Cuando todas estuvieron colocadas, el Magnar gritó una orden brusca en la antigua lengua y cinco de sus thenitas empezaron a subir. Aun con escaleras, el ascenso no era fácil. Ygritte observó los esfuerzos de los hombres.
—Cómo odio este Muro —dijo en voz baja, airada—. ¿Te has fijado en lo frío que es?
—Está hecho de hielo —señaló Jon.
—No sabes nada, Jon Nieve. Este Muro está hecho de sangre.
Y por lo visto aún no había bebido suficiente. Cuando anocheció, dos de los thenitas se habían precipitado desde las escaleras, pero fueron los últimos. Cuando Jon llegó a la cima era casi medianoche. Las estrellas brillaban en el cielo. Ygritte estaba temblando por el esfuerzo del ascenso.
—He estado a punto de caerme —le dijo con los ojos llenos de lágrimas—. Dos veces. Tres veces. El Muro intentaba sacudírseme, lo he notado. —Una de las lágrimas le empezó a correr por la mejilla.
—Lo peor ya ha pasado. —Jon trataba de parecer seguro—. No tengas miedo.
La rodeó con un brazo. Ygritte le dio un palmetazo en el pecho con tanta fuerza que le escoció a pesar de las capas de lana, cota de mallas y cuero hervido.
—No tenía miedo. No sabes nada, Jon Nieve.
—Entonces, ¿por qué lloras?
—¡No es por miedo! —Dio una patada salvaje al hielo que tenía bajo los pies y arrancó un pedazo—. Lloro porque no encontramos el Cuerno del Invierno. ¡Abrimos medio centenar de tumbas, dejamos todas esas sombras sueltas por el mundo y no encontramos el Cuerno de Joramun para derribar este maldito muro!
La mano le ardía.
Le seguía ardiendo mucho tiempo después de que se apagara la antorcha con la que le habían quemado el muñón sanguinolento, días y días después; todavía sentía la lanzada del fuego en el brazo, y sus dedos, los dedos que ya no tenía, se retorcían en las llamas.
Ya lo habían herido antes, pero nunca de aquella manera. Jamás había imaginado que se pudiera sentir tanto dolor. A veces, sin que supiera por qué, se le escapaban de los labios antiguas oraciones, plegarias que había aprendido de niño y que no había vuelto a recordar en años, las mismas que había rezado, arrodillado junto a Cersei, en el sept de Roca Casterly. En ocasiones llegaba incluso a llorar, hasta que oyó cómo se reían los Titiriteros. Aquello hizo que se le secaran los ojos y se le muriera el corazón, y en sus oraciones pidió que la fiebre le quemara las lágrimas.
«Ahora entiendo cómo se ha sentido Tyrion cada vez que se reían de él.»
Cuando se cayó de la silla por segunda vez, lo ataron a Brienne de Tarth y los obligaron a compartir caballo de nuevo. Una jornada, en vez de ponerlos espalda contra espalda, los ataron cara a cara.
—Mirad a los amantes —suspiró Shagwell—. ¿No son un bonito espectáculo? Sería muy cruel separar al buen caballero de su dama. —Soltó una carcajada, su carcajada aguda tan característica—. Aunque no se sabe bien cuál es el caballero y cuál la dama.
«Yo te explicaría la diferencia, si tuviera las dos manos», pensó Jaime. Le dolían los brazos y las cuerdas le habían dejado entumecidas las piernas, pero al cabo de un tiempo todo eso dejó de importar. Su mundo se redujo al palpitar agónico de su mano fantasma y a la presión de Brienne contra él. «Por lo menos es cálida», se consoló, aunque el aliento de la moza era tan hediondo como el suyo propio.
Su mano siempre se interponía entre ellos. Urswyck se la había colgado del cuello con una cuerda, de manera que le golpeteaba el pecho a él y las tetas a Brienne mientras Jaime perdía el conocimiento y lo volvía a recuperar. La hinchazón le había cerrado el ojo derecho, la herida que le había hecho Brienne durante la pelea estaba infectada, pero lo que más le dolía era la mano. Del muñón le salía sangre y pus, y la extremidad inexistente palpitaba con cada paso del caballo.
