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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Drama, #Romántico

Tokio Blues (44 page)

BOOK: Tokio Blues
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Reiko lanzó un suspiro y acarició la cabeza del gato.

—¿Quieres una taza de té? —le pregunté.

—Sí, gracias —dijo.

Calenté agua, preparé el té y salí al porche. El día declinaba, la luz del sol había palidecido y las sombras de los árboles se alargaban bajo nuestros pies.

Entre sorbo y sorbo de té, contemplé aquel extraño jardín donde se mezclaban caprichosamente las rosas amarillas, las azaleas y las nandinas.

—Poco después llegó la ambulancia y se la llevó. A mí me interrogó la policía. En fin, es un decir. No me preguntaron gran cosa. Naoko había dejado una nota antes de morir, era evidente que se trataba de un suicidio. Parecía que lo mínimo que cabía esperar de un enfermo mental fuera que se suicidara.

—Qué funeral tan triste tuvo Naoko, ¿verdad? —dije—. Tan silencioso, con tan poca gente… A su familia les preocupaba saber cómo me había enterado de que Naoko había muerto. Supongo que no querían que la gente se enterara de que había sido un suicidio. La verdad es que no tendría que haber acudido. Me sentí aún peor, y después me marché de viaje.

—Watanabe, ¿salimos a dar un paseo? —sugirió Reiko—. Podríamos ir a comprar algo para la cena. Estoy hambrienta.

—¿Hay algo que te apetezca comer en especial?

—Sukiyaki
[28]
—dijo—. Hace muchos años que no lo he probado. Incluso se me aparece en sueños. La carne, la cebolla, los fideos
konnyaku
[29]
, el
tôfu
, las hojas de crisantemo, todo cociéndose a fuego lento.

—Sí, pero no tengo ninguna cazuela.

—No importa. Yo me ocupo de eso. Voy a pedirle una al casero.

Reiko se encaminó hacia la casa principal y volvió con una cazuela, un hornillo de gas portátil y una larga manga de goma.

—¿Qué te parece? Fantástico, ¿eh?

—¡Y que lo digas! —dije admirado.

En la calle comercial del barrio compramos la carne de ternera, los huevos, las verduras y el
tôfu
; en la bodega, un vino relativamente bueno. Aunque quise invitarla, al final acabó pagándolo todo ella.

—Si se enteran de que mi sobrino tiene que pagarme la comida, me convertiré en el hazmerreír de la familia —bromeó Reiko—. Además, tengo bastante dinero. No temas. No me he marchado del sanatorio sin blanca.

De vuelta en casa, Reiko lavó el arroz y lo puso a cocer y yo extendí la manga de gas hasta el porche e hice los preparativos para cocinar el
sukiyaki.
Cuando estuvo todo listo, Reiko sacó su guitarra del estuche, se sentó en el porche, ya sumido en la penumbra, y tocó una
Fuga
de Bach como si estuviera probando el instrumento. Tocaba los pasajes más bonitos intencionadamente despacio, con sentimiento, escuchando cada acorde. Reiko parecía una chica de diecisiete o dieciocho años contemplando extasiada un vestido que le gustaba. Le brillaban los ojos, los labios dibujaban una sonrisa. Cuando acabó de tocar la melodía, se apoyó en una columna del porche, alzó la vista al cielo y se sumió en sus pensamientos.

—¿Puedo hablarte? —le pregunté.

—Claro. Estaba pensando que tenía hambre —dijo Reiko.

—¿Irás a visitar a tu marido y a tu hija? Viven en Tokio, ¿no?

—En Yokohama. No, no iré. Ya te lo conté, ¿no es cierto? Para ellos es mejor no relacionarse conmigo. Tienen una nueva vida y sería muy duro volver a verlos. Creo que es mejor que no vaya.

Reiko arrugó una cajetilla vacía de tabaco Seven Stars, la tiró, sacó otro paquete de la maleta de piel, lo abrió y se llevó un cigarrillo a los labios. Pero no lo encendió.

