Tormenta de Espadas (68 page)

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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Fantástico

BOOK: Tormenta de Espadas
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«Bueno —pensó con un suspiro—, lo cierto es que la mayor parte de esto lo quemé yo, así que es justo que lo reconstruya.»

La tarea le había correspondido a su tío, el firme, constante e incansable Ser Kevan Lannister, pero no había vuelto a ser el mismo desde que llegó el cuervo de Aguasdulces con la noticia de la muerte de su hijo. El hermano gemelo de Willem, Martyn, también era prisionero de Robb Stark, y el hermano mayor de ambos, Lancel, seguía postrado en cama atormentado por una herida ulcerada que no se terminaba de curar. Con un hijo muerto y otros dos en peligro de muerte, el dolor y el miedo consumían a Ser Kevan. Lord Tywin siempre había dependido de su hermano, pero no le había quedado más remedio que confiar en su hijo enano.

El coste de la reconstrucción iba a ser ruinoso, pero no había manera de evitarlo. Desembarco del Rey era el principal puerto del reino, sólo el de Antigua rivalizaba con él. Era imprescindible volver a abrir la ruta del río, cuanto antes mejor.

«¿Y de dónde mierda voy a sacar el dinero? —Casi echaba de menos a Meñique, que se había hecho a la mar hacía ya quince días—. Mientras él se acuesta con Lysa Arryn y gobierna el Valle, a mí me toca arreglar el desastre que ha dejado aquí. —Al menos su padre le estaba encomendando un trabajo importante pensó Tyrion mientras el capitán de los capas doradas les abría paso a través de la Puerta del Lodazal—. No me nombrará heredero de Roca Casterly, pero me utilizará siempre que pueda.»

Las Tres Putas todavía dominaban la plaza del mercado, pero ociosas ya, hacía días que se habían llevado rodando las rocas y los barriles de brea. Los chiquillos trepaban por las imponentes estructuras como un grupo de monos vestidos con túnicas de lana basta, montaban a horcajadas en los aguilones y se gritaban unos a otros.

—Recuérdame que le diga a Ser Addam que aposte aquí a unos cuantos capas doradas —dijo Tyrion a Bronn mientras cabalgaban entre dos de los trabuquetes—. Seguro que algún crío idiota se cae y se rompe la cabeza. —Se oyó un grito sobre ellos, y un montón de estiércol se estrelló en el suelo a medio metro por delante de sus monturas. La yegua de Tyrion se alzó sobre las patas traseras y estuvo a punto de derribarlo—. Bien pensado —añadió cuando consiguió controlarla—, que esos críos de mierda se estampen contra el suelo como melones maduros.

Estaba de pésimo humor, y no sólo porque unos cuantos granujas callejeros quisieran apedrearlo con excrementos. Su matrimonio era una tortura diaria. Sansa Stark seguía siendo doncella y por lo visto la mitad del castillo lo sabía. Aquella mañana, mientras se subía al caballo, oyó las risitas burlonas de dos mozos de cuadras a sus espaldas. Casi tenía la sensación de que los caballos también se reían de él. Había arriesgado el pellejo para evitar el ritual del encamamiento con la esperanza de preservar la intimidad de su dormitorio, pero la esperanza no tardó en esfumarse. O Sansa había sido tan idiota como para confiarse a una de sus doncellas, que eran todas espías de Cersei, o Varys y sus pajaritos tenían la culpa de todo.

De una manera u otra, ¿qué importaba? Se estaban riendo de él. De todo el Torreón Rojo, la única persona que no se divertía con su matrimonio era su señora esposa.

La tristeza de Sansa se agudizaba día tras día. Tyrion habría dado cualquier cosa por romper su barrera de cortesía y ofrecerle el consuelo que pudiera, pero no conseguía nada. No había palabras que lo hicieran más hermoso a ojos de Sansa.

«Ni menos Lannister.» Aquélla era la esposa que le habían dado, para toda la vida, y ella lo detestaba.

