—Yo no pedí esta corona. —Stannis volvió a apretar los dientes—. El oro es frío y me pesa en la cabeza, pero mientras sea el rey tengo un deber. Si he de sacrificar a un niño en las llamas para salvar a un millón de la oscuridad... El sacrificio... nunca es fácil, Davos. De lo contrario no sería un verdadero sacrificio. Decídselo, mi señora.
—Azor Ahai templó la
Dueña de Luz
con la sangre del corazón de su amada esposa —dijo Melisandre—. Si un hombre que tiene un millar de vacas entrega una a dios, no significa nada. En cambio un hombre que le ofrezca su única vaca...
—La mujer habla de vacas —dijo Davos al rey—. Yo estoy hablando de un niño, del amigo de vuestra hija, del hijo de vuestro hermano.
—El hijo de un rey, con el poder de la sangre real en las venas. —El rubí de Melisandre le brillaba en la garganta como una estrella roja—. ¿Creéis que lo habéis salvado, Caballero de la Cebolla? Cuando caiga la Larga Noche, Edric Tormenta morirá como todos los demás, esté donde esté. Morirá y también morirán vuestros hijos. La oscuridad y el frío se adueñarán de la tierra. Os entrometéis en asuntos que no podéis comprender.
—Hay muchas cosas que no comprendo —reconoció Davos—. Nunca he dicho lo contrario. Sé de ríos y de mares, de la forma de las costas y dónde acechan las rocas en los bajíos. Sé de calas secretas en las que un barco puede atracar sin que nadie lo vea. Y sé que un rey protege a su pueblo, de lo contrario no es un rey.
—¿Os estáis burlando de mí? —Stannis tenía el rostro sombrío—. ¿Acaso un contrabandista de cebollas pretende enseñarme cuál es el deber de un rey?
—Si os he ofendido —dijo Davos dejándose caer sobre una rodilla—, cortadme la cabeza. Moriré como he vivido siempre, leal a vos. Pero antes escuchadme. Por las cebollas que os traje y los dedos que me cortasteis, escuchadme.
Stannis, con los tendones del cuello tensos como cuerdas, desenvainó a
Dueña de Luz
. El brillo de la hoja iluminó la estancia.
—Decid lo que queráis, pero que sea deprisa.
Davos rebuscó entre los pliegues de la capa y sacó el trozo de pergamino arrugado. Era fino y frágil, pero también el único escudo que tenía.
—La Mano del Rey tiene que saber leer y escribir. El maestre Pylos me ha estado enseñando.
Estiró la carta sobre la rodilla y, a la luz de la espada mágica, empezó a leer.
Soñó que estaba otra vez en Invernalia y que cojeaba entre los reyes de piedra sentados en sus tronos. Sus ojos de granito gris se movían para seguirlo a medida que avanzaba, sus dedos de granito se apretaban en torno a los pomos de las espadas oxidadas que tenían en los regazos.
—No eres un Stark —les oía murmurar con sus roncas voces de granito—. Aquí no hay lugar para ti. Márchate.
—¿Padre? —llamó internándose en la oscuridad—. ¿Bran? ¿Rickon? —Nadie respondió. Una brisa helada le soplaba en el cuello—. ¿Tío? —llamó—. ¿Tío Benjen? ¿Padre? Por favor, padre, ayúdame.
Arriba se oían tambores. «Están celebrando un banquete en la sala principal, pero no me quieren con ellos. No soy un Stark, no me corresponde estar aquí.» La muleta se le resbaló de la mano y cayó de rodillas. Las criptas estaban cada vez más oscuras. «Se ha apagado la luz.»
—¿Ygritte? —susurró—. Perdóname. Por favor. —Pero sólo era un huargo, gris y cadavérico, salpicado de sangre, los ojos dorados brillando tristes en la oscuridad...
