Tormenta de Espadas (90 page)

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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Fantástico

BOOK: Tormenta de Espadas
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—¡No sabes nada, Jon Nieve! —le gritó, y le tiró a los pies la hoja ensangrentada.

El Magnar gritó una orden en la antigua lengua. Tal vez estuviera diciendo a los thenitas que mataran a Jon allí mismo, pero eso jamás lo sabría. Un relámpago cayó desde el cielo, un rayo desgarrador de un blanco azulado que tocó la cúspide de la torre del lago. Se sintió el olor de su furia, y el trueno, cuando llegó, pareció estremecer la noche.

Y la muerte se abalanzó sobre ellos.

La luz del rayo había deslumbrado a Jon, pero llegó a vislumbrar la sombra que se lanzaba contra ellos un instante antes de oír el chillido. El primer thenita murió igual que el viejo, con la garganta destrozada. Luego la luz desapareció y la sombra se convirtió en un remolino que gruñía, y otro hombre cayó en la oscuridad. Se oyeron maldiciones, gritos, aullidos de dolor... Jon vio caer a Forúnculo hacia atrás, derribando a tres hombres que tenía a la espalda.

«
Fantasma
—pensó durante un instante demencial—.
Fantasma
ha saltado el Muro. —Luego el relámpago transformó la noche en día y vio al lobo con las patas sobre el pecho de Del; las fauces chorreaban sangre—. Gris. Es gris.»

Con el trueno llegó la oscuridad. Los thenitas tanteaban a su alrededor con las lanzas mientras el lobo se movía entre ellos como una centella. La yegua del anciano se alzó sobre las patas traseras, enloquecida por el olor de la sangre, y coceó fuera de sí. Jon Nieve seguía teniendo a
Garra
en la mano. Supo al instante que no iba a tener una ocasión mejor.

Lanzó un tajo al primer hombre mientras se volvía hacia el lobo, apartó al segundo de un empujón y dio una estocada al tercero. En medio de la locura oyó que alguien gritaba su nombre, pero no habría sabido decir si era Ygritte o el Magnar. El thenita que trataba de dominar al caballo no llegó a verlo.
Garra
era ligera como una pluma. La blandió contra la pantorrilla del salvaje y sintió cómo el acero mordía hasta el hueso. Cuando cayó, la yegua se encabritó, pero Jon consiguió agarrarla por las crines con la mano izquierda y montar sobre ella. Una mano se le cerró en torno al tobillo, lanzó un tajo y vio cómo el rostro de Bodger desaparecía en una confusión de sangre. El caballo se alzó sobre las patas traseras, otra vez coceando. Uno de los cascos acertó a un thenita en la sien y se oyó un crujido aterrador.

Y de repente iban al galope. Jon no intentó guiar al caballo, todo lo que podía hacer era aferrarse a él con todas sus fuerzas entre el fango, la lluvia y los truenos. Ramas húmedas le azotaban el rostro y una lanza le pasó silbando junto a la oreja.

«Si el caballo tropieza y se rompe una pata me caerán encima y me matarán», pensó, pero los antiguos dioses estaban con él y el caballo no tropezó. El relámpago desgarró la cúpula negra del cielo y el trueno retumbó sobre la llanura. Los gritos fueron quedando atrás hasta morir.

Muchas horas después la lluvia cesó. Jon se encontró a solas en un mar de alta hierba negra. Sentía un dolor palpitante en el muslo derecho. Cuando bajó la vista se sorprendió al ver que tenía allí clavada una flecha. «¿Desde cuándo?» Agarró el asta y le dio un tirón, pero la punta estaba clavada muy profundamente en la pierna y el dolor fue insoportable. Trató de recordar la situación demencial de la posada, pero lo único que le venía a la cabeza era la imagen de la bestia, delgada, gris, terrible...

«Era demasiado grande para ser un lobo común. Tenía que ser un huargo. Un huargo, sin duda. —No había visto antes un animal que se moviera tan deprisa—. Como un viento gris...» ¿Sería posible que Robb hubiera vuelto al norte?

