Tormenta de Espadas (137 page)

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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Fantástico

BOOK: Tormenta de Espadas
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«Aquí hay hombres mayores —habría querido responder Jon—. Hay hombres más expertos. Yo todavía estoy tan verde como la hierba del verano. Estoy herido y aún me acusan de deserción.» Se le había secado la boca.

—Sí —consiguió responder.

Más adelante Jon Nieve se sentiría como si aquella noche la hubiera soñado. Codo con codo con los soldados de paja, con arcos o ballestas en las manos agarrotadas por el frío, sus arqueros lanzaron un centenar de andanadas de flechas contra hombres a los que en ningún momento llegaron a ver. De cuando en cuando les llegaba como respuesta alguna flecha salvaje. Envió a hombres a las catapultas más pequeñas y el aire se llenó de rocas del tamaño del puño de un gigante, pero la oscuridad las engulló igual que él se había podido tragar un puñado de avellanas. Los mamuts barritaban en la oscuridad, voces extrañas gritaban en lenguas más extrañas todavía, y el septon Cellador rezaba tan alto y tan borracho suplicando que llegara el amanecer que más de una vez Jon se sintió tentado de darle él mismo la prometida patada en el culo. Oyeron cómo un mamut agonizaba al pie del muro y vieron cómo otro se alejaba en estampida por el bosque arrollando hombres y árboles a su paso. El viento soplaba cada vez más frío. Hobb subió en la grúa con tazones de sopa de cebolla, y Owen y Clydas se los fueron repartiendo a los arqueros para que pudieran beberlo entre andanada y andanada de flechas. Zei ocupó un lugar entre ellos con su ballesta. Al trabuquete de la derecha se le estropeó algo en el mecanismo por un uso tan intensivo, y el contrapeso se soltó de repente con resultados catastróficos. El brazo se quebró hacia un lado con un crujido estrepitoso. El trabuquete de la izquierda siguió funcionando, pero los salvajes no tardaron en aprender a evitar el lugar a donde iban a parar sus proyectiles.

«Deberíamos tener veinte trabuquetes, no dos, y deberían estar montados sobre trineos y plataformas giratorias para que pudiéramos moverlos.» Eran consideraciones inútiles. Conseguía lo mismo que deseando tener otro millar de hombres y quizá un par de dragones.

Donal Noye no regresó, ni tampoco los que habían bajado con él para defender aquel túnel frío y negro. «El Muro está en mis manos», se recordaba Jon cada vez que le empezaban a fallar las fuerzas. Él también estaba disparando con el arco, tenía los dedos rígidos y entumecidos, medio congelados. Volvía a tener fiebre y la pierna le temblaba de manera incontrolable, con lo que el dolor era como un cuchillo al rojo blanco que le recorría el cuerpo.

«Una flecha más y descansaré —se dijo medio centenar de veces—. Sólo una flecha más. —Siempre que se le vaciaba el carcaj uno de los topos huérfanos le llevaba otro—. Este carcaj es el último. No puede faltar mucho para el amanecer.»

Cuando llegó la mañana, ninguno de ellos se dio cuenta al principio. El mundo seguía inmerso en la oscuridad, pero el negro se había transformado en gris y las formas empezaban a dejarse entrever en la penumbra. Jon bajó el arco y contempló la masa de nubes densas que ocultaban el cielo hacia el este. Le parecía ver un brillo tras ellas, pero tal vez no fuera más que un sueño. Puso otra flecha en el arco.

Y fue entonces cuando el sol naciente iluminó el campo de batalla con haces de luz blanquecina. Jon se quedó sin respiración al contemplar casi un kilómetro de terreno despejado que separaba el Muro del bosque. En media noche lo habían convertido en un erial de hierba ennegrecida, brea burbujeante, piedras destrozadas y cadáveres. El cuerpo del mamut quemado ya empezaba a atraer a los cuervos. También había gigantes muertos en el suelo, pero tras ellos...

A su izquierda alguien dejó escapar un gemido.