La celda estaba oscura y sentía el lecho duro bajo su peso. Su cama, recordó, su cama en su celda de mayordomo bajo las estancias del Viejo Oso. Tendría que haberle proporcionado sueños más gratos. Pese a las pieles seguía teniendo frío. Antes de la expedición,
Fantasma
había compartido la celda con él y le daba calor en lo más gélido de la noche. Y, entre los salvajes, Ygritte dormía a su lado. «Los he perdido a los dos.» Él mismo había quemado el cadáver de Ygritte, sabía que era lo que ella habría querido, y en cuanto a
Fantasma
... «¿Dónde estás?» ¿Habría muerto también, era eso lo que significaba su sueño, el lobo ensangrentado de las criptas? Pero el lobo de su sueño era gris, no blanco. «Gris, como el lobo de Bran.» ¿Los thenitas le habrían dado caza para matarlo después de lo sucedido en Corona de la Reina? Si era así, también había perdido a Bran para siempre.
Jon seguía tratando de encontrar el sentido de todo aquello cuando sonó el cuerno.
«El Cuerno del Invierno», pensó, todavía adormilado y confuso. Pero Mance no había llegado a encontrar el cuerno de Joramun, de modo que no podía tratarse de eso. Sonó una segunda llamada, tan larga y grave como la primera. Jon sabía que tenía que levantarse e ir al Muro, lo sabía bien, pero le costaba tanto...
Apartó las mantas a un lado y se sentó. El dolor de la pierna se había atenuado, no era nada que no pudiera soportar. Se había acostado con los calzones y la túnica puestos para estar más abrigado, de modo que sólo tuvo que ponerse las botas, el cuero, la cota de mallas y la capa. El cuerno volvió a sonar, dos llamadas largas, de modo que se colgó a
Garra
del hombro, tanteó en busca de la muleta y cojeó escaleras abajo.
En el exterior era noche cerrada, el cielo estaba nublado y hacía un frío gélido. Sus hermanos salían de las torres y fortalezas, abrochándose los cinturones de la espada mientras caminaban en dirección al Muro. Jon buscó a Pyp y a Grenn con la mirada, pero no los encontró. Tal vez uno de ellos fuera el centinela que hacía sonar el cuerno.
«Es Mance, por fin viene —pensó casi aliviado—. Habrá lucha y después descansaremos. Vivos o muertos, pero descansaremos.»
En el lugar donde había estado la escalera sólo quedaba una inmensa maraña de madera chamuscada y hielo desmenuzado al pie del Muro, así que tenían que subir con la grúa, pero en la jaula sólo cabían diez hombres por vez y cuando Jon llegó ya estaba muy arriba. Tendría que esperar a que volviera. No era el único que esperaba: con él aguardaban Seda, Mully, Bota de Sobra, Tonelete y el corpulento y rubio Hareth, con sus dientes saltones. Todos lo llamaban «Caballo». Había sido mozo de cuadras en Villa Topo y fue uno de los pocos aldeanos que se quedaron en el Castillo Negro. Los demás se habían apresurado a volver a sus campos y sus chozas, o a sus camas en el burdel subterráneo. En cambio, Caballo, el muy idiota, con aquellos dientes inmensos, había preferido vestir el negro. También se quedó Zei, la prostituta que se había mostrado tan hábil con la ballesta, y Noye había acogido a tres niños huérfanos cuyo padre había muerto en la escalera. Eran muy pequeños, de nueve, ocho y cinco años , pero por lo visto, nadie más los quería.
Mientras aguardaban el regreso de la jaula, Clydas les llevó tazones de vino especiado caliente y Hobb Tresdedos repartió pedazos de pan moreno. Jon cogió el suyo y lo empezó a mordisquear.
—¿Es Mance Rayder? —preguntó Seda con ansiedad.
—Eso esperamos.
En la oscuridad acechaban cosas mucho peores que los salvajes. Jon recordó lo que le había dicho el rey salvaje en el Puño de los Primeros Hombres, en medio de la nieve teñida de rojo. «Cuando los muertos caminan, los muros, las estacas y las espadas no sirven de nada. No se puede luchar contra los muertos, Jon Nieve. Nadie lo sabe ni la mitad de bien que yo.» Sólo con pensarlo sentía el viento aún más frío.