—Estoy acabada. Lo que tienes frente a ti no es más que una pálida sombra de lo que fui. Mi interioridad murió hace mucho tiempo y ahora me limito a actuar mecánicamente.

—A mí me gusta mucho cómo eres ahora. Seas o no una pálida sombra de lo que fuiste. Quizá no tenga sentido decirlo, pero estoy muy contento de que lleves la ropa de Naoko.

Reiko sonrió y encendió el cigarrillo.

—Para ser tan joven sabes muy bien cómo hacer felices a las mujeres.

Me sonrojé.

—Sólo digo lo que pienso.

—Ya lo sé —dijo Reiko riéndose.

Mientras, el arroz se había acabado de cocer. Pusimos aceite en la cazuela y empezamos a preparar el
sukiyaki.

—¿No será un sueño? —Reiko husmeaba el aire.

—Es un auténtico
sukiyaki.
Te lo digo por experiencia —comenté.

Sin apenas hablar, picoteamos con los palillos de la cazuela, bebimos cerveza y comimos el arroz en silencio.
Gaviota
se acercó atraída por el olor y compartimos la carne con ella. Cuando nos sentimos llenos, los dos nos apoyamos en una columna del porche y contemplamos la luna.

—¿Estás satisfecha? —le pregunté.

—Del todo —dijo Reiko hablando con dificultad—. Es la primera vez en mi vida que como tanto.

—¿Qué vas a hacer ahora?

—Cuando acabe de fumar el cigarrillo, tengo ganas de ir a unos baños públicos. Me noto el pelo sucio.

—Hay unos baños por aquí cerca —informé.

—Por cierto, Watanabe. Si no te importa, me gustaría que me dijeras algo. ¿Te has acostado con aquella chica, con Midori? —me preguntó Reiko.

—¿Te refieres a si hemos tenido relaciones sexuales? No. Decidimos esperar hasta que las cosas estuvieran claras.

—¿Y ahora ya lo están?

Sacudí la cabeza indicando que no lo sabía.

—¿Quieres decir que, ahora que Naoko ha muerto, todo se ha puesto en su lugar? —aventuré.

—Tú ya habías tomado una decisión antes de que Naoko muriera, ¿no es verdad? Decías que no podías separarte de Midori. Y eso no tiene nada que ver con que Naoko esté muerta. Elegiste a Midori y Naoko prefirió la muerte. Ya eres una persona adulta y tienes que responsabilizarte de tus propias decisiones. Si no, las cosas te irán mal.

—Pero eso no puedo olvidarlo —repliqué—. Le dije a Naoko que la esperaría. Pero no lo hice. Al final, la abandoné. No es ahora el momento de buscar culpables. Es un problema mío. Probablemente, aunque no la hubiera abandonado a medio camino, el resultado hubiera sido el mismo. Naoko ya debía de haber elegido la muerte. Pero no puedo perdonármelo. Tú dices que no puede hacerse nada contra el flujo natural de los sentimientos, pero mi relación con Naoko no fue algo tan simple. Desde el principio estuvimos unidos en la frontera entre la vida y la muerte.

—Si sientes dolor por la muerte de Naoko, siéntelo el resto de tu vida. Y si algo puedes aprender de este dolor, apréndelo. Pero intenta ser feliz con Midori. Tu dolor no tiene nada que ver con ella. Si continúas así lo estropearás todo. Aunque sea duro, trata de ser fuerte. Crece, madura. He salido del sanatorio para decirte esto. He venido desde lejos, en aquel tren que parece un sarcófago…

—Comprendo muy bien lo que tratas de advertirme —dije—. Pero todavía no estoy preparado. Tuvo un funeral tan triste… Nadie debería morir de este modo…

Reiko alargó la mano y me acarició la cabeza.

—Todos moriremos de este modo un día u otro.

Caminamos unos cinco minutos a lo largo del río hasta los baños públicos y al volver a casa nos sentimos como nuevos. Abrimos la botella de vino y nos sentamos en el porche.

