Tormenta de Espadas (138 page)

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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Fantástico

BOOK: Tormenta de Espadas
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—No —dijo. «Para mí se acabaron los besos.» De repente se sentía tan débil que no podía ni mantenerse en pie, desde la rodilla hasta la ingle el dolor era insoportable. Tanteó hasta dar con la muleta—. Pyp, ayúdame a llegar a la jaula. Grenn, estás al mando del Muro.

—¿Yo? —dijo Grenn.

—¿Él? —dijo Pyp.

Habría sido difícil decidir cuál de los dos parecía más horrorizado.

—P-p-pero... —tartamudeó Grenn—, ¿qué hago s-si los salvajes vuelven a atacar?

—Detenerlos —respondió Jon.

Una vez en la jaula, cuando ya bajaban, Pyp se quitó el yelmo y se secó la frente.

—Sudor helado. ¿Habrá cosa más asquerosa que el sudor helado? —Se echó a reír—. Dioses, creo que en mi vida había tenido tanta hambre, me comería un uro entero, te lo juro. ¿Qué te parece, le pedimos a Hobb que nos guise a Grenn? —Al ver la cara de Jon se le borró la sonrisa—. ¿Qué te pasa? ¿Es la pierna?

—La pierna —asintió Jon. Hasta hablar le costaba un esfuerzo.

—Pero no la batalla, ¿verdad? Hemos ganado.

—Eso lo hablaremos cuando veamos la puerta —dijo Jon con tono sombrío.

«Quiero un fuego, una comida caliente, una cama abrigada y algo para que la pierna me deje de doler», pensó. Pero antes tenía que examinar el túnel y averiguar qué había sido de Donal Noye.

Tras la batalla con los thenitas habían tardado casi todo un día en despejar de hielo y de vigas rotas la puerta interior. Calvasucia y Tonelete, así como otros constructores, habían argumentado acaloradamente que deberían dejar allí los escombros, que serían otro obstáculo para Mance. Pero semejante decisión habría implicado abandonar la defensa del túnel, y de eso, Noye no quería ni oír hablar. Mientras hubiera hombres en los matacanes, y arqueros y lanceros detrás de cada una de las puertas interiores, unos pocos hermanos valientes podrían mantener a raya a centenares de salvajes y entorpecer el camino con cadáveres. No tenía la menor intención de proporcionar una ruta despejada a través del hielo para Mance Rayder. Por tanto retiraron los peldaños rotos con cuerdas y palas, y volvieron a excavar el camino hasta la puerta.

Jon aguardó junto a los fríos barrotes de hierro mientras Pyp iba a ver al maestre Aemon para pedirle la llave de repuesto. Se sorprendió al ver que era el propio maestre quien se la llevaba, acompañado de Clydas, que portaba una lámpara.

—Sube a mis habitaciones en cuanto termines —dijo el anciano mientras Pyp retiraba las cadenas—. Tengo que cambiarte el vendaje y ponerte una cataplasma fresca. Y supongo que querrás un poco de vino del sueño para quitarte el dolor.

Jon asintió con gesto débil. La puerta se abrió. Pyp encabezó la marcha, seguido por Clydas con la lámpara. Jon tuvo que esforzarse por mantenerse al paso del maestre Aemon. El hielo se cerraba en torno a ellos, sentía cómo el frío se le metía en los huesos, sentía todo el peso del Muro sobre la cabeza. Era como meterse por la garganta de un dragón de hielo. El túnel describió una curva, luego otra. Pyp abrió la segunda puerta de hierro. Avanzaron más, giraron de nuevo y vieron a lo lejos una luz, tenue, escasa, a través del hielo.

«Mala cosa —supo Jon al instante—. Muy, muy mala cosa.»

—Hay sangre en el suelo —dijo Pyp.

