cómo no? Con tal que les parezca bien al padre Patosabio, a la madre Vaca Lechera, al hermano Presumido y a la bella Catalinita, no habrá inconveniente.

«¿Y dónde está la bella Catalinita?»

«En su cuarto, contando sus moneditas.»

—Buenos días, bella Catalinita.

—Muchas gracias, Pif Paf Poltri.

—¿Te gustaría ser mi novia?

—Ya lo creo. Si les parece bien a mi padre Patosabio, a mi madre Vaca Lechera, a mi hermano Presumido y a mi hermana Comequeso, no hay inconveniente.

—Bella Catalinita, ¿cuánto tienes de dote?

—Catorce reales en buena moneda, un cuarto y medio de deudas, media libra de ciruelas, un puñado de hojuelas, cuatro cazuelas,

así como suena;

¿no es una dote buena?

—Pif Paf Poltri, ¿qué oficio tienes? ¿Eres sastre?

—Mucho mejor.

—¿Zapatero?

—Mucho mejor.

—¿Labrador?

—Mucho mejor.

—¿Carpintero?

—Mucho mejor.

—¿Herrero?

—Mucho mejor.

—¿Molinero?

—Mucho mejor.

—¿Eres quizás escobero?

—Eso es lo que soy. ¿Verdad que es buen oficio?

La zorra y el caballo

T
ENÍA un campesino un fiel caballo, ya viejo, que no podía prestarle ningún servicio. Su amo se decidió a no darle más de comer y le dijo:

—Ya no me sirves de nada; mas para que veas que te tengo cariño, te guardaré si me demuestras que tienes aún la fuerza suficiente para traerme un león. Y ahora, fuera de la cuadra.

Y lo echó de su casa.

El animal se encaminó tristemente al bosque, en busca de un cobijo.

Encontróse allí con la zorra, la cual le preguntó:

—¿Qué haces por aquí, tan cabizbajo y solitario?

—¡Ay! —respondió el caballo—. La avaricia y la lealtad raramente moran en una misma casa. Mi amo ya no se acuerda de los servicios que le he venido prestando durante tantos años, y porque ya no puedo arar como antes, se niega a darme pienso y me ha echado a la calle.

—¿Así, a secas? ¿No puedes hacer nada para evitarlo? —preguntó la zorra.

—El remedio es difícil. Me dijo que si era lo bastante fuerte para llevarle un león, me guardaría. Pero sabe muy bien que no puedo hacerlo.

—Yo te ayudaré. Túmbate bien y no te muevas, como si estuvieses muerto.

Hizo el caballo lo que le indicara la zorra, y ésta fue al encuentro del león, cuya guarida se hallaba a escasa distancia, y le dijo:

—Ahí fuera hay un caballo muerto; si sales, podrás darte un buen banquete.

Salió el león con ella y, cuando ya estuvieron junto al caballo, dijo la zorra:

—Aquí no podrás zampártelo cómodamente. ¿Sabes qué? Te ataré a su cola. Así te sera fácil arrastrarlo hasta tu guarida, y allí te lo comes tranquilamente.

Gustóle el consejo al león; colocóse de manera que la zorra con la cola del caballo ató fuertemente las patas del león, y le dio tantas vueltas y nudos que no había modo de soltarse.

Cuando hubo terminado, golpeó el anca del caballo, y dijo:

—¡Vamos, jamelgo, andando!

Incorporóse el animal de un salto y salió al trote, arrastrando al león. Se puso éste a rugir con tanta fiereza que todas las aves del bosque echaron a volar asustadas; pero el caballo lo dejó rugir y, a campo traviesa, lo llevó arrastrando hasta la puerta de su amo.

Al verlo éste, cambió de propósito y dijo al animal:

—Te quedarás a mi lado, y lo pasarás bien.

Y, en adelante, no le faltaron al caballo sus buenos piensos hasta que murió.

Las princesas bailadoras

E
RASE una vez un rey que tenía doce hijas, a cual más hermosa. Dormían todas juntas en una misma sala, con las camas alineadas, y por la noche, a la hora de acostarse, el Rey cerraba la puerta con llave y corría el cerrojo.

Mas por la mañana, al abrir de nuevo el aposento, advertía que todos los zapatos estaban estropeados de tanto bailar, sin que nadie pudiese poner en claro el misterio.

Al fin, el Rey mandó pregonar que quien descubriese dónde iban a bailar sus hijas por la noche, podría elegir a una por esposa y, a la muerte del Monarca, heredaría el reino. Pero si al cabo de tres días con sus noches no hubiese esclarecido el caso, perdería la vida.

