Tokio Blues (15 page)

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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Drama, #Romántico

BOOK: Tokio Blues
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Leí la carta desde el principio una segunda vez. Luego bajé, compré un refresco de cola en la máquina expendedora, volví a mi habitación y, mientras lo bebía, volví a leerla. Después metí las siete hojas de papel en el sobre y lo dejé encima de la mesa. En el sobre de color rosa estaban escritos mi nombre y mi dirección con una letra picuda y demasiado pulcra, tratándose de una chica joven. Me senté a la mesa, me quedé unos instantes contemplando el sobre. En el remite ponía «Residencia Ami». Era un nombre extraño. Tras darle vueltas al nombre unos cinco o seis minutos, decidí que tal vez venía de la palabra francesa
ami,
es decir, «amigo».

Guardé la carta en el cajón del escritorio, me cambié de ropa y salí. De pronto me dio la impresión de que, si me quedaba cerca de la carta, la leería diez o veinte veces más. Vagué sin rumbo por las calles de Tokio, en domingo, tal como en el pasado había hecho siempre con Naoko. Iba recordando su carta línea a línea mientras deambulaba por una y otra calle. Al anochecer volví a la residencia, hice una llamada de larga distancia a la Residencia Ami donde se encontraba Naoko. Respondió la recepcionista, me preguntó qué deseaba. Le di el nombre de Naoko y quise saber si era posible visitarla durante la tarde del día siguiente. Ella me preguntó cómo me llamaba y me rogó que volviera a llamar al cabo de media hora.

Después de la cena, cuando volví a llamar, la misma mujer me dijo que la visita era posible, que me esperaban. Le di las gracias, colgué, metí en mi mochila una muda y los productos de aseo. Hice tiempo antes de dormirme leyendo
La montaña mágica
y bebiendo brandy. Cuando logré conciliar el sueño, era la una de la madrugada.

6

El lunes, en cuanto me levanté de la cama a las siete de la mañana, corrí a lavarme la cara y a afeitarme y, sin desayunar siquiera, me dirigí al despacho del director de la residencia y le anuncié que iba a estar dos días fuera, en la montaña. No era la primera vez que hacía un viaje corto aprovechando mis días libres, así que el director se limitó a decir: «¡Ah!». Tomé un metro atestado de gente que se dirigía a sus puestos de trabajo, fui hasta la estación de Tokio, compré un billete de asiento no reservado para el Shinkansen
[18]
en dirección a Kioto, subí de un salto al primer Hikari, y, una vez dentro, desayuné una taza de café caliente y un bocadillo. Luego estuve una hora dormitando en el asiento.

Llegué a Kioto unos minutos antes de las once. Siguiendo las indicaciones de Naoko, fui hasta Sanjô en el autobús urbano, me dirigí a pie a la cercana terminal de autobuses privados y pregunté a qué hora y de qué parada salía el autobús número 16. Al parecer, a las 11:35 de la parada que estaba más alejada. Tardaba poco más de una hora en llegar a su destino. Compré un billete y después entré en una librería del barrio, compré un mapa, me senté en la sala de espera y busqué el emplazamiento exacto de la Residencia Ami. Según el mapa, se encontraba en un lugar perdido en las montañas. El autobús se dirigía hacia el norte atravesando varias montañas y, al llegar a un punto donde no podía avanzar más, daba media vuelta y regresaba a la ciudad. Yo debía apearme poco antes de la última parada. Allí encontraría un sendero y, según indicaba Naoko, tras andar unos veinte minutos llegaría a la Residencia Ami. «¡Debe de ser un lugar muy tranquilo estando tan escondido entre las montañas!», pensé.

