Tormenta de Espadas (29 page)

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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Fantástico

BOOK: Tormenta de Espadas
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¿Era una tercera voz, o la primera otra vez?

—Los osos tienen mucha carne —dijo la voz grave—. Y en otoño con mucha grasa, además. Bien cocinada está muy buena.

—Puede que sea un lobo. O hasta un león.

—¿De cuatro patas? ¿O de dos? ¿Tú qué crees?

—Que no importa. ¿O sí?

—Que yo sepa, no. Oye, Arquero, ¿qué vas a hacer con todas esas flechas?

—Lanzar unas cuantas por encima de la pared. Sea lo que sea lo que se esconde ahí, saldrá a toda prisa, ya verás.

—Pero oye, ¿y si el que se esconde es un hombre honrado? ¿O una pobre mujer con un bebé de pecho?

—Un hombre honrado saldría y daría la cara. Los únicos que se esconden son los criminales.

—Pues no te falta razón. Venga, dispara las flechas.

—¡No! —les gritó Arya, poniéndose en pie de un salto.

Vio entonces que eran tres. «Sólo tres.» Syrio podía luchar contra más de tres, y ella tal vez podría contar con Pastel Caliente y con Gendry. «Pero no son más que muchachos, y éstos son hombres adultos.»

Eran tres hombres que viajaban a pie, con ropa embarrada y sucia por el viaje. Reconoció al que cantaba por la lira, la estrechaba contra su jubón como una madre acunaría a un bebé. Era menudo, aparentaba unos cincuenta años, tenía la boca grande, la nariz afilada y un cabello castaño que empezaba a ralear. Llevaba ropa verde descolorida y remendada aquí y allá con viejos parches de cuero, una sarta de cuchillos arrojadizos a la cintura y un hacha de leñador a la espalda.

El que estaba a su lado medía al menos treinta centímetros más y tenía aspecto de soldado. Del cinturón de cuero tachonado le colgaban una espada larga y una daga, llevaba cosidas en la camisa varias hileras de anillas de acero superpuestas, y se cubría la cabeza con un yelmo corto de hierro negro en forma de cono. Tenía los dientes estropeados y una barba castaña muy espesa, pero lo que más llamaba la atención era la capa amarilla con capucha. Era gruesa y pesada, con manchas aquí y allá de hierba y de sangre, deshilachada por la parte de abajo y con un parche de piel de ciervo en el hombro derecho. Hacía que pareciera un enorme pajarraco amarillo.

El último del trío era un joven tan flaco como el arco largo que llevaba, si bien no tan alto. Pelirrojo y pecoso, llevaba un chaleco tachonado, botas altas, mitones y un carcaj a la espalda. Las plumas de las flechas eran grises, de ganso, y había clavado seis en el suelo ante él, como formando una pequeña valla.

Los tres hombres la miraban. Ella estaba de pie en medio del camino con la espada en la mano. Luego el bardo rasgueó una cuerda con gesto distraído.

—Chico —dijo—, suelta esa espada si no quieres hacerte daño. Es muy grande para ti; además, mi amigo Anguy te podría clavar tres flechas antes de que te acercaras a nosotros.

—Seguro que no —replicó Arya—. Y soy una chica.

—¿De veras? —El bardo hizo una reverencia—. Mil perdones.

—Seguid por el camino, pasad de largo, y tú, no dejes de cantar, para que sepamos dónde estáis. Marchaos, dejadnos en paz, y no os mataré.

—¿Has oído, Lim? —preguntó el arquero del rostro pecoso riéndose—. No nos matará.

—Lo he oído —dijo Lim, el soldado corpulento de la voz grave.

—Venga, niña —insistió el bardo—, suelta esa espada y te llevaremos a un lugar donde estarás a salvo y podrás llenarte la barriga. Por aquí hay lobos, leones y cosas peores todavía. No es lugar para que una chiquilla ande sola.