Tenía la garganta tan en carne viva que era incapaz de comer, pero bebía vino cuando se lo daban, y agua si no le ofrecían otra cosa. En cierta ocasión le dieron una taza, bebió el contenido con ansia, tembloroso, y los Compañeros Audaces estallaron en carcajadas tan violentas que le dolieron los oídos.
—Lo que estás bebiendo son meados de caballo —le dijo Rorge.
Jaime tenía tanta sed que de todos modos terminó de beber, pero inmediatamente lo vomitó todo. Obligaron a Brienne a limpiarle la barba, igual que la habían hecho limpiarlo cuando se hizo de vientre en la silla.
Una mañana fría y húmeda en la que se sentía un poco más fuerte, la locura se apoderó de él, cogió la espada del dorniense con la mano izquierda y, con torpeza, la sacó de la vaina.
«Que me maten —pensó—, me da igual, con tal de morir peleando, con una espada en la mano.» Pero no sirvió de nada. Shagwell se le acercó a saltitos, y esquivó con facilidad la estocada de Jaime, que perdió el equilibrio y se tambaleó hacia delante mientras lanzaba golpes contra el bufón. Pero Shagwell giró, se agachó y se apartó, hasta que todos los Titiriteros se estuvieron riendo de los esfuerzos fútiles de Jaime. Cuando tropezó contra una roca y cayó de rodillas, el bufón le saltó encima y le plantó un beso húmedo en la cabeza.
Por último, Rorge lo tiró a un lado y de una patada apartó la espada de los dedos débiles de Jaime cuando trató de esgrimirla de nuevo.
—Ha zido muy divertido, Matarreyez —dijo Vargo Hoat—. Pero, como vuelvaz a intentarlo, te cortaré la otra mano, o zi lo prefierez un pie.
Después de aquello, Jaime se quedó tendido de espaldas, contemplando el cielo nocturno y tratando de no sentir el dolor que le subía por el brazo cada vez que lo movía. La noche era de una extraña belleza. La luna estaba en cuarto creciente y le parecía que jamás había visto tantas estrellas. La Corona del Rey estaba en el cenit, divisó el Corcel sobre las patas traseras, y allí estaba también el Cisne. La Doncella Luna, tímida como siempre, quedaba medio oculta detrás de un pino.
«¿Cómo es posible que una noche sea tan bella? —se preguntó—. ¿Por qué salen todas esas estrellas a mirar a alguien como yo?»
—Jaime —susurró Brienne con voz tan queda que pensó que estaba soñando—. Jaime, ¿qué hacéis?
—Morirme —susurró a su vez.
—No —dijo ella—. No, tenéis que vivir.
Le hubiera gustado echarse a reír.
—Dejad de decirme lo que tengo que hacer, moza. Me moriré si me place.
—¿Tan cobarde sois?
El mero sonido de la palabra lo conmocionó. Él era Jaime Lannister, caballero de la Guardia Real, el Matarreyes. Jamás nadie lo había llamado cobarde. Otras cosas, sí: renegado, mentiroso, asesino... Decían que era cruel, traicionero y despiadado. Pero cobarde, jamás.
—¿Qué puedo hacer, aparte de morir?
—Vivir —replicó—. Vivir, pelear y vengaros.
Pero lo dijo en voz demasiado alta. Rorge la oyó, aunque no distinguiera las palabras, se acercó, la pateó y le dijo que tuviera quieta la lengua si no quería que se la cortaran.
«Cobarde —pensó Jaime mientras Brienne trataba de contener los sollozos—. ¿Será posible? Me han cortado la mano de la espada. ¿Qué pasa, que yo sólo era eso, una mano que esgrimía una espada? Por los dioses, ¿será verdad?»