Jon sacudió la cabeza. No tenía respuestas. Pensar le costaba demasiado... pensar en el lobo, en el anciano, en Ygritte, en todo...

Se bajó de la yegua como pudo. La pierna herida no aguantaba su peso, tuvo que morderse los labios para no gritar. «Esto va a doler mucho.» Pero había que sacar la flecha, y no ganaría nada esperando. Jon agarró el asta de la flecha, respiró hondo y tiró. Gimió y maldijo. Le dolió tanto que tuvo que parar. «Estoy sangrando como un cerdo degollado», pensó, pero no podía hacer nada hasta que sacara la flecha. Apretó los dientes y lo intentó de nuevo... y de nuevo se tuvo que detener entre temblores. «Una vez más.» En aquella ocasión gritó sin contenerse y cuando terminó la punta de la flecha se le veía ya en el muslo. Jon apartó los calzones ensangrentados para agarrar mejor el asta, apretó los dientes otra vez y, poco a poco, se arrancó la flecha de la pierna. Jamás sabría cómo lo había conseguido sin desmayarse.

Después se quedó tumbado en el suelo, sin soltar el trofeo, sangrando, en silencio, demasiado débil para moverse. Al cabo de un rato comprendió que si no se forzaba a hacer algo, moriría desangrado. Jon se arrastró hasta el arroyo del que estaba bebiendo la yegua, se lavó el muslo con agua fría y se lo vendó con una tira de tejido que arrancó de la capa. También lavó la flecha y le dio muchas vueltas entre las manos. ¿Era la emplumadura gris o blanca? Ygritte ponía a sus flechas plumas de ganso color gris claro.

«¿Me disparó cuando escapaba?» Jon no habría podido culparla. Se preguntó si habría estado apuntando al caballo o a él. Si la yegua hubiera caído, él estaría ya muerto. «Menos mal que mi pierna se interpuso.»

Se quedó un rato descansando mientras la yegua pastaba. No se alejó demasiado, por suerte. Con la pierna tal como la tenía no la habría podido alcanzar. Tuvo que hacer acopio de todas sus energías para volver a montar. «¿Cómo pude cabalgarla antes, sin silla ni riendas, y con la espada en la mano?» Otra pregunta a la que no podría responder jamás.

Un trueno retumbó a lo lejos, pero donde estaba ya había claros en el cielo. Jon escudriñó el firmamento hasta dar con el Dragón de Hielo, luego guió a la yegua hacia el norte, en dirección al Muro y al Castillo Negro. El latigazo de dolor en el muslo le hizo apretar los dientes cuando guió a la yegua del anciano.

«Vuelvo a casa», se dijo. Si era así, ¿por qué se sentía tan vacío?

Cabalgó hasta el amanecer, mientras las estrellas lo vigilaban como ojos.

DAENERYS (4)

Sus exploradores dothrakis le habían contado la situación, pero Dany quería verla en persona. Ser Jorah Mormont cabalgó con ella por un bosque de abedules y por un empinado risco de arenisca.

—Ya estamos suficientemente cerca —le dijo cuando se encontraron en la cima.

Dany tiró de las riendas de la yegua y miró hacia el otro lado de los prados, hacia donde el ejército yunkio se cruzaba en su camino. Barbablanca le había enseñado la manera de calcular el número de sus enemigos.

—Cinco mil —dijo al cabo de un instante.

—Lo mismo diría yo. —Ser Jorah señaló con un dedo—. Aquellos de los flancos son mercenarios. Lanceros y arqueros a caballo, también llevan espadas y hachas para el cuerpo a cuerpo. Los Segundos Hijos están en el ala izquierda, los Cuervos de Tormenta en la derecha. Unos quinientos hombres en cada. ¿Veis los estandartes?