Por fin la jaula volvió a bajar entre chirridos, meciéndose al final de la larga cadena. Entraron en silencio y cerraron la puerta.
Mully tiró tres veces de la cuerda de la campana. Un instante después empezaron a subir, al principio a trompicones, luego con un movimiento más fluido. Nadie decía nada. Al llegar a la cima, la jaula se columpió de costado a medida que iban saliendo de uno en uno. Caballo tendió una mano a Jon para ayudarlo a saltar al hielo. El frío le golpeó en los dientes como un puño.
En la parte superior del Muro ardía una hilera de hogueras en cubos de hierro situados sobre pértigas más altas que un hombre. El cuchillo helado del viento sacudía y agitaba las llamas, de manera que la luz anaranjada no dejaba de cambiar. Tenían una provisión abundante de haces de flechas, dardos, lanzas y proyectiles para el escorpión. Las rocas estaban apiladas en montones de tres metros de altura, y a su lado había enormes barriles de madera llenos de brea y aceite de lámpara. Bowen Marsh había dejado el Castillo Negro bien provisto de todo excepto de hombres. El viento azotaba las capas negras de los centinelas espantapájaros que se erguían a lo largo del baluarte con lanzas en las manos.
—Espero que no fuera uno de éstos el que hizo sonar el cuerno —le dijo Jon a Donal Noye cuando se acercó a él cojeando.
—¿Oyes eso? —preguntó Noye.
Se escuchaba el sonido del viento, los relinchos de los caballos y... algo más.
—Un mamut —dijo Jon—. Eso ha sido un mamut.
El aliento del herrero se le convertía en escarcha bajo la nariz ancha y aplastada. El norte del Muro era un mar de oscuridad que parecía extenderse hasta el infinito. Jon divisaba el tenue brillo rojo de fuegos lejanos que se movían por el bosque. Era Mance, no cabía duda. Los Otros no encendían antorchas.
—¿Cómo lucharemos contra ellos si no los podemos ver? —preguntó Caballo.
Donal Noye se volvió hacia los dos gigantescos trabuquetes que había conseguido reparar Bowen Marsh.
—¡Necesito luz! —rugió.
A toda prisa cargaron barriles de brea en las palas y les prendieron fuego con una antorcha. El viento avivó las llamas, que pronto crepitaron vigorosas con furia roja.
—¡Ya! —rugió Noye.
Los contrapesos cayeron de golpe y los brazos del trabuquete golpearon las amortiguaciones de las traviesas. La brea ardiente voló por la oscuridad y proyectó sobre el terreno una luz parpadeante y espectral. Durante un instante, Jon atisbó los mamuts que se movían con pesadez en la penumbra, y enseguida desaparecieron de nuevo. «Hay una docena, puede que más.» Los barriles chocaron contra el suelo y estallaron. Un mamut barritó, un sonido grave que retumbaba, y un gigante rugió algo en la antigua lengua con una voz que era como un trueno. Jon sintió que un escalofrío le recorría la espalda.
—¡Otra vez! —gritó Noye, y los trabuquetes se volvieron a cargar.
Otros dos barriles de brea ardiente surcaron la oscuridad para ir a estrellarse entre las filas enemigas. En aquella ocasión uno fue a dar contra un árbol seco y le prendió fuego al instante.
«No hay una docena de mamuts —vio Jon—. Hay un centenar.»
Se acercó al borde del precipicio. «Cuidado —pensó—, la caída es larga.» Alyn el Rojo hizo sonar una vez más el cuerno de centinela,
aaaahhuuuuuuu, aaahhuuuuuuu.