Y las noches que pasaban juntos en la gran cama eran otro tormento constante. Ya no podía dormir desnudo como había tenido siempre por costumbre. Su esposa había recibido una educación demasiado esmerada como para decir ni una palabra, pero la repugnancia que le afloraba a los ojos cada vez que miraba su cuerpo era más de lo que Tyrion podía soportar. Tyrion había ordenado a Sansa que ella también durmiera con camisón.

«La deseo —comprendió—. Quiero Invernalia, sí, pero también la quiero a ella, niña, mujer o lo que sea. Quiero consolarla. Quiero oírla reír. Quiero que venga a mí por su voluntad, que me traiga sus alegrías, sus penas y su deseo. —La boca se le retorció en una sonrisa amarga—. Sí, y ya de paso quiero ser tan alto como Jaime y tan fuerte como Ser Gregor la Montaña, de lo que me va a servir...»

Sus pensamientos desbocados volaron hacia Shae. Tyrion no había querido que se enterase de la noticia por otros labios, de manera que la noche previa a su matrimonio ordenó a Varys que se la llevara al castillo. Volvieron a reunirse en las habitaciones del eunuco y, cuando Shae empezó a desatarle los cordones del jubón, la agarró por la muñeca y se retiró un paso.

—Espera —dijo—, tengo que contarte algo. Mañana me voy a casar...

—Con Sansa Stark. Ya lo sé.

Se quedó sin habla durante un instante. Ni siquiera la propia Sansa lo sabía aún.

—¿Cómo lo sabes? ¿Te lo ha dicho Varys?

—Un paje se lo estaba contando a Ser Tallad cuando llevé a Lollys al sept. Se lo había oído a una criada que se lo había oído a Ser Kevan mientras hablaba con vuestro padre. —Se liberó de su mano y se sacó el vestido por la cabeza. Como de costumbre, no llevaba ropa interior—. No me importa. No es más que una niña. Le haréis una barriga y volveréis conmigo.

En cierto modo habría preferido que se mostrara menos indiferente. «Claro que lo habría preferido —se mofó con amargura—, a ver si aprendes, enano. El de Shae es todo el amor que vas a recibir en tu vida.»

La calle del Lodazal estaba atestada de gente, pero tanto los soldados como los ciudadanos abrieron camino al Gnomo y su escolta. Multitud de críos de mirada vacía pululaban entre las patas de los caballos, algunos alzaban la vista en súplica silenciosa, otros mendigaban a gritos. Tyrion se sacó de la bolsa un buen puñado de monedas de cobre y las lanzó al aire; los niños corrieron a por ellas entre chillidos y empujones. Los más afortunados podrían comprarse un trozo de pan duro aquella noche. Tyrion no había visto nunca los mercados tan abarrotados, y pese a toda la comida que estaban llevando los Tyrell, los precios seguían siendo desmesurados. Seis cobres por un melón, un venado de plata por un celemín de maíz, un dragón por un flanco de buey o por seis cochinillos flacos. Pero no faltaban compradores. Hombres descarnados y mujeres macilentas se amontonaban alrededor de todos los tenderetes y carromatos, mientras otros aún más harapientos observaban con gesto hosco desde la entrada de los callejones.

—Por aquí —dijo Bronn cuando llegaron al pie del Garfio—. ¿Aún quieres...?

—Sí.

La visita a la orilla del río le había servido como excusa, pero el objetivo de Tyrion aquel día era otro muy diferente. No era una misión que le gustara, pero tenía que llevarla a cabo. Se alejaron de la Colina Alta de Aegon para adentrarse en el laberinto de calles más pequeñas que había al pie de la colina de Visenya. Bronn iba por delante. En un par de ocasiones, Tyrion giró la cabeza para asegurarse de que no los seguían, pero no vio nada aparte del gentío habitual: un carretero que daba golpes a su caballo, una vieja que vaciaba el orinal por la ventana, dos niños que jugaban a las espadas con palos, tres capas doradas que escoltaban a un prisionero... todos parecían inocentes, pero cualquiera de ellos podía ser su perdición. Varys tenía informadores en todas partes.