—Watanabe, ¿te importaría servirme otra copa?

—Por supuesto.

—Celebraremos el funeral de Naoko —soltó Reiko—. Uno que no sea triste.

Le traje la copa y Reiko la llenó de vino hasta los bordes, que puso sobre la linterna de piedra del jardín. Después se sentó en el porche, se apoyó en la columna, tomó la guitarra y fumó un cigarrillo.

—¿Tienes cerillas? ¿Puedes traerme una caja? La más grande que tengas.

Le llevé la caja de cerillas de la cocina y me senté a su lado.

—Cada vez que yo toque una canción, tú pones una cerilla allí, una al lado de la otra. Tocaré tantas canciones como pueda.

Primero hizo una interpretación serena y bellísima de
Dear Heart,
de Henry Mancini.

—Este disco se lo regalaste tú, ¿no?

—Sí. Hace dos años, por Navidad. A ella le encantaba esta melodía.

—A mí también. Es tan dulce, tan hermosa…

Y, tras rasguear deprisa algunos acordes de
Dear Heart,
tomó un sorbo de vino.

—Veremos cuántas canciones puedo tocar antes de emborracharme. Un funeral así no está nada mal, ¿no te parece? No es triste.

Reiko pasó, a los Beatles y tocó
Norwegian Wood, Yesterday, Michelle, Something.
Después cantó, acompañándose de la guitarra,
Here Comes the Sun.
Al final interpretó
The Fool of the Hill.
Puse siete cerillas en fila.

—Siete canciones. —Reiko tomó un sorbo de vino y fumó un cigarrillo—. Ellos debían de conocer muy bien la soledad y la dulzura de la vida humana, ¿no crees?

Con «ellos» Reiko se refería, por supuesto, a John Lennon, Paul McCartney y George Harrison.

Tras un breve descanso, Reiko apagó el cigarrillo, tomó la guitarra y tocó
Penny Lane, Blackbird, Julia, When I’m 64, Nowhere Man, And I Love Her
y
Hey Jude.

—¿Cuántas son?

—Catorce —dije.

—¿Y tú no cantas ninguna? —Suspiró.

—No sé cantar.

—Qué más da.

Traje mi guitarra y, a trancas y barrancas, logré entonar
Up on the Roof.
Mientras tanto, Reiko fumó tranquilamente un cigarrillo y estuvo bebiendo vino. Cuando acabé de tocar, me aplaudió con entusiasmo.

A continuación, Reiko tocó una adaptación para guitarra de
Pavanne for a Dying Queen,
de Ravel, e hizo una bella interpretación del
Claro de luna,
de Debussy.

—He perfeccionado estas dos melodías tras la muerte de Naoko —me contó Reiko—. Aunque ella, hasta el último día, sintió debilidad por las melodías sentimentales.

Luego tocó algunas canciones de Burt Bacharach:
Close to You, Raindrops Keep Falling on my Head, Walk on By, Wedding Bell Blues.

—Ya tenemos veinte —informé.

—Parezco una gramola —dijo Reiko divertida—. Si mis profesores del conservatorio me vieran, se sorprenderían.

Entre pitillos y sorbos de vino, fue tocando, una tras otra, todas las canciones que sabía. Interpretó unas diez de bossa nova y otras muchas de Rogers and Hart, Gershwin, Bob Dylan, Ray Charles, Carole King, los Beach Boys, Stevie Wonder, y también
Ue o muite arukoo, Blue Velvet
y
Green Fields.
En fin, todo tipo de música. A veces cerraba los ojos, o ladeaba la cabeza, o tarareaba siguiendo el compás de la música.

Tras el vino, echamos mano de la botella de whisky. Derramé el vino que había dentro de la copa sobre la linterna y llené la copa de whisky.

—¿Cuántas canciones tenemos ahora?

—Cuarenta y ocho —contesté.