—No está sola. —Gendry salió a caballo de detrás de la pared de la choza, seguido por Pastel Caliente, que tiraba de las riendas del caballo de Arya. Con la cota de mallas y la espada en la mano, Gendry casi parecía un hombre adulto, y además peligroso. Pastel Caliente parecía Pastel Caliente—. Haced lo que os ha dicho, dejadnos en paz —advirtió.

—Dos y tres —contó el bardo—. ¿Ya está, no sois más? Y tenéis caballos, muy bonitos, por cierto. ¿De dónde los habéis robado?

—Son nuestros. —Arya los observó con atención. El bardo no dejaba de distraerla hablando, pero el que representaba un peligro directo era el arquero. «Si arranca una flecha del suelo...»

—¿Nos vais a decir vuestros nombres como personas honradas? —preguntó el bardo a los chicos.

—Pastel Caliente —dijo Pastel Caliente al instante.

—Vaya, qué bien —sonrió el hombre—. No se conoce todos los días a un muchacho con un nombre tan apetitoso. ¿Y cómo se llaman tus amigos, Chuletón de Carnero y Perdiz?

—No tengo por qué deciros cómo me llamo —replicó Gendry con el ceño fruncido—. Vosotros no habéis dicho vuestros nombres.

—Si es por eso, yo soy Tom de Sietecauces, pero me llaman Tom Sietecuerdas, o Tom Siete, para abreviar. Este bruto de los dientes podridos es Lim, diminutivo de Capa de Limón. Por llevar una capa amarilla, ¿ves? Además, Lim es un tipo de lo más agrio. Y nuestro amigo el jovencito se llama Anguy, aunque todos lo llamamos Arquero.

—Venga, ¿y vosotros quiénes sois? —dijo Lim con la voz grave e imperiosa que Arya había oído a través de las ramas del sauce.

—Si queréis, llamadme Perdiz —dijo Arya. No estaba dispuesta a decirle a cualquiera su verdadero nombre—. No me importa.

—Una perdiz con espada —dijo el hombretón corpulento riéndose—. Otra cosa que tampoco se ve todos los días.

—Yo soy el Toro —dijo Gendry, siguiendo los pasos de Arya.

Se comprendía perfectamente que prefiriese el nombre de Toro al de Chuletón de Carnero.

Tom de Sietecauces rasgueó la lira.

—Pastel Caliente, Perdiz y el Toro. ¿Qué, os habéis escapado de las cocinas de Lord Bolton?

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Arya, intranquila.

—Llevas su blasón en el pecho, pequeña.

Arya lo había olvidado. Aún llevaba, debajo de la capa, el hermoso jubón de paje con el hombre desollado de Fuerte Terror cosido en el pecho.

—¡No me llames pequeña!

—¿Por qué no? —rió Lim—. Pequeña eres, sin duda.

—He crecido mucho. Ya no soy una niña. —Las niñas no mataban a nadie, y ella había matado.

—Eso ya lo veo, Perdiz. Si erais de Bolton, no sois niños ninguno de los tres.

—No éramos de Bolton. —Pastel Caliente era incapaz de tener la boca cerrada—. Ya estábamos en Harrenhal antes de que llegara.

—Así que sois cachorros de león, ¿eh? —dijo Tom.

—Eso tampoco. No somos de nadie. ¿Y vosotros, de quién sois?

—Somos hombres del rey. —Fue Anguy el Arquero quien respondió.

—¿De qué rey? —Arya frunció el ceño.

—Del rey Robert —replicó Lim, el de la capa amarilla.

—¿Aquel viejo borracho? —bufó Gendry, despectivo—. Está muerto, lo mató un jabalí, eso lo sabe todo el mundo.

—Sí, muchacho —dijo Tom de Sietecauces—, y fue una verdadera pena. —Arrancó una nota triste de la lira.

Arya no creía que fueran hombres del rey. Iban harapientos y zarrapastrosos, más bien parecían bandidos. Ni siquiera iban a caballo. Los hombres del rey debían tener caballos.

Pero Pastel Caliente se apresuró a intervenir.

—Nosotros vamos a Aguasdulces —dijo, ansioso—. ¿A cuántos días a caballo está? ¿Lo sabéis?