—Ay, Madre, apiádate de nosotros —empezó a sollozar el septon Cellador—. Ay, Madre, apiádate de nosotros...

Entre los árboles estaban todos los salvajes del mundo: gigantes, wargs y cambiapieles, hombres de las montañas, marineros del agua salada, caníbales del río de hielo, habitantes de las cavernas con el rostro pintado, carros de perros de la Costa Helada, hombres Pies de Cuerno con las plantas como cuero endurecido, todos los pueblos que había reunido Mance para cruzar el Muro. «Ésta no es vuestra tierra —les querría gritar—. Aquí no hay lugar para vosotros. Marchaos.» Imaginó la risa de Tormund Matagigantes si lo oyera. «No sabes nada, Jon Nieve», le habría dicho Ygritte. Flexionó la mano de la espada y abrió y cerró los dedos, aunque sabía que no se llegaría al cuerpo a cuerpo allí arriba.

Estaba helado y febril, y de repente el peso del arco era más de lo que podía soportar. Comprendió que la batalla contra el Magnar no había sido nada, que la de aquella noche era menos que nada, apenas una sonda, una daga en la oscuridad para tratar de cogerlos desprevenidos. La verdadera batalla no había hecho más que empezar.

—No sabía que eran tantos —dijo Seda.

Jon sí. Ya los había visto antes, pero no de aquella manera, desplegados para el combate. Durante la marcha la columna de salvajes había estado dispersa a lo largo de muchas leguas, como un enorme gusano, pero no los había visto a todos a la vez. En cambio, en ese momento...

—Ahí vienen —dijo alguien con voz ronca.

Los mamuts estaban en el centro de las filas de salvajes, eran más de cien, todos cabalgados por gigantes que esgrimían mazas y grandes hachas de piedra. Otros gigantes caminaban a su lado y empujaban un gran tronco de árbol sobre enormes ruedas de madera. Uno de los extremos estaba muy afilado. «Un ariete», pensó con desánimo. Si la puerta de abajo aún resistía bastarían unos cuantos besos de aquella monstruosidad para reducirla a astillas. A ambos lados de los gigantes avanzaban los jinetes con arneses de cuero reforzado y lanzas endurecidas al fuego, incontables arqueros y cientos de hombres a pie con arpones, hondas, porras y escudos de cuero. Los carretones de huesos de la Costa Helada traqueteaban en los flancos tras las reatas de perros blancos que saltaban sobre las rocas y las raíces al descubierto. «La furia de los salvajes», pensó Jon mientras escuchaba el sonido agudo de las gaitas, los ladridos y aullidos de los perros, el barritar de los mamuts, los gritos y silbidos del pueblo libre, los rugidos de los gigantes que hablaban en la antigua lengua. El eco de sus tambores contra el hielo era como el retumbar de un trueno.

Sintió cómo a su alrededor los hombres caían en la desesperación.

—Deben de ser más de cien mil —gimió Seda—. ¿Cómo vamos a detener a tantos?

—El Muro los detendrá —se oyó decir Jon. Se dio la vuelta y lo repitió en voz más alta—. El Muro los detendrá. ¡El Muro se defiende! —No eran más que palabras vacías, pero necesitaba pronunciarlas casi tanto como sus hermanos necesitaban oírlas—. Mance nos quiere acobardar por la fuerza del número. ¿Acaso nos cree idiotas? —Estaba ya hablando a gritos, se le había olvidado el dolor de la pierna, y todos lo escuchaban—. Los carretones, los jinetes, todos esos imbéciles a pie... ¿qué nos pueden hacer aquí arriba? ¿Y alguno habéis visto a un mamut trepar por una pared? —Se echó a reír, y Pyp, Owen y otra media docena de hombres rieron con él—. No son nada, son aún menos que estos hermanos nuestros de paja, no pueden llegar a nosotros, no pueden hacernos daño y no nos dan miedo. ¿Nos dan miedo?

—¡No! —gritó Grenn.

