Tormenta de Espadas (30 page)

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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Fantástico

BOOK: Tormenta de Espadas
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—Uno de nosotros debería quedarse a vigilar los caballos —dijo con cautela.

—No es necesario, Perdiz —dijo Tom que la había oído—. Entra y come, no les va a pasar nada.

—Ya me quedo yo —dijo Gendry, sin hacer caso del bardo—. Ven a sustituirme cuando hayas comido.

Arya asintió y echó a andar en pos de Pastel Caliente y Lim. Llevaba la espada en la vaina, cruzada a la espalda, y no apartaba la mano del puño de la daga que le había robado a Roose Bolton, por si no le gustaba lo que encontraba en el interior de la posada.

En el cartel pintado sobre la puerta se veía la imagen de algún rey de la antigüedad, que estaba de rodillas. Dentro se encontraba la sala común, donde aguardaba una mujer muy alta y fea, con la barbilla abultada y las manos en las caderas. La miró fijamente.

—No te quedes ahí, chico —bufó—. ¿O eres una chica? Qué más da, el caso es que me tapas la puerta. Entra o sal, pero de una vez. Lim, ¿qué te tengo dicho de mi suelo? Me lo estás manchando de barro.

—Hemos cazado un pato. —Lim lo cogió y lo sujetó ante él a modo de bandera de paz. La mujer se lo arrebató de la mano.

—Querrás decir que Anguy ha cazado un pato. Quítate las botas, ¿qué te pasa, eres sordo o sólo idiota? —Se dio media vuelta—. ¡Esposo! —llamó a gritos—. Sube ahora mismo, los muchachos han vuelto. ¡Esposo!

Por las escaleras de la bodega subió un hombre, con un delantal sucio, sin parar de gruñir. Le llegaba a la mujer por el hombro, tenía el rostro lleno de bultos, y la piel amarillenta y colgante con marcas de viruela.

—Ya estoy aquí, mujer, deja de gritar. ¿Qué pasa?

—Cuelga esto —le dijo al tiempo que le tendía el pato.

Anguy se le acercó arrastrando los pies por el suelo.

—Habíamos pensado que nos lo podríamos comer, Sharna. Con limones. Si tienes.

—Limones. ¿Y de dónde quieres que saquemos limones? ¿Qué te crees, idiota cara de pecas, que estamos en Dorne? ¿Por qué no te subes a un limonero de esos que tenemos y nos traes un celemín, y ya que estás unas buenas aceitunas y unas cuantas granadas? —Lo señaló con dedo admonitorio—. Claro que también podría prepararlo con la capa de Lim, si quieres, pero antes tendrá que estar colgado unos cuantos días. Si queréis comer, conejo o nada. Lo más rápido es conejo asado al espetón, si tenéis hambre. O también os lo puedo guisar con cerveza y cebollas.

Arya casi sentía el sabor del conejo.

—No tenemos monedas, pero te podemos ofrecer a cambio unas zanahorias y unas berzas que hemos traído.

—¿De verdad? A ver, ¿dónde están?

—Pastel Caliente, dale las berzas —dijo Arya.

El chico obedeció aunque se acercó a la anciana con tanta alegría como si se tratara de Rorge, de Mordedor o de Vargo Hoat. La mujer examinó las verduras con detenimiento, y al muchacho con más detenimiento todavía.

—¿Y el pastel caliente ése, dónde está?

—Aquí. Yo. Es mi nombre. Y ella es... Perdiz.

—No será en mi casa. Aquí la comida y los comensales se llaman de maneras diferentes, para poderlos diferenciar. ¡Esposo!

Esposo había salido al exterior, pero nada más oír el grito se apresuró a entrar de nuevo.

—El pato ya está colgado. ¿Qué pasa ahora, mujer?

—Lava estas verduras —ordenó—. Los demás, sentaos mientras empiezo con los conejos. El chico os traerá algo para beber. —Bajó la vista para apuntar a Arya y a Pastel Caliente con la larga nariz—. No tengo costumbre de servir cerveza a los niños, pero nos hemos quedado sin sidra, no hay vacas que den leche y el agua del río sabe a guerra, corriente arriba está lleno de muertos. Si os sirvo un tazón de sopa lleno de moscas muertas, ¿os lo beberíais?

