Tormenta de Espadas (72 page)

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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Fantástico

BOOK: Tormenta de Espadas
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—Los m-maestres creen que no —tartamudeó Sam—. Los maestres dicen que viene de los fuegos de la tierra. Lo llaman obsidiana.

—Por mí como si lo llaman tarta de limón. —Mormont soltó un bufido—. Si mata como dices, quiero tener más.

Sam dio un traspié.

—Jon encontró más, en el Puño. Cientos de puntas de flechas y también de lanzas...

—Ya me lo dijiste. Pero de poco nos sirven si están allí. Para llegar de nuevo al Puño necesitaríamos las armas que no tendremos hasta que no lleguemos al Puño de mierda. Y encima tenemos que encargarnos de los salvajes. Necesitamos encontrar vidriagón en otro sitio.

Habían sucedido tantas cosas que Sam casi se había olvidado de los Salvajes.

—Los niños del bosque utilizaban hojas de vidriagón —dijo—, así que sabían dónde había obsidiana.

—Los niños del bosque están todos muertos —replicó Mormont—. Los primeros hombres mataron a la mitad con espadas de bronce, y los ándalos terminaron la faena con hierro. ¿Cómo es que una daga de cristal...?

El Viejo Oso se interrumpió al ver que Craster salía por las cortinas de piel de ciervo. El salvaje sonreía, mostrando los dientes sucios y careados.

—Tengo un hijo.


Hijo
—graznó el cuervo de Mormont—.
Hijo, hijo, hijo.

—Me alegro por ti. —El rostro del Lord Comandante era impenetrable.

—¿De verdad? Yo me alegraré cuando tú y los tuyos os hayáis marchado. Ya va siendo hora.

—En cuanto nuestros heridos recuperen las fuerzas...

—Ya tienen todas las fuerzas que van a tener, cuervo, los dos lo sabemos. Se están muriendo, eso también lo sabes, córtales el cuello de una puta vez. O déjalos aquí si no tienes agallas, ya me encargo yo.

El Lord Comandante apretó los dientes.

—Thoren Smallwood decía que eras amigo de la Guardia...

—Sí —replicó Craster—. Os he dado todo lo que he podido, pero se acerca el invierno, y ahora la chica me ha dado otra boca berreante que alimentar.

—Nos lo podríamos llevar —dijo una voz chillona.

Craster volvió la cabeza. Entrecerró los ojos. Escupió a los pies de Sam.

—¿Qué has dicho, Mortífero?

Sam abrió la boca, la cerró y la volvió a abrir.

—Es que... Decía... que si no lo queréis... es una boca que alimentar... y eso, que viene el invierno... Nos lo podríamos llevar, y...

—Mi hijo. Mi propia sangre. ¿Crees que os lo voy a entregar a los cuervos?

—Yo sólo digo...

«Tú no tienes hijos, los abandonas, me lo ha dicho Elí, los dejas en los bosques, por eso sólo tienes esposas, y también hijas que cuando crecen son tus esposas.»

—Cállate, Sam —intervino el Lord Comandante Mormont—. Ya has dicho suficiente. Demasiado. Adentro.

—M-mi señor...

—¡Adentro!

Sam, con el rostro enrojecido, apartó las pieles de ciervo para entrar en la penumbra de la estancia. Mormont lo siguió.

—Eres un completo imbécil —le dijo el anciano con la voz ahogada de rabia—. Aunque Craster nos entregara al bebé, estaría muerto antes de que llegáramos al Muro. Necesitamos un bebé del que cuidar tanto como otra nevada. ¿Tienes leche en esas tetas enormes? ¿O pensabas llevarte también a la madre?

—Ella quiere venir —dijo Sam—. Me suplicó...

—No quiero oír ni una palabra más, Tarly —lo interrumpió Mormont alzando una mano—. Te he dicho y te he repetido que no te acerques a las esposas de Craster.

—Es su hija —fue la débil protesta de Sam.

—Ve a cuidar de Bannen. Ahora mismo. Antes de que me hagas enfadar más.

—Sí, mi señor.

Sam se escabulló, tembloroso. Pero, cuando llegó junto a la hoguera, se encontró con Gigante, que estaba cubriendo la cabeza de Bannen con una capa.