Doblaron una esquina, luego la siguiente y cabalgaron muy despacio en medio de una multitud de mujeres. Bronn lo guió por un callejón tortuoso, luego por otro, y pasaron bajo un arco semiderruido. Atajaron entre los cascotes que marcaban el lugar donde había ardido una casa y guiaron a los caballos por las riendas para que subieran un tramo de peldaños de piedra. Allí los edificios eran pobres y se alzaban muy juntos. Bronn se detuvo ante la entrada de un callejón tan estrecho que no les permitiría cabalgar juntos.

—Hay dos entradas y luego un callejón sin salida. El antro está en el sótano del último edificio.

—Encárgate de que no entre ni salga nadie hasta que vuelva —dijo Tyrion mientras desmontaba—. No voy a tardar mucho. —Se palpó la capa para asegurarse de que el oro seguía allí, en el bolsillo secreto. Treinta dragones. «Menuda fortuna para un hombre como él.» Anadeó rápidamente por el callejón, deseoso de terminar con aquello lo antes posible.

La bodega era un lugar deprimente, oscuro y húmedo, las paredes estaban manchadas de salitre y el techo era tan bajo que Bronn se habría tenido que agachar para no darse contra las vigas. Para Tyrion Lannister no era un problema. A aquella hora la estancia principal estaba desierta, sólo se veía a una mujer de ojos sin vida sentada en un taburete tras la basta barra de madera. Le entregó una copa de vino agrio.

—Detrás —le dijo.

La habitación trasera era aún más oscura. En una mesa baja ardía una vela junto a una jarra de vino. El hombre sentado ante ella no parecía peligroso; era bajo, aunque para Tyrion todos los hombres eran altos, con una calvicie incipiente, mejillas sonrosadas y una barriga que tensaba los botones de su jubón de piel de ciervo. En las manos suaves sostenía una lira de doce cuerdas, más mortífera que cualquier espada.

Tyrion se sentó frente a él.

—Symon Pico de Oro.

—Mi señor Mano —dijo el hombre inclinando la cabeza. Tenía la coronilla calva.

—Me confundís con otro. Mi padre es la Mano del Rey. Me temo que yo ya no soy ni un dedo.

—Estoy seguro de que volveréis a estar en lo más alto. Un hombre como vos... Mi dulce dama Shae me ha dicho que estáis recién casado. Ojalá me hubierais hecho llamar antes. Habría sido un honor cantar en vuestro banquete nupcial.

—Lo que menos falta le hace a mi esposa es oír más canciones —replicó Tyrion—. En cuanto a Shae, los dos sabemos que no es ninguna dama y mucho os agradecería que no volvierais a pronunciar su nombre en voz alta.

—Como la Mano ordene —dijo Symon.

La última vez que Tyrion había visto al bardo unas cuantas palabras bruscas bastaban para hacerlo sudar, pero por lo visto había hecho acopio de valor. «Lo debe de haber encontrado en esa jarra. —O tal vez el propio Tyrion tuviera la culpa de aquella novedosa osadía—. Lo amenacé, pero luego no hice nada, así que ahora cree que no tengo dientes.» Dejó escapar un suspiro.

—Tengo entendido que sois un bardo de mucho talento.

—Qué amable por vuestra parte decir tal cosa, mi señor.

—Ya va siendo hora de que llevéis el regalo de vuestra música a las Ciudades Libres. —Tyrion le dedicó una amplia sonrisa—. En Braavos, en Pentos y en Lys hay muchos a los que les gustan las canciones y son generosos con los que los satisfacen. —Bebió un sorbo de vino. Estaba adulterado, pero era fuerte—. Lo mejor sería una gira por las nueve ciudades. No queremos privar a nadie del placer de oíros cantar. Bastaría con que estuvierais un año en cada una. —Se palpó el interior de la capa, donde llevaba escondido el oro—. El puerto está cerrado, así que tendréis que ir hasta el Valle Oscuro para embarcar, pero Bronn os conseguirá un caballo, y para mí sería un honor que me permitierais pagaros el pasaje...

