Tormenta de Espadas (132 page)

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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Fantástico

BOOK: Tormenta de Espadas
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—Decía que era mi Florian. —Sansa volvía a sentir náuseas.

—¿Por casualidad recordáis qué os dije aquel día en que vuestro padre se sentó en el Trono de Hierro?

Recordó el momento con toda claridad.

—Me dijisteis que la vida no era una canción. Que algún día lo descubriría y sería doloroso. —Se le llenaron los ojos de lágrimas, pero no habría sabido decir si lloraba por Ser Dontos Hollard, por Joff, por Tyrion o por ella misma—. ¿Es que todo son mentiras, siempre mentiras, es que nadie es sincero?

—Casi nadie. Excepto vos y yo, claro. —Sonrió—. Si queréis volver a casa, acudid esta noche al bosque de dioses.

—La nota... ¿era vuestra?

—Tenía que ser en el bosque de dioses. No hay otro lugar en la Fortaleza Roja fuera del alcance de los pajaritos del eunuco... las ratitas, como los llamo yo. En el bosque de dioses hay árboles en vez de paredes, cielo en vez de techo, raíces y tierra en vez de suelo. Las ratas no tienen por dónde corretear. Y las ratas tienen que esconderse, si no los hombres las ensartan con sus espadas. —Lord Petyr la cogió del brazo—. Permitidme que os muestre vuestro camarote. Habéis tenido un día muy largo y duro, debéis de estar agotada.

El pequeño esquife no era ya más que un jirón de humo y llamas tras ellos, casi perdido en la inmensidad del mar bajo el cielo del amanecer. No tenía vuelta atrás; el único camino que le quedaba era hacia delante.

—Sí, agotada —reconoció.

—Habladme del banquete —dijo mientras la acompañaba bajo la cubierta—. La reina se tomó muchas molestias. Los bardos, los malabaristas, el oso bailarín... ¿A vuestro pequeño esposo le gustaron mis enanos justadores?

—¿Eran vuestros?

—Tuve que mandar a buscarlos en Braavos y esconderlos en un burdel hasta el día de la boda. No sé qué ocasionaron más, si gastos o problemas. Os sorprendería saber lo difícil que es ocultar a un enano, y en cuanto a Joffrey... Bueno, se puede llevar a un perro hasta el agua, pero hacer que beba es otra cosa. Cuando le hablé de mi pequeña sorpresa me dijo «¿Para qué quiero enanos en mi banquete? Odio a los enanos». Lo tuve que coger por el hombro y susurrarle: «No tanto como los odiará vuestro tío».

La cubierta se mecía bajo sus pies y Sansa se sentía como si el mundo entero fuera inestable.

—Creen que Tyrion envenenó a Joffrey. Ser Dontos me dijo que lo habían hecho prisionero.

—La viudedad os sentará muy bien, Sansa —dijo Meñique con una sonrisa.

La sola idea le provocó una sensación extraña en la boca del estómago. Tal vez no tendría que volver a compartir una cama con Tyrion. Eso era lo que deseaba... ¿verdad?

El camarote era de techo bajo y tamaño reducido, pero en el estrecho saliente para el colchón habían puesto un lecho de plumas para hacerlo más cómodo, y encima pieles gruesas y abrigadas.

—No es gran cosa, ya lo sé, pero espero que estéis cómoda. —Meñique señaló un baúl de cedro situado bajo el ojo de buey—. Ahí tenéis ropa limpia. Vestidos, ropa interior, medias abrigadas, una capa... sólo lana y lino, lo siento, no son dignas de una doncella tan hermosa, pero os servirán hasta que os encontremos algo mejor.

«Lo tenía todo preparado para mí.»

—Mi señor, no... No comprendo... Joffrey os dio Harrenhal, os nombró Señor Supremo del Tridente... ¿por qué...?