—Decía que tenía frío —dijo el hombrecillo—. Espero que ahora esté en un lugar cálido, de verdad.

—La herida... —empezó Sam.

—A la mierda la herida. —El Daga rozó el cadáver con la bota—. Tenía la herida en un pie. A un hombre de mi pueblo tuvieron que cortarle un pie, y vivió hasta los noventa y cuatro años.

—El frío —dijo Sam—. No entraba en calor.

—No le entraba comida —replicó el Daga—. Poca y mala. El bastardo de Craster lo ha matado de hambre.

Sam miró a su alrededor con ansiedad, pero Craster no había regresado a la estancia. De haber oído el comentario las cosas se habrían puesto feas. El salvaje detestaba a los bastardos, aunque según los exploradores él mismo era hijo natural de una salvaje y un cuervo muerto hacía ya mucho tiempo.

—Craster tiene que dar de comer a los suyos —dijo Gigante—. A todas estas mujeres. Nos ha dado lo que ha podido.

—Y una mierda, no me lo creo. El día que nos marchemos abrirá un barril de aguamiel y se pegará un banquete de jamón y miel. Y se reirá de nosotros, que nos estaremos muriendo de hambre por la nieve. Es un salvaje de mierda, ya está. Ningún salvaje es amigo de la Guardia. —Dio una patadita al cadáver de Bannen—. Si no me crees, pregúntale a él.

Quemaron el cuerpo del explorador al anochecer, en la hoguera que Grenn había estado alimentando aquel mismo día. Tim Piedra y Garth de Antigua sacaron el cuerpo desnudo y tomaron impulso para lanzarlo a las llamas. Los hermanos supervivientes se repartieron su ropa, armas, armadura y propiedades. En el Castillo Negro, la Guardia de la Noche enterraba a sus muertos con la debida ceremonia. Pero no estaban en el Castillo Negro.

«Y los huesos no regresan convertidos en espectros.»

—Se llamaba Bannen —dijo el Lord Comandante Mormont mientras las llamas lo engullían—. Era un hombre valiente, un buen explorador. Llegó a nosotros procedente de... ¿de dónde vino?

—De la zona de Puerto Blanco —le dijo alguien. Mormont asintió.

—Llegó a nosotros procedente de Puerto Blanco y nunca dejó de cumplir con su deber. Mantuvo sus juramentos lo mejor que pudo, cabalgó muy lejos y luchó con valentía. No veremos a otro como él.

—¡Y ahora su guardia ha terminado! —entonaron solemnes los hermanos negros.

—Y ahora su guardia ha terminado —repitió Mormont.


¡Terminado!
—graznó el cuervo—.
¡Terminado!

Sam tenía los ojos enrojecidos y náuseas por el humo. Cuando miró la hoguera le pareció ver a Bannen sentado, con los puños cerrados como si tratara de pelear contra las llamas que lo consumían, pero fue sólo un instante, antes de que las espirales de humo lo ocultaran todo. Lo peor, desde luego, era el olor. Si hubiera sido un olor desagradable lo habría podido soportar, pero al arder su hermano olía tanto a cerdo asado que a Sam se le empezó a hacer la boca agua, y fue tan espantoso que tuvo que salir corriendo a vomitar en la zanja.


¡Terminado!
—graznaba el pájaro.

Estaba allí de rodillas, en el barro, cuando se acercó Edd el Penas.

—¿Qué, Sam, buscando gusanos? ¿O vomitando?

—Vomitando —respondió Sam con voz débil al tiempo que se limpiaba la boca con el dorso de la mano—. El olor...

—No me imaginaba que Bannen pudiera oler tan bien. —El tono de Edd era tan sombrío como de costumbre—. Casi me dieron ganas de cortarle una tajada. Si hubiera tenido compota de manzana a lo mejor lo habría hecho. El cerdo como mejor está es con compota de manzana, en mi opinión. —Se desató los calzones y se sacó la polla—. Más vale que no te mueras, Sam, porque caeré en la tentación. Seguro que tienes más piel crujiente que Bannen, y la piel crujiente es mi perdición. —Suspiró cuando la orina empezó a describir un arco amarillo y humeante—. ¿Te has enterado?, partiremos a caballo al amanecer. Con sol o con nieve, lo ha dicho el Viejo Oso.