La que hizo cuarenta y nueve fue
Eleanor Rigby,
y al final volvió a tocar
Norwegian Wood.
Al llegar a la canción número cincuenta, Reiko se tomó un respiro y bebió un trago de whisky.

—Tal vez sea suficiente.

—Desde luego. Es increíble.

—Ahora, escúchame, Watanabe. Olvídate de lo triste que fue aquel funeral. —Reiko me miró a los ojos—. Acuérdate sólo de éste. Ha sido precioso, ¿no es cierto?

Asentí a sus palabras.

—Una canción más de propina —dijo Reiko. Tocó, como número cincuenta y uno, la
Fuga
de Bach de siempre.

—Watanabe, ¿te apetece hacerlo? —me susurró al terminar de tocar.

—Es extraño —reconocí—. Yo estaba pensando lo mismo.

En la habitación oscura, con las ventanas cerradas, Reiko y yo nos abrazamos como si fuera lo más natural del mundo y buscamos el cuerpo del otro. Le quité la camisa, los pantalones, la ropa interior.

—He llevado una vida curiosa, pero no se me había pasado por la cabeza la posibilidad de que algún día un chico de veinte años me quitara las bragas.

—¿Prefieres quitártelas tú?

—No, no. Quítamelas tú. Pero estoy arrugada como una pasa, no vayas a llevarte una desilusión.

—A mí me gustan tus arrugas.

—Voy a echarme a llorar —susurró Reiko.

La besé por todo el cuerpo y recorrí con la lengua sus arrugas. Envolví con mis manos sus pechos lisos de adolescente, mordisqueé suavemente sus pezones, puse un dedo en su vagina, cálida y húmeda, que empecé a mover despacio.

—Te equivocas, Watanabe —me dijo Reiko al oído—. Eso también es una arruga.

—¿Nunca dejas de bromear? —le solté estupefacto.

—Perdona. Estoy asustada. ¡Hace tanto tiempo que no lo hago! Me siento como una chica de diecisiete años a la que hubieran desnudado al ir a visitar a un chico a su habitación.

—Y yo me siento como si estuviera violando a una chica de diecisiete años.

Metí el dedo dentro de aquella «arruga», la besé desde la nuca hasta la oreja, le pellizqué los pezones. Cuando su respiración se aceleró y su garganta empezó a temblar, le separé las delgadas piernas y la penetré despacio.

—Ten cuidado de no dejarme embarazada. Me daría vergüenza, a mi edad.

—Tendré cuidado. Tranquila —dije.

Cuando la penetré hasta el fondo, ella tembló y lanzó un suspiro. Moví el pene despacio mientras le acariciaba la espalda; eyaculé de forma tan violenta que no pude contenerme. Aferrado a Reiko, expulsé mi semen dentro de su calidez.

—Lo siento. No he podido aguantarme —me excusé.

—¡No seas tonto! No hay por qué disculparse —bromeó Reiko dándome unos azotes en el trasero—. Siempre que te acuestas con chicas, ¿piensas tanto?

—Sí.

—Conmigo no hace falta. Olvídalo. Eyacula tanto como quieras y cuando te plazca. ¿Te sientes mejor?

—Mucho mejor. Por eso no he podido aguantarme.

—No se trata de aguantarse. Está bien así. A mí también me ha gustado mucho.

—Oye, Reiko —dije.

—Dime.

—Tienes que enamorarte de alguien. Eres maravillosa, sería un desperdicio que no lo hicieras.

—Lo tendré en cuenta. ¿Crees que en Asahikawa la gente se enamora?

Al rato volví a introducir dentro de ella mi pene erecto. Debajo de mí, Reiko se retorcía de placer y contenía el aliento. Mientras la abrazaba y movía, despacio y en silencio, el pene dentro de su vagina, hablamos de muchas cosas. Era maravilloso charlar mientras hacíamos el amor.

Cuando se reía de mis bromas el temblor de su risa se transmitía a mi pene. Permanecimos largo tiempo abrazados de este modo.

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