En los cinco últimos metros del túnel era donde habían luchado, donde habían muerto. La puerta exterior de roble reforzado estaba destrozada, arrancada de las bisagras, y uno de los gigantes se había arrastrado entre las astillas. La luz de la lámpara bañó una escena espeluznante con su brillo rojizo. Pyp se volvió a un lado para vomitar y en aquel momento Jon envidió la ceguera del maestre Aemon.

Noye y sus hombres lo habían estado esperando tras una puerta de barrotes de hierro igual que las dos que Pyp acababa de abrir. Los dos ballesteros habían conseguido disparar una docena de dardos mientras el gigante avanzaba hacia ellos. Luego fue el turno de los lanceros, que clavaron sus picas entre los barrotes. Pese a todo el gigante tuvo fuerzas para meter los brazos, arrancarle la cabeza a Calvasucia, agarrar la puerta de hierro y destrozar los barrotes. Por todo el suelo había eslabones rotos de la cadena.

«Un gigante. Todo esto ha sido obra de un solo gigante.»

—¿Están todos muertos? —preguntó el maestre Aemon con voz tranquila.

—Sí. Donal fue el último. —La espada de Noye estaba clavada en la garganta del gigante casi hasta la empuñadura. A Jon, el armero siempre le había parecido un hombre muy corpulento, pero atrapado entre los enormes brazos del gigante casi parecía un niño—. El gigante le rompió la columna vertebral. No sé cuál murió primero. —Cogió la lámpara y se adelantó para ver más. —Mag. —«Soy el último de los gigantes», recordó con tristeza, pero no había tiempo para lamentos—. Era Mag el Poderoso. El rey de los gigantes.

Necesitaba ya la luz del sol. Dentro del túnel hacía demasiado frío, estaba demasiado oscuro, y el hedor de la sangre y la muerte era asfixiante. Jon devolvió la lámpara a Clydas, rodeó como pudo los cadáveres, cruzó entre los barrotes retorcidos y caminó hacia al luz del día que se divisaba más allá de la puerta destrozada.

El imponente corpachón de un mamut muerto bloqueaba el camino en parte. Uno de los colmillos de la bestia se le enganchó en la capa y le hizo un desgarrón al pasar. En el exterior había otros tres gigantes muertos, medio enterrados en piedras, légamo y brea endurecida. Vio el punto donde el fuego había derretido el Muro, donde grandes planchas de hielo se habían desprendido por el calor para ir a estrellarse contra el terreno ennegrecido. Alzó la vista para contemplar el lugar de donde había bajado.

«Desde aquí parece inmenso, como si estuviera a punto de aplastar al que lo mira.»

Jon regresó a donde lo aguardaban los demás.

—Tenemos que reparar la puerta exterior lo mejor que podamos y bloquear esta sección del túnel. Con cascotes, con trozos de hielo, con lo que sea. Hasta la segunda puerta si es posible. Ser Wynton tendrá que tomar el mando, es el último caballero que queda, pero es imprescindible que se ponga en marcha ya, los gigantes volverán antes de que nos demos cuenta. Tenemos que decirle...

—Le puedes decir lo que quieras —lo interrumpió el maestre Aemon con suavidad—. Sonreirá, asentirá y se le olvidará al momento. Hace treinta años Ser Wynton Stout estuvo a doce votos de ser elegido Lord Comandante. Lo habría hecho muy bien. Hace diez años todavía habría sido capaz de actuar. Pero ya no. Lo sabes tan bien como lo sabía Donal, Jon.

Era verdad.

—Entonces vos estáis al mando —dijo Jon al maestre—. Lleváis toda la vida en el Muro, los hombres os seguirán. Tenemos que cerrar la puerta.

—Soy un maestre, llevo la cadena, hice el juramento. Mi orden sirve, Jon. Nosotros damos consejos, no órdenes.

—Pero alguien tiene que...

—Tú. Tienes que ponerte al mando.

—No.

—Sí, Jon. No hace falta que sea por mucho tiempo, sólo hasta que vuelva la guarnición. Donal te eligió, igual que te eligió antes Qhorin Mediamano. El Lord Comandante Mormont te nombró mayordomo para que aprendieras de él. Eres hijo de Invernalia y sobrino de Benjen Stark. O tú o nadie. El Muro está en tus manos, Jon Nieve.