La arpía de Yunkai tenía entre las garras una fusta y un collar de hierro, en vez de un trozo de cadena. Pero los mercenarios ondeaban sus estandartes debajo de los de la ciudad a la que servían: a la derecha cuatro cuervos entre dos rayos cruzados, a la izquierda una espada rota.

—Los propios yunkai'i defienden el centro —advirtió Dany. Desde lejos los oficiales parecían idénticos a los de Astapor: yelmos altos brillantes y capas con discos de cobre cosidos—. ¿Van al frente de soldados esclavos?

—Son esclavos en su mayoría. Pero no están a la altura de los Inmaculados. Yunkai tiene fama por sus esclavos de cama, no por los guerreros.

—¿Qué opináis vos? ¿Podemos derrotar a este ejército?

—Con facilidad —asintió Ser Jorah.

—Pero no sin derramar sangre. —Ya había habido sangre de sobra en los adoquines de Astapor el día en que la ciudad cayó, aunque muy poca era suya o de los suyos—. Podríamos ganar esta batalla, pero a ese precio no podríamos tomar la ciudad.

—Siempre hay un riesgo,
khaleesi
. Astapor era engreída y vulnerable. Yunkai ya está prevenida.

Dany meditó un momento. El ejército de los esclavistas parecía pequeño comparado con el suyo, pero los mercenarios iban a caballo. Ella había cabalgado suficiente tiempo con los dothrakis para sentir un respeto saludable hacia lo que los guerreros montados podían hacer con los de a pie.

«Los Inmaculados podrían resistir su carga, pero para mis libertos sería una carnicería.»

—A los traficantes de esclavos les gusta hablar —dijo—. Enviadles un mensaje diciendo que los recibiré esta tarde en mi tienda. Invitad también a los capitanes de las compañías de mercenarios. Pero no a la vez. Los Cuervos de Tormenta a mediodía, y los Segundos Hijos dos horas después.

—Como ordenéis —respondió Ser Jorah—. Pero, si no vienen...

—Vendrán. Sentirán curiosidad, querrán ver a los dragones y saber qué voy a decirles; además, los que sean astutos lo considerarán una buena ocasión para calibrar mis fuerzas. —Hizo dar media vuelta a la yegua plateada—. Los esperaré en mi pabellón.

Fueron cielos color pizarra y vientos fríos los que recibieron a Dany cuando volvió con su ejército. La zanja profunda que rodearía el campamento ya estaba cavada a medias, y los bosques estaban poblados de Inmaculados que cortaban ramas de abedules para afilarlas y convertirlas en estacas. Los eunucos no podían dormir en un campamento que no estuviera fortificado o, al menos, eso decía el Gusano Gris. Estaba allí, vigilando los trabajos. Dany se detuvo un momento para hablar con él.

—Yunkai se ha preparado para la batalla.

—Eso es bueno, Alteza. Éstos están sedientos de sangre.

Había ordenado a los Inmaculados que eligieran a sus oficiales, y Gusano Gris resultó ser el más valorado para el rango superior. Dany lo puso bajo la supervisión de Ser Jorah para que lo entrenara en el mando, y el caballero exiliado decía que, hasta el momento, el joven eunuco era duro pero justo, aprendía deprisa, era incansable y prestaba atención a todos los detalles.

—Los Sabios Amos han reunido un ejército para enfrentarse a nosotros.

—En Yunkai un esclavo aprende el camino de los siete suspiros y los dieciséis centros del placer, Alteza. Los Inmaculados aprenden el camino de las tres lanzas. Vuestro Gusano Gris espera demostrároslo.

