«Si el Magnar llega al Castillo Negro por sorpresa será una carnicería, matarán a los chicos mientras duermen, ni siquiera sabrán que los atacan.» Jon tenía que avisarlos, pero ¿cómo? No lo enviaban nunca a forrajear ni a cazar, ni le dejaban montar guardia a solas. También tenía miedo por Ygritte. No se la podía llevar con él, pero si la dejaba allí el Magnar tal vez la hiciera pagar por su traición. «Dos corazones que laten como uno...»
Todas las noches compartían las pieles, y se quedaba dormido con la cabeza de la muchacha sobre el pecho y su melena roja haciéndole cosquillas en la barbilla. Su olor era ya parte de él. Sus dientes torcidos, el tacto de sus pechos cuando los cogía con la mano, el sabor de su boca... todo aquello era su alegría y su desesperación a la vez. Más de una noche se había tumbado con la calidez de Ygritte a su lado sin dejar de preguntarse si su señor padre se habría sentido así de confuso con su madre, fuera quien fuera.
«Ygritte me tendió la trampa y Mance Rayder me empujó adentro.»
Cada día que pasaba entre los salvajes hacía que le resultara más difícil lo que debía hacer. Tenía que buscar la manera de traicionar a aquellos hombres, y cuando lo consiguiera morirían. No quería su amistad, igual que no había querido el amor de Ygritte. Pero, aun así... Los thenitas hablaban la antigua lengua y rara vez se dirigían a Jon, pero con los hombres de Jarl, los que habían escalado el muro, la cosa era diferente. Jon estaba empezando a conocerlos muy a su pesar: Errok, flaco y silencioso, Grigg el Cabra, siempre sociable, los niños Quort y Bodger, Dan el Cañameño, el fabricante de cuerdas... El peor de todos era Del, un muchacho de rostro caballuno que no dejaba de hablar con voz soñadora de la chica salvaje a la que quería secuestrar.
—Tiene suerte, como tu Ygritte. Nació besada por el fuego.
Jon tuvo que morderse la lengua. No quería saber nada de la chica de Del ni de la madre de Bodger, de la aldea junto al mar donde había nacido Henk el Timón, ni de las ganas que tenía Grigg de visitar a los hombres verdes en la Isla de los Rostros ni de aquella vez en la que un alce había perseguido a Dedodelpié hasta obligarlo a subirse a un árbol. No quería más detalles del forúnculo que tenía Forúnculo en el culo, ni de cuánta cerveza era capaz de beber Pulgares de Piedra, ni de cómo el hermanito de Quort le había suplicado que no fuera con Jarl. Quort no tenía más allá de catorce años, aunque ya había secuestrado una esposa y estaba esperando un hijo de ella.
—Puede que nazca en algún castillo —alardeaba el chico—. ¡En un castillo, como los señores!
Estaba muy emocionado con los castillos que habían visto, que en realidad no eran más que torres de vigilancia.
Jon se preguntó dónde estaría
Fantasma
. ¿Habría vuelto al Castillo Negro o estaría corriendo por los bosques con alguna manada de lobos? No percibía la presencia del huargo ni siquiera en sueños. Se sentía como si le hubieran arrebatado algo que era parte de él. Hasta con Ygritte dormida a su lado se encontraba solo. No quería morir solo.
Aquella tarde los árboles habían empezado a escasear más mientras avanzaban hacia el este por suaves llanuras onduladas. La hierba que los rodeaba les llegaba a la cintura, y las espigas de trigo silvestre se mecían con cada ráfaga de viento, pero el día en general era cálido y luminoso. En cambio, al anochecer las nubes empezaron a acumularse amenazadoras hacia el oeste. No tardaron en cubrir la bola anaranjada que era el sol, y Lenn auguró que se acercaba una tormenta de las malas. Su madre era una bruja de los bosques, así que todos estaban de acuerdo en que tenía el don de predecir el tiempo.
—Cerca de aquí hay una aldea —dijo Grigg el Cabra al Magnar—. A tres o cuatro kilómetros. Podemos buscar refugio allí.