ARYA (12)

Todas las mañanas al despertarse sentía el agujero en su interior. No era hambre, aunque a veces también. Era como un hueco, un vacío allí donde había tenido el corazón, donde habían estado sus hermanos y sus padres. También le dolía la cabeza. No tanto como al principio, pero mucho. Arya ya se había acostumbrado, y al menos el chichón iba desapareciendo. Pero el agujero de su interior seguía igual.

«El agujero no se va a curar nunca», se decía cuando se echaba a dormir.

Algunas mañanas Arya no quería despertarse. Se acurrucaba bajo la capa con los ojos muy apretados y trataba de dormirse de nuevo a pura fuerza de voluntad. Si el Perro no se lo hubiera impedido habría dormido noche y día.

Y soñaba. Eso, los sueños, eran lo mejor. Casi todas las noches soñaba con lobos. Una gran manada de lobos, con ella a la cabeza. Era más grande que ninguno de los demás, más fuerte, más ágil y más rápida. Podía vencer al caballo en una carrera y al león en un combate. Cuando mostraba los dientes hasta los hombres huían de ella, no tenía nunca el estómago vacío demasiado tiempo, y el pelaje la mantenía abrigada incluso cuando el viento soplaba gélido. Y sus hermanos estaban con ella, muchos, fieros, temibles, suyos. No la abandonarían jamás.

Pero, si sus noches estaban llenas de lobos, sus días pertenecían al perro. Sandor Clegane la obligaba a levantarse todas las mañanas, tanto si quería como si no. La maldecía con su voz rasposa o la levantaba por la fuerza y la sacudía. En cierta ocasión, le vació sobre la cabeza el yelmo lleno de agua fría. Ella se levantó de un salto escupiendo y tiritando, y trató de darle una patada, pero él se limitó a reírse.

—Sécate y echa de comer a los malditos caballos —ordenó, y ella obedeció.

Tenían dos monturas,
Extraño
y una yegua alazana a la que Arya llamaba
Gallina
porque Sandor decía que seguro que había escapado de Los Gemelos igual que ellos dos. La noche que siguió a la matanza la habían encontrado vagando sin jinete por un prado. Era un buen caballo, pero Arya no podía sentir cariño alguno hacia un ser cobarde. «
Extraño
habría peleado.» Aun así, cuidaba de la yegua lo mejor que podía. Era mejor que montar en el mismo caballo que el Perro. Además, tal vez
Gallina
fuera una cobarde, pero también era joven y fuerte. Arya creía que tal vez podría correr más que
Extraño
si llegaba la ocasión.

El Perro ya no la vigilaba tan de cerca como antes. En ocasiones parecía que no le importaba si se iba o se quedaba, y por las noches ya no la ataba en la capa.

«Una noche de éstas lo mataré mientras duerme —se decía, pero nunca lo hacía—. Un día de éstos me alejaré con
Gallina
al galope y no me podrá alcanzar», pensaba, pero tampoco lo hacía. ¿Adónde podía ir? Invernalia ya no existía. El hermano de su abuelo estaba en Aguasdulces, pero no lo conocía, y él no la conocía a ella. Tal vez Lady Smallwood la acogiera en el Torreón Bellota... y tal vez no. Además, Arya no estaba segura de poder encontrar el camino de vuelta al Torreón Bellota. A veces pensaba que podría volver a la posada de Sharna, si las inundaciones no se la habían llevado por delante. Podría quedarse con Pastel Caliente, o tal vez Lord Beric la encontraría allí. Anguy la enseñaría a manejar el arco, podría cabalgar al lado de Gendry y ser una bandida igual que Wenda, la Gacela Blanca de las canciones.