«Con sol o con nieve.» Sam contempló el cielo con ansiedad.

—¿Con nieve? —La voz le salió chillona—. ¿A... caballo? ¿Todos?

—Bueno, no, algunos tendrán que caminar. —Se sacudió—. Dywen dice que tendríamos que aprender a montar caballos muertos, como hacen los Otros. Así nos ahorraríamos el forraje. No creo que un caballo muerto coma mucho. —Edd se volvió a anudar los calzones—. La verdad es que no me parece una idea tentadora. En cuanto aprendan a poner a trabajar a un caballo muerto, luego iremos nosotros. Y seguro que yo el primero.

»—Edd —me dirán— lo de estar muerto no es excusa para quedarse ahí tumbado sin hacer nada, así que levántate y coge la lanza, que esta noche te toca guardia.

»Bueno, no hay por qué ser tan pesimista. Puede que muera antes de que sepan cómo hacerlo.

«Puede que todos vayamos a morir, y antes de lo que nos gustaría», pensó Sam al tiempo que se ponía en pie con torpeza.

Cuando Craster se enteró de que sus indeseables invitados partirían al día siguiente, el salvaje se mostró casi amistoso, o tan amistoso como se podía esperar de él.

—Ya era hora —dijo—. Éste no es vuestro lugar, ya os lo he dicho. Da lo mismo, os despediré con un banquete. Bueno, con comida. Mis mujeres pueden asar esos caballos que habéis matado, yo buscaré algo de pan y cerveza. —Sonrió mostrando los dientes negros—. No hay nada mejor que cerveza con caballo. Si no puedes montarlos, cómetelos, como digo yo siempre.

Sus esposas e hijas sacaron a rastras los bancos y las mesas largas, y también cocinaron y sirvieron la comida. Quitando a Elí, a Sam le costaba diferenciar a las mujeres. Unas eran viejas, otras jóvenes y algunas sólo niñas, pero la mayoría eran hijas de Craster además de esposas suyas, y se parecían mucho. Mientras hacían las labores hablaban entre ellas en voz baja, pero nunca con los hombres de negro.

Craster sólo tenía una silla. Se sentó en ella, vestido con un jubón sin mangas de piel de oveja. Tenía los gruesos brazos cubiertos de vello blanco, y en una muñeca lucía un aro retorcido de oro. El Lord Comandante Mormont ocupó el puesto a su derecha, al principio del banco, mientras que el resto de los hermanos se sentaron muy apretados, rodilla con rodilla. Una docena se quedaron en el exterior para montar guardia y encargarse de las hogueras.

Sam, con el estómago rugiendo, ocupó un lugar entre Grenn y Oss el Huérfano. La carne de caballo requemada chorreaba grasa mientras las esposas de Craster hacían girar los espetones encima del fuego, y el olor provocó que la boca se le hiciera agua de nuevo, pero eso le recordó a Bannen. Por mucha hambre que tuviera, Sam sabía que, si comía aunque fuera un bocado, lo vomitaría de inmediato. ¿Cómo se podían comer a los pobres caballitos, los fieles animales que los habían llevado tan lejos? Cuando las esposas de Craster sirvieron cebollas, cogió una con ansia. Tenía un lado negro de puro podrido, pero lo cortó con la daga y se comió cruda la mitad que estaba bien. También había pan, aunque sólo dos hogazas. Ulmer pidió más, y la mujer le respondió sacudiendo la cabeza en gesto negativo. Entonces fue cuando empezaron los problemas.

—¿Dos hogazas? —se quejó Karl el Patizambo desde el banco—. ¿Es que sois idiotas, mujeres? ¡Necesitamos mucho más pan!

El Lord Comandante Mormont lo miró con severidad.

—Coge lo que te ofrecen y da las gracias. ¿O preferirías estar afuera, en la tormenta, comiendo nieve?

—Pronto estaré ahí. —Karl el Patizambo ni pestañeó ante la ira del Viejo Oso—. Ahora preferiría comer lo que Craster esconde, mi señor.