Aquella vez los salvajes respondieron, y no sonó un cuerno, sino una docena, así como tambores y caramillos. Estamos aquí, parecían decir, venimos a derribar vuestro Muro, a robaros las tierras y raptar a vuestras mujeres. El viento aullaba, los trabuquetes crujían y saltaban, los barriles volaban... Tras los gigantes y los mamuts Jon divisó a los hombres que avanzaban hacia el Muro con arcos y hachas. ¿Eran veinte o veinte mil? No había manera de saberlo en la oscuridad. «Esto es una batalla entre ciegos, pero Mance tiene unos cuantos miles más que nosotros.»
—¡La puerta! —gritó Pyp—. ¡Están en la puerta!
El Muro era demasiado grande para que lo pudieran asaltar por medios convencionales, demasiado alto para escaleras o torres de asalto, demasiado grueso para los arietes. No existía catapulta capaz de lanzar una piedra de tamaño suficiente para abrir una brecha, y si trataban de prenderle fuego el hielo derretido apagaría las llamas. Era posible escalarlo, como habían hecho los invasores cerca de Guardiagrís, pero había que ser fuerte, ágil y de mano firme, y aun así se corría el riesgo de acabar como Jarl, empalado en un árbol.
«Si quieren pasar, tienen que tomar la puerta.»
Pero la puerta era un túnel zigzagueante que atravesaba el hielo, con una entrada más pequeña que la de cualquier castillo de los Siete Reinos, y tan estrecho que los exploradores tenían que llevar a sus caballos por las riendas y en fila. Tres puertas de hierro cerraban el recorrido del pasadizo, cada una de ellas asegurada con cadenas y protegida por un matacán. La puerta exterior era de roble macizo de un palmo de grosor y con refuerzos de hierro, no les resultaría fácil derribarla. «Pero Mance tiene mamuts —pensó— y gigantes.»
—Ahí abajo debe de hacer mucho frío —dijo Noye—. ¿Qué tal si les damos un poco de calor, muchachos?
Habían alineado al borde del precipicio una docena de garrafas llenas de aceite para las lámparas. Pyp recorrió la hilera con una antorcha en la mano y las fue prendiendo de una en una. Owen el Bestia iba detrás de él y las empujaba para precipitarlas por el borde. Las lenguas de fuego amarillo aletearon en torno a las garrafas mientras caían. Cuando perdieron de vista la última, Grenn sacó de una patada las cuñas que sujetaban un tonel de brea y lo empujó para que también cayera rodando por el borde. Abajo los sonidos cambiaron; pasaron de gritos a alaridos de dolor que les sonaron como música celestial.
Pero los tambores siguieron batiendo, los trabuquetes se alzaban y se estremecían y el sonido de las gaitas les llegaba en el aire nocturno como el canto de extraños pájaros salvajes. El septon Cellador también empezó a cantar con voz trémula, trabucada por el vino.
Madre Gentil, fuente de toda piedad
salva a nuestros hijos de la guerra y la maldad
contén las espadas y las flechas detén...
—Al primero que se le ocurra detener una flecha lo tiro del Muro de una patada en el culo —le espetó Donal Noye—. Empezando por ti, septon. ¡Arqueros! ¿Dónde cojones están los arqueros?
—Aquí —dijo Seda.
—Y aquí —dijo Mully—. Pero ¿cómo vamos a encontrar blancos? Todo está oscuro. ¿Dónde están los enemigos?
—Dispara muchas flechas —dijo Noye señalando hacia el norte—, alguno encontrarás. Y al menos les meterás un poco de miedo en el cuerpo. —Se dio la vuelta y escudriñó el corro de rostros iluminados por el fuego—. Necesito dos arqueros y dos lanceros que me ayuden a defender el túnel si consiguen derribar la puerta. —Más de diez dieron un paso adelante; el herrero eligió a cuatro—. Jon, el Muro está en tus manos hasta que yo vuelva.
Por un momento Jon pensó que había oído mal. Parecía como si Noye lo estuviera dejando al mando.
—¿Qué has dicho, mi señor?
—¿Qué señor ni qué señor? Soy un herrero. He dicho que el Muro está en tus manos.