En cuanto subieron unos veinte pasajeros, el autobús arrancó y enfiló hacia el norte por el interior de la ciudad, siguiendo el curso del río Kamo. Conforme avanzaba hacia el norte, menudeaban los campos de cultivo y los descampados entre las hileras de casas. Las tejas negras de los tejados y los plásticos de los invernaderos refulgían bajo el sol de principios de otoño. Poco después el autobús se adentró en las montañas. El camino era tortuoso y el conductor hacía girar sin descanso el volante a derecha e izquierda. Yo empecé a sentirme mareado. Aún tenía el sabor del café de la mañana en la boca del estómago. En éstas, las curvas se hicieron menos frecuentes y, en el momento en que yo lanzaba un suspiro de alivio, el autobús penetró en un gélido bosque de cedros. Los árboles se erguían tan altos como en una selva virgen, impidiendo el paso de los rayos del sol al tiempo que lo cubrían todo de sombras. El viento que entraba por las ventanillas se enfrió de repente y la piel se me humedeció. Durante bastante tiempo avanzamos a través del bosque de cedros siguiendo el curso del río y, cuando yo ya empezaba a creer que el mundo entero yacía enterrado para siempre en ese paraje, dejamos atrás el bosque y salimos a una especie de cuenca rodeada de montañas. Hasta donde alcanzaba la vista, se extendían unos campos verdes y, a lo largo del camino, fluía un río de aguas cristalinas. A lo lejos se alzaba una delgada columna de humo blanco; aquí y allá se veía ropa tendida al sol, y algunos perros ladraban. Frente a las casas había leña apilada hasta el alero y, encima del montón de leña, dormitaban unos gatos. En las casas no se veía un alma.

La misma escena se repitió una y otra vez. El autobús cruzaba un bosque de cedros, entraba en un pueblo, lo atravesaba y volvía a adentrarse en un bosque de cedros. Se detenía en cada pueblo y bajaban algunos pasajeros. No subió ninguno. A los cuarenta minutos de trayecto llegamos a un desfiladero con una amplia panorámica. El conductor detuvo el autobús y nos anunció una parada de seis minutos: si algún pasajero deseaba apearse podía hacerlo. Sólo quedábamos cuatro pasajeros, incluyéndome a mí, y todos bajamos del autobús para estirar las piernas, fumarnos un cigarrillo y contemplar la ciudad de Kioto a nuestros pies. El conductor orinó. Un hombre de unos cincuenta años y rostro atezado, que había cargado en el autobús una gran caja de cartón atada con un cordel, me preguntó si iba a hacer montañismo. Asentí; era lo más cómodo.

Al poco subió otro autobús en sentido opuesto, paró al lado del nuestro y el conductor bajó. Tras intercambiar unas palabras, ambos conductores montaron en sus respectivos autobuses. Los pasajeros volvimos a nuestros asientos, y los dos vehículos prosiguieron la marcha en sentido contrario. Pronto descubrí la razón por la que nuestro autobús había esperado en lo alto del desfiladero a que llegara el otro vehículo. Un poco más abajo, el camino se estrechaba, lo que hacía imposible que dos autobuses grandes circularan al mismo tiempo. El autobús se cruzó con varias furgonetas pequeñas y turismos. En cada ocasión, uno u otro vehículo tuvo que retroceder y arrimarse a la parte más abierta de la curva.

Los pueblos que encontramos a lo largo del camino eran mucho más pequeños que los anteriores, y los cultivos, más reducidos. La montaña se hizo más abrupta y llegó hasta el borde del camino. Sin embargo, los perros, cuando el autobús entraba en los pueblos, ladraban con furia, como si compitieran entre sí.

Me apeé en una parada donde no había nada. Ni personas ni campos. Únicamente el poste de la parada, un riachuelo y la entrada de un camino de montaña. Me eché la mochila a la espalda y enfilé hacia el sendero que discurría a lo largo del riachuelo. A la izquierda fluía el río; a la derecha había un bosque. Tras avanzar unos quince minutos por la suave pendiente, por fin encontré un ramal de anchura suficiente para permitir el paso de un coche y, en la entrada del ramal, un cartel que decía: RESIDENCIA AMI. PROHIBIDO EL PASO A EXTRAÑOS.