—Cállate o te lleno la boca de piedras, idiota. —Arya lo habría matado de buena gana.

—Aguasdulces está a un buen trecho río arriba —dijo Tom—. Un buen trecho en el que se pasa mucha hambre. ¿No os apetecería una comida caliente antes de emprender la marcha? A poca distancia de aquí hay una posada, es de unos amigos nuestros. En vez de pelearnos, podríamos compartir un poco de cerveza y un bocado de pan.

—¿Una posada? —Con sólo pensar en comida caliente a Arya le rugían las tripas, pero no se fiaba del tal Tom. Nadie que hablara de manera tan amigable era un amigo de verdad—. ¿Y dices que está cerca?

—A tres kilómetros río arriba —respondió Tom—. Como mucho cuatro.

—¿Qué quieres decir con lo de amigos? —preguntó con cautela Gendry; parecía tan indeciso como ella.

—Pues eso, amigos. ¿No sabes qué significa?

—La posadera se llama Sharna —añadió Tom—. Tiene la lengua afilada y mirada de fiera, sí, pero con un corazón de oro, y le caen muy bien las niñitas.

—No soy ninguna niñita —replicó, furiosa—. ¿Y quién más hay allí? Has dicho «amigos».

—El esposo de Sharna y un chico huérfano que han acogido. No os harán daño. Tienen cerveza, aunque no sé yo si a vuestra edad... Habrá pan tierno y puede que un poco de carne. —Tom lanzó una mirada en dirección a la choza—. Y también lo que hayáis robado del jardín del Abuelo Calvo.

—No hemos robado nada —replicó Arya.

—Ah, ¿no? ¿Qué pasa, eres la hija del Abuelo Calvo? ¿La hermana? ¿O la esposa? No me mientas, Perdiz. Yo mismo enterré al Abuelo Calvo ahí, bajo ese sauce tras el que te escondías. Y no te pareces en nada a él. —Arrancó de la lira un sonido triste—. Este último año hemos enterrado a muchos hombres buenos, pero no queremos enterraros a vosotros, lo juro por mi lira. Arquero, demuéstraselo.

La mano del Arquero se movió a una velocidad que Arya no habría creído posible. Su flecha le pasó silbando junto a la cabeza, a dos centímetros de la oreja, y fue a clavarse en el tronco del sauce que estaba a su espalda. Y ya tenía otra flecha en el arco tenso. Hasta entonces había creído que comprendía qué quería decir Syrio con «rápida como una serpiente» y «suave como la seda de verano». En aquel momento se daba cuenta de que no era así. La flecha clavada en el árbol zumbaba como una abeja.

—Has fallado —dijo.

—Peor para ti si eso es lo que piensas —dijo Anguy—. Mis flechas van adonde les digo.

—Es verdad —asintió Lim Capa de Limón.

Entre el arquero y la punta de su espada había una docena de pasos.

«No tenemos ni la menor oportunidad», comprendió Arya. Habría dado cualquier cosa por un arco como el suyo, y por tener su habilidad para manejarlo. De mala gana, bajó la pesada espada hasta que la punta tocó el suelo.

—Iremos a ver esa posada —concedió, tratando de esconder las dudas que albergaba su corazón tras una cortina de palabras osadas—. Vosotros caminad delante, nosotros os seguiremos a caballo para vigilaros.

—Delante, detrás, qué más da. —Tom de Sietecauces hizo una profunda reverencia—. Vamos, muchachos, les mostraremos el camino. Recoge esas flechas, Anguy, ya no las vamos a necesitar.

Arya envainó la espada y, siempre manteniéndose a distancia de los tres desconocidos, cruzó el camino hacia donde estaban sus amigos a caballo.

—Pastel Caliente, coge esas berzas —dijo al tiempo que montaba—. Y también las zanahorias.

Para variar, no discutió con ella. Emprendieron la marcha tal como Arya había dicho, a caballo, despacio por el camino, a una docena de pasos por detrás de los tres que iban a pie. Pero pronto se encontraron pisándoles los talones. Tom de Sietecauces caminaba despacio y le gustaba rasguear las cuerdas de la lira de vez en cuando.