Styr asintió sin dudar.
Cuando llegaron ya había anochecido hacía rato y la tormenta se había desencadenado. La aldea estaba junto a un lago, llevaba abandonada tanto tiempo que la mayor parte de las casas se habían derrumbado. Incluso la posada de madera que en otros tiempos debió de dar cobijo a los viajeros estaba medio derruida y sin techo.
«Poco refugio vamos a encontrar ahí», pensó Jon con tristeza. Cuando los relámpagos iluminaban el cielo se veía una torre redonda en medio de una isla situada en el lago, pero no tenían botes ni manera de llegar allí.
Errok y Del se habían adelantado para explorar las ruinas; Del regresó casi al momento. Styr dio orden de detenerse a la columna y envió a una docena de thenitas como avanzadilla, todos con las lanzas dispuestas. Para entonces Jon también lo había visto: un fuego ardía en la chimenea y la teñía de luz roja. «No estamos solos.» El miedo se retorció en sus entrañas como una serpiente. Oyó el relincho de un caballo, luego gritos. «Cabalga con ellos, come con ellos y combate con ellos», le había dicho Qhorin.
Pero la lucha había terminado.
—Sólo es un hombre —dijo Errok en cuanto volvió—. Un viejo con un caballo.
El Magnar gritó órdenes en la antigua lengua y una veintena de thenitas se dispersaron para explorar el área en torno a la aldea, mientras que otros registraban las casas para asegurarse de que nadie se escondería entre la vegetación y las piedras. Los demás se apretujaron en la posada sin techo y se dieron codazos para buscar un lugar más cerca de la chimenea. Las ramas rotas que el viejo había estado quemando generaban más humo que calor, pero en una noche de tormenta hasta la llama más pequeña era bien recibida. Dos de los thenitas habían tirado al viejo al suelo y estaban registrando sus cosas. Otro sujetaba al caballo por las riendas mientras que tres más saqueaban el contenido de las alforjas.
Jon se alejó de la posada. Una manzana podrida estalló bajo su bota.
«Styr lo va a matar. —El Magnar lo había dicho en Guardiagrís: había que matar al momento a cualquier arrodillado que se encontraran para asegurarse de que no daba la alarma—. Cabalga con ellos, come con ellos y combate con ellos.» ¿Significaba eso que tenía que permanecer mudo e inmóvil mientras le cortaban el cuello a un anciano?
Cerca del linde de la aldea, Jon se tropezó de bruces con uno de los guardias que Styr había apostado. El thenita le gruñó algo en la antigua lengua y apuntó hacia la posada con el asta de la lanza.
«Vuelve a tu lugar —supuso Jon—. Pero ¿cuál es mi lugar?»
Se dirigió hacia el agua y encontró un lugar casi seco bajo los restos de pared de paja de las ruinas de una casa. Allí fue donde lo encontró Ygritte, contemplando el lago azotado por la lluvia.
—Conozco este lugar —le dijo cuando se sentó junto a él—. Esa torre... la próxima vez que haya un relámpago mira la parte de arriba y dime qué ves.
—Como quieras —dijo—. Por cierto, algunos thenitas dicen que han oído ruidos que venían de allí. Dicen que eran gritos.
—Serían truenos.
—Dicen que eran gritos. Puede que haya fantasmas.
El torreón tenía un aspecto tétrico allí, en medio de la tormenta en su isla rocosa, azotado por la lluvia y rodeado por el lago.
—Podríamos ir a echar un vistazo —sugirió Jon—. Más mojados de lo que estamos no vamos a estar...
—¿Nadando? ¿En medio de la tormenta? —La sola idea la hizo reír—. ¿Es un truco para que me quite la ropa, Jon Nieve?
—¿Ahora me hacen falta trucos para eso? —bromeó—. ¿O es que no sabes nadar?
Él era un excelente nadador, había aprendido ese arte de niño en el gran foso de Invernalia.