En el sendero del bosque se distinguían las huellas de los neumáticos de los coches. Entre los árboles se oía a ratos el batir de las alas de algún pájaro. Era un sonido tan nítido que parecía que alguien lo hubiera amplificado sobre el resto de ruidos del bosque. Una sola vez se oyó en la lejanía un disparo de escopeta, que sonó tan amortiguado como si llegara a través de varios filtros.

Tras cruzar el bosque, me topé con un muro de color blanco. Se trataba de un muro no más alto que yo mismo, sin estacas o tela metálica en lo alto, por lo que hubiera podido saltarlo sin dificultad. La puerta, abierta de par en par, era negra, metálica y sólida, y la garita del guarda estaba desierta. Al lado del portal había colgado otro cartel que decía: RESIDENCIA AMI. PROHIBIDO EL PASO A EXTRAÑOS. En la garita advertí ciertos indicios de que, hasta unos instantes atrás, había habido alguien: tres colillas en el cenicero, restos de té en una taza, un transistor en la estantería y, colgado de la pared, un reloj cuyo rítmico tictac era un sonido seco. Esperé a que el guarda volviera, pero, como no llegaba, pulsé dos o tres veces un timbre que vi allí cerca. Detrás del portal había un aparcamiento con un minibús, un todoterreno y un Volvo de color azul. El aparcamiento tenía capacidad para unos treinta vehículos, pero sólo lo ocupaban esos tres.

Al cabo de dos o tres minutos, un guarda vestido de uniforme azul marino se acercó por el sendero del bosque montado en una bicicleta amarilla. Era un hombre de unos sesenta años, alto y con entradas. Apoyó la bicicleta en la pared de la garita y se excusó mecánicamente: «Perdone que lo haya hecho esperar». En el guardabarros de la bicicleta había pintado un «32» con pintura blanca. Después de decirle mi nombre, llamó por teléfono y repitió mi nombre dos veces. Le comentaron algo, él asintió y colgó el auricular.

—Vaya al pabellón principal y allí pregunte por la doctora Ishida —me dijo el guarda—. Si sigue por la arboleda encontrará una rotonda. Usted tome el segundo camino a la izquierda, ¿me entiende?, el segundo a la izquierda. Cuando vea un edificio antiguo, gire a la derecha y atraviese otra arboleda hasta llegar a un edificio de hormigón. Es el pabellón principal. Hay un letrero. No tiene pérdida.

Tal como me había indicado, me desvié por el segundo camino a la izquierda de la rotonda y, al fondo, encontré una casa antigua llena de encanto. En el jardín había unas rocas de hermosas formas y una linterna de piedra; las plantas estaban bien cuidadas. A todas luces, aquélla debía de haber sido una antigua villa de recreo. Tras torcer a la derecha y cruzar un macizo de árboles, apareció ante mis ojos un edificio de hormigón de tres plantas, que se levantaba sobre un terreno excavado, por lo que no daba una sensación imponente. Era de líneas simples, muy pulcro.

Se entraba por el primer piso. Subí unos escalones, abrí una puerta grande de cristal y me encontré a una mujer joven vestida de rojo sentada en la recepción. Le di mi nombre y le dije que el guarda me había indicado que preguntara por la doctora Ishida. Ella sonrió, señaló un sofá de color marrón que había en el vestíbulo y me dijo que me sentara y esperara unos instantes. Tomó el teléfono y marcó un número. Me descolgué la mochila del hombro, me hundí en el sofá y observé el lugar. Era un vestíbulo limpio y agradable. Había varias plantas, de las paredes colgaban unas pinturas abstractas de buen gusto y el suelo relucía. Mientras esperaba, me entretuve contemplando mis zapatos reflejados en el pavimento.