—¿Por qué querría verlo muerto? —Meñique se encogió de hombros—. No tengo ningún motivo concreto. Además, estoy a un millar de leguas de distancia, en el Valle. Hay que confundir siempre a los enemigos. Si nunca están seguros de quién es uno ni de qué quiere, no tienen manera de saber qué será lo próximo que haga. A veces la mejor manera de desconcertarlos es hacer movimientos que no tienen sentido, o que incluso parece que van contra los intereses de uno. No lo olvidéis cuando juguéis al juego, Sansa.

—¿Qué... qué juego?

—El único juego que importa, el juego de tronos. —Le apartó un mechón de pelo de la cara—. Ya tenéis edad suficiente para saber que vuestra madre y yo fuimos más que amigos. Hubo un tiempo en que Cat era lo único que yo quería en este mundo. Me atreví a soñar con la vida que llevaríamos, los hijos que me daría... pero ella era hija de Aguasdulces, hija de Hoster Tully. Familia, Deber, Honor, Sansa. Familia, Deber, Honor; eso significaba que nunca tendría su mano. Pero ella me dio algo mejor, el regalo que una mujer sólo puede dar una vez. ¿Cómo podría darle la espalda a su hija? En un mundo mejor habríais sido hija mía, no de Eddard Stark. Mi querida hija, mi queridísima hija... Olvidaos ya de Joffrey, pequeña. De Dontos, de Tyrion, de todos. No volverán a molestaros. Ahora estáis a salvo, es lo único que importa. Estáis a salvo conmigo, en un barco rumbo a casa.

JAIME (7)

«El rey ha muerto», le dijeron, sin saber que Joffrey no era sólo su soberano, era también su hijo.

—El Gnomo le rajó la garganta con una daga —declaró un vendedor callejero en la posada del camino donde se detuvieron para pasar la noche—. Y luego se bebió su sangre en un gran cáliz de oro.

Aquel hombre no reconoció al caballero manco de la barba con un murciélago en el escudo, igual que los demás, de manera que decía cosas que se habría cuidado muy bien de decir si hubiera sabido quién lo estaba escuchando.

—Qué va, fue con veneno —insistió el posadero—. Por lo visto al chico se le puso la cara más negra que una ciruela.

—Que el Padre lo juzgue con justicia —murmuró un septon.

—La esposa del enano lo ayudó a asesinarlo —juraba un arquero con la librea de Lord Rowan—. Luego se esfumó del salón en medio de una nube de azufre, y desde entonces se ha visto un huargo fantasmal que ronda por la Fortaleza Roja con las fauces llenas de sangre.

Jaime escuchó los comentarios en silencio, dejándose empapar por el alcance de la noticia, el cuerno de cerveza olvidado en su única mano.

«Joffrey. Mi sangre. Mi primogénito. Mi hijo. —Trató de visualizar el rostro del chico, pero sus rasgos enseguida se transformaban en los de Cersei—. Estará de duelo, con los cabellos revueltos, los ojos enrojecidos de tanto llorar, la boca le temblará cada vez que intente hablar. Cuando me vea llorará otra vez, aunque tratará de contener las lágrimas. —Su hermana rara vez lloraba delante de alguien que no fuera él. No soportaba que los demás pensaran que era débil. Sólo le mostraba las heridas a su gemelo—. Acudirá a mí en busca de consuelo y venganza.»

Al día siguiente, por insistencia de Jaime, cabalgaron sin descanso. Su hijo había muerto y su hermana lo necesitaba.

Cuando divisaron la ciudad, con sus atalayas como moles negras ante el cielo del ocaso, Jaime Lannister se puso al medio galope junto con Walton Patas de Acero, detrás de Nage, que llevaba el estandarte de paz.

—Qué peste, ¿a qué huele? —se quejó el norteño.

«A muerte», pensó Jaime.

—A humo, a sudor y a mierda —dijo—. En pocas palabras, a Desembarco del Rey. Si tenéis buen olfato, os llegará también el olor de la traición. ¿Nunca habíais olido una ciudad?

—Olí Puerto Blanco, pero no apestaba de esta manera.

—Puerto Blanco es a Desembarco del Rey lo que mi hermano Tyrion es a Ser Gregor Clegane.