—Pero mi señor —protestó el bardo—, si no me habéis oído cantar nunca. Por favor, escuchad un momento.

Rasgueó las cuerdas de la lira con dedos hábiles y una música suave pareció llenar el sótano. Symon empezó a cantar.

Recorrió las calles de la urbe
desde lo alto de su colina,
por callejones y escalones,
a la llamada de una mujer acude.

Porque ella era su secreto tesoro,
era su alegría y su deshonra.
Nada son una torre ni una cadena
si a un beso de mujer se las compara.

—Es más larga —dijo el bardo interrumpiendo la canción—. Mucho, mucho más larga. El estribillo me gusta mucho, escuchad. «Las manos de oro siempre están frías, pero las de mujer siempre están tibias...»

—¡Basta ya! —Tyrion sacó la mano de la capa sin coger el oro—. No quiero volver a oír esa canción. Jamás.

—¿No? —Symon Pico de Oro dejó a un lado la lira y bebió un sorbo de vino—. Vaya, qué lástima. Pero hay una canción para cada persona, como me decía mi viejo maestre cuando me enseñaba a tocar. Puede que a otros les guste más. Tal vez a la reina. O a vuestro señor padre.

—Mi padre no tiene tiempo para perderlo con bardos, y mi hermana no es tan generosa como se suele creer. —Tyrion se frotó la cicatriz de la nariz—. Un hombre listo podría ganar más con el silencio que con las canciones. —No había manera de dejarlo más claro.

—Mi precio os parecerá muy modesto, mi señor. —Symon había captado la idea al vuelo.

—Me alegra saberlo. —Tyrion se temía que aquello no se resolvería con treinta dragones de oro—. Decidme.

—En el banquete nupcial del rey Joffrey va a haber un torneo de bardos.

—Y malabaristas, bufones y osos bailarines...

—Sólo un oso bailarín, mi señor —dijo Symon, que evidentemente había prestado más atención que Tyrion a los preparativos de Cersei—, pero siete bardos. Galyeon de Cuy, Bethany Dedosdiestros, Aemon Costayne, Alaric de Eysen, Hamish el Arpista, Collio Quaynis y Orland de Antigua competirán por un laúd de oro con cuerdas de plata... pero inexplicablemente no se ha invitado a participar al que podría darles lecciones a todos ellos.

—Dejad que adivine. ¿Symon Pico de Oro?

—Estoy dispuesto a demostrar ante el rey y ante la corte que lo que digo no son meras baladronadas. —Symon sonreía con modestia—. Hamish está viejo y muchas veces se olvida de lo que canta. ¡Y Collio, con ese absurdo acento tyroshi...! Tenéis suerte si se le entiende una palabra de cada tres.

—Mi querida hermana ha hecho todos los preparativos del banquete. Y aunque pudiera conseguiros una invitación, ¿no resultaría extraño? Siete reinos, siete juramentos, siete desafíos, setenta y siete platos... ¿y ocho bardos? ¿Qué pensará el Septon Supremo?

—No os tenía por un hombre tan piadoso, mi señor.

—No se trata de piedad. Hay que observar ciertas formas.

—Bueno... sabed que la vida de un bardo no está exenta de riesgos. Trabajamos en tabernas y bodegas, ante borrachos revoltosos. —Symon bebió un sorbo de vino—. Si a alguno de los siete bardos de vuestra hermana le aconteciera una desgracia, espero que penséis en mí para ocupar su lugar. —Su sonrisa taimada mostraba una desmesurada satisfacción consigo mismo.

—Desde luego, tener seis bardos sería tan desafortunado como tener ocho. Me interesaré por la salud de los siete de Cersei. Si alguno de ellos sufriera una indisposición, Bronn os buscará.

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