Pero eso no eran más que idioteces, sueños como los que tendría Sansa. Pastel Caliente y Gendry la habían abandonado en cuanto tuvieron ocasión, y Lord Beric y los bandidos no querían más que cobrar un rescate por ella, igual que el Perro. Ninguno de ellos la quería tener cerca. «Nunca fueron mi manada, ni siquiera Pastel Caliente y Gendry. Pensaba que sí, pero era una idiota, una niña idiota, sin pizca de loba.»

De manera que seguía con el Perro. Cabalgaban todos los días, jamás dormían dos veces en el mismo sitio, siempre que les era posible esquivaban las ciudades, pueblos y castillos. Una vez le había preguntado a Sandor Clegane adónde iban.

—Lejos —replicó—. No te hace falta saber más. Ahora mismo vales menos que un escupitajo para mí, así que no quiero oírte gimotear. Debería haber dejado que te metieras en aquel castillo de mierda.

—Ojalá —respondió ella, pensando en su madre.

—Entonces estarías muerta. Me deberías dar las gracias. Me deberías cantar una canción bonita igual que hizo tu hermana.

—¿A ella también le diste un hachazo?

—Te pegué con el plano de la hoja, loba idiota. Si te hubiera dado con el filo todavía habría trozos de tu cabeza flotando en el Forca Verde. Y cierra esa maldita boca de una vez. Lo que tendría que hacer es entregarte a las hermanas silenciosas. A las niñas que hablan demasiado les cortan la lengua.

Aquello no había sido justo. Quitando aquella ocasión, Arya no hablaba casi nunca. Podían pasar días enteros sin que ninguno de los dos dijera una palabra. Ella estaba demasiado vacía para hablar, y el Perro, demasiado furioso. Arya percibía su rabia, se la veía en el rostro, en su manera de apretar la boca y fruncirla, en las miradas que le echaba... Siempre que cogía el hacha para cortar madera y encender fuego se dejaba llevar por una ira sorda, asestaba golpes salvajes al árbol, al tronco o a la rama rota hasta que tenían astillas y leña para encender veinte hogueras. A veces después se quedaba tan agotado y magullado que se tumbaba directamente a dormir y ni siquiera prendía el fuego. Arya detestaba esas ocasiones y también lo detestaba a él. Aquellas noches era cuando más rato contemplaba el hacha. «Parece muy pesada, pero seguro que la podría blandir.» Y desde luego no lo golpearía con el plano de la hoja.

Muy de vez en cuando en su camino se encontraban con más gente: campesinos en los campos, porquerizos con sus piaras, una lechera que tiraba de su vaca, un escudero que llevaba un mensaje por un camino vecinal... No quería hablar con ellos tampoco. Era como si vivieran en un mundo lejano y hablaran una lengua incomprensible; no tenían nada que ver con ella, ni ella con ellos.

Además, no era prudente dejarse ver. De cuando en cuando divisaban columnas de jinetes que iban por los tortuosos caminos entre las granjas, siempre con el estandarte de los torreones gemelos de los Frey ondeando ante ellos.

—A la caza de los norteños que hayan podido escapar —comentó el Perro cuando pasaron de largo—. Siempre que oigas cascos de caballos agacha la cabeza, y deprisa, seguro que no es ningún amigo.

Un día, en el hueco que formaban las raíces de un roble caído, se encontraron con otro superviviente de Los Gemelos. El distintivo que llevaba en el pecho mostraba a una doncella desnuda, de color rosa bailando en un torbellino de sedas, y les dijo que era uno de los hombres de Ser Marq Piper; un arquero, aunque había perdido el arco. Tenía el hombro izquierdo todo torcido e hinchado, les dijo que era por un golpe de maza que le había destrozado la armadura clavándosela en la carne.

—Y fue un norteño —sollozó—. Su emblema era un hombre ensangrentado, y cuando vio el mío hasta gastó bromas, dijo que el hombre rojo y la chica rosa deberían juntarse. Bebí a la salud de su Lord Bolton, él bebió a la de Ser Marq, juntos brindamos por Lord Edmure, Lady Roslin y el Rey en el Norte. Luego me mató.

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