—Arry sí —dijo Pastel Caliente—. Perdón, quiero decir Perdiz.

—Lim también —dijo Anguy con una sonrisa maliciosa.

—Deja en paz a Lim —bufó Sharna—. Venga, cerveza para todos.

Anguy y Tom de Sietecauces ocuparon la mesa que había junto a la chimenea, mientras Lim iba a colgar la gran capa amarilla de un gancho. Pastel Caliente se dejó caer en un banco junto a la mesa situada más cerca de la puerta, y Arya se acomodó como pudo junto a él. Tom sacó la lira.

—«En una posada solitaria del camino —cantó mientras improvisaba una melodía para acompañar la letra—, la tabernera era fea y no tenía vino.»

—Como no te calles no nos dará conejo —le advirtió Lim—. Ya sabes cómo se pone.

—¿Sabes manejar un bote de vela? —susurró Arya a Pastel Caliente acercándose más a él.

Antes de que pudiera responder, un muchacho rechoncho, de quince o dieciséis años, apareció con picheles de cerveza. Pastel Caliente cogió el suyo con ambas manos, con gesto reverente. Bebió un sorbo y sonrió con la sonrisa más amplia que Arya le había visto jamás.

—Cerveza —susurró—. Y conejo.

—¡A la salud de Su Alteza! —exclamó alegremente Anguy el Arquero a la vez que alzaba la jarra en un brindis—. ¡Que los Siete guarden al rey!

—A los reyes, a los doce —masculló Lim Capa de Limón. Bebió y se limpió la espuma de la boca con el dorso de la mano.

Esposo entró apresuradamente por la puerta, con el delantal lleno de verduras lavadas.

—Hay tres caballos que no conozco en el establo —les dijo, como si para ellos fuera una novedad.

—Sí —asintió Tom al tiempo que dejaba la lira a un lado—, y son mejores que los que regalasteis.

—No los regalé. —Esposo, un tanto molesto, soltó las verduras sobre una mesa—. Los vendí, a muy buen precio, y encima conseguí una barca. Además, ¿no teníais que recuperarlos vosotros?

«Lo sabía, son bandidos —pensó Arya sin dejar de escuchar. Metió la mano debajo de la mesa y tocó la empuñadura de la daga para confirmar que seguía en su sitio—. Si intentan robarnos, lo van a lamentar.»

—No pasaron por donde estábamos —dijo Lim.

—Pues hacia allí los enviamos. Seguro que estabais borrachos, o dormidos.

—¿Borrachos? ¿Nosotros? —Tom bebió un largo trago de cerveza—. Jamás.

—Tendríais que haberlos recuperado vosotros mismos —dijo Lim a Esposo.

—¿Cómo, si sólo tenía aquí al chico? Os lo dije y os lo repetí, la vieja estaba en Altozano de los Corderos, asistiendo en el parto a Fern. Y encima lo más probable es que fuera uno de vosotros el que le puso el bastardo en la barriga a la pobre muchacha. —Lanzó una mirada agria en dirección a Tom—. Me juego lo que sea a que fuiste tú, siempre con esa lira, tocando canciones tristes sólo para quitarle las enaguas a la pobre Fern.

—Si una canción hace que una doncella desee liberarse de la ropa y sentir la dulce caricia del sol en la piel, ¿es acaso culpa del bardo? Además, el que le gustaba era Anguy. «¿Te puedo tocar el arco?», la oí decir una vez. «Oooh, qué suave y qué duro. ¿Te importa si le doy un tironcito?»

—Anguy o tú, qué más da. —Esposo soltó un bufido—. Tenéis tanta culpa como yo por lo de los caballos. ¿Sabíais que eran tres? ¿Qué puede hacer uno contra tres?

—Tres —repitió Lim, despectivo—, pero uno era una mujer y el otro iba encadenado, tú mismo nos lo contaste.

—Una mujer muy grande, y vestida de hombre —dijo Esposo con una mueca—. Y el de las cadenas... tenía unos ojos que no me gustaron nada.