—No sabes nada, Jon Nieve. —Ygritte le dio un puñetazo en el hombro—. Soy mitad pez, te lo voy a demostrar.
—Mitad pez, mitad cabra, mitad caballo... tienes demasiadas mitades, Ygritte. —Sacudió la cabeza—. Si este lugar es el que creo, no nos haría falta nadar. Podríamos ir andando.
—¿Andando sobre el agua? —Ella se lo quedó mirando—. ¿Eso qué es, brujería sureña?
—No es... —empezó, pero un relámpago cayó del cielo como una puñalada para hender la superficie del lago. Durante un instante hubo tanta luz como si fuera mediodía. El retumbar del trueno fue tan estrepitoso que Ygritte contuvo una exclamación y se tapó las orejas—. ¿Has mirado? —preguntó Jon a medida que el ruido se esfumaba y la noche volvía a ser negra—. ¿Lo has visto?
—Son de color amarillo —respondió ella—. ¿Te refieres a eso? Algunas de las piedras de arriba son amarillas.
—Se llaman almenas. Hace mucho tiempo las pintaron de color dorado. Esto es Corona de la Reina.
En medio del lago la torre volvía a ser negra, una sombra oscura apenas visible.
—¿Aquí vivía una reina? —preguntó Ygritte.
—Aquí pasó la noche una reina. —La historia se la había contado la Vieja Tata, pero el maestre Luwin había confirmado la mayor parte—. Alysanne, la esposa del rey Jaehaerys el Conciliador. Lo llaman el Viejo Rey porque reinó muchísimo tiempo, pero cuando llegó al Trono de Hierro era joven. En aquellos tiempos tenía por costumbre viajar por todo el reino. Cuando llegó a Invernalia lo acompañaban su reina, seis dragones y la mitad de su corte. El rey tenía asuntos importantes que discutir con el Guardián del Norte, y Alysanne se aburría, de manera que montó a lomos de su dragón
Ala de Plata
y voló hacia el norte para ver el Muro. Esta aldea fue uno de los lugares donde se detuvo. Después, los habitantes pintaron la parte superior del torreón para que pareciera la corona dorada que había lucido la noche que pasó entre ellos.
—No he visto nunca un dragón.
—Ni tú ni nadie. Los últimos dragones murieron hace cien años o más. Pero esto fue antes.
—¿Te refieres a lo de la reina Alysanne?
—Más adelante la empezaron a llamar la Bondadosa Reina Alysanne. Uno de los castillos del Muro se bautizó también en su memoria. Puerta de la Reina. Antes de su visita se llamaba Puerta de la Nieve.
—Si tan buena era tendría que haber mandado derribar ese Muro.
«No —pensó él—. El Muro protege el reino. De los Otros... y también de ti y de los tuyos, cariño.»
—Tuve otro amigo que soñaba con dragones. Era un enano. En cierta ocasión me dijo...
—¡Jon Nieve! —Uno de los thenitas se alzaba a su lado con el ceño fruncido—. Magnar llamar.
Jon pensó que tal vez se tratara del mismo hombre que había ido a buscarlo fuera de la cueva la noche antes de que escalaran el Muro, pero no estaba seguro. Se puso de pie. Ygritte fue con él, cosa que siempre hacía fruncir el ceño a Styr, pero cuando trataba de echarla ella le recordaba que era una mujer libre, no una arrodillada, y que iba y venía cuando le daba la gana.
El Magnar se encontraba bajo el árbol que crecía en el suelo de la sala común. Su prisionero estaba arrodillado ante la chimenea, rodeado de lanzas de madera y espadas de bronce. Vio acercarse a Jon, pero no dijo nada. La lluvia corría por las paredes y repiqueteaba contra las escasas hojas que aún le quedaban al árbol mientras del fuego se elevaba una espesa humareda.
—Tiene que morir —dijo Styr el Magnar—. Encárgate tú, cuervo.