Nage los precedió en el ascenso de una pequeña colina, con el estandarte de paz de las siete colas ondeando al viento y la brillante estrella de siete puntas bien visible en la parte superior. Pronto vería a Cersei, a Tyrion y a su padre.

«¿Será posible que mi hermano haya matado al chico?» A Jaime no le parecía posible.

Era extraño, pero estaba tranquilo. Sabía que, cuando un hombre pierde a su hijo, enloquece de dolor. Se arranca los cabellos de raíz, maldice a los dioses y jura venganza. Entonces, ¿por qué no sentía nada virulento? «El chico vivió y murió creyendo que Robert Baratheon era su padre.»

Sí, Jaime lo había visto nacer, aunque lo hizo más por Cersei que por el niño. Pero no lo llegó a tener en brazos. «¿Qué dirá la gente? —le advirtió su hermana cuando por fin los dejaron solos—. Ya es bastante grave que Joff se parezca a ti, sólo falta que te dediques a hacerle monerías.» Jaime se rindió sin presentar batalla. El crío no había sido más que una cosita rosada y berreante que exigía demasiada parte del tiempo de Cersei, del amor de Cersei y de las tetas de Cersei. Por lo que a él respectaba, se lo podía quedar Robert.

«Y ahora está muerto.» Se imaginó a Joff tendido, frío e inmóvil, con el rostro ennegrecido por el veneno, y siguió sin sentir nada. Tal vez era cierto que era un monstruo, como decían. Si el Padre se le apareciera en aquel momento y le ofreciera recuperar su mano o a su hijo, Jaime sabía qué elegiría. Al fin y al cabo tenía otro hijo y semilla suficiente para muchos más. «Si Cersei quiere otro bebé, se lo daré... y esta vez lo cogeré en brazos, y que los Otros se lleven al que no le guste.» Robert se pudría ya en su tumba y Jaime estaba harto de mentiras.

Guiado por un impulso, se dio media vuelta y cabalgó en busca de Brienne.

«Los dioses sabrán por qué me molesto. Es la criatura menos sociable que he tenido la desgracia de conocer.» La moza cabalgaba muy atrás y a unos metros a un lado de la columna, como para dejar bien claro que no era parte del grupo. Por el camino habían ido encontrando atuendos masculinos para ella: una túnica aquí, un manto allí, unos calzones y una capa con capucha, incluso una vieja coraza de hierro. Parecía más cómoda vestida de hombre, pero nada la haría parecer atractiva. «Ni feliz.» Una vez lejos de Harrenhal, no había tardado en recuperar su tozudez.

—Quiero recuperar mis armas y mi armadura —había insistido.

—Oh, por los dioses, volvamos a vestirla de acero —replicó Jaime, harto—. El yelmo, sobre todo. Todos estaremos mucho mejor si mantenéis la boca cerrada y el visor bajado. —En eso Brienne pudo complacerlo, pero sus silencios hoscos no tardaron en minar el buen humor de Jaime, casi tanto como los interminables intentos de Qyburn por adularlo.

«Los dioses me ayuden, nunca imaginé que acabaría extrañando la compañía de Cleos Frey.» Empezaba a pensar que habría sido mejor dejarla con el oso.

—Desembarco del Rey —anunció Jaime cuando la encontró—. Nuestro viaje ha terminado, mi señora. Habéis cumplido vuestro juramento, me habéis traído a Desembarco del Rey. A falta de unos cuantos dedos y una mano.

—Eso era sólo la mitad del juramento. —Los ojos de Brienne sólo mostraban indiferencia—. Le prometí a Lady Catelyn que le llevaría de vuelta a sus hijas. Al menos a Sansa. Y ahora...

«No llegó a conocer a Robb Stark, pero llora su muerte más que yo la de Joff.» O quizá lloraba por Lady Catelyn. Fue en Bosquepinto donde se enteraron de aquella otra noticia, de labios de un caballero gordo y de rostro rubicundo llamado Ser Bertram Beesbury, cuyo blasón eran tres colmenas sobre un campo de franjas negras y doradas. Según Beesbury, el día anterior una tropa de hombres de Lord Piper había pasado por Bosquepinto al galope hacia Desembarco del Rey bajo un estandarte de paz.