—A mí, cuando no me gustan los ojos de un hombre, le clavo una flecha en uno. —Anguy sonrió por encima del pichel de cerveza.

Arya recordó la flecha que le había pasado rozando la oreja. Deseó con todas sus fuerzas saber manejar el arco. Esposo, en cambio, no parecía nada impresionado.

—Tú calla mientras los mayores estén hablando. Bébete la cerveza y cierra el pico, o le diré a la vieja que te dé con el cazo.

—Los mayores hablan demasiado, y no hace falta que me digas que me beba la cerveza.

Para demostrarlo, bebió un buen trago. Arya lo imitó. Tras muchos días de beber de arroyos y charcos, y luego del turbio Tridente, la cerveza sabía tan bien como los sorbitos de vino que su padre le había dejado probar. De la cocina salía un aroma que le hacía la boca agua, pero sus pensamientos seguían concentrados en el bote.

«Manejarlo será más difícil que robarlo. Si esperamos hasta que estén dormidos...»

El joven criado reapareció con grandes hogazas redondas de pan. Arya arrancó un buen pedazo y lo devoró a mordiscos hambrientos. Pero costaba mucho masticarlo, era de miga densa y grumosa, y estaba quemado por abajo.

—Qué pan tan malo —dijo Pastel Caliente con una mueca nada más probarlo—. Está quemado y encima es duro.

—Te sabrá mejor cuando lo mojes en la salsa —señaló Lim.

—Mentira, no te sabrá mejor —replicó Anguy—. Pero al menos no te romperás los dientes.

—Puedes elegir, o te lo comes o te quedas con hambre —dijo Esposo—. ¿Qué pasa, tengo cara de panadero? Ya me gustaría ver si tú lo haces mejor.

—Seguro que sí —le aseguró Pastel Caliente—. Es muy fácil. Este pan lo has amasado en exceso, por eso está tan duro.

Bebió otro sorbo de cerveza y siguió hablando con entusiasmo de panes, empanadas y pasteles, de todas las cosas que tanto amaba. Arya puso los ojos en blanco.

—Perdiz —dijo Tom sentándose frente a ella—. O Arry o como quiera que te llames de verdad, esto es para ti.

Puso en la mesa de madera, entre ellos, un trozo de papel sucio. Ella lo miró con desconfianza.

—¿Qué es?

—Tres dragones de oro. Tenemos que compraros esos caballos.

—Los caballos son nuestros. —Arya le echó una mirada cautelosa.

—Quieres decir que los habéis robado con vuestras propias manos, ¿no? No es ninguna deshonra, niña. La guerra convierte en ladrones a muchos hombres honrados. —Tom dio unos golpecitos con el dedo sobre el trozo de pergamino doblado—. Te estoy pagando un precio muy bueno. Más de lo que vale ningún caballo.

Pastel Caliente cogió el pergamino y lo desdobló.

—Aquí no hay oro —protestó a gritos—. ¡No son más que letras!

—Cierto —asintió Tom—, y lo siento mucho. Pero lo haremos efectivo cuando termine la guerra, tenéis mi palabra de hombre del rey.

—No sois hombres del rey —le soltó Arya apartándose de la mesa y poniéndose en pie—, sois unos ladrones.

—Si te hubieras encontrado con algún ladrón de verdad sabrías que no pagan, ni siquiera con papeles. Si os cogemos los caballos no es por nosotros, niña, es por el bien del reino, para poder desplazarnos más deprisa y pelear donde haga falta. Siempre por el rey. ¿Le dirías que no al rey si te pidiera tus caballos?

Todos la estaban mirando; el Arquero, el corpulento Lim, Esposo, con su rostro cetrino y aquellos ojillos taimados... Hasta Sharna la observaba desde la puerta de la cocina.

«Diga lo que diga se van a quedar con nuestros caballos —comprendió—. Y tendremos que ir andado hasta Aguasdulces, a menos que...»

—No queremos ningún papel. —De un manotazo, Arya le quitó el pergamino de la mano a Pastel Caliente—. Os cambiamos los caballos por ese bote que tenéis afuera. Pero sólo si nos enseñáis a llevarlo.