—¿Os sabéis alguna canción? —les preguntó—. Daría cualquier cosa por tener alguien con quien cantar, en serio. Lim no tiene ni pizca de oído, y aquí el chico del arco sólo se sabe baladas de las Marcas, y todas tienen cien versos o más.

—En las Marcas sí que se cantan buenas canciones —señaló Anguy con voz suave.

—Cantar es una tontería —replicó Arya—. Cantando se hace ruido. Os oímos cuando aún estabais muy lejos. Os podríamos haber matado.

La sonrisa de Tom indicaba que él no opinaba lo mismo.

—Hay peores formas de morir que con una canción en los labios.

—Si hubiera lobos por aquí —protestó Lim—, nos habríamos dado cuenta. O leones. Éstos son nuestros bosques.

—Pues no sabíais que nosotros estábamos allí —dijo Gendry.

—Yo que tú no estaría tan seguro, muchacho —dijo Tom—. A veces se sabe más de lo que se dice.

—Yo me sé la canción del oso —dijo Pastel Caliente acomodándose en la silla de montar—. Bueno, un trozo.

Tom acarició las cuerdas con los dedos.

—A ver, Pastelito, vamos a ver cómo cantamos juntos. —Echó la cabeza hacia atrás y entonó—: «Había un oso, un oso, ¡un oso!, era negro, era enorme, ¡cubierto de pelo horroroso!»

Pastel Caliente lo acompañaba con entusiasmo, incluso daba saltitos en la silla al ritmo de la música. Arya lo miró, atónita. Tenía una voz bonita, y cantaba bien.

«No le había visto hacer nada bien, excepto cocinar», pensó para sus adentros.

Poco más adelante, un arroyuelo iba a desembocar al Tridente. Cuando lo estaban vadeando, la canción hizo que un pato saliera volando de los juncos. Anguy se detuvo en el acto, se descolgó el arco, puso una flecha y lo abatió. El ave fue a caer en los bajíos, no lejos de la orilla. Lim se quitó la capa amarilla y se metió en el agua hasta las rodillas para ir a recogerla, todo esto sin dejar de quejarse.

—¿Tú crees que Sharna tendrá limones en la bodega? —preguntó Anguy a Tom mientras veían a Lim chapotear y maldecir—. Una vez, una chica de Dorne me preparó un pato con limones —recordó con melancolía.

Al llegar al otro lado del arroyo, Tom y Pastel Caliente reanudaron la canción, y Lim se colgó el pato del cinturón, bajo la capa amarilla. Sin saber cómo, las canciones hicieron que los kilómetros les parecieran más cortos. No tardaron mucho en divisar la posada, que se alzaba junto a la orilla del río, en el punto donde el Tridente describía una amplia curva hacia el norte. Al acercarse, Arya la observó detenidamente y con desconfianza. Se vio obligada a reconocer que no tenía aspecto de guarida de bandidos; parecía un lugar agradable, hasta hogareño, con las paredes encaladas, el tejado de tejas rojas y una columna de humo que se alzaba perezosa de la chimenea. Alrededor había establos y otras edificaciones, y detrás una pérgola, manzanos y un pequeño jardín. La posada disponía hasta de un embarcadero propio que se adentraba en el río y...

—Gendry —dijo en voz baja, apremiante—. Mira, tienen un bote. Podríamos ir navegando a vela hasta Invernalia. Llegaríamos antes que a caballo.

—¿Has manejado alguna vez un bote de vela? —El chico no parecía muy convencido.

—No hay más que poner la vela; luego el viento empuja.

—¿Y si el viento sopla en dirección contraria?

—Para eso están los remos.

—¿Contracorriente? —Gendry frunció el ceño—. Iríamos muy despacio, ¿no? ¿Y si se vuelca el bote y nos vamos al agua? Además, no es nuestro, es de la posada.

«Lo podríamos robar.» Arya se mordió el labio y no dijo nada. Desmontaron delante de los establos. No había más caballos, pero Arya advirtió que en muchas de las cuadras había excrementos recientes.

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