Al rato la recepcionista me anunció que la doctora vendría enseguida. Asentí. «¡Qué sitio más silencioso!», pensé. No se oía nada. «Debe de ser la hora de la siesta», me dije. Era una tarde tan tranquila que parecía que todo, personas, animales y plantas, estuviese profundamente dormido.

Sin embargo, poco después se oyeron los pasos amortiguados de unos zapatos con suela de goma y apareció una mujer de mediana edad con el pelo corto y tieso. La mujer cruzó el vestíbulo en dirección a mí, se sentó a mi lado y cruzó las piernas. Me tomó la mano y la hizo girar arriba y abajo, estudiándola.

—Tú no has tocado ningún instrumento musical. Al menos durante los últimos años —me dijo a modo de saludo.

—No —respondí sorprendido.

—Lo dicen tus manos. —Sonrió.

Me pareció una mujer extraña. Tenía el rostro surcado de arrugas. Sin embargo, las arrugas, lejos de envejecerla, le conferían una juventud que trascendía la edad. Formaban parte de su rostro, como si ya hubiese nacido con ellas. Cuando sonreía, las arrugas sonreían; cuando ponía cara seria, las arrugas también ponían cara seria. Y cuando no sonreía ni estaba seria, las arrugas se esparcían por todo su rostro, irónicas y cálidas. Debía de rondar la cuarentena; era una mujer agradable y atractiva. Sentí hacia ella una simpatía instantánea.

Llevaba el pelo muy mal cortado, con puntas hacia arriba aquí y allá, y el flequillo le caía en desorden sobre la frente. Pero este peinado le favorecía. Vestía una camisa de trabajo azul encima de una camiseta blanca, unos holgados pantalones de algodón color crema y zapatillas de tenis. Era alta y delgada, apenas tenía pecho y curvaba con frecuencia los labios hacia un lado en un rictus irónico. En el rabillo del ojo se le dibujaban unas finas arrugas. Parecía una ebanista diestra y amable, aunque con un punto de cinismo.

Me miró de arriba abajo con una sonrisa pintada en los labios. Llegué a imaginar que, de un momento a otro, sacaría una cinta métrica del bolsillo y empezaría a medirme por todas partes.

—¿Sabes tocar algún instrumento musical?

—No —respondí.

—Es un lástima. Te divertiría.

Asentí. ¿A qué venía hablar de instrumentos musicales?

Tomó un paquete de Seven Stars del bolsillo de la camisa, se metió un cigarrillo entre los labios, le prendió fuego con un encendedor, aspiró con placer una bocanada de humo.

—Verás…, te llamas Watanabe, ¿no? He pensado que, antes de que veas a Naoko, será mejor que te explique cómo funcionan aquí las cosas. Así que primero charlaremos tú y yo. Este sitio es un poco especial y, si no sabes nada de él, puede desconcertarte. Porque no debes de conocerlo bien, ¿me equivoco?

—Apenas lo conozco.

—Bien. Entonces, en primer lugar… —De pronto chasqueó los dedos como si se hubiera dado cuenta de algo—. ¿Has comido? ¿Tienes hambre?

—Sí, tengo hambre —afirmé.

—Ven conmigo. Charlaremos en el comedor. Ya ha pasado la hora del almuerzo, pero algo nos darán.

La mujer se levantó, echó a andar por el pasillo, bajó la escalera y fue hasta el comedor de la planta baja. El comedor tenía capacidad para unas doscientas personas, pero sólo usaban la mitad del espacio y mantenían la otra separada por un biombo. Como en un hotel turístico en temporada baja. El menú consistía en estofado de patatas con fideos, ensalada, zumo de naranja y pan. Las verduras eran tan deliciosas como las había descrito Naoko en su carta. Comí todo lo que había en el plato sin dejar ni una miga.

—Comes a gusto, ¿eh? —comentó admirada.

—Está todo delicioso. No había probado bocado en todo el día.

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