La moza estaba en lo cierto. No podía morir. Cersei lo esperaba. Lo iba a necesitar. Y también Tyrion, su hermano pequeño, que lo quería por una mentira. Y también lo esperaban sus enemigos; el Joven Lobo, que lo había derrotado en el Bosque Susurrante y había matado a sus hombres, Edmure Tully, que lo había encerrado y encadenado en la oscuridad, aquellos Compañeros Audaces...
Cuando llegó la mañana se forzó a comer. Le dieron un potaje de avena, alimento para caballos, pero se obligó a tragar hasta la última cucharada. Aquella noche volvió a comer y también al día siguiente.
«Vive —se dijo con dureza cuando el potaje estuvo a punto de hacerle vomitar—, vive por Cersei, vive por Tyrion. Vive por la venganza. Un Lannister siempre paga sus deudas. —La mano amputada latía, ardía y apestaba—. Cuando llegue a Desembarco del Rey me haré forjar una mano nueva, una mano de oro, y algún día le arrancaré la garganta con ella a Vargo Hoat.»
Los días y las noches se fundían en una neblina de dolor. Durante el día dormitaba en la silla, apretado contra Brienne y con el hedor de la mano podrida en la nariz, y por las noches yacía despierto sobre el duro suelo, atrapado en una vigilia de pesadilla. Aunque estaba muy débil, siempre lo ataban a un árbol. En cierto modo lo consolaba saber que, incluso en sus circunstancias, le seguían teniendo miedo.
Brienne siempre estaba atada junto a él. Yacía allí con las cuerdas, como una enorme vaca muerta, sin decir palabra.
«La moza se ha construido una fortaleza por dentro. No tardarán en violarla, pero detrás de sus murallas no la pueden tocar.» En cambio, las murallas de Jaime habían desaparecido. Le habían quitado la mano, le habían quitado la mano de la espada, y sin ella no era nada. La otra no le servía para gran cosa. Desde que aprendió a caminar, el brazo izquierdo había sido para el escudo, sólo para el escudo. Era la mano derecha la que hacía de él un caballero, era la mano derecha la que hacía de él un hombre.
Un día oyó a Urswyck comentar algo sobre Harrenhal y recordó que era allí a donde se dirigían. Aquello hizo que soltara una carcajada sonora, y Timeon le azotó el rostro con una fusta larga y fina. El corte sangró, pero aparte de la mano apenas si notaba nada.
—¿Por qué os reísteis? —le preguntó aquella noche la moza en un susurro.
—En Harrenhal fue donde me pusieron la capa blanca —respondió, también en susurros—. En el gran torneo de Whent. Él quería presumir de su gran castillo y de sus valientes hijos. Yo también quería presumir. Sólo tenía quince años, pero aquel día nadie me habría podido derrotar. Aerys no me dejaba participar en las justas y me echó de allí. —Se rió de nuevo—. Pero ahora voy a volver.
Oyeron la carcajada. Aquella noche le tocó a Jaime recibir las patadas y los puñetazos. Tampoco los sintió, hasta que Rorge le pisoteó el muñón con una bota, y se desmayó.
Fue a la noche siguiente cuando por fin acudieron, y fueron los tres peores: Shagwell, el desnarigado Rorge y el obeso dothraki Zollo, el que le había cortado la mano. Mientras se acercaban, Zollo y Rorge discutían sobre quién sería el primero; por lo visto no cabía duda de que el bufón iba a ser el último. Shagwell sugirió que ambos fueran los primeros y la tomaran por delante y por detrás. Por lo visto a Zollo y a Rorge les gustó la idea, aunque entonces empezaron a discutir quién la tomaría por delante y quién por detrás.
«También la dejarán tullida, pero por dentro, donde no se nota.»
—Moza —susurró mientras Zollo y Rorge se insultaban—, que se queden con la carne, vos marchaos bien lejos. Todo acabará antes, y así obtendrán menos placer.
—No obtendrán placer alguno de lo que les voy a dar —susurró ella a su vez, desafiante.
«Mujer estúpida, testaruda y valiente. —Iba a hacer que la mataran y lo sabía—. Bueno, ¿y a mí qué me importa? Si no hubiera sido tan terca yo no habría perdido la mano.» Pero, casi sin querer, volvió a hablar en susurros.