Una de las primeras cosas que había hecho Dany tras la caída de Astapor había sido abolir la costumbre de dar nuevos nombres de esclavos cada día a los Inmaculados. La mayor parte de los nacidos libres habían retomado los nombres que les dieron al nacer; al menos, los que todavía los recordaban. Otros se habían puesto nombres de héroes o dioses, y en algunos casos de armas, de gemas o hasta de flores, cosa que dio como resultado soldados un tanto peculiares a oídos de Dany. En cambio Gusano Gris había seguido siendo Gusano Gris. Cuando le preguntó por qué, él le respondió: «Es un nombre que trae suerte. El nombre con que uno nació estaba maldito. Era el nombre que tenía cuando lo hicieron esclavo. Pero Gusano Gris es el nombre que uno sacó el día que Daenerys de la Tormenta lo hizo libre».

—Si se llega a la batalla —le dijo Dany—, que Gusano Gris muestre tanta sabiduría como valor. Perdona a todo esclavo que huya o que tire el arma. Cuantos menos mueran, más quedarán luego para unirse a nosotros.

—Uno lo recordará.

—Lo sé. Acude a mi tienda al mediodía. Quiero que estés allí con el resto de mis oficiales cuando trate con los capitanes de los mercenarios.

Dany espoleó a la plata hacia el campamento. Dentro del perímetro establecido por los Inmaculados, las tiendas se alzaban en hileras ordenadas, y su pabellón dorado estaba en el centro. Un segundo campamento se extendía cerca del suyo. Era cinco veces más grande, más disperso y caótico, no tenía zanjas, ni tiendas, ni centinelas, ni cerca para los caballos... Los que tenían caballos o mulas dormían junto a los animales por temor a que se los robaran. Las cabras, las ovejas y los perros hambrientos vagaban libres entre las hordas de mujeres, niños y ancianos. Dany había dejado Astapor en manos de un Consejo de antiguos esclavos, dirigidos por un sanador, un sabio y un sacerdote. A todos los consideró sabios y justos. Aun así, decenas de miles prefirieron seguirla a Yunkai en vez de quedarse atrás, en Astapor.

«Les entregué la ciudad, pero tuvieron demasiado miedo para aceptarla.»

El ejército de libertos hacía que el de Dany pareciera pequeño, pero en realidad suponían más carga que ayuda. Apenas uno de cada cien tenía un asno, un camello o un buey; muchos llevaban armas robadas de la armería de algún traficante de esclavos, pero sólo uno de cada diez tenía fuerzas para pelear y ninguno sabía hacerlo. Allí por donde pasaban agotaban todas las provisiones de la tierra, eran como langostas con sandalias. Aun así, Dany no tenía valor para abandonarlos como le pedían con insistencia Ser Jorah y los jinetes de sangre.

«Les dije que eran libres. Ahora no puedo decirles que no son libres de seguirme.» Contempló el humo que se alzaba de las hogueras y contuvo un suspiro. Cierto, tenía la mejor infantería del mundo, pero también tenía la peor.

Arstan Barbablanca estaba de pie a la entrada de su tienda, mientras que Belwas el Fuerte se había sentado con las piernas cruzadas en la hierba y comía un cuenco de higos. Durante la marcha, el deber de velar por ella recaía sobre aquellos dos hombres. Dany había nombrado
kos
a Jhogo, Aggo y Rakharo, que además seguían siendo sus jinetes de sangre. En aquellos momentos le hacían más falta para ir al frente de los dothrakis que para protegerla. Su
khalasar
era reducido, unos treinta y tantos guerreros a caballo, la mayor parte de ellos niños con el pelo sin trenzar y ancianos de hombros encorvados. Pero eran todos los hombres montados que tenía y no podía prescindir de ellos. Tal vez los Inmaculados fueran la mejor infantería del mundo, como aseguraba Ser Jorah, pero también necesitaba exploradores y escoltas.

—Habrá guerra con Yunkai —dijo Dany a Barbablanca una vez dentro del pabellón.

Irri y Jhiqui habían cubierto el suelo con alfombras, y Missandei estaba encendiendo una barrita de incienso para endulzar el aire polvoriento.
Drogon
y
Rhaegal
dormían sobre unos cojines, enroscados el uno al otro, y
Viserion
estaba posado en el borde de la bañera vacía.

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