Tom de Sietecauces se quedó mirándola un instante. Luego torció la boca amplia y fea en una sonrisa pesarosa. Soltó una carcajada. Anguy se echó a reír también, y los demás no tardaron en imitarlos: Lim Capa de Limón, Sharna, Esposo, hasta el criado, que había salido de detrás de los toneles con una ballesta debajo del brazo. Arya hubiera querido gritarles, pero en vez de eso empezó a esbozar una sonrisa...

—¡Jinetes! —El grito de Gendry tenía el tono agudo de la alarma. La puerta se abrió de golpe y el muchacho entró—. ¡Soldados! —jadeó—. Vienen por el camino del río, son una docena.

Pastel Caliente se puso en pie de un salto y se le cayó el pichel, pero Tom y los otros no mostraron señal de sobresalto.

—Qué bien, manchándome el suelo y desperdiciando la cerveza —bufó Sharna—. Siéntate y cálmate, chico, que ya sale el conejo. Y tú también, niña. Te hayan hecho lo que te hayan hecho, ya ha pasado, ahora estás entre hombres del rey. Haremos todo lo posible por que no te pase nada.

La respuesta de Arya fue echarse la mano al hombro para sacar la espada, pero antes de que lo consiguiera, Lim la agarró por la muñeca.

—Oye, de eso nada.

Le retorció la mano hasta que soltó el puño de la espada. Tenía unos dedos duros, encallecidos, y de una fuerza aterradora.

«¡Otra vez! —pensó Arya—. Es lo mismo otra vez, igual que en el pueblo, con Chiswyck, Raff y la Montaña que Cabalga.» Le robarían la espada y volverían a convertirla en un ratón. Cerró la mano libre en torno al pichel y lo estrelló contra la cara de Lim. La cerveza salpicó los ojos del hombre, oyó el ruido de la nariz al romperse, vio manar la sangre... Él se llevó las manos a la cara, y Arya se vio libre.

—¡Corred! —gritó al tiempo que se zafaba.

Pero Lim volvió a caer sobre ella, tenía las piernas tan largas que cada una de sus zancadas valía por tres de las de Arya. Se retorció y pataleó, pero el hombre la alzó en volandas sin esfuerzo aparente y la sacudió en el aire mientras la sangre le corría por la cara.

—¡Estate quieta, estúpida! —gritó—. ¡Basta ya!

Gendry se acercó para ayudarla, pero Tom de Sietecauces se interpuso con una daga en la mano.

Para entonces ya era tarde, no podían escapar. Oyó el ruido de caballos en el exterior y también voces de hombres. Un instante después, por la puerta abierta entró un hombre, un tyroshi más corpulento incluso que Lim, con barba espesa teñida de verde en las puntas, pero ya encanecida. Tras él aparecieron dos ballesteros, que ayudaban a caminar a un hombre herido y otros...

Arya jamás había visto a un grupo tan harapiento, pero sus espadas, hachas y arcos no tenían nada de zarrapastroso. Un par de ellos la miraron con curiosidad al entrar, pero ninguno dijo nada. Un hombre tuerto con un yelmo oxidado olfateó el aire y sonrió, mientras que un arquero de pelo rubio hirsuto pedía cerveza a gritos. Tras ellos entraron un lancero con el yelmo adornado con la figura de un león, un hombre de edad avanzada que cojeaba, un mercenario de Braavos, un...

—¿Harwin? —susurró Arya.

¡Era él! Debajo de la barba y el cabello enmarañados distinguió el rostro del hijo de Hullen, que solía llevarle el poni de las riendas en el patio, justaba contra el estafermo con Jon y con Robb, y bebía demasiado cuando había un banquete. Estaba más delgado, en cierto modo parecía más duro, y mientras vivió en Invernalia no había llevado barba, pero era él, ¡era uno de los hombres de su padre!

—¡Harwin! —Se retorció y se lanzó hacia delante para liberarse de la presa de Lim—. ¡Soy yo! —gritó—. ¡Harwin, soy yo! ¿No me conoces? ¡Mírame! —Se le llenaron los ojos de lágrimas, y se descubrió llorando como un bebé, como una cría idiota—. ¡Harwin, Harwin, soy yo!

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