Al cabo de poco tiempo presentóse un príncipe, que se declaró dispuesto a intentar la empresa. Fue bien recibido, y al llegar la noche se le condujo a una habitación contigua al dormitorio de las princesas. Pusiéronle allí la cama. Él debía averiguar adónde se iban ellas a bailar; y para que no pudiesen hacerlo en secreto o escaparse a otro lugar, dejaron abierta la puerta de la sala. Mas al príncipe le pareció que tenía plomo en los ojos y se quedó dormido; y cuando se despertó por la mañana, encontróse con que las doce habían ido al baile, pues todas tenían agujereadas las suelas de los zapatos. Lo mismo se repitió la segunda noche y la tercera, por lo cual el príncipe fue decapitado sin compasión.

Después de él vinieron otros muchos dispuestos a correr la suerte, y todos dejaron la vida en la empresa.

En esto, un pobre soldado que, habiendo recibido una herida, no podía seguir en el servicio, acertó a pasar por las inmediaciones de la ciudad donde aquel rey vivía. Topóse con una vieja, que le preguntó adónde iba.

—Ni yo mismo lo sé —respondióle él y, en broma, añadió—. Me entran ganas de averiguar dónde se desgastan los zapatos bailando las hijas del Rey. Así, un día podría subir al trono.

—Pues no es tan difícil —replicó la vieja—. Para ello, basta con que no bebas el vino que te servirán por la noche y simules que estás dormido —luego, dándole una pequeña capa, añadió—. Cuando te la pongas, quedarás invisible y podrás seguir a las doce muchachas.

Con aquellas instrucciones, el soldado se tomó en serio la cosa y, cobrando ánimos, presentóse al Rey como pretendiente. Recibiéronle con las mismas atenciones que a los demás y le dieron vestidos principescos.

A la hora de acostarse, lo condujeron a la antesala de costumbre y, cuando ya se dispuso a meterse en la cama, entró la princesa mayor a ofrecerle un vaso de vino. Pero él se había atado una esponja bajo la barbilla y, echando en ella el líquido, no se tragó ni una gota.

Acostóse luego y, al cabo de un ratito, se puso a roncar como si durmiese profundamente. Al oírlo, las princesas soltaron las carcajadas, y la mayor exclamó:

—He aquí otro que podría haberse ahorrado la muerte.

Se levantaron. Abrieron armarios, arcas y cajones y sacaron de ellos magníficos vestidos; y mientras se ataviaban y acicalaban ante el espejo, saltaban de alegría pensando en el baile.

Sólo la más joven dijo:

—No sé. Vosotras estáis muy contentas, y yo en cambio siento una impresión rara. Presiento que nos ocurrirá una desgracia.

—Eres una boba —replicó la mayor—. Siempre tienes miedo. ¿Olvidaste ya cuántos príncipes han tratado, en vano, de descubrirnos? A este soldado ni siquiera hacía falta darle narcótico. No se habría despertado el muy zopenco.

Cuando todas estuvieron listas, salieron a echar una mirada al mozo; pero éste mantenía los ojos cerrados y permaneció inmóvil, por lo que ellas se creyeron seguras.

Entonces la mayor se acercó a su cama y le dio unos golpes. Inmediatamente, el mueble empezó a hundirse en el suelo, y todas pasaron por aquella abertura, una tras otra, guiadas por la mayor.

El soldado, que lo había visto todo, sin titubear se puso su capita y bajó también detrás de la menor. A mitad de la escalera le pisó ligeramente el vestido, por lo cual la princesa asustada exclamó:

—¿Qué es eso? ¿Quién me tira de la falda?

—¡No seas tonta! —exclamó la mayor—. Te habrás cogido en un gancho.

Llegaron todos abajo, encontrándose en una maravillosa avenida de árboles, cuyas hojas de plata brillaban y refulgían esplendorosamente. Pensó el soldado: «Es cuestión de proporcionarme una prueba»; y rompió una rama, produciendo un fuerte crujido al quebrarla.

La más joven volvió a exclamar:

—Pasa algo extraño. ¿No oísteis un crujido?

Pero la mayor replicó:

—Son disparos de regocijo, por la pronta liberación de nuestros príncipes.

Llegaron luego a otra avenida cuyos árboles eran de oro y, finalmente, a una tercera, en que eran de diamantes; y de cada una desgajó el soldado una rama, con gran susto de la pequeña; pero la mayor insistió en que eran disparos de regocijo.