—Ya os he dado suficiente, cuervos —dijo Craster, entrecerrando los ojos—. Tengo que alimentar a mis mujeres.

El Daga pinchó un trozo de carne de caballo.

—De manera que reconoces que tienes una despensa secreta. Si no, ¿cómo vas a pasar el invierno?

—Soy un hombre piadoso... —empezó Craster.

—Eres un hombre miserable y tacaño —replicó Karl—, y mentiroso.

—Jamones —dijo Garth de Antigua con voz reverente—. La última vez que pasamos por aquí había cerdos. Seguro que tiene jamones escondidos, no sé dónde. Jamones ahumados, en salazón, y también panceta.

—Salchichas —dijo el Daga—. De esas largas, negras, son como piedras, duran años. Seguro que tiene un centenar en alguna bodega.

—Avena —sugirió Ollo Manomocha—. Maíz. Avena...


Maíz
—dijo el cuervo de Mormont—.
¡Maíz, maíz, maíz, maíz, maíz!

—¡Basta! —gritó el Lord Comandante Mormont para hacerse oír por encima de los graznidos del pájaro—. ¡Callaos todos! ¡Esto es una locura!

—Manzanas —dijo Garth de Greenaway—. Barriles y barriles de crujientes manzanas de otoño. Ahí afuera hay manzanos, los he visto.

—Bayas secas. Coles. Piñones.


¡Maíz! ¡Maíz! ¡Maíz!

—Cordero en salazón. Hay un redil. Tendrá barriles de cordero, seguro.

Para entonces Craster parecía a punto de ensartarlos a todos. El Lord Comandante Mormont se puso en pie.

—Silencio. No quiero oír ni una palabra más.

—Pues métete miga de pan en las orejas, viejo. —Karl el Patizambo se levantó a su vez—. ¿O es que ya te has comido tu ración de mierda?

Sam vio que el rostro del Viejo Oso empezaba a congestionarse.

—¿Te has olvidado de quién soy? Siéntate en silencio y come. Es una orden.

Nadie habló. Nadie se movió. Todos los ojos estaban clavados en el Lord Comandante y en el corpulento explorador patizambo, que se miraban desde extremos opuestos de la mesa. A Sam le pareció que Karl fue el primero en apartar la vista y estaba a punto de sentarse, aunque de mala gana... cuando Craster se levantó con el hacha en la mano. El hacha grande de acero negro que Mormont le había entregado como obsequio para su anfitrión.

—No —rugió—. No te sentarás. Nadie que me llame tacaño duerme bajo mi techo ni come de mi mesa. Fuera de aquí, tullido. Y tú, y tú, y tú. —Señaló con el hacha al Daga, a Garth y al otro Garth—. Fuera todos a dormir al frío, con las barrigas vacías, o si no...

—¡Bastardo de mierda! —oyó Sam maldecir a uno de los Garth, nunca llegó a saber cuál.

Craster barrió platos, carne y copas de vino de la mesa con el brazo izquierdo, mientras alzaba el hacha con el derecho.

—¿Quién se ha atrevido a llamarme bastardo? —rugió.

—Es lo que todo el mundo dice —respondió Karl.

Craster se movió más deprisa de lo que Sam habría creído posible, saltó por encima de la mesa hacha en mano. Una mujer gritó, Garth Greenaway y Oss el Huérfano sacaron los cuchillos, Karl tropezó y cayó sobre Ser Byam, que yacía herido en el suelo. En un momento dado, Craster se abalanzaba hacia él escupiendo maldiciones. Al momento siguiente lo que escupía era sangre. El Daga lo había agarrado por el pelo, le había tirado de la cabeza hacia atrás y le había abierto la garganta de oreja a oreja de un tajo. Luego le dio un empujón, y el salvaje cayó hacia delante de bruces sobre Ser Byam. Byam gritó de dolor mientras Craster se ahogaba en su propia sangre y el hacha se le caía de la mano. Dos de las esposas de Craster aullaban, una tercera gritaba maldiciones, una cuarta se lanzó sobre Donnel el Suave e intentó sacarle los ojos... Él la derribó de un golpe. El Lord Comandante se irguió junto al cadáver de Craster, con el rostro contraído por la ira.

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