—Dejadlos hacer y escapad a vuestro interior. —Eso era lo que había hecho él cuando mataron a los Stark en su presencia; Lord Rickard se coció en su armadura, mientras su hijo Brandon se estrangulaba intentando salvarlo—. Pensad en Renly si lo amabais. Pensad en Tarth, en las montañas, los mares, los estanques, las cascadas, en todo lo que teníais en vuestra Isla Zafiro...
Pero para entonces, Rorge ya había ganado la discusión.
—Eres la mujer más fea que he visto jamás —le dijo a Brienne—, pero te puedo dejar más fea todavía. ¿Quieres una nariz como la mía? Intenta resistirte y la tendrás. Y dos ojos son demasiados. Sólo un grito y te sacaré uno, y luego te lo haré comer. Y también te arrancaré los dientes, uno a uno.
—Ay, sí, Rorge —suplicó Shagwell—. Sin dientes quedará igualita que mi anciana madre. —Soltó una risita—. Y siempre he deseado metérsela por el culo a mi anciana madre.
—Qué bufón tan gracioso. —Jaime soltó una risita—. Me sé un acertijo, Shagwell. ¿Qué tienen las viejas de Tarth en vez de dientes? Espera, te lo digo yo... ¡Zafiros! —gritó tan alto como pudo.
Rorge soltó una maldición y volvió a patearle el muñón. Jaime lanzó un aullido. «No sabía que pudiera haber tanto dolor en el mundo», fue lo último que le pasó por la cabeza. No había manera de saber cuánto tiempo estuvo inconsciente, pero cuando el dolor le devolvió el conocimiento allí estaban Urswyck y el propio Vargo Hoat.
—¡Nada de tocarle loz dientez! —gritó la Cabra, cubriendo a Zollo de salivillas—. ¡Y tiene que zeguir doncella, idiotaz! ¡Noz darán un zaco de zafiroz por ella!
Y desde entonces, todas las noches, Hoat les puso un guardia para protegerlos de los suyos.
Pasaron dos noches en silencio hasta que, por último, la moza reunió valor para volverse hacia él.
—¿Jaime? —le preguntó en susurros—. ¿Por qué gritasteis?
—¿Queréis decir que por qué grité «zafiros»? Pensad un poco, moza. ¿Creéis que esa gentuza hubiera reaccionado si llego a gritar «¡Que la violan!»?
—No teníais por qué gritar nada.
—Ya es demasiado difícil miraros teniendo nariz. Además, quería oír cómo la Cabra decía «zafiroz». —Soltó una risita—. Tenéis suerte de que sea tan mentiroso. Un hombre de honor les habría contado la verdad acerca de la Isla Zafiro.
—De todos modos, os lo agradezco, ser —dijo ella.
—Un Lannister siempre paga sus deudas —dijo—. Eso fue por lo del río y por las piedras que le tirasteis a Robin Ryger. —La mano le ardía de nuevo. Jaime apretó los dientes.
La Cabra quería montar un espectáculo con su llegada, de manera que hicieron desmontar a Jaime cuando aún estaban a un par de kilómetros de las puertas de Harrenhal, le ataron una cuerda a la cintura y a Brienne, otra en torno a las muñecas. Los extremos de ambas cuerdas iban a parar al pomo de la silla de Vargo Hoat. Ambos caminaron a tropezones, codo con codo, tras el caballo rayado del qohoriense.
A Jaime la rabia lo mantenía en pie. El vendaje del muñón estaba gris y apestaba a pus. Los dedos fantasmales le dolían con cada paso.
«Soy más fuerte de lo que imaginan —se dijo—. Sigo siendo un Lannister. Sigo siendo un caballero de la Guardia Real. —Llegaría a Harrenhal y luego a Desembarco del Rey. Viviría—. Y pagaré esta deuda con intereses.»
Cuando se aproximaron a las imponentes murallas del monstruoso castillo de Harren el Negro, Brienne le apretó el brazo.