—Una vez muerto el Joven Lobo, Piper cree que no tiene sentido seguir luchando —comentó Beesbury—. Su hijo está prisionero en Los Gemelos.

Brienne abrió y cerró la boca como una vaca a punto de ahogarse con el bolo regurgitado, de manera que le correspondió a Jaime sonsacarle toda la historia de la Boda Roja.

—Todo gran señor tiene vasallos rebeldes que lo envidian —dijo más tarde a Brienne—. Mi padre tenía a los Reyne y los Tarbeck, los Tyrell tienen a los Florent, Hoster Tully tenía a Walder Frey... Lo único que mantiene en su sitio a esos hombres es la fuerza. En el momento que huelen la menor debilidad... Durante la Edad de los Héroes, los Bolton tenían la costumbre de desollar a los Stark y ponerse sus pieles a modo de capas.

Estaba tan desolada que a Jaime casi le dieron ganas de intentar consolarla.

Desde aquel día era como si Brienne estuviera medio muerta. Ni siquiera llamarla «moza» provocaba en ella ninguna respuesta. «La han abandonado las fuerzas.» Aquella mujer había dejado caer una roca sobre Robin Ryger, había peleado contra un oso con una espada de torneo, le había arrancado la oreja de un mordisco a Vargo Hoat, había luchado contra Jaime hasta la extenuación... y ahora estaba acabada, rota.

—Hablaré con mi padre para que os devuelva a Tarth, si lo deseáis —le dijo—. O, si preferís quedaros, tal vez os pueda encontrar un lugar en la corte.

—¿Como dama de compañía de la reina? —dijo ella con amargura.

Jaime la recordó con aquella túnica de seda rosa y trató de no imaginar lo que diría su hermana de semejante compañera.

—Tal vez haya un puesto en la Guardia de la Ciudad.

—No serviré con perjuros y asesinos.

«Entonces, ¿para qué te molestaste en aprender el manejo de la espada?», podría haberle dicho. Pero se tragó las palabras.

—Como queráis, Brienne.

Con una mano, hizo dar la vuelta al caballo y se alejó.

La Puerta de los Dioses estaba abierta cuando llegaron junto a ella, pero había dos docenas de carromatos alineados a lo largo del camino, cargados de barriles de sidra, bidones de manzanas, balas de heno y algunas de las calabazas más grandes que Jaime había visto en su vida. Casi todos los carromatos estaban vigilados por soldados con los blasones de señores menores, por mercenarios con cotas de mallas y corazas, o sencillamente por el rubicundo hijo de un campesino armado con una lanza de fabricación casera, con la punta endurecida al fuego. Jaime les sonrió cuando pasó junto a ellos al trote. En la puerta, los capas doradas cobraban unas monedas a cada conductor antes de permitir la entrada de los carromatos.

—¿Qué pasa aquí? —exigió saber Patas de Acero.

—Tienen que pagar por el derecho a entrar en la ciudad para vender su mercancía. Por orden de la Mano del Rey y el consejero de la moneda.

Jaime contempló la larga cola de carros, carromatos y caballos cargados.

—¿Y aun así hacen cola para pagar?

—Aquí se puede ganar mucho, ahora que han acabado las batallas —les comentó alegre el molinero del carro más cercano—. Los Lannister defienden la ciudad, nada menos que el viejo Lord Tywin de la Roca. Se dice que caga plata.

—Oro —lo corrigió Jaime con tono seco—. Y supongo que Meñique acuña las monedas a partir de pétalos de margarita.

—Ahora el consejero de la moneda es el Gnomo —dijo el capitán de la puerta—. Mejor dicho, lo era hasta que lo arrestaron por asesinar al rey. —Miró a los norteños con gesto de desconfianza—. ¿Quiénes sois vosotros?

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