—Ellos están ahí abajo y nosotros aquí arriba —siguió Jon—, y mientras defendamos la puerta no pueden pasar. ¡No pueden pasar! —Para entonces todos gritaban ya, rugían palabras de ánimo, agitaban en el aire las espadas y las ballestas con las mejillas enrojecidas... Jon vio a Tonelete, que llevaba bajo el brazo el cuerno de batalla—. Hermano —le dijo—, llama al combate.

Tonelete sonrió, se llevó el cuerno a los labios y lo hizo sonar dos veces, dos bramidos largos que indicaban que había salvajes. Otros cuernos repitieron la llamada hasta que el propio Muro pareció estremecerse y el eco de los tonos graves ahogó cualquier otro sonido.

—Arqueros —ordenó Jon cuando los cuernos callaron—, apuntad a los gigantes que llevan el ariete, todos, ¡hasta el último! Disparad cuando lo ordene, no antes. ¡Los gigantes y el ariete! Quiero que les lluevan flechas a cada paso que den, pero esperaremos hasta que estén a nuestro alcance. El primero que desperdicie una flecha tendrá que bajar a recogerla, ¿entendido?

—¡Entendido! —gritó Owen el Bestia—. ¡Entendido, Lord Nieve!

Jon se echó a reír, se rió como un borracho o como un demente, y sus hombres rieron con él. Se dio cuenta de que los carretones y los jinetes de los flancos iban ya muy por delante de la columna central. Los salvajes no habían recorrido ni una tercera parte de la distancia y su línea de batalla ya se estaba truncando.

—Cargad el trabuquete grande con abrojos —ordenó Jon—. Owen, Tonelete, enfilad los trabuquetes pequeños hacia el centro. Quiero los escorpiones cargados con lanzas incendiarias, las soltaréis cuando yo diga. —Señaló a los niños de Villa Topo—. Tú, tú y tú, encargaos de las antorchas.

Los arqueros salvajes disparaban a medida que avanzaban, corrían un tramo, se detenían, disparaban y adelantaban un poco más. Eran tantos que el aire estaba siempre lleno de flechas. Todas, por supuesto, se quedaban cortas. «Qué desperdicio —pensó Jon—. No tienen la menor disciplina.» Los pequeños arcos de cuerno y madera del pueblo libre tenían mucho menos alcance que los largos de tejo de la Guardia de la Noche, y los salvajes intentaban disparar contra hombres que estaban a doscientos metros de altura sobre ellos.

—Que disparen lo que quieran —dijo Jon—. Esperad. Aguantad. —Las capas les ondeaban a las espaldas—. Tenemos el viento en contra, eso nos resta alcance. Esperad.

«Más cerca, más cerca.» Las gaitas aullaban, los tambores retumbaban, las flechas de los salvajes volaban y caían al suelo.

—¡Tensad!

Jon alzó el arco y se llevó la flecha hasta la oreja. Seda hizo lo mismo, así como Grenn, Owen el Bestia, Bota de Sobra, Jack Bulwer el Negro, Arron y Emrick. Zei se puso la ballesta a la altura del hombro. Jon veía cómo se acercaba el ariete, veía cómo los mamuts y los gigantes lo arrastraban a ambos lados. Eran tan pequeños que parecía como si los pudiera aplastar a todos con una mano. «Ojalá tuviera una mano así de grande.» Se acercaron por aquella explanada que era un matadero. Un centenar de cuervos posados en el cadáver del mamut muerto levantaron el vuelo cuando los salvajes pasaron a ambos lados. Más cerca, cada vez más cerca, hasta que...

—¡Disparad!

Las flechas negras silbaron mientras descendían como serpientes con alas emplumadas. Jon no aguardó a ver dónde se clavaban. Tan pronto como hubo soltado la primera flecha puso la segunda en el arco.

—Cargad. Tensad. Disparad. —En cuanto la flecha voló buscó la siguiente—. Cargad. Tensad. Disparad. —Una vez, y otra, y otra. Jon ordenó a gritos que entrara en acción el trabuquete y oyó el crujido y el golpe contra el travesaño acolchado cuando un centenar de abrojos con púas de acero salieron volando por el aire—. ¡Los trabuquetes pequeños! —ordenó—. ¡Los escorpiones! ¡Arqueros, disparad a voluntad!