El anciano no dijo nada. Se limitó a mirar a Jon, de pie entre los salvajes. Entre la lluvia y el humo, con la única luz del fuego, no podía ver que Jon vestía todo de negro a excepción de la capa de piel de oveja.
«¿O tal vez sí?»
Jon desenvainó a
Garra
. La lluvia bañó el acero y las llamas dibujaron una lúgubre línea naranja a lo largo del filo. «Que una hoguera tan pequeña le vaya a costar a un hombre la vida...» Recordó lo que había comentado Qhorin Mediamano cuando divisaron el fuego en el Paso Aullante.
—Aquí arriba el fuego es la vida —les dijo en aquella ocasión—, pero también puede ser la muerte.
Pero aquello había sido en los Colmillos Helados, en las tierras sin ley más allá del Muro. Esto era el Agasajo, estaba bajo la protección de la Guardia de la Noche y el poder de Invernalia. Allí un hombre tendría que ser libre de encender una hoguera sin morir por ello.
—¿Por qué dudas? —dijo Styr—. Mátalo y acabemos de una vez.
Ni siquiera entonces dijo nada el prisionero. «Piedad», podría haber dicho, o tal vez «Me habéis quitado el caballo, las monedas, la comida, dejadme al menos la vida», o «No, por compasión, no os he hecho ningún daño». Podría haber dicho mil cosas, o haber llorado, o haber pedido ayuda a sus dioses. Aunque nada que dijera podría salvarlo. Tal vez lo supiera. Tal vez por eso cerraba la boca y miraba a Jon con un gesto mezcla de súplica y acusación.
«No importa qué te exijan, hazlo. Cabalga con ellos, come con ellos y combate con ellos...» Pero aquel anciano no ofrecía resistencia. Había tenido mala suerte y nada más. Quién era, de dónde venía, a dónde se dirigía a lomos de aquel jamelgo patético... nada de aquello importaba.
«Es un anciano —se dijo Jon—. Debe de tener cincuenta años, puede que sesenta. Ha vivido más que muchos hombres. Los thenitas lo van a matar de todos modos, nada de lo que diga o haga yo puede salvarlo. —
Garra
le pesaba más que el plomo en la mano, apenas podía levantarla. El hombre no dejaba de mirarlo con unos ojos tan grandes y negros como pozos—. Me caeré en esos ojos y me ahogaré. —El Magnar también lo estaba mirando, casi le llegaba el olor de su desconfianza—. Este hombre ya está muerto. ¿Qué importa si es mi mano la que lo asesina? —Bastaría con un golpe, rápido, limpio.
Garra
estaba forjada con acero valyrio—. Igual que
Hielo
.» Jon recordó otra ejecución; el desertor arrodillado, su cabeza rodando, el color de la sangre sobre la nieve... la espada de su padre, las palabras de su padre, el rostro de su padre...
—Hazlo de una vez, Jon Nieve —lo apremió Ygritte—. Tienes que hacerlo. Demuestra que no eres un cuervo, que eres del pueblo libre.
—¿Matando a un viejo junto al fuego?
—Orell también estaba sentado junto al fuego y bien que lo mataste. —La mirada que clavó en él era implacable—. Ibas a matarme a mí hasta que viste que era una mujer. Y estaba dormida.
—Aquello era diferente. Erais soldados... centinelas...
—Sí, y los cuervos no queríais que os descubrieran. Igual que nosotros ahora. Es lo mismo. Mátalo.
—No —negó dándole la espalda al hombre.
—Mátalo. —El Magnar se acercó a él, alto, frío y peligroso—. Aquí mando yo.
—Mandas sobre los thenitas —le dijo Jon—, no sobre el pueblo libre.
—Aquí no hay nadie del pueblo libre. Aquí hay un cuervo y su esposa cuervo.
—¡No soy ninguna esposa cuervo!
Ygritte desenvainó el cuchillo. Con tres zancadas rápidas se puso junto al viejo, lo agarró del pelo, le echó la cabeza hacia atrás y le abrió la garganta de oreja a oreja. El hombre no gritó ni en el momento de morir.