Prosiguiendo, no tardaron en hallarse a la orilla de un gran río, en el que había doce barquitas y, en cada una, un gallardo príncipe. Aguardaban a las princesas, y cada cual subió a una en su barca, sentándose el soldado en la de la menor.

Dijo el príncipe:

—No sé por qué, pero esta barca es hoy mucho más pesada que de costumbre. Tengo que remar con todas mis fuerzas para hacerla avanzar.

—Debe de ser el tiempo —respondió la princesa—. Hoy está bochornoso, y también yo me siento deprimida.

En la orilla opuesta levantábase un magnífico y bien iluminado castillo, de cuyo interior llegaba una alegre música de timbales y trompetas. Entraron en él, y cada príncipe bailó con su preferida. Y también el soldado bailó, invisible, y cuando la princesa menor levantaba un vaso de vino, él se lo bebía, vaciándolo antes de que llegase a los labios de la muchacha, con el consiguiente azoramiento de ella; pero la mayor siempre le imponía silencio.

Duró la danza hasta las tres de la madrugada, hora en que todos los zapatos estaban agujereados y hubieron de darla por terminada. Los príncipes las devolvieron a la orilla opuesta, y esta vez el soldado se embarcó con la mayor. En la ribera se despidieron de sus acompañantes, prometiéndoles volver a la noche siguiente.

Al llegar a la escalera, el soldado pasó delante y se metió en su cama. Cuando las doce muchachas entraron fatigadas y arrastrando los pies, reanudó él sus ronquidos y ellas, al oírlos, dijéronse entre sí:

—¡De éste nos hallamos seguras!

Desvistiéronse, guardando sus ricas prendas, y dejando los estropeados zapatos debajo de las respectivas camas, se acostaron.

A la mañana siguiente, el soldado no quiso decir nada deseoso de participar de nuevo en la magnífica fiesta, a la que concurrió la segunda noche y la tercera. Todo discurrió como la primera vez, durando el baile hasta el desgaste total de los zapatos. La tercera noche, empero, el soldado se llevó una copa como prueba.

Cuando sonó la hora de rendir cuentas, cogió el mozo las tres ramas y la copa y se presentó al Rey, mientras las doce hermanas escuchaban detrás de la puerta lo que decía.

Al preguntar el Rey:

—¿Dónde han estropeado mis hijas sus zapatos?

Respondió él:

—Bailando con doce príncipes en un palacio subterráneo.

Y relató cómo habían ocurrido las cosas, aportando en prueba las ramas y la copa.

Mandó entonces el Rey que compareciesen sus hijas, y les preguntó si el soldado decía la verdad. Al verse ellas descubiertas, y que de nada les serviría el seguir negando, hubieron de confesar. Entonces preguntó el Rey al soldado a cuál de ellas quería por mujer.

—Como ya no soy joven, dadme a la mayor —contestó.

El mismo día se celebró la boda, y el Rey lo nombró heredero del trono. En cuanto a los príncipes, quedaron encantados durante tantos días como noches habían bailado con las princesas.

Los seis criados

E
N remotos tiempos vivía una anciana reina, que era además hechicera. Tenía una hija tan hermosa como no se habría encontrado otra bajo el sol. La vieja sólo pensaba en hallar medios para perder a los hombres y, cada vez que llegaba un pretendiente, decíale que quien aspirase a casarse con su hija debía antes realizar un trabajo, y si no lo lograba, tenía que morir.

Muchos lo habían intentado, deslumbrados por la belleza de la muchacha, pero ninguno consiguió jamás realizar lo que la vieja exigiera de él; y, así, fueron decapitados sin piedad.

Mas cierto príncipe, enterado de la gran hermosura de la doncella, dijo a su padre:

—Permitidme que vaya a pretenderla.

—De ninguna manera —respondióle el Rey—. Si lo hicieses, correrías a tu muerte.

Enfermó el hijo gravemente y estuvo siete años entre la vida y la muerte, sin que los médicos encontraran remedio a su mal. Al ver su padre que no había esperanza, lleno el corazón de tristeza le dijo:

—Vete, pues, a probar suerte. Ya no sé qué más hacer.

Al oír el hijo estas palabras, levantóse del lecho completamente sano y se puso en seguida en camino.

Sucedió que, cabalgando por un erial, vio desde lejos que sobresalía del suelo un bulto semejante a un montón de heno, y al acercarse pudo comprobar que se trataba de la barriga de un individuo que se hallaba echado en aquel lugar; una barriga que era como una montañita.

Al ver al caballero, incorporóse el gordo y le dijo:

—Si necesitáis un criado, tomadme a vuestro servicio.

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