Las flechas salvajes empezaban ya a golpear el Muro a treinta metros por debajo de ellos. Un segundo gigante se giró y se tambaleó. «Cargad, tensad, disparad.» Un mamut se giró contra el que tenía al lado y los gigantes cayeron rodando por el suelo. «Cargad, tensad, disparad.» Vio que el ariete estaba en el suelo, inútil, y que los gigantes que lo transportaban yacían muertos o moribundos.

—¡Flechas de fuego! —gritó—. ¡Quiero ver cómo arde ese ariete!

Los bramidos de los mamuts heridos y los gritos retumbantes de los gigantes se mezclaban con los tambores y los caramillos para componer una música horrenda, pero sus arqueros seguían tensando y disparando como si todos se hubieran quedado de repente tan sordos como el difunto Dick Follard. Tal vez fueran la escoria de la orden, pero seguían siendo hombres de la Guardia de la Noche, o casi, no importaba. «Por eso es por lo que no podrán pasar.»

Uno de los mamuts había enloquecido y en su estampida aplastaba a los salvajes con el cuerpo o los destrozaba bajo las patas. Jon volvió a levantar el arco y clavó otra flecha en el lomo peludo de la bestia para azuzarlo todavía más. Hacia el este y el oeste, las líneas del ejército salvaje habían llegado al Muro sin encontrar oposición. Los carros llegaban o daban vueltas mientras los jinetes se agrupaban sin objetivo bajo el imponente acantilado de hielo.

—¡En la puerta! —le llegó el grito. Tal vez fuera Bota de Sobra—. ¡Mamut en la puerta!

—¡Fuego! —rugió Jon—. ¡Grenn, Pyp!

Grenn tiró el arco a un lado, tumbó de costado un barril de aceite y lo hizo rodar hasta el borde del muro, donde Pyp partió a martillazos la clavija que lo cerraba, metió en el agujero un trapo y le prendió fuego con una antorcha. Entre los dos lo empujaron para que cayera. Treinta metros más abajo chocó contra un saliente del muro y estalló, y el aire se llenó de duelas destrozadas y aceite ardiendo. Para entonces Grenn ya estaba empujando hacia el borde un segundo barril, igual que Tonelete. Pyp los encendió los dos.

—¡Le ha dado! —gritó Seda; estaba tan asomado por el borde que por un momento Jon dio por seguro que se iba a caer—. ¡Le ha dado, le ha dado, le ha dado!

Le llegó el rugido del fuego y vio a un gigante envuelto en llamas que se tambaleaba y rodaba por el suelo.

De repente los mamuts huían en estampida para escapar del humo y las llamas, presas del pánico, aplastaban a todos los que tenían detrás. Se vieron obligados a retroceder, gigantes y salvajes emprendieron la huida para apartarse de su camino. En menos de un instante todo el centro de su columna se derrumbaba. Los jinetes de los flancos se encontraron abandonados y también retrocedieron sin siquiera haber visto la sangre. Hasta los carros volvieron sobre sus pasos sin haber hecho otra cosa que mucho ruido y presentar un aspecto aterrador.

«Cuando se desbandan, se desbandan a base de bien», pensó Jon Nieve mientras los observaba retroceder. Los tambores habían quedado en silencio. «¿Qué te parece esta música, Mance? ¿Qué te parece la mujer del dorniense?»

—¿Tenemos algún herido? —preguntó.

—Esos cabrones me han dado en la pierna. —Bota de Sobra se arrancó la flecha y la agitó en el aire—. ¡En la de madera!

El Muro estalló en gritos de alegría. Zei agarró a Owen por las manos y giró en círculos con él y le dio un largo beso en la boca delante de todos. También trató de besar a Jon, pero él le puso una mano en el hombro y la apartó con suavidad, pero también con firmeza.

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